viernes, 26 de agosto de 2016

El manifiesto de los 2310 revisitado



Una radiografía del prusés secesionista con 33 años de antelación.

[Rescato para esta Provincia un artículo, como otros anteriores, que aparecieron en Crónica Global, pero que no había colgado aquí. Aprovecho la relectura de aquellos artículos para devolver a su patria chica cuantos me parecen aún dignos de interés. Dado el debate sobre el manifiesto koiné y el último "incidente" rufianesco  en la universidad catalana de verano, me parece hasta necesaria la relectura de este artículo.]

Dígase cuanto antes: Los 2310 firmantes del manifiesto al que históricamente se le suelen restar los 10 firmantes iniciales, no se sabe si por aquello bíblico de que los últimos serán los primeros, fueron unos visionarios con quienes la sociedad catalana tiene contraída una deuda de gratitud que quizás un grupo como C’s o como UPyD, si llega a entrar en el Parlamento autonómico, debería intentar saldar públicamente le escueza a quien le escueza, porque desde tan lejos como el 25 de enero de 1981 nos avisaron con lucidez de la deriva totalitaria del nacionalismo catalán que, como una Salomé d’envelat, se ha ido despojando de los siete velos de su hipocresía táctica hasta ofrecernos el desnudo monstruoso del Estado propio en el que institucionalizar la corrupción como instrumento de dominación del autárquico Movimiento Nacional. A la edad vista del Mesías (el fetén), resulta esclarecedor leer este conjunto de juicios políticos, sociológicos y culturales, también educativos, que retratan, desde tan lejos, nuestro degradado presente. Leamos con atención, porque, ya entonces, no daban puntada sin hilo los "abajo firmantes" a los que les cayó encima toda la demagogia del Movimiento Nacional cuyas vergüenzas son el pan nuestro informativo de cada día, pan de algarrobas de posguerra, además: la tendencia actual hacia la intransigencia y el enfrentamiento entre comunidades, lo que puede provocar, de no corregirse, es un proceso irreversible en el que la democracia y la paz social se vean gravemente amenazadas. A pesar de que aquellos firmantes nos parezcan adivinos, no lo eran, porque fanatismos pederásticos como los de la ANC o Unum Cultural ya existían entonces, aunque sin el respaldo suficiente para enseñar su cara más agresiva y parafascista. No hay, en efecto, ninguna razón democrática que justifique el manifiesto propósito de convertir el catalán en la única lengua oficial de Cataluña. A día de hoy, en que ningún ayuntamiento, salvo en época de elecciones, utiliza el castellano, bien puede decirse que tampoco exageraban, ¿no? El destierro, es decir, la muerte civil oficial del castellano es un hecho, sin que ningún gobierno central haya creído que le concernía evitarlo, porque el chanchulleo con los votos de Minoría Catalana era el pasaporte para gobernar en el país, presumiendo, además, de la catalanidad en la intimidad. El principio de cooficialidad, pensamos, es jurídicamente muy claro y no supone ninguna lesión del derecho a la oficialidad del catalán, derecho que todos nosotros defendemos hoy igual que hemos defendido en otro tiempo, y acaso con más voluntad que muchos de los personajes públicos que ahora alardean de catalanistas. ¿Dónde queda hoy un principio tal, consagrado en la Constitución y en el Estatuto de Autonomía? Como si en la China de Mao estuviéramos, la Revolución cultural catalanizadora arrasó con la posibilidad de una autonomía escrupulosamente bilingüe a nivel oficial, y de aquellas lluvias de propaganda adoctrinadora nos movemos en los lodos de hoy. Resulta en este sentido sorprendente la idea, de claras connotaciones racistas, que altos cargos de la Generalidad repiten últimamente para justificar el intento de sustitución del castellano por el catalán como lengua escolar de los hijos de los emigrantes. Se dice sin reparo que esto no supone ningún atropello, porque los emigrantes 'no tienen cultura' y ganan mucho sus hijos pudiendo acceder a alguna. El menosprecio constante de la lengua materna de la mayoría de la población y de su cultura en esa lengua han ido alcanzando cotas tan delirantes que, por ser parte de mi experiencia directa, quiero resumir en la firme nesciencia de una joven licenciada en filología catalana cuando se la interpeló sobre la existencia de la cultura catalana en lengua española, como el caso de Juan Marsé. "¿Marsé? –dijo, y le ahorro al lector la descripción de sus aires de suficiencia– Eso es subcultura". ¿Es una respuesta así un caso de xenofobia o connotaciones racistas? Para mí es evidente que sí. ¿En virtud de qué principio puede negarse a los hijos de los emigrantes de cualquier lugar de España el acceso directo a esa lengua y a ese patrimonio cultural? ¿Acaso en nombre del mismo despotismo que pretendió borrar de esta misma tierra una lengua y una cultura milenarias? La historia prueba que esto fracasa. En efecto, repetir la historia como bufonada no ha sido el mejor camino para acabar 'de una vez por todas' con una lengua y una cultura tan catalanas como la que se manifesta en catalán, les guste o no a los unitodos: una lengua, un pueblo, un estado, un partido, un líder..., y cuya vitalidad –recuérdese a quiénes querían ver en la feria de Frankfurt...– no tiene visos de decaer. A 33 años vista de este diagnóstico lúcido, ha crecido el número de ploramiques que lamenta día sí y al otro también la asnotombe (por aquello de la pegatina nacional) de la desaparición del catalán y de la cultura en catalán, y constatan, los agoreros, que cada año desciende el número de catalanes que lo tienen como lengua materna. Y aun a pesar de esa cómoda lucha (con el poder político y el mediático de su parte) seguimos igual o peor de como estábamos hace 33 años. Se ve que no se equivocaban, los firmantes, con tan taxativo juicio histórico. Se evidencia cierta falta de honestidad para afrontar las verdaderas causas lingüísticas, culturales y políticas que puedan impedir el desarrollo de la cultura catalana en este intento de culpabilizar a los castellanohablantes de la situación por la que atraviesa la lengua catalana. Hubo un tiempo de atrición en el que incluso Carod Rovira se lamentaba de haber ofendido al dios de la realidad y reconocía que haber convertido el catalán en la lengua de poder le había hecho mucho daño y había mermado su capacidad de extensión e intensión. El mediocre y nepotista político ya ni se acuerda de aquellas declaraciones, ahora que cree que tiene a su alcance nada menos que un estado hecho y derecho con el que excluir de la ciudadanía a los no catalanoparlantes o a los bilingües que nos resistamos a la deriva parafascista del Movimiento Nacional. El derecho a recibir la enseñanza en la lengua materna castellana ya empieza hoy a no ser respetado y a ser públicamente contestado, como si no fuera este derecho el mismo que se ha esgrimido durante años para pedir, con toda justicia, una enseñanza en catalán para los catalanoparlantes. La patética figura de Aïna Moll contradiciéndose y renegando de su defensa ferotge de la enseñanza en la lengua materna para los catalanoparlantes, según las exigencias de la UNESCO, y reconociendo, cuando se impuso la inmersión (un sistema educativo soviético que debería haber suscitado un mayor rechazo en el gobierno central en su momento, lo cual nos hubiera ahorrado no poco fracaso escolar...) que eso de la enseñanza en lengua materna eran garambainas trasnochadas, lo dice todo para el buen “recordador”. Se intenta defender la enseñanza exclusivamente en catalán con el argumento falaz de que, en caso de que se respetara también la enseñanza en castellano, se fomentaría la existencia de dos comunidades enfrentadas. Falaz es el argumento porque el proyecto de una enseñanza sólo en catalán puede ser acusado -y con mayor razón- de provocar esos enfrentamientos que se dice querer evitar. Con este tipo de falacias hemos dado (en el Quijote no se dice “topado”, que conste...), tan recias como los muros de la iglesia contra la que dio D. Quijote. Desde entonces, y a pesar de que los sistemas educativos del País Vasco o de Valencia anulaban la falacia de los fanáticos catalanistas, seguimos soportando antiargumentos como éste. Se va acabando, sin embargo, el tiempo de su vigencia, como lo demuestra el despertar de quienes ejercen sus derechos. Pocos, de momento, pero todo es empezar... La lengua se ha convertido en un excelente instrumento para desviar legítimas reivindicaciones sociales que la burguesía catalana no quiere o no puede satisfacer. Y sin embargo, ahí tenemos a los sindicatos, que se autodenominan de clase, del bracete con Unum Cultural y la ANC dispuestos a perpetrar su traición a los trabajadores y a darles, en vez de un buen convenio, un boletín de suscripción a Unum Cultural. Es que no hay nada como que te exploten en la lengua de los patronos, ¡dónde va a parar! No es menos criticable el acoso propagandístico creado en torno a la necesidad de hablar catalán si se quiere «ser catalán» o simplemente vivir en Cataluña. En este punto sí que hay que reconocer que cedieron a la tentación andaluza de la hipérbole, porque si lo de entonces era “acoso propagandístico”, ¿cómo bautizarían a lo de nuestros días: campañas goebbelsianas? Ya hemos visto el eco mediático que ha suscitado en la prensa del Movimiento la caída del Santo Padre de la catalanidad moderna, atrapado con las manos en la masa, o mejor dicho, en la morterada... Mientras no se reconozca políticamente la realidad social, cultural y lingüísticamente plural de Cataluña y no se legisle pensando en respetar escrupulosamente esta diversidad, difícilmente se podrá intentar la construcción de ninguna identidad colectiva. Cataluña, como España, ha de reconocer su diversidad si quiere organizar democráticamente la convivencia. Es preciso defender una concepción pluralista y democrática, no totalitaria, de la sociedad catalana, sobre la base de la libertad y el respeto mutuo y en la que se pueda ser catalán, vivir enraizado y amar a Cataluña, hablando castellano. Esta conclusión la podrían firmar ahora mismo, con la cabeza bien alta, tanto C’s como Societat Civil Catalana. Lo que aquellos firmantes no intuyeron es que 33 años después de su certero análisis surgiera un impulso de contestación tan potente al Movimiento Nacional que fuera capaz de plantarle cara y abortar su deriva totalitaria. En eso estamos. También gracias a ellos que trazaron un mapa tan exacto como fiable de la verdadera realidad catalana.

lunes, 22 de agosto de 2016

La Bruyère leído desde el asedio secesionista





La secesión delirante vista desde el análisis del carácter.

Según el existencialismo de Sartre, las personas viven su presente condicionadas por el futuro hacia el que se dirigen, el cual se encarga, una vez recibidos los objetivos que cada ser proyecta en él, de marcar los pasos ineludibles por los que se ha de llegar a ellos. El presente, así pues, desaparece, convertido en mero puente precario. Viene esta reflexión a cuento del poder que, sin embargo, tiene el presente para condicionar la lectura del pasado que supuestamente habría de condicionarlo a él. De este juego cruzado de influencias quiero rescatar, para quienes pudieran estar interesados en estas cosas del leer, la extraña sensación que me ha producido leer un autor clásico desde las circunstancias acezantes del presente; porque lo normal, de suyo, es comprender el presente desde las lecturas del pasado. Que el día a día de la realidad política nos transforma la vida llega incluso hasta el punto de leer textos clásicos destacando en ellos afirmaciones, teorías, pensamientos o juicios que, en otras circunstancias, nos hubieran vuelto ciegos a ellas. Es el caso del proceso secesionista catalán cuyos disparatados fundamentos convierten gran parte de nuestro presente en una suerte de ejercicio de estilo político al margen de la realidad, realizado, para más rizo, por quienes gobiernan, no por quienes desde la oposición se rebelarían contra la supuesta opresión española que justificara, al menos, ese impulso secesionista. Jean de La Bruyère es un autor cuya obra clásica Los caracteres no necesita ni presentación ni juicios críticos que descubran lo que ya hace mucho tiempo se sabe de ella: que ha de ser una lectura imprescindible. La extraordinaria traducción de Consuelo Berges, además, contribuye no poco a la degustación. De La Bruyère recordaba Flaubert que era uno de esos clásicos a los que se ha de estar releyendo permanentemente. Quizás contribuyera a la cimentación de su prestigio el honesto y nada afectado ejercicio de humildad propio de quienes se dedican al trabajo intelectual de La Bruyère cuando reconoce que lo que él ha querido escribir no son máximas: son como leyes morales, y confieso que no poseo ni bastante autoridad ni bastante genio para hacer de legislador; incluso sé que habré pecado contra el uso de las máximas, que las exige cortas y concisas, como los oráculos. La finura analítica de La Bruyère permite al lector que hace esa lectura desde el asedio que sufrimos percibir ciertos juicios como argumentos irrebatibles. Si cuando habla de la vida familiar nos dice que el interior de las familias suele estar agitado por las desconfianzas, los celos y la antipatía, mientras que apariencias de satisfacción, tranquilidad y alegría nos engañan haciéndonos suponer una paz que no existe; pocas familias ganan cuando se profundiza en ellas. A veces una visita interrumpe una pelea doméstica que solo espera, para volver a empezar, que os despidáis, ¿a quién no se le viene a las mientes la propaganda del famoso e idílico oasis catalán? ¿Quién puede dejar de ver que hay un inevitable conflicto familiar en torno a la legítima propiedad de la catalanidad y, en última instancia, a sobre cómo organizar la convivencia en la familia? Desde esta óptica ha de releerse esta precisa observación del autor parisino: En el trato social, la que primero cede es la razón. Los más discretos suelen ser dominados por el más loco o el más extravagante. Si bien hemos de hacer la salvedad de que ese “trato social” ha de traducirse por la “arena política” donde se dirime la cuestión. No son pocas las voces que se han alzado contra la perversión de una doctrina dogmática que ha instalado la política en el seno de las relaciones sociales y familiares con su peor cara, la del fanatismo. Todo se sacrifica en aras del nuevo ídolo, el ordine nuovo (no el de Gramsci, claro) del nuevo estado catalán, y pocos son quienes dejen de asentir a esta terrible aserción de La Bruyère: Digamos valientemente una cosa triste y dolorosa de pensar: no hay persona en el mundo tan ligada a nosotros por la amistad y el afecto, por mucho que nos quiera, por muchos ofrecimientos de servirnos y aun por muchos favores que nos haga alguna vez, que no lleve en sí disposiciones próximas a romper con nosotros por interés y a convertirse en nuestro enemigo, no por otra razón poderosa que la de haber tenido la desgracia infinita de comprobarlo personalmente. De hecho, si, como dice nuestro autor: exponerse a una gran pérdida es una gran puerilidad, no cabe duda ninguna de la puerilidad desde la que se ha construido este artefacto nacionalpatriótico, y las terribles consecuencias que puede llegar a tener. De momento, esas pérdidas son de carácter sentimental. Mejor ni pensar de qué otra naturaleza podrían llegar a ser. Nuestro autor, fino escrutador de la sociedad de su tiempo y, por ende, de la de todos los tiempos, de ahí su carácter de clásico bien vivo, cuya obra interesa tanto a los europeos del siglo XXI como a los franceses del XVII, no puede dejar de percibir la inevitable atomización social, pilar básico del edificio social. Niega, desde la observación, el futuro unanimismonacional romántico, desacreditándola por la base, la de las innumerables agrupaciones humanas cuyos códigos individuales conviven con otros en un mismo espacio político y social: La ciudad está dividida en diversas sociedades que son como otras tantas repúblicas, con sus leyes, sus costumbres, su jerga, sus chistes. Mientras el clan se mantiene en todo su vigor, nada que no provenga de los suyos le parece bien dicho ni bien hecho; incapaz de apreciar lo que viene de fuera, llegan hasta despreciar a las gentes que no están iniciadas en sus misterios. El hombre más inteligente del mundo que la casualidad traiga hasta ellos es recibido como extranjero; se siente como en un país lejano del que no conoce ni los caminos, ni la lengua, ni las costumbres; ve una gente que charla, murmura, habla al oído, ríe a carcajadas y luego cae en un sombrío silencio; se desconcierta y ya no sabe colocar una sola palabra, ni siquiera escuchar. ¿Describe o no describe este texto al clan secesionista, cerrado en su particular círculo de tiza caucasiano? Del mismo modo que describe otros, por supuesto. Pero quiero hacer notar la condición de extranjero que se adjudica a quienes no forman parte de esa república independiente de su solar patrio. Al fin y al cabo, como dice el parisino en palabras esclarecedoras que la tribu secesionista adjudicaría a Lucifer: quien dice pueblo dice muchas cosas. Es ésta una expresión muy vasta y asombraría ver lo que abarca y hasta dónde se extiende. Y añade, a modo de ejemplo, un par de divisiones que no agotan, por supuesto, esa vastedad que caracteriza al concepto: está el pueblo que es contrario a los poderosos, esto es, el populacho y la multitud; está el pueblo que es contrario a los sabios, a los inteligentes y a los virtuosos, esto es, los poderosos y los humildes. Quizás de la labilidad de ese concepto se derive la fantasía del poder político que anima a los actuales impulsores de la Particularidad: cuando se pretende innovar o cambiar algo en una república, se atiende más al momento que a las cosas en sí. En ciertas circunstancias se tiene la evidencia de que no sería fácil atentar contra el pueblo; en otras resulta claro que se puede hacer con él lo que se quiera. Esa atención al momento es, como diría Izaguirre, el momentazo de la movilización de todos los secesionistas, porque no hay más que aquellos que se comprometen a través de la movilización. Por otro lado, la atomización social tiene su justa correspondencia en la individual, porque la inestabilidad y complejidad del yo postfreudiano, la incapacidad contemporánea del sujeto para definirlo de modo satisfactorio es el pan nuestro de cada día de corrientes de tanta ascendencia intelectual como el Deconstructivismo, que La Bruyère parece prefigurar cuando nos dice que un hombre desigual no es un hombre solo, sino varios: se multiplica tantas veces como nuevos gustos y maneras diferentes tiene; en cada momento es lo que no era y muy pronto será lo que nunca ha sido: se sucede a sí mismo. No preguntéis qué carácter tiene, sino cuáles son sus caracteres; ni cómo es su genio, sino cuántas clases de genio se hallan en él. De ahí, y acabo, que parezca hazaña imposible ser capaz de representar políticamente un solo pueblo, una volkgeist que solo anida en la entraña de la quimera: todo es postizo en el humor, las costumbres y las maneras de los hombres: (…) las exigencias de la vida, la situación en que uno se encuentra, la ley de la necesidad, fuerzan la naturaleza y causan grandes cambios. Por eso un hombre, en el fondo y en sí mismo, no puede ser definido: demasiadas cosas ajenas a él le alteran, le cambian, le trastornan; no es preciosamente lo que es o lo que parece ser. En resumen, justo lo contrario del antipensamiento dogmático que se nos ofrece como la quintaesencia críptica del ideal soberanista: Som i serem.

viernes, 12 de agosto de 2016

El décimo círculo. (Adenda dantesca.)



¡Peligro, [desesperación por] obras!

“Ya puestos…” es una trampa argumental en la que fui cazado por mi generosidad malentendida, por mi altruismo trasnochado y por un amor sólidamente construido. “Ya puestos…” comenzó siendo un “toca pintar” y acabó convirtiéndose en el parquet acuchillado y en el cambio de seis metros de ventanal del salón que da al patio interior del Ensanche: de la ajada carpintería de aluminio casi pre-industrial a un ventanal de resina con cuarterones estilo inglés, más un acabado con vidrios de seguridad y puerta y ventana con anclajes para disuadir a los émulos de Cary Grant en la película más francesa de Alfred Hitchcock, una estructura rematada por dos arcos irregulares, a medio camino entre el medio punto y el carpanel que se tuvieron que rectificar con la obra correspondiente para que encajara la estructura en los huecos respectivos. La lectura será un bien espiritual impagable, pero mover, como hemos hecho estos días, más de 5000 volúmenes de los estantes a las cajas y de estas a unas habitaciones y de estas a otros antes de devolverlos a sus librerías para proceder a vaciar las siguientes y vuelta a empezar, ha supuesto una paliza corporal de una naturaleza tan demoledora que ¡en mala hora, he llegado a pensar, me dio por aficionarme a la lectura! Uno de los pintores, lector especializado en la Primera Guerra Mundial y en ajedrez me confesaba: “¡Y yo que creí, con mis casi 200 volúmenes, que tenía una señora biblioteca! El patatús le dio cuando hube de reconocer por amor a la verdad, que no a la vanidad, bien lo sabe Hermes, que el 90% de ellos habían sido leídos… “Aunque no se note…”, me apresuré a decirle, para desembarazarlo, no fuera a ser que se nos acomplejara y diera las manos demasiado aligeradas de pintura, por esos supersticiosos respetos del no molestar que inspiran los ambientes donde se cultiva la dedicación intelectual. Le aseguré que, como lucrativa, más lo era su profesión pintora que la nuestra profesoral, y cuando tocaba pasar las noches de claro en claro vaciando habitaciones para que los señoritos pintores entraran al día siguiente en ellas sin tropezar con nada que les impidiera pasar el rodillo o el pincel no se me iba de la cabeza que si lo suyo estaba más que bien pagado, nuestro esforzado trabajo de estibadores no había dinero en el mundo que lo pagara… “Mira, nena, me has pillado en esta porque es la última, que si no…”, argumentaba, incontestablemente, porque dentro de veinte años, cuando toque de nuevo, ya con 84, no muevo yo ni el Montaigne intocable de mi mesita de noche… Lamento decir que he comulgado con todos los tópicos: “a la casa le viene bien una limpieza total y moverlo todo y llegar a todos los rincones y limpiar todos los libros, ¡uno por uno!, ¡y ordenar el trastero!, y, en resumida cuenta, hacer limpieza “a fondo”; pero no es menos cierto que, además de la experiencia de vivir de camping en el propio dormitorio, porque a la cocina se accede a través del salón acuchillado, esas noches de movida y de abarrotar las habitaciones libres como cuando cargábamos el coche para las vacaciones con la prole diminuta y llevábamos la baca como los marroquíes que atraviesan la península en julio y agosto, nos suponía derrumbarnos en el colchón, cada noche, como se espatarran los caballos de los picadores a los que los veterinarios se ven incapaces de coserles el vientre para evitar que se “desorganicen” en un abrir de patas y postrer cerrar de ojos. Día hubo en que coincidieron, una mañana, los instaladores del ventanal, el zocalero que remataba el trabajo del acuchillador y los pintores que nos instalaban, ¡los cuatro en el mismo espacio!, una pared insonorizadora para ahorrarnos la presencia glugluante del baño de la vecina ¡a todas horas!, y ello a pesar de tenerla antigua “tapizada” con una librería que ocupa los cuatro metros de pared que son frontera acústica más que permeable y líquida… con ella. Hoy, una semana después de la movidita, lo que más me sorprende es haber pasado la dura prueba sin haber perdido los nervios en ninguna ocasión, aunque motivos para ello húbolos, sin duda. Como que a aquella escena de camarote célebre se sumara, además de las tres ramas laborales presentes, la de la señora de la limpieza haciendo la cocina “a fondo” después de haber hecho lo mismo con un baño mientras el otro estaba ocupado por los pintores, con la consiguiente necesidad, si se hubiera presentado, perentoria como suele ella hacerlo, de bajar a un bar con el desconsiderado “apretón” a cuestas… No sucedió tal cosa afortunadamente, y pasamos la dura prueba con total control de los esfínteres… Sí, claro, luego queda todo “como nuevo, pero el renovado viejo esfuerzo exigido a una máquina corporal que dejó atrás hace tiempo la conciliación de “energía” y “briosa” deja, a su vez, secuelas que exigen serias reparaciones. De momento, ahorrarnos el estrés de unas vacaciones al uso, porque es cierto, he de reconocerlo, que la epifanía del orden permite reinstalarte en el propio domicilio como si se estuviera haciendo un intercambio en otro país. Todo se ve con otros ojos, y hasta entre los viejos libros se descubren sorpresas de todo tipo; desde una foto entrañable usada como punto de libro hasta dos billetes de cincuenta euros guardados en la única caja fuerte que ningún caco abriría… Lo peor, con todo, lo insufrible, ha sido la anárquica flexibilidad horaria de quienes parece que establezcan como naturaleza propia del autónomo tener las jornadas de trabajo más reducidas posibles, con la consiguiente desesperación de quienes aspiran, legítimamente, a quedarse a solas, como bien casados, en su propia casa… Que den las 10 a.m. y que aún no haya aparecido nadie: “Oiga, es que nosotros venimos desayunados…” Que a las 13’30 se suspenda toda acción para ir a comer y, después de haber vuelto a las 14’30, acabarlo todo a las 16’30, porque ‘no van a dejar’, lo que toque, ‘a medias…’ Cuando Dante describió su infierno es evidente que descuidó incluir el círculo décimo de las reformas domésticas, ese mudancing indoor que es el más terrible deporte jamás inventado. Dejo de lado que, encima, le toque a uno, por dejarse llevar por las recomendaciones de las amistades, un pintor cantamañanas que sea adicto al móvil, modelo en sus ratos libres y con una tendencia al escaqueo tan escandalosa que, de no ser por el ayudante, ¡un héroe abrochado al deber!, es probable que hubiéramos acabado teniendo nuestros más y menos. Es una situación extraña, ciertamente, la de ser cliente cuando te has dado un palizón de órdago a la grande para que todo fuera lo más rápido posible y cuando tu nivel adquisitivo al lado de esos felices autónomos pudientes apenas sobrepasa el sesquimileurismo. ¡Tentado estuve, por el “movimiento de enseres”, de pedirle una rebaja en el precio, la verdad! Hoy, recuperado el blanco inmaculado de las paredes, contemplado el ventanal como si habitara en un cottage y habiendo recobrado el parquet su color original, además de tener bien ordenadita toda la biblioteca, donde antes campaba a sus anchas la anarquía, bien puede decirse que ningún otro círculo dantesco tiene semejante final, a pesar de los pesares.



miércoles, 3 de agosto de 2016

¿Preguntas pertinentes?




¿De qué hablamos cuando hablamos de la política...?
¿Hablamos de una profesión, para cuyo ejercicio, bien curiosamente, no se exige ningún requisito, ni acreditar unos conocimientos mínimos, ni una experiencia, ni haber demostrado capacidad alguna, ni siquiera tener unos rudimentos de lo que entendemos que cae bajo el radio de acción de tal mester, es decir, la totalidad de la vida de una sociedad, desde la creación de leyes hasta el reparto de los dineros públicos y la creación de infraestructuras, pasando por el gobierno de la policía y el ejército? ¿Hablamos de la política como de la suprema oportunidad, para quienes nunca han demostrado competencia alguna, de auparse a centros de decisión desde donde modificar la realidad cotidiana de millones de personas?Plantear en este país la posibilidad de un examen de los candidatos a ocupar los puestos políticos de la administración, con la excepción del presidente del gobierno, se vería como un atentado antidemocrático. Y, sin embargo, como podemos ver cada legislatura, y con rigor artístico definitivo en la película Tempestad sobre Washington, de Otto Preminger, forma parte del sistema democrático de una democracia tan antigua como la de Usamérica. ¿Por qué no habría de ser importable que políticamente los candidatos a ocupar puestos de tantísimo relieve sufrieran un examen donde quedara acreditado un mínimo de competencia para desempeñar el cargo? ¡Cuántas vergüenzas ajenas nos hubiésemos ahorrado! Y cuántos sinsentidos como pueblan nuestra geografía y nuestras normativas. El miedo ancestral de los españoles a los exámenes -y el desdén tradicional hacia el conocimiento y el aprendizaje- permite que una profesión cada vez más especializada sea desempeñada por quienes de ninguna manera someten su preparación al juicio, no tanto ya de los que saben, sino de sus propios colegas, quienes, por evitar el compadreo, y sobre todo el escarnio de los de la oposición, se lo pensarían muy mucho antes de echar a los leones a según qué candidatos. Estoy convencido de que esas sesiones para determinar la idoneidad de los tales acabarían ocupando un lugar privilegiado en la cuota de pantalla televisiva. Si ya la retransmisión de plenos del Congreso nos deja un sentimiento de desolación, de páramo, de pobreza, política e intelectual, de que la que habría de ser la profesión más noble del mundo, se reduce, en esa y otras sesiones a un ejercicio burdo de trilerismo, matonismo demagógico y aberrante lógica ytumasera, es necesario, con carácter de urgencia, redefinir la profesión y establecer unos filtros mínimos -sólo hay qué ver qué políticos en Washington han pasado esos exámenes...- para el desempeño de la misma.¿Hablamos, por el contrario, de la política como el instrumento adecuado para la realización de nuestro proyecto de vida individual?¿Hablamos de la política como la panacea que nos traerá esa felicidad cuyo objetivo recogía destacadamente la Pepa romántica, en 1812?¿Hablamos de la política como "un tema de conversación" en el que podemos desahogarnos y sumar disparates que son más celebrados cuanto más hiperbólicos; un cotilleo de barra libre para el insulto; una cadena de despropósitos conceptuales que pretendemos hacer pasar por opiniones fundadas; un "terreno" que pisamos con la confianza de quien sabe que jamás han de pedirle cuenta de la racionalidad de su posición; un espacio de impunidad para la amenaza y la difamación; una escuela del odio y el sectarismo?¿Hablamos de la política como algo realmente "ajeno", como si fuéramos espectadores irresponsables de una representación en la que, sin embargo, hemos elegido nosotros a los actores, a los principales y secundarios?¿Hablamos de la política como un asunto turbio y sucio que procuramos dejar a un lado en ciertas relaciones sociales y familiares para que no empañen con su fétido aliento partidario nuestra vida cotidiana?¿Hablamos de la política como si "nada" tuviera que ver con nuestras vidas, nuestros proyectos, nuestros sueños, nuestras aspiraciones, nuestros sueldos, nuestras amistades, nuestros amores, nuestras adquisiciones, nuestros viajes, nuestras lecturas, nuestras infinitas elecciones diarias, comunes y corrientes?¿Hablamos de la política como de una actividad en la que es mejor no meterse, salvo si se que quiere medrar para "aprovecharse" del posible cargo al que pueda accederse, para el clásico “forrarse”, más allá de las prebendas propias de los mismos?¿Hablamos de la política como el único modo de ascenso social sin pasar por la dureza del aprendizaje en cualquier disciplina académica y sin haber conocido la experiencia laboral?¿Hablamos de la política como de un mal menor?¿Hablamos de la política como de una necesidad que, sin embargo, nos empeñamos en reconocer como lo que es?¿Hablamos de la política como de una ciencia esotérica -en vez de exotérica- a la que solo acceden ciertas personas cuya vida gira exclusivamente alrededor de ella y a la que sacrifican lo que los demás concebimos como una vida "normal"; unos saberes crípticos, amén de aburridísimos, que les permiten explicarlo todo, sin excepción alguna?¿Hablamos, en fin, de la política como del arte del ilusionismo, del arte de la superchería, del arte del embaucamiento, del arte contra el que nos defendemos con la seguridad de quienes rechazan también el queso?¿Tenemos respuestas satisfactorias para esas preguntas? Debiera ser un imperativo ético y cívico que cada cual busque las suyas.