viernes, 28 de octubre de 2016

¿No es obra para ser representada…?: La travestida “Celestina” de José Luis Gómez.




Entre Chiquito de la Calzada y un decorado para West Side Story: la decepción inmensa de La Celestina, de José Luis Gómez.

Por esas casualidades de la vida, en poco tiempo he ido al teatro -y aún me queda por ver, el próximo Marzo, El tío Vania…- más veces que en los últimos tres años. Va como va. Vaya esta devoción a Talía por la que, por razones que no vienen al caso, no he podido dedicar a Euterpe… en el Liceo. El año que viene lo repararé. No voy a hacer una comparación entre la obra de Pasqual y la adaptación de Gómez, pero, teatralmente, sale ganando la obra del reusense.  El respeto que debería inspirar un clásico como La Celestina hubiera debido bastar para disuadir a José Luis Gómez, a pesar de su infinita sabiduría teatral y su magnífica trayectoria, nunca lo suficientemente ponderada, de llevar a las tablas con tantas carencias una obra divina en la que ni siquiera la exhibición de lo humano, aun a fuer de pudorosa, logra trasladar al espectador ni una diezmillonésima parte del interés que la obra sí logra transmitir al lector valiente que en ella se interna. La más que discutible adaptación de las escenas, que es una suerte de inevitable reescritura de la obra, deja al espectador devoto de la obra de Rojas con la sensación de haber visto el esqueleto, y no completo, de una de las muchas obras cumbres de la literatura española. No soy un meapilas de los clásicos, y del mismo modo que el Renacimiento adaptó al escenario y las costumbres de su tiempo la pintura religiosa, aún recuerdo que una versión de Boulez y Chéreau de la tetralogía wagneriana ambientada en el siglo XIX fue lo que me convirtió en operófilo de por vida, por ejemplo. Lo que quiero dejar claro es que La Celestina, que pertenece al género de la llamada comedia humanística, para ser degustada en morosa lectura entre personas “al cabo de la calle” de las infinitas referencias cultas y populares que en ella se dan cita perfecta, puede que no sea el mejor texto al que acudir para hacer una versión teatral que tan coja se nos ofrece, tan plana, tan irrelevante, tan escasa de la verdadera pasión que advertimos en la obra de Rojas. Y no se trata de que, salvo excepciones, los actores y actrices no hayan sabido hacer su trabajo, sino de que ese trabajo les venía, acaso, demasiado grande, comenzando por el propio Gómez y su caracterización transgresora del personaje inmortal. No acabo de entender, sinceramente, el porqué de la opción andaluza de una Celestina nacida en Castilla, y menos aún una gesticulación que, como dejo, con tristeza, reflejado en el título de esta crítica, me recuerda más a Chiquito de la Calzada que a la sabia vieja puta dominadora de todos los registros de la persuasión, los cuales se supone que debería haber exhibido sobrada e inequívocamente a través de la obra. He de reconocer que cuando Gómez parece olvidarse del deje andaluz entra mucho más en el personaje de la alcahueta, aunque en modo alguno logra ni hacerle sombra al imborrable recuerdo de la gran interpretación que de Celestina hizo Amelia de la Torre, en la versión cinematográfica de Fernández Ardavín (cuya adaptación de otro de nuestros grandes clásicos, El Lazarillo de Tormes, fue nada menos que Oso de oro en el famoso festival de Berlín), una gran actriz, dueña de una dicción espectacular contra la que poco puede, ¡y hablo de uno de los grandes de nuestro teatro por méritos más que reconocidos!, José Luis Gómez, cuya voz en no pocas ocasiones, sobre todo hablando de espaldas al público, se pierde y lo deja un poco a oscuras, cuando tan luminoso es, en general y en particular, el discurso de Rojas, sea cual sea, el personaje a través del cual lo vehicula. Es absurdo, ante una versión teatral de un texto que, aparentemente, por su complejidad espacial, y su desmesurada retórica, es irreductible a su escenificación, pedir una fidelidad que ni puede ni debe mantenerse; pero una cosa es la infidelidad necesaria y otra muy distinta no haber sabido llevar a las tablas la esencia transgresora de la obra, teniendo la necesidad, además, de subrayarlo a través de la brocha gorda de los símbolos judíos para “orientar” al espectador acerca de esa transgresión, cuando el propio texto de Rojas, sobre todo en el hermosísimo, a fuer de emocionantemente retórico, plancto de Pleberio, perfectamente dicho por Chete Lera, quien es capaz, a pesar de tan breve intervención, de transmitir la pérdida del padre que ha convertido a su hija en “su obra” vital a la que, de ningún modo, esperaba sobrevivir, y de ahí el drama; cuando ese texto, decía, se basta y se sobra para descubrir aquel pensamiento que iba más allá de la ortodoxia cristiana católica. En términos generales, la obra se ve, a pesar de sus defectos, con agradable comodidad, más por lo que el espectador redondea, en calidad de conocedor individual del texto, que por lo que se le ofrece. No son personajes, ninguno de ellos,  de grito y gesto fácil, sino de ingenio vivo y actuación interesada, de ahí que, en numerosas ocasiones, se eche de menos más sutiliza, más fineza, más “retórica”, en el sentido de la persuasión obrante por medio de las razones engañosas que propiamente la burda manifestación de los deseos o las necesidades. Pongamos por ejemplo la noche de amor entre los amantes, que, en escena, se resuelve poco menos que en una violación, para desconcierto de cualquiera que sepa que la tensión entre franqueza y encubrimiento retórico es una de las bazas fundamentales de la obra de Rojas. Desde ese punto de vista, queda muy sepultada la dimensión paródica que se encarna en la pobre y desgarrada Celestina, respecto de la burguesa y educada madre de Melibea, en Calisto, respecto del ideal del amor cortés; en la propia Melibea respecto del mismo ideal que el de Calisto, en los criados respecto del amo herido de amor, del Macías redivivo, de quien se burlan y de quien esperan sacar el máximo provecho material posible… Hay buenas intenciones en el montaje, sin duda, y, a pesar de la pobreza escenográfica, demasiado chata y, en parte, la de las calles, mal resuelta verticalmente, se aspira a transmitir con la mayor pureza posible, en conveniente adaptación al castellano estándar de nuestros días, la obra de Rojas, lo que solo se consigue en parte, como que he querido mostrar. José Luis Gómez ha pretendido emular al Ismael Merlo de La casa de Bernarda Alba, tan en su papel de mujer-verdadero hombre de la casa de la obra lorquiana, pero le ha salido más el Tootsie, versión pobretona, de Dustin Hoffman que la verdadera Amelia de la Torre que todos, con cierta edad, atesoramos en el recuerdo. He de reconocer que me duele haber salido decepcionado del faraónico templo teatral del imposible nuevo estado catalán, a pesar de haber acudido lleno de ilusión y esperanza a lo que había imaginado como una suerte de apoteosis teatral alrededor de uno de nuestros mejores clásicos. Otra vez será, supongo.



lunes, 17 de octubre de 2016

Y después de "El camino al 18 de julio"... "In memoriam. La quinta del biberó."





Un emocionado homenaje de Lluís Pasqual a "La quinta del biberón", sacrificada en la batalla del Ebro.

La anécdota: caminamos por la calle Muntaner, mi conjunta y yo, y veo un anuncio farolero de la obra consignada en el título de esta observación. Digo: "Nena, me temo lo peor, de esa obra. ¡A saber desde qué beatería republicana se ha compuesto!" Apenas tres horas después, a menos de una hora del comienzo de la función, nos llaman nuestros amigos Charo y Paulí y nos ofrecen dos entradas a precio reducido, 6€, porque les han fallado dos alumnos que se habían comprometido. Conferenciamos dos minutos y aceptamos.
La obra:  In memoriam es una obra escrita y dirigida por Lluís Pasqual acerca de la vida, y sobre todo la muerte, de los jóvenes reclutados por el ejército republicano que recibieron el apodo de La quinta del biberón. La implicación familiar de Pasqual, un tío suyo murió en aquella infausta carnicería a que condujeron a los desdichados jóvenes en el frente del Ebro, y la labor de campo, recogiendo testimonios directos de quienes sobrevivieron a la tragedia, se advierten enseguida, a poco de iniciarse la representación, en la fortísima carga emocional desde la que se ha concebido un espectáculo austero y contundente, pues con reducidísimos medios materiales se consigue una máxima efectividad de la puesta en escena. En un segundo plano de la escena, las presencias complementarias de las imágenes proyectadas (casi no puede concebirse ya un espectáculo teatral sin ellas, por cierto) y de los músicos y un cantante lírico que interpretan obras de Monteverdi redondean una propuesta escénica que parece inspirarse en aquellas viejas teorías del teatro pobre de Grotowski. Hay una poderosa base documental, es cierto, pero la dramatización de los testimonios vivos, y los que nos han llegado a través de los textos de los participantes en aquella suerte de "ceremonia de la traición" que fue su reclutamiento y su envío como auténtica "carne de cañón" al frente del Ebro, consigue hacer llegar al espectador una representación totalmente veraz de lo que fue la vida de aquellos jóvenes, casi niños, enfrentados a una realidad en parte inexplicable y casi totalmente ajena, salvo por los casos raros, y mínimos, de los voluntarios. Después de la lectura del libro de Payne, me maravilla que el azar me haya puesto delante de lo que significó la continuación del libro, es decir, el después del 18 de julio, o sea, el Horror con las mayúsculas añadidas del Odio y la Barbarie. Al margen de cierta ambigüedad calculada en algunos pasajes de la obra, algunas simplificaciones de trazo grueso, como la visión maniquea que subraya uno de los soldados tras oír sucintas y descontextualizadas declaraciones de políticos y militares de la época: "Eso era la política", subraya, en contraste con su patética realidad se seres abandonados a su desventura en trincheras desguarnecidas de protección y de intendencia; al margen de todo ello, decía, la obra acentúa, inequívocamente, un pensamiento antibelicista muy en la linea de obras señeras con ese planteamiento: Johnny cogió su fusil, Rey y Patria, Historia de un soldado, La chaqueta metálica, Sin novedad en el frente, El fuego y todas esas obras que intentan convencer a sus espectadores o lectores de lo que saben de cor: la irracionalidad de la guerra, el tremendo fracaso de la especie que supone haber dirimido, desde que el mundo es mundo, a través de la violencia extrema, los conflictos humanos. Nada que objetar, pues, a esa perspectiva que, además, logra muy efectivamente su propósito, porque, aun conocidas de cabo a rabo esas vidas, las experiencias de las trincheras, la sinrazón del enfrentamiento a muerte entre "hermanos", la alienación del nacionalismo y el crónico sinsentido de la tristemente necesaria institución militar; a pesar de que nada nuevo se representa sobre las tablas, es lo cierto que el autor de la dramatización de esos testimonios ha conseguido impactar al espectador con la exacta dimensión del drama, lindante con la literatura del absurdo, de aquellos adolescentes ofrecidos al dios de la guerra de las miserias políticas de los dirigentes de ambos bandos. Hay, y es de agradecer la valentía de Lluís Pasqual, una feroz crítica del gobierno republicano en sus últimos estertores, cuando los comunistas lo controlaban y prefirieron, como sanguinarios dioses soviéticos, sacrificar a una generación de jóvenes a quienes se les robaba el futuro contra toda lógica política y militar, porque la derrota definitiva de la República estaba, por entonces, más que cantada, en vez de negociar una rendición honrosa. Prieto ya lo dijo, como lo recoge Payne, que la guerra civil a la que se abocaban, poco antes de que estallara, sería terrible, porque ninguno de los contendientes estaba dispuesto a librar una lucha que no fuera sin cuartel, hasta el exterminio del contrario. Y así fue. En la obra de Pasqual, impecable desde esa visión humanista del ser cuyo destino lo han escrito los dioses sin dejarle la más mínima posibilidad de rebelarse contra él -ahí está el estremecedor testimonio de quienes fueron fusilados tras caer en la menos de las flaquezas más comprensibles del mundo-; en esa obra, digo, he echado en falta, más allá dele presente muy conocido de las lamentables condiciones materiales y morales de los reclutados, más información íntima sobre esas vidas: su relación con los padres, con los hermanos, con las posibles novias o amores platónicos de esas edades, con su vida rural, tan alejada de la de la gran capital que ya era entonces Barcelona, de sus deseos, de sus esperanzas, de sus planes de futuro, de sus aficiones, de su formación... Las situaciones tópicas, conocidas a través de muchas fuentes históricas y artísticas, dejan algo frío al espectador curtido y al resabiado, pero no se puede negar que Pasqual logra conectar con un puiblico al que, sinceramente, no sé si "li farà el pes" la severa crítica a la República como institución concebida casi desde un punto de vista religioso, es decir, totalitario. En cualquier caso, el sentido carácter de homenaje a las jóvenes víctimas de una República que acabó perdiendo las plumas de su condición democrática con el paso de los años, y cuyos años de guerra civil fueron el corolario del insensato asalto a la legalidad que supuso la insurrección del 34, se alza, poderoso, como un tributo necesario que, lastimosamente, ¡ay!, consolará ya a pocos supervivientes de aquellos terribles hechos.
El epílogo: Hace cinco años, mi hija Marcela representó en su escuela, Projecte, en el último curso de la ESO, un espectáculo, creado por los alumnos, que consistió en la lectura de las cartas que cada uno de ellos, como familiares de los reclutados de la quinta del biberón escribían a sus hijos, hermanos o amigos, según fuera la personalidad que cada uno de los redactores de esas epístolas hubiera escogido. Casi puedo decir, y no como padre, sino como espectador, que me emocionó más aquel homenaje anónimo y tan sentido que el estupendo espectáculo profesional al que asistí ayer. Quiero decir, en última instancia, que el recuerdo de aquellas vidas tan maltratadas por el destino seguirá vivo mientras, de forma profesional o aficionada, la memoria popular los convoque.

miércoles, 12 de octubre de 2016

“El camino al 18 de julio”: una lectura actualísima de un capítulo aberrante de nuestra historia, escrito magistralmente por Stanley G. Payne.






En un subtítulo elocuente y certero se condensa lo peor que le pudo pasar a la Segunda República, tan denigrada como añorada por los totalitarios de ambos bandos: La erosión de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936). Payne nos sitúa en la encrucijada de los hechos irrefutables que nos condujeron al abismo de la última guerra civil en España. Que cada cual saque sus consecuencias. 

En la vida cotidiana que observo con atención, esmero y dudosos resultados también entran los libros y, sobre todo, los amigos que, de tanto en tanto, te dicen: “Tienes que…”, y rellenan los puntos suspensivos con un título que, casi siempre, porque ellos te conocen y saben cuáles son tus gustos, te sorprende. Mi amigo José Luis, de momento exJoselu, por sabia decisión reflexiva propia, quien anda escandalizado consigo mismo por el proceso de revisión crítica a que está sometiendo sus convicciones políticas, con una juventud ultraizquierdista, me recomendó un libro de Payne, ¿Por qué la República perdió la guerra?, que le había abierto una hermosa brecha de incredulidad respecto de la visión idealizada que había tenido hasta ahora de su propio republicanismo y la defensa acrítica de una República, la Segunda, de la que suele hablarse, desde la izquierda antisistema, con la misma devoción beata con que otros hablan de la Santísima Trinidad, sin ruborizarse. Fui a La Central a buscarlo, después de asegurarme de que dispusieran de ejemplares, pero al llegar allí y enfrentarme a los títulos del autor, leí un título, El camino al 18 de julio. La erosión de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936), que respondía fielmente a lo que yo iba buscando, porque durante mucho tiempo, toda una vida laboral entre pseudoizquierdistas aburguesados de medio pelo, di por sentado que el peor mal de nuestra democracia no es otro que la ausencia de demócratas verdaderos, esto es, auténticos observantes de las leyes que permiten su existencia. El concepto de “erosión de la democracia”, en estos tiempos en que hasta se permiten desear la muerte, en Twitter, a un niño con cáncer por el solo hecho de ser un aficionado taurino o en que un asesino vasco es recibido en su pueblo con todos los honores y se le sienta, simbólicamente, en el sillón del alcalde para homenajearlo, o en que un representante de la “nueva política”, Zapata, banaliza el holocausto con un macabro y desalmado chiste sobre los hornos crematorios nazis; ese concepto de erosión de la convivencia, porque si la democracia es algo no es otra cosa que un ámbito de convivencia sujeto a las leyes, me interesó tanto que, desoyendo la recomendación de mi amigo, lo adquirí. Pensé inmediatamente, claro está, que sería una buena oportunidad para intercambiarlo por el suyo cuando lo acabase. Acabado está y ha sido tan impactante la descripción de hechos que he leído que, en realidad, en este libro se responde con toda claridad a la pregunta del libro que mi amigo José Luis me recomendaba. El historiador norteamericano se sitúa ideológicamente en el fiel de la balanza que se corresponde con la legalidad y desde ese punto seguro va haciendo un repaso de cuantas veces se conculca el Derecho y se violan las leyes para explicar el sectarismo irresponsable que condujo a un final que, como apunta desoladoramente en las conclusiones de su libro, todos deseaban: Hay que reconocer la verdad, y es que en julio de 1936 casi todo el mundo pedía un régimen autoritario para España. Es evidente que unos lo querían de una forma y otros de otra, pero que tanto en las declaraciones de Largo Caballero como en las de Quiroga o en las de Gil-Robles que Payne recoge en su libro se evidencia claramente que la Guerra Civil se contemplaba como la manera de aplastar al contrario para que no volviera a levantar cabeza, en nuestro caso nacional particular, como una manifestación del viejo cainismo que parece haber marcado a fuego nuestra realidad histórica, un cainismo que, en 2016, vuelve, desgraciadamente, a ver renuevos inquietantes en las declaraciones de las fuerxas políticas antisistema que, por esos dudosos azares de la política, no solo están en condiciones de poner o quitar gobiernos, como en Cataluña, sino de acaparar los titulares mediáticos de la actualidad, y en cuya acrítica y beata exaltación romanticoide de la Segunda República se advierte enseguida el germen de ese cainismo totalitario del que parece que no haya manera de desprendernos. Largo Caballero en Claridad, el 15 de julio: ¿No quieren este gobierno? Pues que se sustituya por un gobierno dictatorial de izquierdas, ¿No quieren el estado de alarma? Pues que haya guerra civil a fondo”. Gil Robles, consumado aquel atentado criminal contra la democracia que fue el asesinato del diputado conservador radical Calvo Sotelo: Vosotros, que estáis fraguando la violencia, seréis las primeras víctimas de ella. Muy vulgar, por muy conocida, pero no menos exacta, es la frase de que las revoluciones, como Saturno, devoran a sus propios hijos. Ahora estáis muy tranquilos, porque veis que cae el adversario. Ya llegará un día en que la misma violencia que habéis desatado se volverá contra vosotros. Me interesó el libro de Payne, con su preciso subtítulo,  porque, a su manera, en este año que llevamos de gobierno en funciones, que coincide con la aparición y ascensión política de Podemos, básicamente una fuerza antisistema, se ha ido produciendo un inequívoco deterioro del sistema democrático en el plano de la agresividad ideológica y en el de la convivencia social, aunque esto último se advierta más en las redes sociales cibernéticas que propiamente en la realidad cotidiana de las calles y pueblos de España, como si hubiéramos aprendido la lección de la República y hayamos preferido disparar con fogueo, en vez de con fuego real, aunque ciertos niveles expresivos, a través del insulto y la calumnia, no anden muy lejos del fuego real. Me interesó conocer aquel periodo desde el punto de vista del funcionamiento del Congreso, sobre todo, porque, hasta que volvimos a tener democracia, a la lectura de la historia de aquel periodo le faltaba la experiencia personal, en los nacidos durante el franquismo, de ver a los partidos en su salsa parlamentaria, muy otra, está claro, de la sopa de aguachirle de las irrepresentables cortes franquistas, tercio familiar incluido. Desde esa perspectiva parlamentaria, la verdad es que cuesta no poco hacerse a la idea, viendo la urbanidad con que se comportan nuestros actuales parlamentarios, de la agitación tumultuosa que presidió entonces la vida parlamentaria. Como cuenta el socialista Antonio Ramos Oliveira: Las Cortes, desde que comenzaron a funcionar, asfixiaban al Gobierno y actuaban de caja de resonancia de la guerra civil, pues devolvían a la nación, centuplicada, su propia turbulencia. Los diputados se injuriaban y se agredían de obra; cada sesión era un tumulto continuo, y como casi todos los presentes, cabales representantes de la nación, iban armados, podía temerse cualquier tarde una catástrofe. En vista de la frecuencia con que se exhibían o insinuaban las armas de fuego, se adoptó la denigrante precaución de cachear a los legisladores a la entrada. Si a esa descripción unimos los atropellos legales que se cometieron en el ejercicio del poder a lo largo del periodo que recoge Payne en su libro, unos hechos que permiten llegar a la conclusión de que las elecciones de febrero de 1936 constituyeron un “pucherazo” clásico, porque, sin tener aún datos fiables de los resultados, el Presidente Alcalá-Zamora, aceptó la renuncia de su jefe de gobierno, Portela Valladares, y nombró a Azaña, cuyo gobierno sería el encargado de validar los resultados, quien aceptó aun a sabiendas de la irregularidad que se estaba cometiendo, como dice Payne: Ni siquiera Azaña lo deseaba, porque sabía bien que era irregular que los ganadores crearan un gobierno antes del escrutinio final y de la convocatoria de la segunda vuelta de las elecciones, hallamos que la erosión del derecho fue tan clamorosa que, por supuesto, las reticencias de Azaña a la hora de aceptar el encargo de Alcalá-Zamora, no fueron óbice para que, desde el poder, la validación de actas se hiciera ad libitum para conseguir una mayoría inequívoca. Como indica Payne, nunca se conocieron los resultados exactos de las elecciones del 36. La Junta Central del Censo indicó eventualmente que el Frente Popular había obtenido 4.363.903 votos; la derecha y el centro en listas combinadas un total de 4.155.153; y el centro en listas separadas 556.008.  En cualquier caso, lo que al lector del libro de Payne le resulta meridianamente claro era que el ejercicio del poder no suponía supeditarse al cumplimiento de las leyes, y, por lo tanto, la inseguridad jurídica estaba a la orden del día. La historia de esa erosión democrática arranca de mucho antes, ciñéndonos exclusivamente al periodo republicano, claro está, desde la insurrección socialista del 34, en la que se abogaba sin ambages por una guerra civil en la que se dirimiera, “de una vez por todas” la hegemonía política y social de los trabajadores frente a los patronos, dicho en los burdos términos de la época. La derivada principal de esas intentonas totalitarias fue la instalación consuetudinaria de la violencia como forma de acción política. Gil-Robles se especializó, parlamentariamente, en leer regularmente en la cámara el estadillo de muertos, heridos y destrozos inmuebles llevados a cabo por esa violencia que condicionó de forma determinante el devenir de los acontecimientos. De hecho, el asesinato político de Calvo-Sotelo, que horrorizó a “extremistas” tan reconocidos como Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga o Felipe Sánchez Román, éste último compañero de estudios de Calvo Sotelo, abogado defensor de Largo Caballero y de quien Azaña dijo: Sánchez Román está ahora en auge entre la gente de oposición. Como tiene más entendimiento y más habilidad que casi todos los diputados adversos al gobierno, cada vez que habla lo escuchan con arrobamiento, porque les provee de lo que más falta hace: ideas y argumentos. En opinión de Payne, Felipe Sánchez Román elaboró la propuesta más sensata para superar el fracaso del gobierno del Frente Popular, como lo reconoció Azaña. En calidad de miembro fundador y representante del exiguo Partido Nacional Republicano, trasladó el 25 de mayo a la ciudadanía el acuerdo político de su partido, entre cuyas medidas indispensables para la formación de un gobierno constitucionalista fuerte podemos leer: a) reprimir severamente la incitación a la violencia revolucionaria como forma de contienda civil o política; b) desarme general; c) disolución de las organizaciones económicas, profesionales, políticas o confesionales cuya actuación amenace gravemente la independencia, la unidad constitucional, la forma democrático-republicana o la seguridad de la República española; d) prohibición del funcionamiento de sociedades uniformadas o militarizadas; e)se exigirá responsabilidad a las autoridades por las infracciones de las leyes cometidas en el ejercicio de sus funciones. Se podrá probar, en donde las circunstancias lo exijan, a los alcaldes del ejercicio de la política de orden público, transfiriéndola a otras autoridades, institutos o delegados especiales; f) se reformará el reglamento de la Cámara, modificando la estructura y funciones de las comisiones parlamentarias, para que con el auxilio de los organismos técnicos rindan eficacia y rapidez en el trámite formativo de las leyes. Y en las consideraciones generales, después de ofrecerse a Izquierda Republicana y a Unión Republicana para concertarse, añadían:  Una vez concertados, los republicanos invitarán públicamente al Partido Socialista Obrero a compartir con los republicanos las funciones de gobierno para realizar los objetivos del plan político aprobado. Como ha sido frecuente en este país, los intentos de la racionalidad por abrirse paso en la vida política y en las relaciones sociales no fueron acompañados por la fortuna. No tenemos más que pensar en el rechazo que por ambos extremos del arco parlamentario sufrió el sensato  intento de Pedro Sánchez de formar un gobierno de centro-izquierda con Ciudadanos para intentar regenerar la política española. Ese fracaso se entiende menos en la Segunda República si tenemos en cuenta, como señala Payne, que una característica fundamental de todos los Gobiernos republicanos de izquierda o de derecha era su insistencia en el equilibrio presupuestario y su gran aversión a los déficits, una coincidencia que, en 2016, separa radicalmente a los “nuevos” partidos, porque mientras Podemos es partidaria del imposible que sugería la ignorancia del hermano de Alberto Garzón, Eduardo, de darle “a la máquina de hacer billetes” para asegurar la riqueza nacional, en Ciudadanos son partidarios, como los republicanos, de controlar el déficit y que no se nos vaya de las manos y con él la posible riqueza del país. El libro de Payne es una colección de hechos, no de opiniones, como buen libro de historiador, y es el lector el que ha de hacerse una composición de lugar de qué fue la Segunda República y, concretamente, el periodo final de la misma que condujo a la Guerra Civil. Es política ficción saber cómo hubiera reaccionado uno en momentos históricos ya pasados, pero no olvidemos que Gil-Robles, jefe máximo de la CEDA, acabó siendo defensor de CCOO en el proceso político-sindical más famoso del franquismo, el 1001, y conjurado contra Franco en el no menos famoso Contubernio de Múnich; pero leyendo en profundidad ese proceso de erosión democrática, lo que tengo claro es que buena parte de los emocionados y líricos defensores del Frente Popular del 36 con quienes convivo en la España de hoy representan una opción totalitaria y violenta, acrítica, que, caso de llegar al poder, abocaría a la sociedad a una radicalización en la que no tardaría en aparecer la violencia, esa por la que tanta afinidad política siente Pablo Manuel Iglesias al defender a quienes como Otegui quisieron hacer de ella el único instrumento de acción política. En fin, dejo de referir anécdotas tan graciosas como la de que los conjurados militares rebeldes del 36 llamaran a Franco Miss Canarias de 1936, ante su coqueta indecisión a la hora de adherirse al Movimiento del que, irónicamente, desaparecido Mola, acabaría apoderándose en beneficio propio, pero no ignoro que la paciencia de los lectores es escasa y mi propensión a la grafomanía excesiva. Ahí está el libro, con todo, que no me dejará por mentiroso respecto de su notabilísimo interés. Una auténtica lección de Historia.