jueves, 23 de marzo de 2017

"Tío Vania", en el pomposo Teatre Nacional, o el empecinamiento en las polillas.


Muestrario anticuado de las miserias de la institución familiar: Tío Vania o la anacronía de cierto realismo.

No todos los clásicos salen indemnes del paso del tiempo, aun siendo clásicos para los programadores y retos para actores y actrices que siempre creen poder añadir un inconfundible "toque personal" a la encarnación de personajes una y mil veces representados con éxito y con fracaso. El montaje de Tío Vania que he visto en el Teatre Nacional, a cargo del Moma Teatre, con dirección de Carles Alfaro y en una traducción de la obra al valenciano por parte de Rodolf Sirera, aun habiéndose representado en una de las salas pequeñas del complejo teatral, en un formato "íntimo", podríamos decir, supone un loable intento de extraer del clásico de Chejov la precisa descripción de las miserias familiares que son más que propias de la institución, algo así como la condición sine qua non de su existencia, de ahí que, en principio, y salvo extraordinarias, por raras, células beatíficas de la misma, todos nos podamos sentir identificados con lo que se nos representa en escena. Lo primero que llama la atención del espectador, sin embargo, es lo archidifícil que resulta representar sobre las tablas la realidad con la naturalidad con que solemos vivirla cotidianamente, enseguida detectamos mil y una imposturas que nos distancian de lo que en ellas se representa, y que introducen no tanto la famosa distancia brechtiana, porque no hay sátira en Tío Vania, sino imagen especular de lo real pura y dura, mímesis a raudales, cuanto la desconfianza en lo auténticamente humano de lo que se representa: pasa todo, como por arte de birlibirloque, de la realidad a la ficción, en lo que esta tiene de artificio, y por ahí se abre una brecha de escepticismo respecto a lo representado que bien puede hacernos algo dura de llevar la representación. Me refiero, como no puede ser de otra manera, a un sinfín  de tics interpretativos que forman un catálogo del peor y más manido repertorio de la actuación teatral: los  súbitos cambios de tono, la tonta carrerita sin sentido hacia el mutis, el silencio roto por una voz en penumbra que no traspasa el umbral auditivo de la tercera fila del patio de butacas, la necesidad constante de recurrir al utillaje para "justificar" una acción inexistente  en un decorado único, el comedor de la casa de campo familiar, o el uso excesivo de algún recurso escenográfico "estrella", en este caso una hamaca en la que, cuando dos intérpretes se sientan juntos, nos llega más la incomodidad que sufren en postura tan forzada que la supuesta intimidad que deberían compartir, porque los vemos sufrir en el escorzo y como con ganas de soltar un "¡échate para allá, hombre, que me atosigas!"... o el piano cuya música en directo tanto perturba la correcta audición de los parlamentos de los actores.Con mucho, sin embargo, lo menos atractivo de la representación fue el tono uniforme de la representación, átono, que ni de lejos captaba el realismo de tono menor de los conflictos de la obra de Chejov, cuya virulencia se presenta camuflada bajo un barniz de cotidianidad que tiende a sofocarla, hasta que estalla....discretamente: se trata de algo así como de grandes pasiones sotto voce. En esos momentos del desenlace es cuando la obra, hasta entonces demasiado gris se anima un poco y logra emerger con algo de vivacidad el terrible mensaje que se ha ido desgranando a través de la representación: la impostura del saber, la vida desperdiciada en aras del genio ajeno, los amores imposibles, el de la hija del intelectual bastardo por el joven médico ecologista avant la lettre, el del tío Vania por la segunda mujer de su cuñado, y la sumisión laboral en aras del intelectual que, como un "señorito", aunque consorte, vive a todo tren de los réditos de la finca que administran, gracias a su austeridad, su hija y su cuñado. Aunque el nivel de la representación permite "salvar los muebles" de la misma, e incluso hay alguna escena sobresaliente, como la de la atracción erótica entre el médico y la cuñada de Vania, que nos lleva camino del desenlace cuando éste advierte que jamás va a lograr que su cuñada se interese por él, hay una tibieza de la estimación que fatalmente impone  su dominio, al menos sobre este espectador, y del que ni siquiera el desenlace, con un anticlímax de resignación  que aún ensombrece más la mísera realidad de los personajes, logra rescatarlo. En todas las familias hay personajes como los de Tío Vania y relaciones de poder que lo envenenan todo, de ahí que semejante constatación no tenga poder suficiente, por si misma, como para renovar la cita con una obra cuya reescritura constante por parte de Chéjov quizás buscaba paliar una insatisfacción, acaso con el diseño de los personajes o en la propia situación de partida, que se advierte enseguida. 

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