miércoles, 18 de marzo de 2015

Emigración, turismo, familia...

                                           
Foto: Juan Pérez


¿Podemos hablar de los jóvenes españoles que trabajan en Europa como de "emigrantes"?

      El hecho de tener un hijo trabajando en Alemania, en Múnich, me ha llevado a reflexionar sobre un argumento de política "nacional" que no acabo de entender: ciertas fuerzas políticas de izquierdas esgrimen como un fracaso del gobierno el hecho de que nuestros jóvenes hayan de buscar en Europa un puesto de trabajo que nuestro sistema parece incapaz de ofrecerles. Dejo de lado, ahora, el terrible problema entre la inadecuación de la formación y las necesidades del sistema productivo, una rémora para el progreso económico que no se ha querido (o podido) solucionar en todos los años que llevamos de democracia, y me centro en esa concepción "nacionalista" que afecta a la totalidad de las fuerzas políticas españolas, encerradas en los asfixiantes límites de nuestro país y renunciando a la proyección continental de los individuos que está en el ADN del proyecto europeo. A partir de nuestra entrada en la UE, oficiada con la mayor de los solemnidades, porque significaba devolvernos al mainstream de un proyecto continental del que la dictadura de Franco nos apartó durante casi 40 años, nunca más se me volvió a ocurrir que esa Europa en la que se nos recibía con entusiasmo, algún recelo y enorme generosidad -algo que conviene recordar para los olvidadizos antieuropeístas-, seguía siendo para los españoles "el extranjero", ese mundo "peligroso" de más allá de los Pirineos, adonde se había de viajar para ver El último tango en París o comprar los libros de El Ruedo Ibérico. Desde antes de aquel día, la frecuentación de la literatura y el pensamiento europeos, desde Joyce hasta Sartre, pasando por Shakespeare, Baudelaire, Svevo, Kierkegaard, Nietzsche, Ionesco, Hegel o Leduc, y la necesaria visión de las obras de los cineastas europeos, desde Bergman hasta Rossellini, pasando por Murnau, Gance, Lang, Dreyer, Renoir o Hitchcock -la lista, como la anterior, sería inacabable...-, ya nos había convertido, a los opositores al Régimen (a los antiespañoles...) en europeos de pro. Entrar en Europa era, pues, algo así como el regreso del hijo secuestrado por facinerosos. Desde esta perspectiva, así pues, ¿cómo es posible entender que mi hijo, por ejemplo, que trabaja en Münich con europeos cinco o seis países diferentes,  que habla allí en catalán, castellano, francés e inglés (acaba de comenzar a estudiar el alemán) esté "en el extranjero"? ¿Qué estrecho concepto atávico de lo "extranjero" se alberga en las mentes valderramanianas a las que entristece la lejanía de "lo propio", de la "patria" de ese "emigrante" con su "rosario de dientes de marfil"? Me estremece siquiera pensarlo. Aquella juventud del  "cincel y de la maza" por la que suspiraba Antonio Machado, para liberarnos de la que "ora y embiste", es esa que ha roto las fronteras y ha convertido el continente en nueva patria, algo que ni siquiera algunos gobiernos han acabado de entender todavía, condicionados aún por la idea miserable del nacionalismo más reductor y frustrante, y prisioneros de una diplomacia que sigue rindiendo culto al ídolo obsoleto de la patria chica, en vez de colaborar sin reservas para la creación de los Estados Unidos de Europa y plantar cara a amenazas reales que pretenden convertir el continente en un actor secundario en la escena internacional. De acuerdo con este pensamiento, resulta inexplicable la alianza anglo-franco-alemana con China para la creación de una alternativa al FMI, en vez de haber potenciado el Banco Central Europeo y haberle dado libertad de movimientos para la creación de esa alternativa en nombre de todo el continente. ¡Los viejos ídolos, que nunca acaban de morir del todo!
            Hace unos días hemos ido a visitar a nuestro hijo y puedo confirmar que, a pesar de los notables diferencias culturales entre Alemania y España,  me he sentido en aquella ciudad, como un muniqués más. Y eso que, para un catalán antisecesionista, visitar la cuna del movimiento nacionalsocialista tiene, he de reconocerlo, un morbo añadido... He hecho abstracción de ello y me he fijado en lo que una visita tan corta, de dos días, permite. Se trata de una ciudad con los mismos habitantes que Barcelona, pero con un urbanismo "amigo", podríamos decir. Pocos edificios sobrepasan las 4 alturas y, salvo en el centro, el resto de la ciudad tiene unas calles con muy reducido tráfico, un uso tan general como tradicional de la bicicleta, un respeto sacrosanto a las señales de tráfico y un uso peatonal de la ciudad tan cívico como generoso. Que sea la capital mundial de la cerveza en modo alguno significa que la ebriedad se perciba como una "normalidad" del paisaje humano, a diferencia de lo que ocurre en Barcelona. A este observador de la vida común y corriente le llamó mucho la atención la religiosidad católica de la ciudad y la fácil coexistencia de las identidades bávara y germánica, y eso que todo lo bávaro se exhibe como motivo turístico de primer orden. En el ámbito de la cultura, sin embargo, eché de menos, como mínimo, la existencia de dos estatuas que no pude hallar -lo que no quiere decir que no existan, aunque muy escondidas han de estar, a fe...-, una de Ludwig II, el llamado Rey loco, wagneriano de pro; y otra de Thomas Mann, que más me pareció el "hijo odiado" de la ciudad que el "hijo predilecto" al que se le hace entrega de las llaves de la villa. En todo caso, y tras tantas lecturas sobre la República de Weimar y el ascenso del nacionalsocialismo, no deja de ser una alegría que la ruta turística llamada del III Reich hable de los "infamous places" de aquel movimiento diabólico. De hecho, la casa donde se alojaba Hitler fue convertida en un cuartel de policía para evitar el turismo nostálgico, y su casa natal austríaca es, hoy en día, un centro para el estudio de la multiculturalidad. Por lo demás, Múnich es una ciudad llena de contrastes, como, por ejemplo, que en el llamado Parque de los Ingleses, un espacio que recuerda mucho el Hyde Park londinense,  el Ayuntamiento haya instalado una ola artificial de la que disfrutan, como se aprecia, los surfistas.
                                         
Foto: Juan Pérez

           

No sé si mi posición es un poco panglossiana, pero ¡me cuesta tanto concebir que Europa sea para mí el "extranjero"! Hasta encontré, desde mi condición de crítico cinematográfico, una joya que aquí en nuestro país ha desaparecido: los carteles pintados en los cines de estreno. Una profesión artesanal que poco a poco fue cayendo en el olvido y que antes adornaba nuestras principales avenidas con una pintura mural de altísima calidad. A ver si verlos en el resto de Europa anima a recobrar esa vieja artesanía que en modo alguno molestaba ni afeaba nuestras calles.


Foto: Juan Pérez

viernes, 6 de marzo de 2015

El poder ya no es lo que era...


                             


Del PODER a los poderes

  
Todos los partidos políticos, sin distinción, aspiran a conseguir el PODER (sic, sí, porque en el imaginario de todos ellos siempre se ha escrito con mayúsculas, para hacerles creer a los electores en la pervivencia de uno de los atributos de la divinidad, instancia a la que los partidos sustituyen desde una óptica laica, la omnipotencia), aunque, como aspiro a mostrar en esta reflexión, en la realidad que cae fuera de los discursos, los eslóganes y las menguadas ideologías que por él compiten, el poder se ha de escribir con las humildes minúsculas de andar por casa.
Aún escuece entre el electorado, creo yo, el repertorio de promesas incumplidas por el PP apenas fue elegido, con desinformada ilusión, por once millones de votantes. El poder, del que Podemos ha hecho recientemente “marca” electoral, no se reveló, en el caso del PP, con suficiente fuerza como para materializarse de modo que casaran las promesas y los hechos. La famosa derrota convertida en medalla: “Hemos hecho lo que se tenía que hacer” (traducido: “hemos hecho lo que nos han dicho que hagamos”), no puede ocultar el trecho inmenso que hay entre lo prometido a los votantes y lo incumplido; entre la demagógica concepción del poder y su discreto, banal y gris ejercicio.
         El para qué, la finalidad de ese legítimo objetivo que es la conquista del poder, sería lo que marcaría las diferencias entre los partidos, si bien, como muestra la presente legislatura, ni siquiera una mayoría absoluta ha sido capaz de conseguir que viéramos la magnífica cola de pavo real de ese poder anunciado, y que se ha venido ejerciendo de tal manera que lo único que se ha conseguido ha sido empeorar las condiciones de vida de los votantes con menos recursos, y manifestarse en ámbitos de la vida social en los que ninguna necesidad había de que se ejerciera, como la ley mordaza, la de montes y costas para facilitar la especulación o la afortunadamente fallida del aborto. Y sin que se ejerciera para atajar el drama de los desahucios, por ejemplo.
“Cuando lleguemos al PODER…”, anuncian y/o prometen los líderes bonanovistas de todos los partidos con un entusiasmo solo parejo a su ingenuidad y/o a su mendacidad; pero los electores descubrirán que  aquello que Guerra prometió con frase desgarrada: “El día en que nos vayamos, a España no la va a conocer ni la madre que la parió”, no fue más que eso, una frase más, poco lúcida, del repertorio de las muchas que han jalonado la historia de nuestra democracia actual, porque la ineficacia de la acción política en España es algo que, en efecto, se conoce desde la madre que la parió, como la Historia ha dejado sentenciado.
Lo propio sería hablar de “poderes”, como cuando nos referimos a la estructura del estado: legislativo, ejecutivo y judicial. Porque lo propio del poder en este primer tercio del siglo XXI es su atomización, su reparto, no diré que impecablemente democrático, pero sí incontrovertiblemente real, lo cual permite un ejercicio del mismo acorde con la creciente complejidad de nuestras sociedades, poco hechas al ordeno y mando vertical de una mayoría parlamentaria, y menos aún si esta es absoluta. De hecho, esta realidad: “mayoría absoluta” –que en nuestro país ha sepultado gobiernos de González y de Aznar, y va camino de hacer lo mismo con el de Rajoy– en modo alguno puede entenderse como “poder absoluto”, que es lo que los usufructuarios de la misma a veces han tenido la tentación de pensar. Y de ahí los choques ácidos, y a veces hasta virulentos, con el poder de los administrados.
Desde esta perspectiva, que todos somos poder, en diferente grado de intensidad, fuerza y representatividad, resulta difícil entender el afán de algunos depositarios de esos “poderes” en transformarse en instancias políticas que sacrifican el poder social conseguido, a veces con loables esfuerzos, para aspirar a la conquista de ese PODER desde el que se nos promete “cambiarnos la vida”, como si cada cual no fuera el autor del guion de su propia vida. Hay, en el fondo, una concepción ingenua y romántica en esa creencia transformadora del poder, una ficción de la que, a todos los políticos, les despiertan los convenios internacionales, la implacabilidad de las leyes (como Syriza acaba de comprobar) y los límites de la Constitución. Claro que es cierto que escribir los acuerdos del Consejo de Ministros en el BOE es una demostración inapelable del ejercicio del poder, pero no siempre ese hecho implica siquiera que lo allí escrito se cumpla, se traduzca en la observación de una conducta.
El ejemplo más patético de la añeja concepción del poder político lo encarna el escasamente honorable Presidente Mas y su corte de secesionistas de campanario de aldea. Ni siquiera lo establecido con pomposa solemnidad de república bananera en el DOGC puede tener capacidad de obligar a los ciudadanos, máxime si anda por medio un Tribunal Constitucional que te marca los límites reales del ejercicio del poder, como recién lo acaba de hacer el Tribunal de Garantías Estatutarias. Perseverar en el anuncio e intento de cumplimiento de medidas anticonstitucionales no puede llevar sino, al margen del desprecio jurídico, al más espantoso de los ridículos. Si consideramos la proyectada DUI, deberíamos de inventar una tercera clasificación: mayúsculas, minúsculas y ¿párvulas?, para considerar la naturaleza de ese nuevo poder al que los defensores de la tal aspiran.
Michel Foucault fue un brillante analista de las relaciones de poder en la sociedad occidental, y a él se debe un concepto “la microfísica del poder” que nos es útil para entender que las relaciones verticales de poder han sido sustituidas por relaciones horizontales, aún escasamente comprendidas y/o valoradas por unos políticos que viven todavia en el sueño antiguo del Príncipe maquiavélico; pero plenamente ejercidas por la ciudadanía a través de movimientos espontáneos (o no tanto) en defensa de bienes y/o derechos. Por todo ello es por lo que resulta incomprensible la insistencia de actores políticos como Podemos, por ejemplo, en un mantra, el de la “toma del PODER”, o su variante: “el asalto a los cielos”, mediante el que se aspira a lograr la instauración de unos ideales que chocan abiertamente con los nuevos poseedores de ese poder.

El viaje del poder absoluto a su absoluta atomización exige que nos adaptemos a una realidad cambiante que hace tiempo que se llevó por delante, como un tsunami, añejas concepciones del ya inexistente PODER.