lunes, 24 de agosto de 2015

La fisioterapia o el microcosmos...



                             

De La arboleda de los enfermos al taller de los lisiados.

      Lo primero, ya se ha visto en el título, quedar bien. ¿Qué mejor para ello que una mención a la Teresa olvidada de nuestra literatura mística, Teresa de Cartagena, quien se adelantó a Teresa de Jesús en la práctica de la escritura autobiográfica y a quien podemos considerar, por tanto, la pionera del género en nuestras letras? Una vez cumplido ese objetivo, que equivale al chiste con que en Usamérica se ha de iniciar cualquier speech que se precie, lo propio es adentrarnos en esa experiencia tan común como juancarlina de "pasar por el taller" para reparar las averías propias de muchos orígenes diversos: la edad, el trabajo, los accidentes, la inconsciencia, la impostura..., etc. 
          Una sala de fisioterapia es algo así como un microcosmos en el que, a averiada escala, tiene uno la oportunidad de ver la rica complejidad de la sociedad humana, porque nos damos cita en ella el súmmum de la trivialidad, un muestreo casi científico de lo que somos, a lesionado día de hoy. La presencia de esas cabinas inhóspitas, separadas por la escasa urdimbre de una tela liviana, permite concebir la sala como un espacio de confesión en el que, de box a box, a poco que no esté uno aquejado del mal de Teresa de Cartagena, la sordera, y no tenga remilgos de exquisito (primmirat en catalán, que me parece voz más ajustada al hecho), se acaba enterando, en voces susurrantes, de la vida, obras, milagros, trapacerías y aun hasta delitos inconfesables de quienes tienen la locuacidad por norma y el abuso por escuela, además de andar muy mal de fisionomía, porque confundir a las fisioterapeutas con acogedores oídos estáticos es de una crueldad intolerable. Algo de conversación agradecen, las profesionales, pero el exceso nos convierte en algo así como en la primera causa de enfermedad laboral de dichas profesionales. 
        A pesar de su titulación y de las innumerables prácticas que hayan hecho, lo primero que le llama la atención al lisiado es que ninguna de ellas te pone nunca pero que nunca nunca, las manos encima. Como mucho, al otro lado de un aparato con la fricción del cual, los ultrasonidos, por ejemplo, se supone que te han de aliviar el dolor producido por tu lesión específica (en mi caso una trocanteritis del fémur, una bursitis aguda) que arrastro desde hace dos años y que ha acabado por imposibilitarme la carrera y afearme el estilo atlético de la zancada..., vulgo "cojera de cojones"). 
         Nunca he conocido un sector profesional más casto, y hará bien el lisiado soñador en apartar de su escenario onírico la idea de unas manos fuertes, poderosas, reduciendo una lesión muscular a través de un doloroso y reparador masaje. Todos los que he recibido, he tenido que pagar por ellos, lo cual es pagar porque te hagan ver las estrellas...entre lagrimones..., y quien los recibió lo sabe. Descartado el contacto físico, es inconcebible, para quien haya tenido la suerte de no frecuentar dichas salas, la cantidad de instrumentos de tortura y de posibilidades de ejercicios específicos que podemos hacer para recuperar la funcionalidad perdida. No escondo con qué frecuencia, entre los usuarios, nos miramos con suspicacia y hasta con envidia, cuando vemos que a unos los ponen en aparatos que, curiosamente, nunca son válidos para la lesión que padecemos. Sí, entre los usuarios se extiende el convencimiento de que hay lesionados privilegiados, o de pago, frente a los pobretes a los que se les ponen tres corrientes, un poco de calor, cuatro ejercicios y hala, para casa, sin molestar... Por otro lado, ¡qué superiores a las nuestras nos parecen esas lesiones de mano que exigen sentarse en la mesa central y "jugar" con todos los cacharritos que la ocupan, como si de un hámster  o la mano Sabazia se tratase... No, nunca estamos satisfechos con lo que nos obligan a hacer, y de ahí la queja que repelen las profesionales con displicencia y, solo en rarísimas ocasiones, con una fresca: "Está segura de que esto es lo que me toca..." "Si lo sabrá el doctor..." "Pues no noto que me haga gran cosa"... ¡Ah, he ahí el desquite con que nos rebelamos contra la ciencia establecida!: Será lo que nos toca, pero no hay manera de mejorar. Venganza tan exquisita se convierte, sin embargo, en una muestra de insolidaridad total, porque aumentarán las sesiones y alargarán la lista de espera... (Siete meses he esperado yo para una molestia incapacitante...)
          Hay algo de escaparate social en una sala de fisioterapia y no poco de teratología, porque desde el carnicero que tiene la muñeca destrozada de tanto filetear la carne, hasta el repartidor de butano que tiene el hombro literalmente machacado, pasando por la anciana que no puede siquiera alzar el brazo para llegar a la primera estantería de los armarios de la cocina, es infinita la variedad de los que vivimos atormentados por dolores óseos, musculares o una combinación de ambos y que nos acogemos al sagrado de la sala con la esperanza de salir como si hubiéramos cruzado el Jordán...
            Ningún tema tan socorrido como el de las relaciones familiares en esas confidencias de camilla que acabamos escuchando los de los boxes cercanos y, en algunos casos de voces baritonales o mezzosopranescas, la sala entera. La vehemencia de las revelaciones solo son comparables con el aburrimiento de quienes las escuchamos, de ahí mi mutismo, que puede ser tenido por impertinencia o desabrimiento, cuando es la más alta expresión del respeto, a mi entender. De vez en cuando me permito alguna comparación desfavorable: me duele como si hubieran sustituido las aceras por lechos de fakires, y cosas así que me granjean fama de perro verde, de viejo perro verde, pero obediente. Claro que, dada mi experiencia en la frecuentación de estos talleres, a veces advierto que incluso se me trata con el respeto debido a quienes han hecho de la autoayuda fisiológica un complemento indispensable de las autolesiones infligidas por la ambición o el desvarío, que de todo hay.
             Dentro de poco me operarán para limpiarme las calcificaciones de una bursitis del talón y afeitarme, de paso, el bravío cuerno del espolón. Confío en que esto de ahora y lo de mañana me permitan empezar a soñar con disputarle el cetro del maratoniano más viejo a Fauja Singh, quien lo acabó con 100 años.          

3 comentarios:

  1. Ja ja ja. Su capacidad de observación y du magnífica escritura siempre dan textos de placentera lectura.

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  2. Por cierto, le deseo una pronta recuperación.

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    1. Se le agradecen tan píos deseos (hoy tan infrecuentes, por cierto, en estos tiempos de egos individuales y colectivos rampantes...) y me complace que le aflore unas sonrisas (¡Espero que no Montoro's style...!) con estas naderías...

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