domingo, 21 de diciembre de 2014

Goytisolo. Heterodoxo premio Cervantes.

                            


Juan Goytisolo, hijo de Cervantes y nieto de Fernando de Rojas, un atípico Premio Cervantes 2014: el maldito galardonado.



   
Son palabras suyas: “Cada vez que me premian, dudo de mí mismo”. Y no es para menos, porque no deja de ser chocante que quien más ha buscado el malditismo entre los escritores españoles contemporáneos reciba un homenaje casi de carácter nacional que honra toda una carrera literaria, larga, fecunda y admirable en las tres vertientes fundamentales en las que se ha derramado su genio creador: la novela, el ensayo y la autobiografía, sin que por ello haya dejado de tocar otros “palos” en los que se ha desempeñado con notable habilidad expresiva, como el documental (Alquibla es su obra capital), la crónica periodística (Cuaderno de Sarajevo), los libros de viajes (Campos de Níjar) o los afilados artículos de opinión con que siempre se ha enfrentado al mandarinismo y la garbancería de la cultura española sometida a los dictados del poder, de las modas y de la nesciencia en particular.
Juan Goytisolo nació en Barcelona y a la edad de 7 años perdió a su madre en uno de los bombardeos sobre la ciudad condal en el transcurso de la Guerra Civil. Emigró muy joven a París y, desde entones, bien puede hablarse de él como de un transterrado, más que un autoexiliado, aunque ésta haya sido su condición deseada y la que le llevó a estudiar con rigor y exhaustividad un autor, también autoexiliado, como Blanco White. No caería dentro de los extraterritoriales de Steiner, porque en estos se produce un cambio de lengua de creación que no se ha dado en el caso de Goytisolo quien siempre ha sido fiel al castellano y de quien no se conoce, por otro lado, ningún texto en catalán.
Los lectores habituales de Juan Goytisolo agradecemos un rasgo de su personalidad como escritor que nos ha llevado al conocimiento de un sinfín de autores de cuyo valor ha sido permanente garante a lo largo de los años. Me refiero a la consagración del autor al estudio crítico de la literatura española clásica, publicada en volúmenes de tan inmarcesible recuerdo como Furgón de cola o Disidencias, por citar dos de los emblemáticos. De esa dedicación se ha hecho eco en no pocos artículos de opinión, publicados habitualmente en El País, que siempre han interesado a los lectores de nuestros clásicos. Dicha dedicación ha formado parte de los numerosos cursos que ha impartido sobre dicha materia en universidades americanas, luego recogidas en oportunos volúmenes. Aún recuerdo una conferencia suya la que asistí, de joven, en la sala de actos del Colegio de Arquitectos de BCN, en la Plaza de la Catedral, donde recomendó con pasión lectora los dos volúmenes apretadísimos de letra y en papel biblia de Los heterodoxos españoles, de Marcelino Menéndez Pelayo, a su juicio, una de las grandes obras de la filología española. Para él era evidente que  a quien D. Marcelino acometía con la caballería tridentina para arrollarlo, ahí había un autor de sumo interés. Y nunca erró el tiro. Y puedo dar fe de lo apasionante de la lectura que nos sugirió.
Es ineludible, porque el Cervantes es como el Óscar a toda una carrera, que no se pueda escribir un artículo como éste sin mencionar sus inicios en el realismo social y la aparición de una obra, Señas de identidad (1966), cuyo título ha quedado como una frase hecha para determinar la importancia de la búsqueda de las raíces de cualquier tipo: políticas, morales, religiosas, económicas o hasta futbolísticas. La obra, sin embargo, constituyó un aldabonazo en la conciencia de una generación como la de quien esto firma que nacía a la lucha antifranquista y que hizo suya, con avidez, la conflictiva biografía del protagonista, Álvaro Mendiola, que ofrecía la novela: una ruptura generacional con un pasado de naftalina dormido en el sueño de las glorias imperiales y sustentado en el prosaico pero eficaz recurso de la represión policial. La obra se convirtió en el primer volumen de una excepcional trilogía, completado con otras dos obras de inmenso mérito: Reivindicación del conde don Julián (1970) y Juan sin Tierra, (1975). A medida que Goytisolo fue alejándose del realismo y entrando en la magia del lenguaje y los experimentos narrativos, la obra del autor fue quedándose ya para adeptos contumaces. Obras como Makbara (1980) o La cuarentena (1991) están ya muy lejos de la potencia literaria de aquella trilogía mencionada.
Cuando parecía seguir una deriva hacia experimentos que concitaban cada vez menos público lector, se embarcó en la publicación de un autobiografía cuyos dos volúmenes, Coto vedado(1985) y En los reinos de taifas(1986) son, sin lugar a dudas, de lo mejorcito del género en nuestro siglo XX, a pesar de los excelentes libros que el auge del género, al que tan poco dado ha sido, relativamente, nuestra Literatura, nos ha legado. La desgarradora sinceridad y el estilo eficaz y bellísimo con que Goytisolo se desnuda ante el lector provocaron no poco alboroto en su momento, y seguro que aún impactarán  a los lectores de nuestros días. La vena genetiana de Goytisolo, un autor transgresor par excellence de la literatura europea al que Goytisolo siempre se ha sentido muy unido, se manifiesta descarnadamente en estas dos obras maestras del género memorialístico español.
Otra vena creativa excepcional de Goytisolo, anterior a sus crónicas de conflictos como el de Sarajevo  o el de Chechenia, fue la canónica de la literatura de viajes, a la que pertenece Campos de Níjar (1960), un territorio que él convirtió en literario y la especulación ha querido convertir en una mina de oro, con ejemplos hirientes como el hotel El Algarrobico. Antes de la devastación del consumo masivo, en el 82 aún tuve la fortuna de seguir palmo a palmo el itinerario del autor y verlo casi como él lo vio.

Goytisolo siempre se ha movido, voluntariamente, en la exploración de los márgenes de lo social, allá donde se transgrede,  verbal o factualmente el sistema establecido, de ahí que pueda ser devoto del barroco y sensual Góngora, como también del místico y simbólico Juan de la Cruz, y que blasone de su admiración por un autor como Genet que hizo gala de la transgresión como norma de vida. Su presencia en nuestra vida literaria ha sido siempre la del molesto aguijón, cuando no del envenenado dardo untado con curare, y nunca se ha casado con nadie ni ha defendido esos cotos de poder que con tanta habilidad saben mantener algunos gestores culturales. Él se ha declarado de nacionalidad cervantina, y ello ahorra explicaciones sobre la justicia de haber recibido dicho galardón y de no haber renunciado políticamente, aunque tampoco a nadie le hubiera extrañado que lo hubiera hecho, como hubiera sucedido en el caso de que se lo hubieran concedido a Javier Marías, quien ya se ha declarado incompatible con cualquier galardón de origen público. Cervantino se reconoce Goytisolo, que no quijotesco. Y es importante la distinción, porque hay una lección de libertad en Cervantes que no está en D.Quijote, apegado al modelo de la, ya en su tiempo, muy anticuada caballería andante. Cervantes, el converso, el hasta cierto punto heterodoxo, el homosexual, el defensor de que “cada cual es hijo de sus actos”. Si “el ser del hombre se funda en la palabra”, como defendía Heidegger, es evidente que Goytisolo la ha llenado de libertad creativa y le hemos de estar agradecidos. Escribimos en mejor castellano, después de haberle leído.                                                    

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