lunes, 23 de febrero de 2015

El mercado, eje social.

                                    


El mercado municipal: un centro urbano incomparable.

 Con notable retraso, continúan avanzando las obras de reforma del hermoso mercado municipal de Sant Antoni, en Barcelona. No sé si comparto con muchos el amor a los mercados municipales, pero no hay ciudad o pueblo al que viaje en los que no me interese por conocerlos. Constituyen, para mí, uno de los puntos turísticos más interesantes, por encima de muchas otras obras civiles y religiosas. Un mercado es la Edad Media rediviva, y, a pesar de la variación sustancial que han introducido las grandes superficies en los hábitos de compra de los consumidores, pocas cosas son comparables a la vida en todo su esplendor que nos ofrece un mercado. El último que me impacto fue el del zoco de Tetuán, con algunos olores difíciles de soportar, pero de intensa vivencia. Ya digo que no hay ciudad en la que me informe de dónde hay un mercado antiguo. Así, no se me despinta el espectacular de Muros
                                      



ni tampoco el de Palencia, cercano en materiales al de Sant Antoni:
                          


por no hablar de esa joya entrañable para un amante de Galdós y de los mercados que es el de San Miguel de Madrid: 
                                                 


             Soy, por vecindad, asiduo al de Sant Antoni, en Barcelona, y he seguido las obras de remodelación con la curiosidad con que seguí, en su día, las del aparcamiento subterráneo de la calle Urgell o las espectaculares del Heron City al lado de  la Meridiana, donde excavaron un hoyo gigantesco que me recordó el vaciado del antiguo mercado central parisino de Les Halles, de París, donde rodó Marco Ferreri su lamentable película No tocar a la mujer blanca, cuyo único atractivo fue la batalla recreada en la excavación del antiguo mercado parisino. Aquí: 
                                               



           Me inicié en el de la calle Alberto Aguilera, en  Madrid, a los 9 años, oyendo los expertos consejos de mi madre sobre el porqué de sus decisiones compradoras a la vista del género que nos ofrecían siempre, no tanto bueno, bonito y barato, como en el Rastro, sino fresco, vivito y coleando, amen de regalado, claro. Desde entonces jamás he dejado de ir a la compra, actividad en la que me reputo de experto, por más que no esté exento de que me den gato por liebre, pero es difícil, con más de 50 años de experiencia. Pasear por el mercado, evaluar el género, asomarse al cromatismo, a los olores y, sobre todo, a las conversaciones de la gente me parece una experiencia que debería ser obligatoria para todo el mundo, hombres, mujeres y niños. Hay algo de eternamente humano en esa sucesión de paradas donde se ofrecen los frutos de la tierra y los desvelos de la más antigua profesión. En un mercado me siento en conexión real con la Historia, parte de la deriva de ese fluir humano hacia la nada. La intrahistoria unamuniana se da cita en ellos con maravillosa intensidad, y los tres monos ha de ser quien sea incapaz de captarla en todo su esplendor. El pregón del género, las sospechosas ofertas, la confianza en quien acaba escogiendo las piezas y a quien, sin embargo, se ha de vigilar para que no caiga en el lote nada que, al llegar a casa, se convierta en desperdicio que sube de forma escalofriante el precio del kilo, es una actividad gratificante, aunque se han de pagar ciertos peajes. En el de Sant Antoni, hasta que se cerró para la reforma, era el frío o el calor ambos excesivos. En la carpa que lo suple temporalmente, unos pasillos en los que los clientes de ambos lados casi compran espalda contra espalda y en los que se ve con terror que pretenda avanzar una madre con su retoño en el carrito de rigor, pues, a poco que se le haga sitio, al menos en la zona del pescado, acaba uno encarándose con los agresivos dientes de las merluzas o atacado por las pinzas de las cigalitas vivas, amén de, si es invierno, sentirse golpeado por el frío del lecho de hielo de las paradas.
                 Un mercado municipal es una institución insustituible, básicamente para los alimentos frescos, lo cual no quiere decir que, de otra manera, no sea un placer pasearse por una gran superficie, con más comercios, a veces, que los de una ciudad pequeña y en la que, como en los Malls americanos, alguien pueda pasar buena parte de su vida. No se me despinta la película de Paul Mazursky  Scenes from a Mall nada menos que con Woody Allen y Bette Midler, que escenifican la viejísima y siempre divertida, si bien hecha, guerra de sexos:
                                            

              
               Deseo con fervor que esas obras de restauración de "mi" mercado de Sant Antoni acaben cuanto antes, para poder seguir disfrutando de esas "tranche de vie" que tanto le hacen a uno sentirse miembro cordial de la cadena sin fin de las generaciones...

         

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