La resistencia radical al sacamuelas: una historia de
terror…
W. Busch: Solo en el agujero de la muela está la mente y el alma del que sufre.
W. Busch: Solo en el agujero de la muela está la mente y el alma del que sufre.
Hacía mucho tiempo que, tras unos años de empastes y
puentes de plata a la caries que se derrota.., no pasaba por el taller dental
de reparaciones, en este caso para una avería de consideración: la rotura de la
penúltima muela del lado derecho. Cuando el dentista me aplazó la extracción
una semana, porque necesitaba planificarla en la agenda para no tener la
presión de pacientes que aguardasen, comencé a intuir que extracción y
ejecución, a pesar de sus diferencias físicas, eran palabras especulares:
reflejaban ambas el mismo sufrimiento. Llegué confiado, porque tengo a gala
cumplir literalmente lo de “ponerme en sus manos” en todo lo referente a la
salud física –para la mental prefiero la autogestión (autosugestión incluida)–.
Atiborradito de anestesia, porque la batalla se avecinaba a cara de perro,
pronto advirtió el sacamuelas que la extracción más lo iba a ser de
hidrocarburos que de raíces. A poco de hacer presa en el poco resto que quedaba
de la pieza, una ruina frágil y quebradiza, oí cómo se iba haciendo añicos, o
trizas, que me apremió a ir escupiendo. Sin cuerpo molar en el que hacer presa
con las tenazas, se afanó en “hacerle sitio” a la corona de las raíces para
poder atenazarla, tumbando a derecha e izquierda esas raíces solidificadas con
tal fuerza que ya me veía yo con una fractura de quijada. Usualmente extraer significa
tirar hacia arriba; peo al no tener por dónde hacerlo, mi sudoroso sacamuelas
se empeñó en hundirme las encías para que aflorara la cabeza de las raíces y
tener algo a lo que agarrarse. La inusitada presión que hacía hacia abajo en la
mandíbula comenzó a inquietarme. Con la fresadora intentaba “abrir sitio” mientras
la auxiliar me apartaba la lengua con el instrumental para evitar un corte que
me dejara sin habla o con un habla de lengua cortada… Con cuatro manos en la
boca y una de ellas pugnando por llevarme la quijada a la altura de la cintura,
el asustado perforador me insistió: Si
duele, dígamelo… Indefenso, abrí los ojos como abre sus puertas El Corte
Inglés el primer día de rebajas, pero fue en vano, porque en aquel pasmo
entendió el doctor lo que quiso: que podía continuar. Llegó un momento, sin
embargo, en que saqué las manos de debajo del “campo estéril” que me colgaba
del cuello, y exigí un alto: se había apoyado con tanta vehemencia, dada la
dificultad de la extracción, en la boca que estaba a punto de partirme el labio
inferior en dos. Disculpe, disculpe…
Aprovechó para decir que quizás lo iba a tener que hacer en dos días, cuando
las raíces se hubieran aflojado un poco. Apenas lo acababa de decir cuando me
extrajo el primero de los tres trozos en que se dividieron las raíces. Cada vez
que me ordenaba enjuagarme, arrojaba a la escupidera una auténtica hemorragia
que a él no pareció impresionarle en modo alguno. La perforación había dado ya
su primer fruto y, sin miramiento ninguno, volvió a la carga (en expresión
literal) para conseguir extraer las dos partes restantes. Multiplicando los
esfuerzos e introduciendo un gancho que descendía dolorosamente entre la encía
y la raíz, hizo presa en ésta y comenzó a halar, como en esa competición rural
de soga, hasta que arrastrando al equipo contrario de mi dolor hasta el límite que,
traspasado, marcaba su derrota, apreté los puños y lo miré con un conato de
llanto en el lagrimal. En ese momento tuve la convicción de que ese ser armado
era Leatherface, de que estábamos en una de las escenas más sádicas, y de que la
película (sin la tontería esa de “se sube el telón y se ve…”), no era otra que La matanza de Texas… Hice acopio de
valor valleinclanesco y me dije que si él aguantó sin anestesia la amputación
del brazo, yo no iba a ser menos y que, ya puesto en el brete del destructor menester, lo
propio era que acabara el sacamuelas su aliviadora faena. Que sonriera, si es
que mi mueca podía tomarse por una sonrisa, no sin cierta crispación, le dio
ánimos, y a mí un motivo para desviar la atención del dolor inhumano que me
estaba deparando la extracción: recordé el chiste del paciente que, cuando el
dentista entra con el torno hacia la muela, lo agarra por los cojones y le
dice: ¿Verdad, doctor, que NO vamos a hacerNOS daño…? Comencé a sufrir ciertos calores andropáusicos, unas palpitaciones
taquicárdicas y la difusa sensación de que, en cualquier momento iba a partirme
la quijada en dos, a juzgar por la brutalidad con que hundía el perímetro de la
encía para hacer presa en las raíces y poder, finalmente, extraerlas. Sacó el
segundo trozo y me comunicó su decisión de continuar, “¡en vista de que yo no
me quejaba…!” Me va a tener que
disculpar, por el daño, pero creo que ya va cediendo y que tenemos la
oportunidad de rematarlo hoy… Bajé los párpados con un amén de infinita
resignación ante tan deletéreo mensaje y aún no había llegado el párpado a
cubrir del todo el globo ocular -¡tengo los ojos diminutos…!– cuando volví a
sufrir la sensación de tener un chimpancé subido en la quijada, balanceándose
hacia la izquierda y hacia la derecha, como empeñado en coger fuerza para dar
un salto o en forzar la rotura de la rama. ¡Jamás creí que mi boca diera tanto
de sí! El puño entero y contundente del sacamuelas se movía dentro de ella como
si trabajara en una mina y hubiera encontrado una veta de un material tan
precioso como duro y fijado a la roca.
Esto pasa por haber matado el nervio –me explicó, aunque no estuviera yo
para oír otras palabras que no fueran: “¡Ya está!”, con las que llevaba
fantaseando mi larga y buena media hora… Me volvió a repetir lo del daño y se
me fueron las cejas más allá del nacimiento del pelo, indicando que hacía rato
que había superado con creces el umbral del dolor… En el último estirón salió
al fin la raíz que quedaba y, colgando de su punta, un absceso infectuoso… El
dentista la miraba como los reales salvajes de la caza mayor contemplan los
colmillos de los elefantes abatidos a traición. Créame, esto ha sido una pequeña intervención quirúrgica, más que una
extracción –me dijo, aliviado. ¿Ya
está? –pregunté ingenuamente, espoleado por la temblaera de mis piernas y
la incipiente cefalalgia que comenzó a enseñorearse de mí. Hice todos los
enjuagues prescritos y, tumbado de nuevo en el sillón, me anunció: Ahora le ponemos unos puntos y habremos
acabado. No consideró oportuno renovar la dosis de anestesia, y cuando la
aguja de coser me taladró los bordes del pozo molífero y sentí correr por los
agujeros el hilo de los puntos, creí que ya no iba a poder retener el lagrimal…
“¡Valor, Juan”, me repetía; pero la visión de aquella aguja curva, adecuada
para coser mocasines de los indios navajos, logró que me desfallecieran las
fuerzas, las parvas que aún me quedaban. Cada pinchazo lo sentía como si fuera
víctima de un sádico sastre remendón que se hubiera vuelto loco… Lo peor, sin embargo,
estaba por venir, porque aún faltaba “anudar” esos puntos, lo cual hizo mi
verdugo apretando tanto la lazada sobre la tierna herida que creí que me iba a
marcar cuatro cortes sobre un pan de molde sangriento… Me prescribió un antibiótico
para ocho días y pasé al despacho a pagar. Por
esta operación y los puntos le voy a cobrar 200 euros –me dijo, yo creo que
incluso con el tono de quien insinúa: “Un precio bien ajustado, ¿verdad?” Fuera
por la tensión de lo sufrido, fuera por el sarcasmo tarifario, ahí ya no pude
más y se me guillotinó la cabeza antes de que la mano acertara a sacar la maltratada
y sedienta tarjeta de la liquidez crediticia… Pilar, por favor…–oí, volviendo en mí, que reclamaba ayuda el
doctor. Y no supe si querían reanimarme o tratar de hacerme recordar los
números del pin de la tarjeta… Acabé de volver en mí, abrí el grifo de la
cuenta bancaria y llegué tambaleándome hasta la calle…
Mañana me quitan los puntos.
Relato que lo lleva a a uno a sufrir sin el consuelo esperado de que al final le quiten los puntos. Sólo el olvido será alivio... Bueno, y la sonrisa, en algún momento casi carcajada, que ha acompañado en la boca a mi cuerpo sufriente
ResponderEliminarAhora he comprendido, ¡yo que siempre me reía de él!, por qué a mi hermano mayor se lo tuvieron que llevar de urgencias al hospital con un subidón a 21 de presión... El dolor, intenso, me ha durado 7 días justos. Hoy me han sacado los puntos con notable delicadeza y ya me habla de implantes... No sé si plantarme...
EliminarNo hay que derrumbarse, yo he podido olvidar dos años y medio de arquitectura dental.
ResponderEliminarCuando pienso en los 6 que le quedaban a Cervantes en sus postrimerías, no puedo quejarme desde luego, acercándome ya a la edad de su muerte... Lo peor, me han dicho, es el rechazo a los implantes. El hacer y deshacer..., ¡qué horror! En fin, gracias por el consuelo, Francisco. Te deben de hacer dejado una cúpula de Brunelleschi, me imagino...
EliminarCon ojiplática sonrisa he asistido al memento moliferoz, aguantando la respiración y la incertidumbre como una sola cosa. Te mancillaron, por tu bien, en sanguinolenta ceremonia, la puerta del verbo, y pienso que el odontólogo en algún momento, bien engagé como diría Foucault llegó a representarse, dantescamente, aquella hermosa consigna de los jardines de Bomarzo: "Lasciate ogni speranza voi qu'entrate"
ResponderEliminar¡Y yo sin más Virgilio que me consolase que el recuerdo estoico de Valle!
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