martes, 26 de mayo de 2015

Política vital: Mozart en jornada electoral.

                           


La vida y la política. Elogio del modesto pasar, la mesa frugal y el arte total.

        Hay una tendencia en nuestro país a vivir el hecho político como si de la política dependieran nuestras vidas y a considerar que  solo gracias a lo que la política pueda hacer por nosotros (un "hacer" que suele revestir las formas plurales del "dar"...) hemos de ser capaces de desarrollar nuestro proyecto vital, caso de tenerlo, o desempeñar nuestras responsabilidades con  mayor o menor eficacia. Es innegable lo mucho que la vida individual de cada uno depende de ciertas decisiones políticas y cómo estas, en muy diversa medida, nos afectan; pero detecto cierta inclinación morbosa a concebir la acción política casi como una encarnación de la caprichosa Fortuna que nos priva de la libertad individual y que casi determina inapelablemente el escasísimo alcance de nuestro parvo libre albedrío.Es una clara manifestación de sumisión voluntaria, y expresión de la renuncia a la asunción del propio destino. Detecto, pues, una suerte de orfandad que siente nostalgia de la todopoderosa figura paterna tras cuya protectora égida  cultivábamos con delectación la inconsciencia y hasta la irracionalidad, sabedores de la irresponsabilidad de nuestros actos y de lo mucho que ella nos permitía hacer o deshacer. Ser el exclusivo responsable de la propia vida es, sin duda, el rito de paso a la madurez, y ahí es cuando entra la política en nuestras vidas con es función que acabo de describir: como coartada, como alibi, para justificar ante nosotros mismos nuestra irresolución, nuestras equivocaciones, nuestros fracasos o, lo que es infinitamente peor, la ausencia de una autobiografía de la que no hayamos de avergonzarnos, un relato que nos permita contemplar nuestras vidas a la luz hiriente de la complejidad y la contradicción "propias", hijas del vivir diario, del actuar y del elegir.
      Esta introducción homilético-existencial viene a cuento de la peculiar jornada electoral que me ha sido dado vivir el domingo pasado, completamente al margen, hasta ultimísima hora de la noche, de ese frenesí político del resultado del escrutinio que, supuestamente, algunos han vivido, me consta, como el hecho decisivo que vaya a dar sentido, en el inmediato futuro, a sus vidas. Y la verdad es que, salvo a aquellos que, a partir de él, obtengan un puesto de trabajo representativo, la mar de bien retribuido, el resto de los mortales votantes, salvo que sean funcionarios, o pobres de solemnidad, en poco o nada verán afectadas sus vidas. Ontológicamente, que es el nivel en el que yo discurría, sin embargo, poco ser nos va a añadir uno u otro resultado electoral, ¡Hermes sea alabado! Lo propio, en consecuencia, es no fiar a ellos lo que nuestras vidas hayan de ser, dada, además, la contrastada volubilidad de los votantes, capaces de defender en unas elecciones los matrimonios homosexuales y  la restricción del derecho a abortar  en las siguientes.
       Con estas premisas  se entenderá a la perfección que una frugal comida con unos queridos amigos de amenísima y cultivada conversación y una asistencia al Liceo para ver Così fan tutte, de Mozart, más un paseo primaveral por las calles de Barcelona, constituya un "programa de actos" capaz de llenar de sentido no solo ese día, sino muchos otros con el recuerdo de ese. Unas cigalitas de la costa salpimentadas a la plancha y un arroz de verduras de temporada, más una pastel de queso de cabra fue el menú frugal. De la ópera, qué decir que, tratándose de una ópera de Mozart, alguien no pueda imaginarse: un reparto joven pero eficaz; una ingeniosa tramoya escénica para la actualización de la trama en un hotel de líneas funcionales y estilizadas y una deliciosa y desternillante escena en que se representa, en el bar del hotel ¡nada menos que un karaoke! Si alguna objeción pudiera ponérsele al programa es la visión escéptica y desengañada del dúo Daponte-Mozart respecto de la frágil naturaleza humana en la que tanto cueste que impere la razón a la que el músico ensalza desde su adscripción masónica.
    A pesar de la fortísima dedicación política de mi invitado, antiguo capitoste del PTE, durante casi 40 años de su vida, ni por asomo apareció en nuestra placentera conversación la más mínima referencia a la jornada electoral. Las últimas lecturas, sobre la Historia de Alemania y la Primera Guerra Mundial, más un increíble documental australiano sobre la inteligencia de las urracas para que el tráfico rodado les abra las nueces, entre otras digresiones festivas, nos alegraron una sobremesa llena de trascendentales nimiedades de tipo familiar que dan, tan a menudo, la medida de la ecuanimidad, el buen juicio y el verdadero afecto. Fue  a la vuelta del paseo, tras la ópera, cuando el bombardeo de datos postelectorales me aconsejó refugiarme en la lectura para preparar el sueño sin que todas esas cábalas de pactos, victorias, derrotas, descalabros y triunfos se me materializaran en forma de pesadilla, avanzada la noche...



miércoles, 13 de mayo de 2015

Una extracción sanguinaria en el pozo molífero


                        

La resistencia radical al sacamuelas: una historia de terror…

 W. Busch: Solo en el agujero de la muela está la mente y el alma del que sufre.

Hacía mucho tiempo que, tras unos años de empastes y puentes de plata a la caries que se derrota.., no pasaba por el taller dental de reparaciones, en este caso para una avería de consideración: la rotura de la penúltima muela del lado derecho. Cuando el dentista me aplazó la extracción una semana, porque necesitaba planificarla en la agenda para no tener la presión de pacientes que aguardasen, comencé a intuir que extracción y ejecución, a pesar de sus diferencias físicas, eran palabras especulares: reflejaban ambas el mismo sufrimiento. Llegué confiado, porque tengo a gala cumplir literalmente lo de “ponerme en sus manos” en todo lo referente a la salud física –para la mental prefiero la autogestión (autosugestión incluida)–. Atiborradito de anestesia, porque la batalla se avecinaba a cara de perro, pronto advirtió el sacamuelas que la extracción más lo iba a ser de hidrocarburos que de raíces. A poco de hacer presa en el poco resto que quedaba de la pieza, una ruina frágil y quebradiza, oí cómo se iba haciendo añicos, o trizas, que me apremió a ir escupiendo. Sin cuerpo molar en el que hacer presa con las tenazas, se afanó en “hacerle sitio” a la corona de las raíces para poder atenazarla, tumbando a derecha e izquierda esas raíces solidificadas con tal fuerza que ya me veía yo con una fractura de quijada. Usualmente extraer significa tirar hacia arriba; peo al no tener por dónde hacerlo, mi sudoroso sacamuelas se empeñó en hundirme las encías para que aflorara la cabeza de las raíces y tener algo a lo que agarrarse. La inusitada presión que hacía hacia abajo en la mandíbula comenzó a inquietarme. Con la fresadora intentaba “abrir sitio” mientras la auxiliar me apartaba la lengua con el instrumental para evitar un corte que me dejara sin habla o con un habla de lengua cortada… Con cuatro manos en la boca y una de ellas pugnando por llevarme la quijada a la altura de la cintura, el asustado perforador me insistió: Si duele, dígamelo… Indefenso, abrí los ojos como abre sus puertas El Corte Inglés el primer día de rebajas, pero fue en vano, porque en aquel pasmo entendió el doctor lo que quiso: que podía continuar. Llegó un momento, sin embargo, en que saqué las manos de debajo del “campo estéril” que me colgaba del cuello, y exigí un alto: se había apoyado con tanta vehemencia, dada la dificultad de la extracción, en la boca que estaba a punto de partirme el labio inferior en dos. Disculpe, disculpe… Aprovechó para decir que quizás lo iba a tener que hacer en dos días, cuando las raíces se hubieran aflojado un poco. Apenas lo acababa de decir cuando me extrajo el primero de los tres trozos en que se dividieron las raíces. Cada vez que me ordenaba enjuagarme, arrojaba a la escupidera una auténtica hemorragia que a él no pareció impresionarle en modo alguno. La perforación había dado ya su primer fruto y, sin miramiento ninguno, volvió a la carga (en expresión literal) para conseguir extraer las dos partes restantes. Multiplicando los esfuerzos e introduciendo un gancho que descendía dolorosamente entre la encía y la raíz, hizo presa en ésta y comenzó a halar, como en esa competición rural de soga, hasta que arrastrando al equipo contrario de mi dolor hasta el límite que, traspasado, marcaba su derrota, apreté los puños y lo miré con un conato de llanto en el lagrimal. En ese momento tuve la convicción de que ese ser armado era Leatherface, de que estábamos en una de las escenas más sádicas, y de que la película (sin la tontería esa de “se sube el telón y se ve…”),  no era otra que La matanza de Texas… Hice acopio de valor valleinclanesco y me dije que si él aguantó sin anestesia la amputación del brazo, yo no iba a ser menos y que, ya puesto en el brete del destructor menester, lo propio era que acabara el sacamuelas su aliviadora faena. Que sonriera, si es que mi mueca podía tomarse por una sonrisa, no sin cierta crispación, le dio ánimos, y a mí un motivo para desviar la atención del dolor inhumano que me estaba deparando la extracción: recordé el chiste del paciente que, cuando el dentista entra con el torno hacia la muela, lo agarra por los cojones y le dice: ¿Verdad, doctor, que NO vamos a hacerNOS daño…? Comencé a sufrir ciertos calores andropáusicos, unas palpitaciones taquicárdicas y la difusa sensación de que, en cualquier momento iba a partirme la quijada en dos, a juzgar por la brutalidad con que hundía el perímetro de la encía para hacer presa en las raíces y poder, finalmente, extraerlas. Sacó el segundo trozo y me comunicó su decisión de continuar, “¡en vista de que yo no me quejaba…!” Me va a tener que disculpar, por el daño, pero creo que ya va cediendo y que tenemos la oportunidad de rematarlo hoy… Bajé los párpados con un amén de infinita resignación ante tan deletéreo mensaje y aún no había llegado el párpado a cubrir del todo el globo ocular -¡tengo los ojos diminutos…!– cuando volví a sufrir la sensación de tener un chimpancé subido en la quijada, balanceándose hacia la izquierda y hacia la derecha, como empeñado en coger fuerza para dar un salto o en forzar la rotura de la rama. ¡Jamás creí que mi boca diera tanto de sí! El puño entero y contundente del sacamuelas se movía dentro de ella como si trabajara en una mina y hubiera encontrado una veta de un material tan precioso como duro y fijado a la roca. Esto pasa por haber matado el nervio –me explicó, aunque no estuviera yo para oír otras palabras que no fueran: “¡Ya está!”, con las que llevaba fantaseando mi larga y buena media hora… Me volvió a repetir lo del daño y se me fueron las cejas más allá del nacimiento del pelo, indicando que hacía rato que había superado con creces el umbral del dolor… En el último estirón salió al fin la raíz que quedaba y, colgando de su punta, un absceso infectuoso… El dentista la miraba como los reales salvajes de la caza mayor contemplan los colmillos de los elefantes abatidos a traición. Créame, esto ha sido una pequeña intervención quirúrgica, más que una extracción –me dijo, aliviado. ¿Ya está? –pregunté ingenuamente, espoleado por la temblaera de mis piernas y la incipiente cefalalgia que comenzó a enseñorearse de mí. Hice todos los enjuagues prescritos y, tumbado de nuevo en el sillón, me anunció: Ahora le ponemos unos puntos y habremos acabado. No consideró oportuno renovar la dosis de anestesia, y cuando la aguja de coser me taladró los bordes del pozo molífero y sentí correr por los agujeros el hilo de los puntos, creí que ya no iba a poder retener el lagrimal… “¡Valor, Juan”, me repetía; pero la visión de aquella aguja curva, adecuada para coser mocasines de los indios navajos, logró que me desfallecieran las fuerzas, las parvas que aún me quedaban. Cada pinchazo lo sentía como si fuera víctima de un sádico sastre remendón que se hubiera vuelto loco… Lo peor, sin embargo, estaba por venir, porque aún faltaba “anudar” esos puntos, lo cual hizo mi verdugo apretando tanto la lazada sobre la tierna herida que creí que me iba a marcar cuatro cortes sobre un pan de molde sangriento… Me prescribió un antibiótico para ocho días y pasé al despacho a pagar. Por esta operación y los puntos le voy a cobrar 200 euros –me dijo, yo creo que incluso con el tono de quien insinúa: “Un precio bien ajustado, ¿verdad?” Fuera por la tensión de lo sufrido, fuera por el sarcasmo tarifario, ahí ya no pude más y se me guillotinó la cabeza antes de que la mano acertara a sacar la maltratada y sedienta tarjeta de la liquidez crediticia… Pilar, por favor…–oí, volviendo en mí, que reclamaba ayuda el doctor. Y no supe si querían reanimarme o tratar de hacerme recordar los números del pin de la tarjeta… Acabé de volver en mí, abrí el grifo de la cuenta bancaria y llegué tambaleándome hasta la calle…


Mañana me quitan los puntos.

domingo, 10 de mayo de 2015

La falacia del fácil aprendizaje del uso de la lengua

                             


Antiguas reflexiones sobre el aprendizaje de la(s)

 lengua(s), que no han perdido vigencia.

Si, como profesor secundario, que eso es lo que somos los de Secundaria para el consejero Maragall, he de juzgar por el nivel de competencia lingüistica con que llegan los alumnos de Primaria debería decir que la incompetencia profesional sobreabunda en ese tramo educativo. Prefiero, no obstante, plantear el asunto como una cuestión de más amplio radio. Ni los padres ni los hijos, ni probablemente muchos maestros o secundarios tenemos la competencia lingüistica mínima exigida para la transmisión de nuestra lengua materna, cubrir las necesidades del sistema educativo y, por supuesto, para enseñar a los alumnos lo que han de aprender para participar con satisfacción en la vida comunitaria. Llevo dándole vueltas durante muchos meses a lo que se acabará convirtiendo, en una convicción: el dominio mínimo de  la lengua propia, la lengua cooficial y otra lengua extranjera sólo está al alcance de una minoría tan exigua que, hasta no aceptar una realidad tan evidente, nada bueno podrá salir de ningún plan de estudios ni de ningún proceso de evaluación. Se pone mucho el acento en los beneficios de la evaluación, pero tengo la sensación de que se ha disociado radicalmente tal proceso evaluador del otro proceso, el esencial de la escuela -sin negar otros complementarios de no poca importancia-:  la transmisión del conocimiento. No hay más que oír al consejero Maragall para darse cuenta de cómo un adulto relativamente instruido es incapaz de tener una competencia lingüística adecuada, y dejo al margen, por supuesto, la capacidad de razonamiento, pues la mentalidad "consignataria" –o  esloganesca- del sujeto deja poco lugar a dudas. Llevo batallando con la expresión desde los 15 años y aún me queda un largo camino por recorrer, y mi dominio del catalán y del inglés está muy por debajo de lo que me gustaría. Mi conclusión, contra toda teoría pedagógica, es que la capacidad de expresión lingüística integral (comprensión, razonamiento, competencia normativa e incluso cierto estilo personal) es un don. Lo reconocemos para la música, para el dibujo y para la habilidad manual -léase el encaje de bolillos como la fontanería o la albañilería-, pero nos negamos a aceptarlo para el uso del lenguaje sólo por el hecho de que es una herramienta de uso cotidiano. ¡Cuánto cuesta ver lo obvio. Y, para acabar, como argumento de autoridad, unas palabritas de Andre Gide, que algo sabía de esto del uso de la lengua:
Escribir con pureza en francés, o en cualquier otra lengua, es, a juicio de la gente sabia, una ilusión. No comparto del todo ese punto de vista. La ilusión consistiría en pensar que hay una pureza esencial  y concreta del lenguaje…, definida por unos determinados rasgos, sensibles e incuestionables para todo el mundo. Ahora bien, un lenguaje supone una creación estadística y constante. Cada cual pone en él algo de sí mismo, lo desfigura, lo enriquece, lo capta y lo comunica a su manera, no sin que medien ciertos miramientos… La necesidad de una muta comprensión es la única normativa que atenúa y retarda su alteración, y ésta tan sólo es posible en virtud de la naturaleza arbitraria de las correspondencias de signos y de sentido que lo constituyen. A cada instante, cabe asimilar un lenguaje a un sistema de convenciones inconscientes en su mayoría, pero de las que se corrobora algunas veces la forma de institución, como sucede siempre que aprendemos una palabra nueva.
Hasta aquí, nada de pureza; sólo fenómenos asaz desordenados, regidos únicamente, o restringidos en sus desvíos, por la necesidad del intercambio, el automatismo de los individuos y la proclividad de éstos a la imitación.
Sin embargo, puede existir, y efectivamente existe, una pureza  convencional, que no por convencional se halla privada de alguna virtud. Esta pureza implica, en primer lugar, la corrección, la cual se define como la conformidad respecto a las convenciones escritas (cuyo uso y conocimiento precisan las personas cultivadas). Más sutiles son los demás requisitos de este lenguaje puro y deliberado al cual no todo el mundo es sensible: no voy a enumerarlos. Trátase de abstenciones cuyos motivos no es fácil discernir, de ciertos "efectos" a los que no recurrimos, de cierta coherencia exquisita que debe alcanzarse en la expresión, así como de un constante afán por articular nítidamente los miembros de una frase y las frases de un párrafo recíprocamente.
Ahora bien, existen seres humanos cuyo oído, por sano que esté, no distingue los sonidos de los ruidos.
…Escribir con pureza en francés supone un cuidado y un divertimento que en cierto modo compensa el tedio de escribir.


La sintaxis es una facultad del alma.