miércoles, 18 de mayo de 2016

Antiturismo de proximidad



Trayecto urbano: Enrique Granados, Tuset, AlfonsoXII, Copérnico, Muntaner, up and down. De San Antonio a La Bonanova: una ciudad, dos mundos, un paseo.


Hay quienes presumen de conocer no solo una ciudad, sino hasta un país. Después de 44 años en Barcelona, son infinitas las calles que jamás he pisado e inacabables las que nunca he recorrido de principio a fin. Por eso me sonrojan tanto esas expresiones ufanas de los ridículos turistas profesionales del  “lo hemos hecho”: “hemos hecho la ruta Maya, hemos hecho las islas griegas, hemos hecho, Nueva York, hemos hecho el caribe, hemos hecho…póngase ad libitum lo  inimaginable, que seguro que se acierta…El otro día, lunes festivo, tiramos hacia arriba instintivamente, sin las dos monedas del desempate, la de Norte-Sur y la de Este-Oeste, y escogimos, después del zigzag de Gran Vía, Aribau y Diputación, una calle revalorizada, Enrique Granados, a quien, aun siendo ilerdense, jamás nadie en su vida llamó Enric, aunque así lo proclamen, insistentes, las mentirosas lápidas que indican en cada cruce que se camina por la calle dedicada al autor de Goyescas. El primer tramo junto al Seminario es el día de la noche que era cuando aún estaba el muro carcelero de obra y ninguno de los establecimientos de restauración donde tan a gusto puede el cansado del mundanal ruido relajarse un rato. Ese tramo se extiende hasta la cercana Plaza de Letamendi. Se trata de una calle prácticamente peatonal en medio del Ensanche, lo que la hace amable y humana. Se escala con facilidad, a pesar de la pendiente, y no son pocos los edificios de mérito que se van descubriendo, aun a pesar, esta sí, de haberla recorrido muchas veces. Cruzada la Diagonal se sigue por Tuset, calle de la gauche divine por excelencia y, en mi caso, del recuerdo de Derzu Uzala en el cine Arcadia, un cine que siempre caía a traspié, viviendo, como vivíamos, en Gracia, y que no tardó en sucumbir a la fiebre de los videoclubes y las nuevas tecnologías. Los pocos vecinos con los que a esa hora vespertina nos cruzamos, van indicando ya la muy distinta naturaleza de los barceloneses de ese inicio de los barrios altos (Por cierto, días atrás tuvimos que dejar de ver la película así titulada, Barrios altos, dirigida por el hijo de Berlanga, una patochada que debió abochornar tanto a su padre que acabo sugiriéndole la vía de la dirección y dirección de producción de series televisivas), cuyas ropas, gestos y el uso del castellano recuerdan aquellos tiempos en los que el catalán tenía fronteras dentro de la ciudad. Travesera de Gracia -que nos hubiera llevado directamente hasta Gracia, una calle por debajo de Ramón y Cajal, junto a Joanich, donde vivimos tantos años en 47m2 hasta que los libros nos obligaron a emigrar- la atravesamos para continuar por Alfonso XII, ¡un Borbón en el callejero, advertimos con insana incredulidad!, una calle en la que comienzan a hacer acto de presencia casas de planta baja que han resistido, en el corazón de la ciudad, la onda expansiva de la especulación. Vamos por detrás de la Clínica del Pilar, donde tan bien me atendieron de la furiosa obstrucción del colédoco, y llegamos hasta San Elías y vamos, bordeando el parque de la mansión de veraneo de los Sagnier, ahora de uso público, y pasamos por delante del Instituto Montserrat, generosos dineros públicos de todos al servicio de quienes viven con total desahogo, donde aprobé las oposiciones a Agregado de Instituto. Seguimos hasta desembocar en Muntaner, aún en la parte alta de Barcelona, barrio por donde miembros de la Escuela de Barcelona vivieron y bebieron, sobre todo lo segundo. Pasado General Mitre, un independentista… argentino (algo así como un Pisarello a la inversa, me imagino), sin dejar Muntaner, mi Conjunta, que acaba de leer los Diarios de Gil de Biedma, me indica que no debemos de andar lejos de donde el poeta tuvo el famoso sótano/picadero, “más negro que mi reputación”, pero no tenemos el número exacto. Muntaner hacia arriba pica, se nota en la tensión de los tendones de Aquiles, dispuestos a llorar la patróclea lesión inminente de los gemelos, y se difumina el esplendor de los pisos con ínfulas del Ensanche, sustituidos por la funcionalidad fría y severa de las construcciones anodinas, salvo muy escasas excepciones. Llegamos hasta la Plaza de la Bonanova y decidimos recorrer Muntaner de arriba abajo, aunque a un ritmo algo ligero, dada la hora. Pasamos por la Torre de los Muñoz Ramonet, cuyas descendientes andan en pleitos con el Ayuntamiento por la propiedad de no pocos cuadros de mérito, unos 500, que atesoró el potentado, quien se  exilió en Suiza por temor a que sus opacos negocios a la sombra de Franco no dieran con sus huesos en la cárcel. Vamos cruzando grandes ejes de la ciudad, como la Travessera, la Diagonal, sobre la que pende la amenaza de la enésima remodelación, ahora para el tranvía llamado Discordia, y pasamos por el Velódromo, un viejo bar de juventud bohemia reconvertido ahora en restaurante con pretensiones. Poco a poco, dejamos atrás las zonas burguesas y volvemos a encontrarnos con el pueblo llano. Pasamos Aragón y dejamos atrás El Punto, centro neurálgico de la movida del Gayxample. Se abrió un bar a su lado y siempre he considerado que perdió la oportunidad de haber sido un restaurante llamado Y coma. Que el amor, la amistad y el ligue no están reñidos con los placeres del estómago, antes todo lo contrario.  Poco antes de llegar a la Gran Vía, pasamos por delante de uno de mis edificios favoritos de Barcelona, donde los hay excepcionales, pero esta Casa China de Joan Guardiola Martínez, que para mí he bautizado como “bajel turco”, me tiene robada la admiración.  

Al final del recorrido inserto ilustraciones de otras obras de Guardiola, un arquitecto apenas conocido, pero tan imaginativo como Gaudí, por lo menos. Seguimos hacia la Gran Vía, madrileñizada por el olvido de su pomposo apellido De las Corts catalanes. Solo nos queda un tramo hasta la Plaza Goya, donde acabamos el recorrido urbano, llena la memoria de una arquitectura que desaparece por completo alrededor de la plaza, frontera con el Raval, presidida por un monumento en homenaje a Francesc Layret donde los de Derecha Republicana de Cataluña suelen hacer, cada vez con menos pompa y jerarquías menores una ofrenda de flores cada primero de mayo. El Raval es, literalmente, “otro mundo”, en permanente ebullición, y por el que caminamos más a menudo, en paseo de radio corto. 

domingo, 8 de mayo de 2016

Del insomnio y el síndrome de las piernas inquietas...




Insomnia
2. Parece que se ha convertido en un patrón. Me acuesto, leo, me entra la modorrilla, apago y a partir de ese momento inicio la tortura de la resistencia, los picores de la urticaria y la rebelión contra el efecto del orfidal, en el supuesto de que lo suyo fuera tumbarme por K.O. No sé si se debe a la media ración que tomo, pero lo cierto es que no hay manera humana de conciliar el sueño desde que me giro para mi lado, si no hay alegría púbica, e inicio el temido ritual de las vueltas para aquí, para allá y para acullá, el aliviarme del peso de la colcha, del de la propia sábana, sobre todo si es la azul zamorana, que yo digo, por su densidad de zamarra de pastor, y el quedarme en pelotas hasta que el relente nocturno me acobarda y vuelvo a refugiarme bajo la sábana. Cuando, pasada la hora de esos vaivenes, me doy por certificado lo infructuoso de la conciliciación sómnica, me levanto con sigilo, me voy al salón y comienzo a leer o, como ahora, a escribir para dejar constancia de este patrón que algo tiene de nave infernal de los los locos en la que soy el obediente marinero al que no le queda otra que conformarse con su condición y con las órdenes del patrón que la gobierna. En fin, me veo forzado a tomar la decisión de ingerir, mañana, una píldora completa, para observar la reacción. Lo que más me llama la atención de esta crisis y de la reacción a las pastillas es que me ha vuelto, con virulencia, el temido síndrome de las piernas inquietas, que he padecido toda mi vida y al que solo muy recientemente los investigadores le  han puesto un nombre con el que dignificar un padecimiento que puede parecer de risa a quien no lo sufra, pero que nos hace la vida imposible a sus sufridos pacientes. A ver mañana qué tal. Sigo con la lectura de las Ensoñaciones de un paseante solitario, de Rousseau, un titulo que ni escogido adrede para estas familiares e insomnes noches  lluviosas de mayo...

Esto dejé escrito anteayer, y hoy he confirmado que ni siquiera una ración entera de orfidal ha conseguido "tumbarme". Es más, diría que incluso me lo ha puesto más difícil. Es decir, que teniendo en cuenta el carácter fácilmente adictivo de la pildorita en cuestión, es más que probable que busque otros medios de conciliación sómnica.
En cuanto al Síndrome de las piernas inquietas, que sufro desde muy joven, se trata de una afección incómoda, sin duda, pero puede devenir fuente segura de una crisis de ansiedad. Yo lo descubrí cuando comencé a vivir más en los cines que en otros espacios familiares o extraños. El síntoma dominante es el de sentir una pesadez en las piernas que te da la impresión de que se te fueran a quedar inválidas de por vida, que no podrás volver a caminar nunca. Jamás he podido sentarme en un cine en las butacas centrales, siempre he de hacerlo "tocando a pasillo", como en los aviones o en los autobuses, etc. ¡Cuántas veces no he estado sentado, por un despiste o por que no hubiera otras entradas, en mitad de fila y he tenido que golpearme los muslos con los puños para intentar calmar ese desasosiego que te provoca el sentir que la parálisis te está "robando" las piernas, que casi vas a tener que salir de tu sitio instalado en el carrito de los doblemente amputados, con las protecciones metálicas en los nudillos de las manos para poder impulsarte sobre el adoquinado! Un horror. A mi Conjunta le parecía cosa de locos, de muy jóvenes, que a mitad de las películas, estuviéramos o no acaramelados, tuviera que levantarme de un salto, salir al pasillo, retroceder hasta el inicio de la platea y comenzar a sacudir una pierna tras otra como si se me hubieran colado algunos pececillos o algún ratón en las perneras del pantalón, y perseverar en ello hasta que regresaba y volvía a sentarme como si hubiera tenido que ir a los lavabos por una necesidad urgente.  He de reconocer que dedicarme a la práctica del maratón me ha ayudado mucho a controlar el síndrome, pero ayer, curiosamente, como si fuera un efecto secundario del orfidal, estaba tumbado en el sofá, leyendo a Rousseau, y hube de comenzar un ballet de piernas sobre el respaldo, cruzándolas, descruzándolas, sentándome, poniéndome de pie, encogiéndolas, estirando el cuádriceps, dando patadas al aire..., es decir todo un repertorio de los "viejos tiempos", cuando las crisis se presentaban con una agudeza lancinante.
Poca broma, pues, con este Síndrome, poco conocido, pero de muy adversos efectos. Con este ya son dos los Síndromes que me singularizan como paciente, que es una vanidad a la que todos, lo confesemos o no, aspiramos. El otro es el de Caroli, esto es, la tendencia a solidificarse la bilis y formar piedras en el hígado, que ya me dio su peculiar tormento hace algunos años, hospitalización incluida. 900 mg de ursuchol es mano de santo para él...