martes, 3 de noviembre de 2015

Falsas aleluyas de un fondista fondón.



                    

Las primeras torpes zancadas del zancarrón...

Después de la operación del talón, espolón recortado y extirpadas las calcificaciones, y rehabilitada, con poco éxito, la bursitis del trocánter, el fondista fondón lleva dos semanas dale que te pego a una afición sin la que la vida se ve de otra manera, más aburrida, menos vital y menos sana.Comencé en el tapiz rodante alternando el caminar con un trote que llego al quilómetro a los pocos días, tras lo cual, no me anduve con rodeos, sino que corruve ya por L'Escorxador mis primeros tres quilómetros pomposos y paquidérmicos, para ridículo propio y espanto de quienes, viéndome a ese ritmo, no sabían si me entrenaba para estatua humana en las Ramblas (de hecho me tuve que espantar un par de palomas que se me posaron con total descaro...), para anuncio de la cámara lenta de una videocámara o si bien estaba a punto de dar, propiamente, mis últimos pasos, antes de darle al pavimento el beso chato y eterno de un infarto masivo que me derrumbara de bruces contra él (el pavimento). Llegué de vuelta al domicilio y aún tuve redaños como para hacer una tabla de estiramientos que a durísimas penas cumplieron su cometido, de lo tensos que tenía todos los músculos, perfectamente protegidos, sin embargo, con su generoso sebo correspondiente. Andando los días he ido arriesgándome a sufrir cualquier lesión imprevisible y he aumentado no solo la distancia, sino también la velocidad, de empezar a 7'5km/h, ritmo del niño corredor de 2 años, aproximadamente, en un entorno seguro, llegué ayer nada menos a que 10'5km/h, lo que supone correr a unos 5'48" por quilómetro, aunque no aguanté más de tres quilómetros y el pulso se me disparó a 168ppm, es decir, que puede decirse que corría en sprint... Teniendo tan gloriosos antecedentes como el de tener una media de 4'25" en un maratón, excuso decir el baño de humildad que estoy recibiendo estos días primerizos en mi vuelta a una de las actividades, después de caminar, comer y joder, más propias de la especie humana: la carrera.
       Correr, cuando se hace por la calle, supone matricularse en un curso avanzado de psicología de la conducción, sobre todo cuando se corre por la calzada y se ha de compartir el espacio con los conductores,  a cuyas reacciones se ha de estar muy atento porque puede irnos en ello la vida. No es mala muerte, la sufrida en acto de servicio atlético, aunque el amor a la carrera y a la competición está tan arraigado en los maratonianos que para eso conviene llevar bien repasaditas siempre las lecciones de ese manual de psicología que acaba uno escribiendo al interpretar las maniobras de los conductores con quien se cruza, como yo, en terrenos como el muy peligroso de la montaña de Montjuïc, que antaño fuera circuito de Fórmula 1 y que hogaño tantos fangios como la cruzan lo reeditan, aun desconociendo aquel dato. Desde las mujeres prudentes que se apartan de ti invadiendo el otro carril, como si fueras un ciclista, hasta el taxista que se arrima al bordillo para hacerte saltar a la dura acera, marcando la ley de uso de la calzada con una meliflua sonrisa de superioridad envidiosa en la boca, pasando por quienes se cruzan contigo y comienzan a gesticular como si mataran un enjambre de abejas para indicarte que has de ir por la dura acera de cemento en vez de por el blando alquitrán de la calzada, son muchas las reacciones de quienes toleran mal la presencia de un anciano peripatético al que reducirían, si estuviera en su volante, en un geriátrico... Aprovechando esa conmiseración y superioridad autoindulgentes de los conductores, descubrí un día que si me hartaba de poner descompuestas caras de sufrimiento en el instante de cruzarme con ellos, se atenuaban las protestas y aun hasta algún conato de lágrima he creído advertir alguna vez, fugacísimamente, por supuesto, una leve mueca de compungido sentir que les ha obligado a avergonzarse de la ráfaga de luces o de la bocina inmisericorde con que me han querido afear tan saludable conducta atlética como la que llevo practicando más de 20 años.
        En este reencuentro con mi vida móvil, voy conformándome, de momento, con correr en el gimnasio -aún la cadera se acuerda del costalazo que me pegué, antes de operarme, al equivocar la pisada, sacar un pie fuera de la cinta y dejar el otro inmóvil en ella, lo que me abrió en un arco imposible que dio conmigo en tierra, para susto de la monitora de sala y ninguna contusión seria, por fortuna- y con las salidas a L'Escorxador, nombre la mar de alegórico, por cierto. Es duro, el reencuentro con la salud, y requiere la perseverancia que Filípides sabe que yo poseo; pero no es menos cierto que el esfuerzo descoyunta de tal manera que uno acaba entendiendo somáticamente aquellas bárbaras penas de descuartizamiento que tanto alegraban las reuniones populares en la Edad Media. Tener objetivos, sin embargo, es definitivo (en todos los sentidos de la palabra, por supuesto), y ahí anda mi deseo luchando con mi realidad para saber cuándo voy a ser capaz de atreverme con la primera carrera de 10K, con la primera Media maratón, después y, finalmente, con la prueba de pruebas, de la que ya llevo dos años apartado, para mi mal. Veré si los consigo, y si sin verecundia.

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