martes, 21 de abril de 2015

La politología bien entendida: Byung-Chul Han


                   


Psicopolítica*: la última transformación del Capital. Un lúcido ensayo de Byung-Chul Han


      No nació este blog del observador de lo cotidiano para meterse en honduras teóricas, porque la vida diaria depara ya suficientes motivos como para, si se quiere, elaborar a partir de ella cuantas teorías pretendamos que serían capaces de explicar lo que vemos, nosotros mismos incluidos. La lectura, con todo, también forma parte de esa vida cotidiana, y no ha de asustarnos, de vez en cuando, hablar sobre libros y las ideas que en ellos hallamos o las experiencias estéticas que nos deparan. Para mí, al menos, un lector en la vía pública tiene tanto interés como para ciertas mentalidades amarillistas los sucesos truculentos con que embuten los telediarios hasta cogerles aborrecimiento. En fin, que leí, que subrayé y que aquí, a continuación, se lee el resultado de todo ello.
Son muchos los intentos de caracterizar nuestra época, pero pocos de ellos son los que concitan un consenso unánime en torno a la validez de dicha pretensión. Con frecuencia saltan a los titulares expresiones que intentan sintetizar en una palabra o expresión el espíritu de los tiempos y, a menudo, si tienen éxito, solemos plantearnos qué influyo más en qué, si los tiempos en la sintética fórmula feliz o está en aquellos. Pensemos en la difusión y éxito de una obra como La decadencia de Occidente, de Spengler, que alimentó el radicalismo de los jóvenes nacionalismos alemán e italiano a finales de los 20 y comienzos de los 30 del pasado siglo; o en la premonitoria de Ortega, La rebelión de las masas, cuyo éxito no logró igualar una obra tan concienzuda y vasta como Masa y poder, de Canetti, por ejemplo; o en fórmulas como Una nueva Edad Media, de Berdiàyev; la periodística Guerra fría, incluido el clásico Telón de acero; la Era de la contracultura; la Década prodigiosa; la Era el recelo –procedente del mundo literario francés; la  Sociedad de la sospechaEl desencanto –en el caso exclusivo de España–;  el fulgurante éxito de ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel; o el no menos triunfal y relativamente reciente diagnóstico de Fukuyama: El fin de la Historia. Todos esos intentos son aproximaciones a una definición sintética del rasgo caracterológico esencial que defina cada uno de los momentos históricos en que fueron formulados.
        Byung-Chul Han, con su libro Psicopolítica, parece haber dado con la formulación del concepto capaz de definir esta época convulsa en la que el Capital, tras la crisis global iniciada por el fraude de las subprime, y otras prácticas nada éticas en la gestión de los fondos de inversión, incluida la existencia inmoral y aberrante de los paraísos fiscales para unos pocos e infiernos austericidas para muchos, ha estado a punto de tener que renunciar a uno de sus sagrados fundamentos: la autorregulación de los mercados. Fue Sarkozy, nada sospechoso de ser un sans-culotte, quien lanzó la idea –caída en saco roto casi apenas haber sido pronunciada– de la refundación del capitalismo, de la que nadie parece hacer bandera hoy, una vez escindidas en nítidos radicalismos las posiciones políticas: el neoliberalismo, por un lado; los movimientos anti sistema, por otro. En medio, una codiciada tierra de nadie por la que luchan varias fuerzas políticas que, indefectiblemente, tendrán que acabar uniéndose para construir una sólida alternativa a los extremos que le achican el espacio político.
        El análisis de Han, quien, a pesar de su nombre, es un intelectual de formación nítidamente europea, doctorado por la Universidad de Friburgo con una tesis sobre Heidegger, nos ofrece una lúcida visión de esta nueva reinvención de sí mismo que está llevando a cabo el capitalismo y a la que él ha denominado Psicopolítica, una especie de refinamiento quintaesenciado de la vieja y zafia explotación capitalista de épocas anteriores. La tesis central de Han es que, al convertirnos en empresarios de nosotros mismos, desaparecen las clases tradicionalmente enfrentadas y su enfrentamiento, la vieja lucha de clases, iniciada con la aparición de las potentes organizaciones obreras, queda huérfana de sentido y desaparece, lo cual explica la actual desorientación de los sindicatos para afrontar con convicción y energía su papel en el mundo actual. Nada, por otro lado, más eficaz para el sistema que la gestión individual de la propia fuerza de trabajo: No es la multitude cooperante que Antonio Gramsci eleva a sucesora posmarxista del “proletariado” [que es la actual apuesta política de Podemos, a través de los movimientos de base, las mareas, las plataformas, etc.], sino la solitude del empresario aislado, enfrentado consigo mismo, explotador voluntario de sí mismo, la que constituye el modo de producción presente. Como deja bien claro Han, la autoexplotación sin clases le es totalmente extraña a Marx, de ahí el contrapeso de Podemos que significa Ciudadanos, más próximos a la nueva concepción económica de nuestro tiempo. Bastan estas dos pinceladas para percatarnos del atavismo ideológico de ciertos planteamientos de los partidos de izquierda, para los que el libro de Han debería de ser de obligada lectura.
        Lo novedoso de este planteamiento del filósofo surcoreano es el cambio de paradigma del poder. La psicopolítica margina el autoritarismo represivo del viejo capitalismo para abrazar la seducción de la autorrealización económica gratificante: La técnica del poder propia del neoliberalismo adquiere una forma sutil, flexible, inteligente, y escapa a toda visibilidad. El sujeto sometido no es siquiera consciente de su sometimiento. (…) De ahí que se presuma libre. (…) En lugar de hacer a los hombres sumisos, intenta hacerlos dependientes. (…) Seduce en lugar de prohibir. No se enfrenta al sujeto, le da facilidades.
        Este proceso de renovación del capitalismo ha comportado el desplazamiento del cuerpo a la psique como terreno de dominación capitalista, y de ahí el nombre de Psicopolítica. De doblegar físicamente al trabajador en la época del autoritarismo represivo, hemos pasado a la dominación psíquica a través de un arma poderosísima que el poder ha puesto en nuestras manos para que, casi inconscientemente, participemos con entusiasmo en la gestión de nuestra propia esclavitud: El Big Data, la llama el autor, correlato evidente del Big Brother del capitalismo autoritario; redes sociales, las usamos nosotros. El hecho de que actualmente ofrezcamos al poder más información sensible privada de la que el propio poder jamás soñó que llegaría a poder “arrancar” de nosotros ha cambiado radicalmente el panorama social. El dataísmo, al parecer del autor, es la creencia dominante según la cual todos somos datos con los que se puede actuar y/o negociar: La creencia en la mensurabilidad y cuantificabilidad de la vida domina toda la era digital (…) El Quantified Self es también una técnica dadaísta que descompone el yo en datos hasta vaciarlo de sentido.
        Se ve con claridad que en el entusiasmo con que colaboramos para que desde el poder se nos compute es vehículo de un control individual, como una especie de capitalismo a la carta, al gusto del consumidor. A quien se le crea la ficción de que es él quien “realmente” ordena y gestiona su vida, con la ayuda y el beneplácito, además, de ese poder “facilitador” y “amable” que prestigia la vía emprendedora como el camino definitivo para el éxito individual y, por lo tanto, social: El Big Data permite hacer pronósticos sobre el comportamiento humano. (…) El me gusta es el amén digital. (…) Cuando hacemos clic en el botón de me gusta nos sometemos a un entramado de dominación.
        Son muchos, pues, los síntomas de que este cambio de paradigmas, el cuerpo por la mente, está vigente. Me permito recordar uno en el que todo el mundo habrá reparado. Antes, cuando sucedía alguna catástrofe, los primeros que se disputaban la llegada al lugar de los hechos eran los médicos y los policías; hoy son los psicólogos quienes les disputan a los dos anteriores ese lugar de privilegio.
        Hacía tiempo que no entraba en un libro tan breve pero con tantas y tan brillantes ideas, por lo que me entristece la imposibilidad de recogerlas en su totalidad, como se merecen, dadas las limitaciones de un artículo de fondo. Me quedo, en todo caso, con la importante distinción que hace el autor entre la emoción y el razonamiento, el correlato de los cuales es la navegación por la red sobreestimulada sensorialmente y la construcción del silogismo como “relato” propio de la razón. Para Han las emociones están reguladas por el sistema límbico, que también es la sede de los impulsos, y constituyen un nivel irreflexivo, semiinconsciente, y se basan, a su vez, en una percepción dispersa. La construcción del silogismo, por el contrario, solo es posible a través de la demora contemplativa, del cerrar los ojos al aturdimiento de la catarata de imágenes propia del capeo constante: Si todo lo racional es un silogismo –concluye Han–   , entonces la era del Big Data es una época sin razón.
        Cuando la razón no actúa, lo que se impone es el juego. La vivencia lúdica de la realidad es otra de las estrategias del poder para consumar la sumisión de los “empresarios de sí mismos”, como no hace mucho pude contemplar en un reportaje de TVE1: a los trabajadores de una empresa se les instruía en una serie de juegos a través de los cuales podían evaluar con criterios más ajustados el desempeño de su trabajo, para mejorar su rendimiento, del que, como no puede ser de otra manera, también se beneficiaba la empresa.
       
*Este libro de Byung-Chul Han ha sido publicado en 2014 en la editorial Herder, en una colección llamada Pensamiento, dirigida por el filósofo, y contumaz debelador de la absurdidad del proceso secesionista, Manuel Cruz. En la misma colección hay publicados otros tres libros del autor cuyas lecturas, a juzgar por la presente, prometen idéntico placer. A ellas me pondré en un futuro inmediato.



domingo, 12 de abril de 2015

Las edades bisagra...


                          

Las edades fronterizas o las  indecisas transiciones autobiográficas...

       La vida está llena de edades conflictivas en las que se dilucida una transición no siempre aceptada con la serenidad que, en algunos casos la condición de la propia edad impide, como de la adolescencia a la juventud, por ejemplo; y que, en otros, las edades con sus despechadas condiciones  hacen imposible, como de la juventud a la madurez o de la madurez a la vejez. Según San Isidoro de Sevilla, el primer enciclopedista europeo -y aprovecho para recomendar con todo entusiasmo la lectura de una obra tan hermosa y divertida como sus Etimologías- son seis las edades de la persona, frente a la simplificadora división tripartita en boga: 1. Del nacimiento hasta los 7 años, la infancia. 2. De los 7 hasta los 14, la niñez. 3. Desde los 14 hasta los 28, la pubertad. 4) De los 28 a los 50, la juventud. 5)  De los 50 a los 70, la madurez. 6) De los 70 hasta la muerte, la senectud. Me imagino que, sobre todo a las posibles  lectoras de esta reflexión, les habrá encantado que el periodo de la juventud se extienda desde los 28 hasta los 50; como imagino que a todos en general les habrá parecido una impropiedad de tomo y lomo hablar de la pubertad para tan tardía edad como los 28. Bien, en cualquier caso, en lo referente a las edades, de lo que se trata es de quedarse con lo mejor de lo que se escuche,lea o piense acerca de ellas. Y no hay pensamiento más positivo que el de solo tener una edad, permanentemente, sujeta a mutaciones, degradaciones, progresos, desviaciones o cualquier maldito capricho de la teratología que nos pueda sobrevenir, y que somos nosotros, una sucesión de yoes axiales la que le da la coherencia que nos evite, en última instancia desgarros como lo que en esas transiciones podemos llegar a sufrir.
      Desde siempre he sentido una atracción intensa por aquellos rostros en los que se estaba verificando un proceso de transición entre edades fronterizas. Hay algo misterioso en esa mirada de los 13 años, por ejemplo, que ha perdido la inocencia del cordero y aún no ha llegado a la lasciva del mandril; esos rostros en los que el bozo va siendo sustituido por la hirsutez vigorosa de los primeros pelos, todo ello en el maro de una tez granujienta sobre la que se aplican emplastos que a duras penas cubren la vergüenza de quienes ya aprenden a mostrarse esquivos y hasta huraños en el rictus de la boca o en el fruncimiento del entrecejo.
      O el rostro de la mujer que abandona definitivamente la juventud para entrar en la madurez, ese momento en que las primeras arrugas convencidas se instalan como el patrimonio indeseado de acaso un matrimonio erosionado. Esos meses, y hasta años, en que el brillo de la mirada y, sobre todo, la música de la sonrisa, entran en hibernación. Hay un desasimiento evidente del mundo, del demonio y de la carne, y un enfado universal con los primeros pasos de la intolerable invisibilidad. Ya no es el rostro el espejo del alma, ni el signo de la afirmación social, sino un mapa de posibles intervenciones urgentes.
       No hay que ser un lince para descubrir en los hombres, contra la incredulidad de las mujeres, que creen que "ellos" nunca pierden la capacidad de seducción, esa transición entre la madurez rotunda del paso firme, la mandíbula prieta, la mirada desafiante, la integridad de la fuerza tensa en cada músculo y el cabello aún en su sitio y la inevitable desesperación creciente por las calvas amenazadoras, la resignación malhumorada por la torpeza corporal que castiga las lumbares incluso en los excesos sexuales,  la insoportable indiferencia con que son vistos por las mujeres, e incluso el desprecio burlón de las más jóvenes; una suma de contratiempos que minan la presencia y desalientan a quienes, ante el agresivo juez del cuarto de baño, se exploran un rostro del que ha desaparecido el yo que más querían e inician el sufrido camino de aceptar el que la tiempo y la naturaleza (y alguna ayudita autodestructiva también...) les va dejando.
       Podría decirse que estamos hechos de transiciones que, como nos muestra Boyhood, apenas son perceptibles, pero siempre obrantes. De hecho, la reacción adecuada a los cambios físicos del otro en el intercambio social, después de cierto tiempo sin tener contacto, forma parte de esa sabiduría cívica que algunos no están dispuestos a ejercitar. La larga lista de expresiones que confirman "que 'apenas' hemos cambiado en tantos años...", que "qué bien nos conservamos...", que "estamos igual que siempre..., algo más viejo, claro...", etc., son una muestra tan inequívoca como patética del repertorio de mentiras con el que hemos de convivir si queremos convivir, en efecto, porque con quien puede intercambiarse ni una palabra si tras un saludo lo primero que nos dicen es: "¡Huy, pero qué envejecido que te veo, ¿te ha pasado algo?" "¡Pues como a ti, imbécil, el tiempo por encima...!", esta uno tentado de contestar con idéntica aspereza.
           Jeanne Moreau ha sido de siempre mi actriz favorita. No se me pregunte por qué. Hace algunos años, sin embargo, le leí una frase que yo mismo había acuñado tiempo atrás y que me ha servido de guía en mi propio proceso de envejecimiento: "El tiempo no es mi enemigo, sino mi aliado". Hasta me atrevería a decir que ese es el secreto de la felicidad. No es preciso recordar que Jeanne Moreau ha impedido, con hermoso criterio moral, que el bisturí le desgracie su bellísimo y personal rostro.

martes, 7 de abril de 2015

¿Tabú u olvido? Lo que se calla al encuestador


                                                             
La enfermedad es la gran preocupación de los españoles, por delante del paro y de la corrupción.

      El prestigio que tienen las enfermedades en la vida social de los españoles difícilmente lo tiene cualquier otro tema sobre el que nos desviemos a discutir unos breves momentos, para descansar del intenso y extenuante placer que nos depara sumergirnos en los pelos y las señales de lo que muchos entendemos, con preclaro fundamento, que es una señal que marca nuestra individualidad con mayor intensidad que una carrera profesional, un amor apasionado, un trabajo bicoca, un chollo mercantil, una afortunada jugada bursátil o una herencia inesperada. 
   Somos el mal que nos aqueja. Y podemos disertar sobre él durante horas, sin power point, sin guión y hasta sin ilustraciones gráficas ni gráficos ilustradores. Se trata de una identidad autoritaria que con dificultad admite el intercambio de historiales, porque es bien sabido que como nuestros males no hay otros males, que todos son mejores que el nuestro y de mejor pronóstico. Todos tenemos, no ya un médico, sino un "cuadro médico" que nos sigue como quien rastrea en las arenas egipcias la existencia de una tumba no profanada; del mismo modo que, ante un problema de orden legal, siempre exhibimos un plural "mis abogados tomarán cartas en el asunto", que nos encumbra poco menos que en Davos, aunque luego debamos hasta la piel que nos cubre para pagarlos. Así pues, no hay mortal que se nos acerque que no se acerque a la susodicha condición tras las dos horas preceptivas que lo hayamos tenido hiperventilado mientras seguía nuestras palabras intentando cada diez minutos, con el aire recogido, interrumpir nuestro relato par endilgarnos el suyo.
      Como en todo, hay especialistas de la descripción que son capaces de hacernos visibles las más mínimas manifestaciones del dolor corporal con un léxico tan minucioso como el del mejor fisioterapeuta o el más afamado traumatólogo o internista: no hay músculo ni hueso ni función orgánica que no halle en sus labios la palabra exacta que defina la afección. Recurrir al tecnicismo rodea de un aura misteriosa, paradójicamente, la naturaleza moliente y corriente del dolor. Una cefalalgia, como bien se sabe, es algo mucho más doloroso que una jaqueca...; y una orquitis..., bien, mejor cambiemos de mal...
      Que no hay dolor como el dolor de uno es lo más humano del mundo y todos miramos con cierta ironía cuando oímos el inapelable "pues anda que lo mío..." o el "calla, calla, que lo mío sí que es de nota...", que tanto incomoda sobre todo a quienes apenas han iniciado su turno narrativo y se ven apremiados a poner el famoso punto en boca que, a ojos de los demás, bien les gustaría que fueran cincuenta que nos la cosieran para no disputarles el protagonismo.
      Nadie ignora el dicho "personas enfermas, personas eternas" con que se suele concluir que los más quejicas son los más longevos; pero lo peor de ese axioma es formar parte de la longevidad sin enfermedad que nos distinga. Se genera una suerte de vergüenza difícil de apreciar por quienes van de mal en mal ganándole años a la muerte con un discurso invariable, y cuando el vergonzoso tiene, por fin, alguna afección curiosa con que presumir, su discurso es oído con la paciencia de quienes aguardan el turno, nunca con el mínimo interés a que la convivencia debería de obligar.
      La vida de mucha gente en este país gira en torno única y exclusivamente a sus padecimiento y a la rigurosa ingesta cotidiana de las medicinas con que los combatimos. Por eso me sorprende que en las encuestas no aparezca este asunto en los primeros puestos de la jerarquía de intereses, máxime cuando, como es el caso de los enfermos de hepatitis C, por ejemplo, han traspasado, los padecimientos, la frontera de la intimidad para convertirse en noticia de apertura de informativos y diarios. Que haya algo de estoica resignación a que, en el fondo, se considere como un asunto individual o a lo sumo familiar no lo descarto, pero sigue extrañándome que a la hora de establecer la jerarquía de las preocupaciones individuales por la que nos pregunta el encuestador nos neguemos a considerar que ésta sea la principal.
      Es difícil vivir de espaldas a esa realidad familiar que nos acecha constantemente. No hay conversación familiar por teléfono que no acabe o empiece por la descripción minuciosa del estado de salud. Como decía con gracia un colega cuando se le preguntaba protocolariamente cómo estaba: "Bien, ¿o quieres que te lo cuente?" 
      Aprender a vivir la enfermedad en el silencio es, sin duda, un aprendizaje que todos deberíamos hacer en las lecturas de los clásicos.