miércoles, 30 de abril de 2014

El merengue feliz...
No es fácil ser merengue en Barcelona y, sin embargo, ningún lugar mejor para un merengue que nuestra ciudad, donde, desde siempre, es decir, desde antes de la maravilla tiquitáquica del Barça de Guardiola, el juego del Madrit se llevaba el reconocimiento unánime de los culés: Com juga aquesta gent! Quin equipàs! Això és jugar al futbol, sí senyor! Com la toquen, redéu! , solían decir cuando el Madrid consiguió las 5 ligas de la quinta del Buitre. Y un reguero de expresiones laudatorias que 12 años más tarde vuelven a recuperarse despés de la doble hazaña alemana del Madrit: apabullar con una calidad y una contundencia rematadora como hacía tiempo que no veíamos.
 Después de la victoria del Madrit sobre el Barça en la Copa del Rey, Ramon Solsona, novelista y culé fanático, titulaba su crónica: Força Bayern!, en uno de esos clásicos gestos de antimadritismo que define a algunos culés, aquellos que, independientemente de lo que haya hecho su equipo en la jornada de liga, lo primero que les interesa es: Sí, però què ha fet el Madrit? La derrota de Guardiola, porque también ha de interpretarse así, ha sido doblemente dolorosa para él y doblemente festejada por los merengues, porque, en cierto modo, aunque de rojo, ayer también se estaba ganando al Barça y lo que ha significado un tipo de juego que tanto desespera a los dirigentes del Bayern, y que tanto nos ha amargado estos años a los merengues: no es fácil digerir la contemplación de la impotencia, del gatillazo permanente. Anticipa esta victoria del Madrit la derrota del tiquitaca de la selección espanyola en Brasil? Ya veremos.
Ahora lo que toca es paladear la satisfacción y soñar con la famosa Décima, la conquista de la cual entronizaría, para siempre, al Madrit como el mejor club del mundo, sin lugar a la discusión, por más que la temporada de los 6 títulos del Barça sea, en cierta manera, una gesta de parecida naturaleza.
Ser merengue en Barcelona cuando tienes un culé en la propia casa es lo más natural y agradable del mundo. Y ninguna felicitación más entusiasta que la del propio hijo culé. Y si este culé forma parte de un equipo del Barça, como forma, ahí tenemos a un merengue gritando a pulmón batiente en los partidos: Barça, Barça, Barça! sin ningún complejo. Debemos de ser, supongo, una familia atípica, porque yo me empeñé en que mi hijo no fuese del Madrit, a diferencia de la pasión proselitista de tantos y tantos futboleros que se imponen a sus retoños de una manera avasalladora, sean del club que sean. A mi padre lo enterraron con la insignia de su Atleti, dos hermanos son culés, dos merengues, uno se abstiene, la madre es del Deportivo..., es decir, la pluralidad social en estado puro, todo menos el unanimismo lamentable de tantos y tantos hogares hechos a imagen y semejanza de los jefes de la tribu.

lunes, 21 de abril de 2014

La distancia necesaria


Periféricos madriles... 


                Desde el bigbángtico ombligo catalán, pasearse por los madriles periféricos durante una semana es un ejercicio de descomprensión que alivia los humores del cuerpo y serena las tensiones del espíritu. Marcharse a 600 quilómetros permite ver con  mayor claridad y aquilatar con más fundamento los juicios sobre la crispación que ANCtenaza Cataluña en estos tiempos de inflación patriótica more lepénico que sufrimos. Perdido en aquella generosidad espacial, hermana megalómana de  las aspiraciones imposibles de nuestros patrióticos frentistas, porque de donde hay no se saca, y bastante se opusieron en su momento al Ensanche de Cerdà, comprueba uno enseguida que si toda una autonomía equivale a una ciudad en población y en generación de PIB, lo que aquí sobra a raudales es complejo de inferioridad, y que los de los delirios de grandeza echan de menos que Barcelona no extienda su entramado urbanístico desde Blanes hasta Tarragona y desde el mar hasta Manresa, porque solo así podría respirar el alma nacional sin el corsé de las sufridas estrecheces geográficas que contribuyen, sin embargo, a hacer de Barcelona una de las ciudades más humanas del país, de España, claro está. He vivido en ambas, y ambas forman parte de mi intimidad. Amándolas por igual, he optado por vivir en Barcelona. Y siempre que visito Madrid me doy cuenta de lo necesario que es alejarse hasta la periferia para ver lo inmisericorde del centralismo nacionalista catalán. Al principio notaba enseguida que me faltaba la realidad cotidiana del catalán; hoy, es raro que pasee por mis madriles y que no oiga el catalán con una frecuencia que me resulte familiar, sobre todo por la zona de los museos, donde el uso del catalán crece exponencialmente. Estos días, además, he coincidido una tarde con mi hijo, quien había viajado con otros jóvenes barceloneses, el entusiasmo de los cuales por el Madrit contra el que de siempre les habían prevenido en el sistema educativo de éxito y en las familias carlistonas de algunos de ellos era indescriptible. Que aún hay mucho de provinciano, en el sentido peyorativo del término, en el catalanismo nacionalista sólo se aprecia cuando, como en el reciente caso de Mas, ni siquiera se atrevió a subir a la tribuna de los oradores en el Congreso para preservar la ficción de su solemnidad quiméricamente estatal. Envió a tres espadas melladas cuyos floreos dialécticos provocaron un serio deterioro en el antaño prestigioso buen hacer catalán, porque en buen decir nunca han sido pródigos... 
Paseando por Neptuno y el Congreso, no es de extrañar que los buenos nacionalistas consideren su país de opereta, frente a la consistencia de aquel edificio de tomo y lomo donde reside la soberanía nacional, la suya incluida, y que se sientan acomplejados ante las magnitudes. Una sola arteria, el Paseo de la Castellana, Recoletos y Prado añadidos, se impone de tal manera al paseante que no puede por menos que minimizar las polémicas secesionistas y reducirlas a lío de familia, quitándoles toda dimensión política. Del viaje hasta la periferia se sacan muchas conclusiones, y la contemplación de los espacios enseña bastante más de lo que parece. No sé si de Madrid se vaya al cielo; pero sí que desde Madrid se ven con nitidez los celos, que tanto, como se sabe, envenenan aun al mayor de los cuerdos.

martes, 8 de abril de 2014

Ensayo de panfleto charneguista…

         

                                       
            ¡Ha llegado el día de la Charneguería!
¿No nos han despreciado siempre? ¿No compararon la llegada de los murcianos con la serie televisiva Los invasores, los del meñique tieso? ¿No se han  burlado siempre de nuestros acentos regionales? ¿No nos han mirado siempre por encima del hombro? ¿No nos han tratado siempre como escoria? ¿No han arrinconado nuestra lengua al nivel del bono basura? ¿No desprecian nuestras culturas regionales? ¿No se burlan de nuestro amor a la patria común, donde está Cataluña, tratándonos como extranjeros?
Pues bien, ahora ha llegado el momento de la afirmación Charnega: demostrémosles nuestro auténtico poder otra vez. Lo hicimos ya con la abstención frente a un Estatut que pretendía ser Constitución (que hablaba de España y Cataluña como si fueran realidades políticas distintas) cuando ni siquiera llegaron  al 50% de la participación.
 ¡Volvámoslo a hacer! Pero ahora en el terreno que les habíamos cedido demasiado confiadamente: el del poder político.
Está en nuestros votos -o en nuestra abstención- rebajarles los humos a los "señoritos" que se ciscan en los santos inocentes charnegos, a esos caciques estadodeseantes (¡oh, flor de paradojas!) que  quieren okupar ilegalmente la finca Cataluña y apoderarse de los bienes ajenos.
Sí, ha llegado el gran día de los Charnegos. Escribamos, pues, en las urnas una página gloriosa de la dignidad de los ciudadanos libres que no se dejan amilanar por el fascismo identitario.
¡A las urnas, futuros parias del nonato estado catalán!
¡Agrupémonos todos en la lucha final para defender nuestra ciudadanía española y catalana! ¡No nos dejemos robar la tierra por la que tanto hemos luchado para ganarnos la vida! ¡No permitamos que los cegados por el delirio nos lleven al borde del abismo tarpeyo! ¡Hagamos valer nuestra fuerza: nuestros votos, regados por la indignación y el derecho! ¡Plantémosles cara y luchemos por un territorio que es de todos, tan nuestro como suyo!
¡Icemos la bandera de la resistencia contra la vieja y fiera Quimera! ¡Hagamos valer nuestros títulos de propiedad inalienable! ¡Desbaratemos el atraco a mano armada que pretenden: robarnos los frutos de nuestro sudor, el fruto de nuestro esfuerzo indesmayable! ¡Rechacemos su legalidad y hagamos prevaler la de todos, la única que nos ampara!  
¡Conquistemos el poder político que hasta hoy, de demasiada buena fe, habíamos cedido, confiados en la prevalencia del poder constitucional! ¡Hagámosles reconocer el imperio de la ley!
¡Todos a las urnas!
¡Por una Cataluña real y plural!
¡Por una Cataluña de todos y para todos!
¡Viva el poder Charnego! 

viernes, 4 de abril de 2014

Las estatuas de Barcelona:
un motivo para pasear por la propia ciudad, cámara en ristre…
Barcelona no es una ciudad amiga de las estatuas a pie de calle, como las que se han puesto de moda en medio mundo, como la de Woody Allen en Oviedo; la de Pessoa en Lisboa; la de Federico García Lorca en la Avenida de la Constitución de Granada, a la que en 2012 le mutilaron un pie, por cierto; la de Fernando Quiñones en Cádiz, un prodigio de gracia y desparpajo; la entrañable de Gaudí en León, delante de la Casa Botines, obra suya,  o la de Rosa Chacel en Valladolid, estatuas que invitan al ciudadano a rodear por los hombros al homenajeado y hacerse una foto de recuerdo como si hubiesen sido, el broncíneo y el carnal, amigos íntimos de toda la vida.
Barcelona no es una ciudad amiga de ese tipo de estatuas, y, además de la de Gaudí, en el Paseo Manuel Girona y una de Ghandi en un parque entre Llull y Bac de Roda, bien pocas hay. Otras dos de Gaudí, en el Palau Güell, causan tanta vergüenza ajena, que mejor dejarlas en el piadoso olvido. Aquí se ha optado por las estatuas vivientes de las Ramblas, que tampoco desmerecen, desde el punto de vista artístico.
De hecho, y para los grandes merecimientos que muchos de sus hijos, ya de la ciudad, ya de Cataluña, han hecho, no tenemos una ciudad en la que pararse a cada rato para saber quiénes fueron sus hijos ilustres. Cuando nos decidimos a erigirlas, entonces nos pierde, a los barceloneses, la megalomanía, como sucede con las estatuas de Verdaguer, en la plaza de su propio nombre, que de puro elevada ni siquiera se aprecian los rasgos fisiognómicos del vate; la de Clavé, batuta en ristre, que corona el Paseo de San Juan por la parte de Gracia, ¡el inmenso Clavé!, de cuyo macizo pedestal mayestático se bajaría a la carrera si le volviera a correr la sangre por sus venas de bronce, ¡él, que fue la humildad personificada!, y la de Colón, señalando en la dirección  contraria del camino que siguió…, apta para lucir la camiseta del Barça como escudo nacional de Barçalunya…
Es curioso que la estatua más reciente, en algo equiparable a aquellas cercanas al transeúnte, sea la del gato de Botero en la recién creada –en términos de crónica de la ciudad– Rambla del Raval, una estatua apreciada sobre todo por los niños y los turistas, amén de los amigos de la escultura. Lo más próximo a ese nuevo concepto de la escultura como ciudadanía inmóvil sería la estatua de Guimerà, en la placeta del Pi, pero no han podido ahorrarse la peana enaltecedora, no sea que se lo miren con demasiada familiaridad.
Los caprichos escultóricos de nuestra ciudad saltan a la vista si uno se pasea por Rambla de Catalunya, región eminentemente burguesa de la ciudad, donde se han instalado dos esculturas chocantes: El toro pensant y La girafa presumida…, obras de Josep Granyer i Giralt. O si recuerda que la estatua a Galceran Marquet, con su “capell de conseller”, que acaso deberían recuperar nuestros milenaristas gobernantes –para que lo luzca, ¡pubilla del coneixement!, la inefable Rigau–, le fue adjudicada de rebote porque se renunció a homenajear –en un arranque nacionalista avant la lettre– a Blasco de Garay, quien en 1543 hizo en el puerto de Barcelona una demostración de su máquina de propulsión de las embarcaciones que sorprendió a propios y extraños, pero que no fue suficiente como para que le granjeara el reconocimiento de los barceloneses.
Otra cosa son las estatuas que coronan fuentes, de mayor tradición en la ciudad. Desde la de Hércules, ahora en Paseo San Juan y en su momento en el paseo de la explanada, delante de las viejas murallas de la  Ciudadela, al lado del Jardín del General (Lancaster) donde se aclimató por primera vez el níspero en Cataluña, por cierto; hasta la de Diana, en la Gran Vía, a la altura del antiguo Ritz; pasando por la Font del Trinxa, tan peculiar, en la esquina de Pelayo con Ronda Universidad.
Dejo para el final la mención de obras que esculturalmente son fallidas a causa del exceso de pretenciosidad con que fueron concebidas. Me refiero a la de Macià y a la de la Colometa, en la Plaza del Diamante. Pero no se funde a gusto de todos, eso es cierto.
Y para después del final la que bulle alegre en mi recuerdo como muestra de lo que debe ser la fidelidad al esculpido: la de Montaigne en París, justo delante de la Sorbona, una estatua amuleto para quienes estudian allí y, antes de afrontar un examen, acarician el pie del creador del género ensayístico: éste: