sábado, 15 de abril de 2017

Viernes Santo en el tubo resonante...



El ataúd de las fotografías íntimas.


A las 7'30 de la mañana de un viernes santo, sin un alma por la calle, salvo la perdida mía, con el 59 que inicia su perezosa andadura a las 8'45, me llego a titubeante pie ayuno hasta el Hospital Clínico para someterme a la tortura de una resonancia magnética de la próstata, como manda la edad y, sobre todo, el 28 de PSA que tiene a mi urólogo entre desconcertado, alarmado y desconsolado, no sé si a partes iguales. Me citan por la entrada de Córcega, pero, como es festivo, está cerrada. He de entrar por Villarroel. Pido información de la ubicación del sótano al de seguridad y me remite al mostrador de información. De camino, un médico me dirige hacia “entre las escaleras 3, 5 y 7”, indicándome que baje por ahí al sótano, que no hay pérdida. Pero la hay. A través de pasillos vacíos, excepción hecha de mi alma perdida, llego a lo que parece la sala de espera principal. Paso la tarjeta por el código de barras del dispensador de citas y me sale el papelito por el que me citarán. Me siento a leer. Con Platón entre las manos, la aparición de una cucaracha -segunda alma en la sala- gigantesca que se dirige a mí con la velocidad de quien aún no ha desayunado, aunque no creo que haya sido paciente del tubo de resonancias- consigue que me desvíe del mundo ideal hacia el material para percartarme de que mi presencia no la intimida, antes al contrario, va lanzada, como si pretendiera remontar vuelo al llegar a mis zapatos y deslizarse por el interior de mi pantalón. Antes de que tal cosa suceda, me levanto de un salto grotesco y me sitúo a espaldas de la invasora en un espacio en el que se supone que no debería estar. En vez de pisarla, la debilidad compasiva del ayuna me mueve a espantarla, aunque casi he de llegar a tocarla para que la cucaracha rubia, pero poco seductora, agite rítmicamente los élitros coriáceos y acelere su paso hacia el zócalo por el que se desliza hacia el final de la amplia sala de espera. Después aparecen dos mujeres arregladísimas que se acomodan unos asientos más allá de donde estoy. Como me ven leyendo, y después de cruzar un saludo breve, hablan con voz de iglesia. No tardan en avisarme. Primer pasillo, la enfermera que me abre una vía en la vena. Vuelvo a la sala. No tardan en volver a avisarme. Segundo pasillo. Entro en la sala de la resonancia, pero aparece, ignoro por dónde, la enfermera con un chute de Buscapina Compositum que me va a fastidiar el día, porque ya sé que me provoca reacción alérgica, como el Nolotil o el Ibuprofeno, entre centenas de medicamentos más. Me desnudo, me pongo la bata y me hacen pasar al ataúd cilíndrico. Me atan a la altura de la cintura el dispositivo que me fotografiará laminarmente la próstata para saber si ha hecho nido o no algún tumor cancerígeno, que es el temor del urólogo y el mío propio, claro está. De paso, los brazos, que caen dentro del dispositivo, han de restar inmóviles. El joven técnico, amable y sonriente, a pesar del día y de la hora, me pone en la mano izquierda una pera que he de apretar con insitencia si “la cosa” va mal, me veo imposibilitado de “soportarlo” y quiero que me saque de “allí”, lo que él hará “inmediatamente” -¡qué consoladora una palabra acabada en mente, con lo que afean y degradan las narraciones, aun a pesar de que, a veces, sean inexcusables!-. “Media horita y listo”, me dice para animarme. “¿Todo bien? ¿Vamos allá?” El enérgico “Allá” no es una dirección, como todo el mundo sabe, sino el espacio adverso de un túnel en el que apenas se cabe y cuyo techo dista milímetros de la punta del apéndice nasal. La imagen recurrente es la del enterrado en vida que despierta del estado cataléptico y descubre, para su horror, que no solo está vivo en el féretro de la muerte, sino que, detrás de la tapa que no va a poder abrir, hay su buen quintal métrico de tierra, por lo menos. Mi suerte fue que, al centrar el aparato en la próstata, la cabeza estaba tan cerca del final de túnel que mirando hacia arriba distinguía no solo la luz sino algo del resto de la habitación. Con todo, hube de recurrir al poder de concentración más intenso de que soy capaz para relajarme, cerrar los ojos y apartar el pensamiento del tiempo, de mi incomodidad, de los conatos de comezón que me aparecían por todo el cuerpo, etc., y respirar acompasadamente. Eran las 8’30h de la mañana y no había dormido ni medio bien, una hora y media en vela, haciendo un crucigrama, pero el ruido de la máquina -contra cuya agresión me instalaron unos auriculares protectores- era tan intenso que no había manera de “caer dormido”, ¡con lo que lo hubiera yo agradecido!  El peor momento fue cuando, apartándome de mi intención inicial, me dio por calcular a qué altura de la media hora me encontraba. Desentendido como estaba, hice cálculos hacia atrás y trataba de recordar cuántos “turnos” de inyección de sonidos estridentes había sufrido para, tomándolos como base, deducir algo.  Abandoné el intento y procuré distraerme de la tentación fortísima que me temblaba en los dedos para alertar al encargado, haciéndole evidente que mi serenidad había tocado techo… y que “necesitaba” urgentemente ser sacado del cilindro tétrico en el que se me había consumido la serenidad y la esperanza de cumplir. En ese momento, sin embargo, oí su voz fresca y juvenil: “¿Cómo va eso?” “Va”, respondí, por si captaba la ironía del absurdo e imposible movimiento, pero no. “Tres minutos y ya estamos”, añadió. Y ahí sí que desaparecieron todas las inquietudes. ¿Cómo no iba yo a poder sumar tres minutos más al tormento vivido? Después vinieron los elogios por mi capacidad de resistencia, pero salí, como siempre que me *ataúdan, con flojera de piernas, la incipiente urticaria por la Buscapina que ya se abría camino, y un vacío de estómago que me llevó hasta el 59 sobre nubes de algodón, sin azúcar.

domingo, 2 de abril de 2017

Días de Radio...



La radio: donde la palabra reina en la república de las voces.


Es curiosa la supervivencia e incluso el auge, me atrevería a decir, de un medio de comunicación como la radio, diríase que, tras la invención de la televisión, poco menos que llamado a desaparecer. Sin embargo, no solo no es una reliquia del pasado, sino una pujante realidad del presente. Ignoro qué relación tienen los demás con la radio, pero la mía es que oigo más horas de radio al día que horas veo de televisión, sin que tampoco, dada mi afición a la lectura y  otras manifestaciones artísticas o sociales, puedan considerarse excesivas. Pero cuantas horas paso en la cocina, y ese sí que es mi reino, ha de contarse que son horas de radio. De un tiempo a esta parte, sin embargo, y eso es lo que quiero contar, tengo más que serios problemas para sintonizar la SER. Me explico. Al modo de aquella película, La Trampa, con Catherine Zeta-Jones y Seann Conery, en la que la actriz había de atravesar un espacio cuajadito de células fotoeléctricas que tendían una red que permitían atrapar a cualquier ladrón que intentara acceder a la codiciada pieza tras la que andan, en mi cocina pasa lo mismo. Tengo el transistor en la repisa de la campana, pero a la que me muevo hacia izquierda, para trabajar sobre la mesa de mármol, atravieso una de esas señales e inmediatamente la emisora se me cambia a una sudamericana cuya potencia eclipsa la de la SER apenas me muevo. Procedo, entonces a retirar el aparato y lo coloca, debajo de los armarios, sobre la tostadora, donde se defiende mejor de las agresiones de esas emisoras que no sé siquiera si son piratas o legales. A la que vuelvo hacia la fregadera, por donde quien cocina no puede dejar de pasar a cada rato, vuelve a saltar la emisora y, entonces, he de trasladarla  a la estantería que hay sobre la mesa, etc. ¡Un tormento! No se acaba ahí, porque, una vez perdida mi emisora de referencia, me las veo y deseo para entre Radio Taxi, radio Vaughan, y las radios latinas antedichas volver a sintonizar la SER, la que, cuando logro fijarla, casi me da un vuelco de alegría el oído. No soy radiodependiente, pero advierto, no sin cierto orgullo, que he acabado inculcando la afición a mis hijos, quienes, cada dos por tres, me "secuestran" el transistor para realizar diferentes menesteres, desde ducharse hasta afeitarse pasando por ordenar la habitación o cualquier otra labor para la que la radio es siempre una grata compañía. Supongo que en otra ocasión aludí a mi afición a cocinar en compañía de Radio Olé, y así es. Del mismo modo que no desayuno o como sin los informativos de la SER, tampoco cocina sin Radio Olé. Inexplicable, con todo, pero es lo que escucho, y quienes se zampan mis "creaciones" culinarias -el último invento La perla negra: un arroz de verduras con morcilla de Burgos...- no se quejan en absoluto. De cuando la crianza de los hijos -pasa ya de los 20 años- se me quedó, por cierto, la costumbre de oír las retransmisiones de los partidos de fútbol, de tal manera que, desde entonces, ya me ha sido imposible, salvo casos excepcionales, asistir a la retransmisión televisiva de un partido sin tener la enojosa sensación de estar "perdiendo y desaprovechando" el tiempo, algo que se extiende, salvo por la parte cinematográfica, al resto de la programación. La radio tiene la virtud indiscutible de ser un medio en el que la palabra lo es todo, porque con ella se construye y deforma la realidad. Se conoce mejor a las personas simplemente oyéndolas que viéndolas. Y la palabra hablada permite tener un conocimiento de la sociedad que les es imposible de conseguir a los medios escritos o a los audiovisuales. Esta afición la traslado al automóvil, sobre todo desde que se me estropeó el cargador de CDs y me negué a gastarme un dineral para reponerlo. Ahí, sin embargo, me ocurre lo mismo que en la cocina: la lucha de emisoras en el espacio abierto radioeléctrico deja chiquita La matanza de Texas, la verdad..., y la primera víctima, ¿no se adivina?, es siempre la SER. En los 600 km de un trayecto habitual Barcelona-Madrid, no son menos de 6 o 7 las emisoras que voy ganando y perdiendo, lo que me permite tener un conocimiento bastante preciso del estilo de radio que se gastan por esas comarcas de nuestra piel de toro, algo así como la divertida sección de la prensa comarcal en el programa de Javier del Pino, A vivir que son dos días. Ignoro si las generaciones jóvenes -al margen de las combativas emisoras de barrio- mantienen con la radio una relación tan afectiva como la mía, pero para quienes nacimos antes de la llegada de la televisión a España, qué duda cabe de que la relación con la radio tiene un vínculo difícil de perder y acaso de explicar, porque la imantación de la radio en la niñez de ayer quizás solo sea comparable a la de los videojuegos para los niños de hoy. No se trata de echar el oído atrás y rescatar, melancólicamente, aquellos espacios de humor con Pepe Iglesias, El Zorro, zorrito para mayores y pequeñitos..., -de donde me vendrá la querencia de la SER, me imagino...-o la gravedad con que mi padre oía "el parte" o nuestra asistenta, mientras planchaba y yo la acompaña, el serial de sobremesa; sino de reconocer cómo la vida de tantos y tantos ha estado marcada, a lo largo del tiempo, por ese culto a la palabra hablada que es complemento indispensable de la palabra escrita. Lo de la lucha en el espacio radioeléctrico que vivo en mi cocina es signo inevitable de estos tiempos tan competitivos que vivimos, en los que, sin embargo, las nuevas tendencias políticas quieren erradicar la lucha por la supervivencia que ha marcado a generaciones de seres humanos desde que o el azar o la necesidad nos hizo parecer en el planeta.