lunes, 16 de noviembre de 2015

Un género televisivo maldito: las retransmisiones parlamentarias.


                                                           
El soso espectáculo de la palabra política en televisión: cómo aburrir más que los oradores.

Si hay un género televisivo maldito, ese es, sin duda, el de las retransmisiones parlamentarias, sean de investidura, de mociones de censura, de plenos trascendentales o comisiones de investigación, entre otras "animadas" sesiones que ni los oradores ni os realizadores televisivos logran convertir jamás en un espectáculo digno de ser seguido.
Hay jubilados que salen a la plaza a ver pasar gentes de toda condición, espectáculo bastante más motivador que el de las sesiones de las que hoy hablo; yo, sin embargo, soy, por mi pasión por la dialéctica, un adicto a las retransmisiones parlamentarias, de ahí que me vea capacitado, después de una experiencia de 38 años en los que me habré "tragado"  más de un centenar de retransmisiones de ese tipo, para elaborar una crítica de dichos programas. 
No entro, por supuesto, ni en la calidad ni en las razones más o menos sólidas de los oradores, allá cada cual con sus rémoras o con sus remos, sus virtudes o sus defectos, sino en lo que, a mi parecer, no ha contribuido lo más mínimo a desarrollar en nuestro país un interés genuino por la vida parlamentaria, algo a lo que incluso Azorín se dedicó profesionalmente, a resultas de lo cual disponemos hoy de un hermoso volumen titulado Parlamentarismo español. Como otros muchos españoles, me aficioné a la crónica parlamentaria, como actividad complementaria de la contemplación maratoniana de los plenos, en las estupendas de José Luis Martín Prieto. Así pues, con este bagaje, me creo en condiciones de defender un severo juicio crítico contra los realizadores televisivos que nos endilgan unas retransmisiones de las sesiones parlamentarias tan ágiles como las esculturas de Botero y tan entretenidas como los documentales sobre el Gran Colisionador de Hadrones de Ginebra...
El teatro filmado mediante la cámara fija situada frente al escenario, recurso, por cierto, de muchas películas con directores escasamente imaginativos, es más atractivo que las actuales retransmisiones parlamentarias. Lo suyo propio, casi de manual,es estar enfocando constantemente al orador y, de vez en cuando, pero que muy de vez en cuando, efectuar un contraplano con el interpelado para captar algo de sus reacciones gestuales. Ignoro si hay leyes escritas o verbales que prohíban recrearse en las diferentes actividades de los parlamentarios cuando asisten a un pleno, desde el uso de móviles u ordenadores, pasando por la lectura de la prensa, algún libro (¡a escasísimos se les ha "pescado" cometiendo semejante desatino!) o redactando algunas notas manuscritas; pero en el plano general del hemiciclo a espaldas del orador hasta el más lerdo de los espectadores es capaz de distinguir "movimientos" entre sus señorías que merecerían el uso del zoom instantáneo para "descubrir" signos con los que dejar volar la imaginación política o humana, porque de todo hay en los hemiciclos del Señor...
Me vienen a la cabeza, por ejemplo, las curiosas miradas perseverantes de la pareja RullTurull hacia su izquierda escañal, donde tiene su asiento la pizpireta Jefa de la Oposición, ¡esta vez sí plenamente congruente con tal designación!, después de esa "ocurrencia" surrealista de un Junqueras oponiéndose a sí mismo como sostenedor del Gobierno;  la no menos intensa y sorprendente atención, casi de documental de La 2, de la cupaire Gabriel hacia sus compañeros del otro lado del hemiciclo roto por la distribución de escaños independentistas y Constitucionalistas, los señores Albiol y Millo; o la hipergestualidad de una Andrea Levy, espatarrada en el escaño y ascando chicle en plan poligonera que más parecía ella la antisistema que los modositos cupaires del otro lado del río de los peldaños. Son, con todo, pequeñas gotas en el desierto visual de los intervinientes, quienes, a pesar de sus mayores o menores gracias oratorias, enternecedoramente mínima en Marta Rovira, y jocosamente máxima en Iceta, por ejemplo,  logran acabar aburriendo al espectador, quien pediría algún picoteo más frecuente en las reacciones de los miembros y miembras de la cámara legislativa (por cierto, una cámara legislativa a punto de termitarse, por el escaso uso que de tal atribución ha hecho en la pasada legislatura el gobierno de CiU, ahora en funciones como de CDC..., porque el panorama de partidos catalanes cambia a una velocidad directamente proporcional al severo estatismo de los oradores que se suceden con monótona regularidad a lo largo de cada sesión). De la última sesión de investidura frustrada del NHMas, por ejemplo, chocaba lo suyo, por ejemplo, que el plano de las reacciones nos ofreciera a un gesticulante NHMas, como luchando contra su propia soledad, y solo una parte de la persona de su Vicepresidenta, con quien sostenía constantes intercambios de descalificación de los oradores. La mímica de la Vicepresidenta Neus Munté, además, un prodigio de recursos tópicos propios de una persona escasamente dotada para la comunicación no verbal (¡ni para la verbal!) fue totalmente desaprovechada por el realizador, quien casi debería de haber designado una cámara que se fijase en ella. ¿Qué espectadores -en el supuesto de que haya más frikis que yo de este tipo de antiespectáculos- no habrá echado de menos la recepción de los diferentes discursos en gentes de tanto renombre como Junqueras, Lluís Llach o los propios jefes de los grupos parlamentarios, por no hablar de la esfinge maragata de la Presidenta de la Cámara, toda una sinfonía de gestos tartajas...(pues sí, entre las muchas originalidades de la señora Forcadell está la de ser tartamuda gestual, que no es, aunque lo parezca, extravagancia idiótica, sino patología más extendida de lo que parece)? Todos, sin duda. 
No sé si este apunte crítico servirá en el futuro para cambiar hábitos tan arraigados entre los realizadores televisivos de las sesiones parlamentarias (y no sé si entre ellos deben de correr comentarios al estilo de "aquí me gustaría ver a Spielberg" o "esto tiene menos ritmo que una película de Bergman" o "esto no lo hace entretenido ni el Santiago Segura"); pero ahí queda como aportación, acaso única, para contribuir a ese benemérito fin.

martes, 3 de noviembre de 2015

Falsas aleluyas de un fondista fondón.



                    

Las primeras torpes zancadas del zancarrón...

Después de la operación del talón, espolón recortado y extirpadas las calcificaciones, y rehabilitada, con poco éxito, la bursitis del trocánter, el fondista fondón lleva dos semanas dale que te pego a una afición sin la que la vida se ve de otra manera, más aburrida, menos vital y menos sana.Comencé en el tapiz rodante alternando el caminar con un trote que llego al quilómetro a los pocos días, tras lo cual, no me anduve con rodeos, sino que corruve ya por L'Escorxador mis primeros tres quilómetros pomposos y paquidérmicos, para ridículo propio y espanto de quienes, viéndome a ese ritmo, no sabían si me entrenaba para estatua humana en las Ramblas (de hecho me tuve que espantar un par de palomas que se me posaron con total descaro...), para anuncio de la cámara lenta de una videocámara o si bien estaba a punto de dar, propiamente, mis últimos pasos, antes de darle al pavimento el beso chato y eterno de un infarto masivo que me derrumbara de bruces contra él (el pavimento). Llegué de vuelta al domicilio y aún tuve redaños como para hacer una tabla de estiramientos que a durísimas penas cumplieron su cometido, de lo tensos que tenía todos los músculos, perfectamente protegidos, sin embargo, con su generoso sebo correspondiente. Andando los días he ido arriesgándome a sufrir cualquier lesión imprevisible y he aumentado no solo la distancia, sino también la velocidad, de empezar a 7'5km/h, ritmo del niño corredor de 2 años, aproximadamente, en un entorno seguro, llegué ayer nada menos a que 10'5km/h, lo que supone correr a unos 5'48" por quilómetro, aunque no aguanté más de tres quilómetros y el pulso se me disparó a 168ppm, es decir, que puede decirse que corría en sprint... Teniendo tan gloriosos antecedentes como el de tener una media de 4'25" en un maratón, excuso decir el baño de humildad que estoy recibiendo estos días primerizos en mi vuelta a una de las actividades, después de caminar, comer y joder, más propias de la especie humana: la carrera.
       Correr, cuando se hace por la calle, supone matricularse en un curso avanzado de psicología de la conducción, sobre todo cuando se corre por la calzada y se ha de compartir el espacio con los conductores,  a cuyas reacciones se ha de estar muy atento porque puede irnos en ello la vida. No es mala muerte, la sufrida en acto de servicio atlético, aunque el amor a la carrera y a la competición está tan arraigado en los maratonianos que para eso conviene llevar bien repasaditas siempre las lecciones de ese manual de psicología que acaba uno escribiendo al interpretar las maniobras de los conductores con quien se cruza, como yo, en terrenos como el muy peligroso de la montaña de Montjuïc, que antaño fuera circuito de Fórmula 1 y que hogaño tantos fangios como la cruzan lo reeditan, aun desconociendo aquel dato. Desde las mujeres prudentes que se apartan de ti invadiendo el otro carril, como si fueras un ciclista, hasta el taxista que se arrima al bordillo para hacerte saltar a la dura acera, marcando la ley de uso de la calzada con una meliflua sonrisa de superioridad envidiosa en la boca, pasando por quienes se cruzan contigo y comienzan a gesticular como si mataran un enjambre de abejas para indicarte que has de ir por la dura acera de cemento en vez de por el blando alquitrán de la calzada, son muchas las reacciones de quienes toleran mal la presencia de un anciano peripatético al que reducirían, si estuviera en su volante, en un geriátrico... Aprovechando esa conmiseración y superioridad autoindulgentes de los conductores, descubrí un día que si me hartaba de poner descompuestas caras de sufrimiento en el instante de cruzarme con ellos, se atenuaban las protestas y aun hasta algún conato de lágrima he creído advertir alguna vez, fugacísimamente, por supuesto, una leve mueca de compungido sentir que les ha obligado a avergonzarse de la ráfaga de luces o de la bocina inmisericorde con que me han querido afear tan saludable conducta atlética como la que llevo practicando más de 20 años.
        En este reencuentro con mi vida móvil, voy conformándome, de momento, con correr en el gimnasio -aún la cadera se acuerda del costalazo que me pegué, antes de operarme, al equivocar la pisada, sacar un pie fuera de la cinta y dejar el otro inmóvil en ella, lo que me abrió en un arco imposible que dio conmigo en tierra, para susto de la monitora de sala y ninguna contusión seria, por fortuna- y con las salidas a L'Escorxador, nombre la mar de alegórico, por cierto. Es duro, el reencuentro con la salud, y requiere la perseverancia que Filípides sabe que yo poseo; pero no es menos cierto que el esfuerzo descoyunta de tal manera que uno acaba entendiendo somáticamente aquellas bárbaras penas de descuartizamiento que tanto alegraban las reuniones populares en la Edad Media. Tener objetivos, sin embargo, es definitivo (en todos los sentidos de la palabra, por supuesto), y ahí anda mi deseo luchando con mi realidad para saber cuándo voy a ser capaz de atreverme con la primera carrera de 10K, con la primera Media maratón, después y, finalmente, con la prueba de pruebas, de la que ya llevo dos años apartado, para mi mal. Veré si los consigo, y si sin verecundia.