viernes, 24 de julio de 2015

El Turismo o la vía purgativa


                              


Turismo, tormento tremendo... o la humildad del éxtasis en serie.
       
       Aun dentro de los presupuestos modestos se accede a la condición de turista, y aun hay quienes, por disfrutar de ella, se endeudan alegremente, siguiendo las tramposas invitaciones de los operadores turísticos o las aleves de los ofrecimientos crediticios de los bancos. Turista, como persona física fiscal, lo somos todos, si bien en muy distintas condiciones. Con todo, y salvo que se viva en la burbuja de las grandes fortunas, las condiciones en que se desarrolla la dura actividad del turista afectan a todos por igual. Se trata de un cierto ecosistema que nos acoge y nos determina, y en el que, querámoslo o no, nos sometemos a rigurosas leyes que pautan nuestra actuación turística.
       La masificación es, sin duda, el peor de los escollos que ha de sortear el turista para desempeñar su egoísta labor de degustación estética. No cabe imaginar que exista aún aquello que solía denominarse "rincón paradisíaco", y del que se nos aseguraba su existencia con juramentos y documentos gráficos conseguidos tras enfrentarse a quienes nos impiden captarlo sin que los hilillos de la plastilina masificadora de los curiosos impertinentes se mezclen con nuestra instantánea, con la siguiente crispación de nuestra sístole cardíaca. No existen, pues los "lugares únicos". Si acaso, los "púnicos", porque es casi una campaña cartaginesa a través de los Alpes lo que se ha de realizar para siquiera acceder a la contemplación de ciertos lugares de interés avalados por la Internacional Touroperator Association (que me acabo de inventar) como puntos de interés neurálgico que no pueden dejar de visitarse aun a pesar de perecer la paciencia, la estabilidad psíquica y el equilibrio emocional en el intento.Uno de ellos es, por ejemplo, el puente colgante sobre un profundo tajo geológico que permite una visión lateral del castillo Neuschwanstein, mandado construir por Ludwig II de Baviera, el famoso rey loco wagneriano retratado por Luchino Visconti en su famosa película. El castillo, situado en un "enclave único", rodeado de altos picos montañosos en las estribaciones de los Alpes, y al que se accede en procesión desde un pequeña pueblecito al borde de "un lago idílico", exige una reserva de no menos dos semanas de antelación, en época estival, y guardar un riguroso turno de entrada. Para el turista heterodoxo, la mejor alternativa es renunciar a dicha entrada y rodear a través de la naturaleza el castillo, para lo cual ha de  atravesar el puente de la imagen, donde las aglomeraciones de fraternales turistas ávidos de inmortalizarse con el castillo de fondo consiguen que se forma una cola en la que, si no se es espabilado, puede uno bien bien permanecer alrededor de las dos horas. El espabilamiento consiste en abrirse paso a fuerza de codos alegando que no se quieren fotografías, sino llegar al otro extremo, donde, por cierto, hay sitio suficiente para tomar esas mismas fotos que las masas se empeñan en tomar nada más pisar el puente. Las situaciones jocosotensas bien puede imaginarlas cada cual a partir de ciertas obesidades mórbidas, por ejemplo, que vuelven tal travesía una aventura más difícil que el paso de las Termópilas para los persas. La moda de los candados también ha llegado a ese puente, si bien de forma muy incipiente, aunque, andando el tiempo, y a pesar de la estructura de hierro del mismo, es posible que se haya de proceder a retirarlos, como ha sucedido en París. Franqueada esa dificultad, y si los palos de los selfies no le han dañado a uno ningún globo ocular, no por ello deja uno atrás las masas intrépidas que, por escarpadas laderas, con chanclas o con tacones, triscan como los rebecos hacia la visión no menos única en la que se ha de hacer idéntica cola que en el puente. Sí, llega un momento en que la subida se empina tanto que solo ya los filodeportistas están en condiciones de llegara ella, para contemplar desde allí, a las masas en todo su esplendor, una vez alcanzada la singularidad de la visión nietzscheana. Se ha de sudar lo suyo, sin embargo, y si la temperatura en la Baviera alemana se dispara hasta casi los 40º en un tórrido julio, el paseo alpino se convierte casi en una tortura que te deja molido, confuso, con la cara desencajada y la vista extraviada. ¡Ni el chucrut con la salchicha hervida correspondiente te recompone!
            Si quiere evitarse la masificación es posible que se vea una ciudad que no podamos compartir con nadie, del mismo modo que si se va a ver cierto museo, apenas nos hallaremos con 15 personas en la exhibición, como sucede en la Haus der Kunst de Múnich, un espectacular edificio construido bajo el régimen nazi en el que se exhiben, acaso en justo desquite, lo que ellos llamaban Entartete Kunst, "arte degenerado", lo que genera un contraste muy expresivo. Que resuenen entre esos muros castradores los acordes desgarrados y transgresores de la movida alemana de los 80 es todo un espectáculo.
            Los más elementales actos de la vida cotidiana, como el de la alimentación, se complican hasta el absurdo con la masificación, del mismo modo que el calor excesivo, sahariano, cacereño, en el centro de Europa, convierte la visita en algo surrealista, pues no es una zona preparada para resistir dichas temperaturas. 
             Apartarse de la grey nos hace correr el riesgo de perdernos la contemplación del eco de nuestra propia admiración multiplicada en serie, y ello es una experiencia que no se debe uno ahorrar. Bien está la heterodoxia para la vida común; pero en tanto que turistas, hemos de compartir el destino con nuestros fraternales comviajeros, y saber extraer de ellas hermosas lecciones de humildad.

jueves, 9 de julio de 2015

Ornitología de volar por casa...




               


Pájaros, pajaritos, pajarracos...

        De un tiempo a esta parte, acuciado por los calores, he descubierto el placer de la lectura muy temprana en la tumbona de la galería que da al patio interior de la manzana del Ensanche donde vivo. A diferencia del protagonista de la película de Hitchcock [Permítaseme el inciso. Como el nombre del director inglés me sale subrayado con el rojo pertinente de los errores, he querido comprobar que no estuviera mal escrito, para lo que he pulsado el botón auxiliar del ratón, buscando la corrección y descubro que me propone sustituirlo ¡nada más ni nada menos que por "cochinito"! No further comments...] renuncio a la contemplación de las oreadas vidas de mis vecinos y me concentro en las sesudas lecturas donde tengo a bien devanarme los sesos mientras algo de aire me consuela de los rigores de estos calores julianos que me dejan hecho juliana. Antes de mi reciente afición, sin que pueda decirse que viviera de espaldas a la galería, porque tiendo las lavadoras, no ignoraba lo que, desde hace años, se comenta en Barcelona, que las gaviotas anidan en las azoteas de las fincas y que incluso nidifican (vulgo anidan...) en ellas, lo que se ha convertido en una molestia insoportable para quienes tienen la costumbre, por vivir en los pisos superiores, de subir a la azotea a tender la ropa. Las gaviotas quedan muy bien en Juan Salvador Gaviota y en algunos cuadros marineros, pero cuando uno ha de enfrentarse a una gaviota hembra dispuesta a lanzarse contra quien sea en legítima defensa natural de su nido, ¡ay, amigos, cómo se complica la cosa y de qué modo expone, ese uno, su propia integridad física cuando un pajarraco con alas y cuya envergadura sobrepasa el metro y medio se viene para ese mismo y desvalido uno y se empeña en picotearle la cabeza como las agresivas e inteligentes urracas australianas a las que solo el atrevimiento de mirarlas fijamente a los ojos es capaz de detener su ataque (si bien hay que tener valor, cuajo, para exponer los ojos desnudos a su ataque, desde luego...). Desde mi tumbona, solo el áspero graznido chirriante de las gaviotas me distrae de la lectura, máxime cuando, ignoro por qué razón, desde que salgo a leer a la tumbona, han descendido su vuelo planeador un par de pisos, de modo que, antes de encaramarse a la azotea me pasan a escasos tres metros, con el susto tremendo que me llevo si antes no les ha dado por graznar. La gaviota ha ido invadiendo los barrios aledaños al puerto y ya ha llegado hasta la altura de la Plaza de la Universidad, cerca de la cual moro. En su lucha por dominar el hábitat, y por alimentarse, no son extraños los curiosos vuelos vultúricos de las gaviotas en pos de las palomas o de las cotorras argentinas (por oriundas de allá, claro, no por otra cosa..., que hay muchos malpensados sueltos), a las que, a menudo, cazan en pleno vuelo en una calle sobre el tráfico rodado, en una escena que corta la respiración, la verdad, por raíces conductuales ecológicas que tenga la modesta caza de altanería
        Todo esto no tendría la menor importancia si no fuera el prólogo de un suceso extraordinario y amedrentador, porque, teniendo abierta la casa en la galería y en los balcones que dan a la calle, no hace ni tres días, mientras yo estaba leyendo Felices los felices, de Yasmina Reza, me sobresaltó que una gaviota relativamente joven se posara en la balaustrada sin temor alguno a mi presencia. Con aire displicente di un par de palmadas para ahuyentarla, pero ella no hizo ni caso. Cerré el libro como quien da un portazo, a ver si la felicidad estentórea la invitaba a seguir disfrutando del vuelo, pero allí siguió, ajena a mis recursos. No diré que riéndose de mi, porque ignoro si las gaviotas pueden reírse de seres patosos y timoratos como yo, pero si imperturbable, como si yo fuera una molestia a la que ya estuviera acostumbrada. Un "¡Pero qué hostias se ha creído este pajarraco que...!", seguido de una incorporación relativamente airosa, porque cuesta salir de esa tumbona como de un Fórmula 1, tuvieron el desdichado resultado de que la gaviota se espantara y, quiero creer que desorientada, se introdujera en el interior del piso... "¡Me cago en todos los demonios habidos y por haber...!" renegaba yo del Señor de las Moscas que acababa de convertir en Señor de las Gaviotas..., y con cautela y más miedo que vergüenza, me metí en el piso tras el animal parta tratar de ahuyentarlo como lo intentaba Woody Allen con unas langostas en la cocina de Diane Keaton... Lo del aleteo de cartón de esos pajarracos dejó de ser una descripción literaria para convertirse en una suerte de orfeón donostiarra afónico pero voluntarioso, y las pasadas de su vuelo desesperado por sobre mi cabeza algo bastante más peligroso que el vuelo rasante de la avioneta en North by Northwest sobre la confundida presencia de Cary Grant en un cruce de caminos como en el que yo me encontraba. Los techos de mi vivienda no son muy altos, lo que significa que el animal, poco hecho a la urbanidad, chocaba con tantos obstáculos que a duras penas podía mantener un par de metros lo más parecido a un vuelo. Se mostró gallinácea, pero la rotundidad de su pico, arma terrible para un ser  de carnes abundantes como yo, disuadía de cualquier acercamiento poco amistoso. Fui persiguiéndola de una parte de la casa a la otra, pero no parecía encontrar la corriente de aire que, siguiéndola, la hubiera sacado, ilesa, de mi hábitat violado y volado... Acostumbrado a perseguir escurridizos mosquitos de verano, feroces como tigres vampíricos, poca experiencia tenía yo para tratar de buscar una solución a la creciente desesperación que notaba en el animal, lo que me trajo a la memoria, para acabar de hacerme la puñeta, la imagen de la paloma atrapada tras el armario en la terrorífica película de Bigas Luna Angustia. La experiencia más cercana a la presente fue cuando una paloma se quedó atrapada en el balcón que, dada su estrechez, le impedía desplegar las alas para coger impulso y salir. Aquel día, haciendo un alarde de heroísmo, eché una toalla sobre la paloma, la cogí a mogollón y la dejé ir por los aires, hacia los que se elevó mientras yo me quedaba con la toalla como un vulgar mago de barraca. La verdad es que hacer lo mismo con el pajarraco que se me había colado en el piso me imponía algo más que respeto. Coger la escoba e irla empujando suavemente hacia la galería (versión políticamente correcta de "liarme a escobazos para hacer retroceder a la fiera hacia la galería") era una posibilidad, desde luego, pero, dada la intranquilidad y la desorientación del animal, que parecía haber iniciado una visita a todas las habitaciones del piso, como si fuera un familiar lejano que se presenta de improviso, no podía juzgar si sería una medida adecuada. Se me pasó por la cabeza llamar a los bomberos y a la policía municipal, porque con los animales pocas bromas puede permitirse cualquiera, se le ocurre al mismo cualquiera matar una lagartija enorme que se nos ha colado en la tienda de campaña en Tenerife y resulta que puede acabar delante de un tribunal por haber "atentado" contra una especie en peligro de extinción. Como mi experiencia reciente con los bomberos había sido la propia de un ridículo espantoso, no me atreví, claro, y me dije, "Juan, esto lo tienes que "gestionar" por ti mismo", me dije "gestionar" porque era una manera de quitarle hierro al asunto y porque no quería ni imaginarme que se me ocurriera llevar a la práctica las barbaridades que se me estaban pasando por la calenturienta sesera cinegética, propia de un demente desesperado... Gandhi fue la inspiración subitánea que me permitió salir del embrollo con bien y sin daño para nadie, ni para el anfitrión ni para la huéspeda. Nada de violencia, me dije. Astucia, que es virtud catalana de reciente implantación. Cogí el libro de Reza y sin jaculatoria alguna me senté en el sillón orejudo y comencé a leer, o mejor dicho, a hacer que leía, para que el animal se relajase y no me viera como una amenaza, sino como un eventual aliado para recobrar, entre ambos, la vastedad del azul del cielo y el rinconcito del tejado donde acaso estuvieran sus padres, intranquilos por la tardanza. Todo antes de que se pusiera a graznar y esos enormes progenitores se sumaran a la visita, claro está. Después, con la serenidad que me había deparado el reposo, se me ocurrió la brillante idea de imitar Garbancito: fui a la nevera, saqué un lenguado que había descongelado la noche anterior y comencé a desmigajar su blanca carne. Después tracé el famoso senderito desde la balaustrada de la galería hasta el vestíbulo, donde en esos instantes la gaviota se entretenía en picotear el cable del teléfono y retrocedí sobre mis pasos para esperar el milagro que efectivamente se produjo. El animal siguió el sendero del pescado y salió a la galería. En ese momento cerré la puerta de golpe, lo que la asustó sobremanera y de un salto alzó el vuelo, no sin antes, llevarse en el pico el trozo de lenguado que había depositado en lo alto de la barandilla. Y ahí acabó mi pesadilla matinal. Una vez acabada, el sol inundaba con su lengua de fuego inmisericorde la galería y tuve que refugiarme en el lado norte de la casa para poder seguir leyendo Felices los felices, ahora con mayor motivo.

[Queda terminantemente desaconsejado hacer una lectura política del presente texto, que pertenece al azaroso orden de la movida vida doméstica]