sábado, 16 de febrero de 2019

Música de cámara: el paraíso musical entre cuatro paredes... Mozart, Beethoven, Haydn, Chopin, Debussy...


El privilegio de un concierto de cámara: El prodigio de la simbiosis mitológica entre un pianista y su instrumento: un retrato parcial.

Algo debo de haber hecho bien a lo largo de mi asendereada existencia, tan poblada de infinidad de relaciones humanas como para que, al cabo de tantos años, haya tenido el privilegio de acceder a la amistad de un ser tan particular como Rafael Carreras, tan dotado para la expresión artística, en su doble condición de escritor y de músico, un doblete no tan común como pueda creerse,  Boris Vian es el único que me acude a esta memoria mía tan deteriorada. Siendo un virtuoso del piano -consideración hecha, que conste, desde mi estrcito amateurismo musical, desde mi desconocimiento riguroso de esa ciencia mirífica-, aún me llama más la atención la prodigiosa capacidad intelectora de quien usa con discreción, eficacia y contundencia lacónica su perspicacia hermenéutica y su pasión por las lenguas muertas y vivas. Para un profesor, acostumbrado a detectar en la adolescencia los valores evidentes de algunos de sus alumnos, ¿qué encuentro le cabe más maravilloso que el de tropezarse, treinta años después, con aquel adolescente convertido en la realidad granada de aquellas virtudes insinuadas? Exento de exhibicionismo, algo que me parece incomprensible en quien dedica tantos esfuerzos a un arte que diríase proyectado de suyo hacia el público, hacia el eco social que recompense una disciplina tan ardua, tan exigente, como para tener un solo destinatario, Rafael ha tenido a bien deleitarnos a mí y a unos cuantos amigos y familiares con unos conciertos que, siendo él, además, profesor de música, nos ilustra con las circunstancias precisas para redondear una actuación, la suya, que, y hablo por mí mismo, a mí me sitúa en la esfera más próxima al éxtasis artístico, solo comparable a esas inolvidable sesiones de ópera en las que orquesta y cantantes son una plenitud sonora que logra eclipsar la realidad toda y dejarte suspendido en las notas de melodías donde se mece o agita el corazón como en su placenta propia. La sala del concierto es una habitación no excesivamente grande, y en ella, el sonido del piano, que responde a una ejecución precisa, sutil, poderosa, eléctrica, rítmica, melódica, acariciadora, sentida... sobre la que, en todo momento, se advierte el control  técnico dictando las órdenes precisas para que la partitura se traduzca como debe serlo: con la fidelidad del gusto propio; ese sonido, digo, crea un espacio propio que se superpone, como una burbuja gigante que se expandiera hasta coincidir con los límites de la propia sala, y ahí, sin movernos del sitio, nos sumergimos los siete privilegiados que pudimos dejarnos inundar por ese caudal sonoro lleno de matices que nos llevaban desde la delicadeza de Debussy, hasta la complejidad de Beethoven, pasando por la visión lúdica de Mozart, la voz clara y melódica de Haydn, la arquitectura magistral de una suite de Bach o el vals número 3 de Chopin, la pieza favorita de Josep Anselm Clavé, quien, en su agonía, pidió a su hija Áurea que se la interpretase...No voy a negar que se me escaparon algunas lágrimas, porque Clavé, para mí, es como de la familia, y en la cómoda tengo una foto entrañable de él, con el blusón proletario, tocando una guitarra, con la que recorría los bares donde se embrutecían los obreros para convencerlos de que el camino del arte era, también, un camino de redención social e individual, y de ahí el nacimiento de sus famosos Cors d'en Clavé. La experiencia de asistir a un concierto tan fenomenal, en estricta intimidad, en un ambiente de fervor musical, es, insisto, una experiencia que todos deberían tener. Es algo así como un viaje a siglos anteriores, antes de que los sistemas de reproducción pusieran la música al alcance de todos, y entonces, sabiendo el oyente que goza de un privilegio, la vivencia de la música es totalmente diferente de la que tenemos por costumbre, esa mala costumbre que ¡tan a menudo! la reduce a banda sonora de lo que estemos haciendo... Me cuesta, ya digo, expresar esa suspensión particular en que me sume la audición de unas piezas que tengo, repito, el privilegio de ver surgir de un movimiento de manos que me hipnotiza, porque da la sensación de que los dedos en esos desplazamientos vertiginosos o morosos o acompasados sobre las escalas del piano apenas rocen las teclas para arrancar los sonidos de las notas que, a derecha e izquierda, se atraviesan, se enzarzan, se repiten, se contraponen, se mezclan, se separan, se superponen, ¡hasta diríase, en algunos momentos, que luchan entre ellas! El resultado es ese embeleso -etimológicamente: en belleza- del que quisieras no salir nunca... Hace ya una semana, y aun sigo, en ciertos momentos del día, sumergido en él. 

sábado, 2 de febrero de 2019

La inseguridad. La astucia.


El instinto de supervivencia: entre el prejuicio y la ingenuidad.

Nueve de la mañana. Domingo. La calle desierta, salvo algún transeúnte despistado que va de retirada en una zona "animada" del Ensanche barcelonés. Voy por los periódicos del domingo como cada semana. Paso por un establecimiento que abre tempranísimo, junto a un bar de los doce de la calle que recoge a los trasnochadores para un desayuno de urgencia o las últimas copas. De ida, advierto la presencia de un joven  magrebí subido a una bicicleta de las que se llevan de pie, tocado con gorra hacia atrás, manteniéndose en un ejercicio de equilibrismo sobre las dos ruedas,junto a otro, algo más mayor, con quien habla. Me llama la atención que hablan y miran a su alrededor. Una alerta inmediata se me dispara: buscan víctimas propiciatorias. Pero el único que pasa caminando por delante de ellos soy yo. Sigo mi camino y llego a la otra esquina de la manzana donde compro los diarios. A la vuelta entro en el establecimiento para comprar leche. Ignoro si los dos jóvenes me han visto sacar la cartera y pagar. Salgo de la tienda e inicio mi camino por la acera hasta la siguiente esquina. Advierto que el joven de la bicicleta pedalea detrás de mí y percibo que el otro, a nuestra misma altura, está en la otra acera. Decido cambiar de acera y "arrastro" tras de mí al de la bicicleta. En ese momento baja un coche que obliga a la bici a pedalear ligero para pasar al otro lado. En ese momento, siglos de astucia vistas en las películas de espías, me mueven a retroceder sobre mis pasos, porque, unos metros más abajo, está la entrada de un hotel, donde siempre hay alguien en recepción. Sigo mi camino y advierto que los dos "presuntos" atracadores se desvían hacia la esquina superior hablando entre ellos en árabe No sé árabe, pero me temo que se dirán algo así como: "¡Pero qué gilipollas eres, tío, ya se nos ha escapado! ¿Por qué no te has quedado con él en la otra acera?", lo que me induce a pensar que se trataba, ¡para suerte mía!, de dos aficionados de medio pelo. Eso sí, el susto no me lo quita ni Hermes, aunque, armado con el quilo del tetrabrick de leche y las buenas sesiones de pesas que me meto entre pecho y espalda, seguro que en mi defensa no hubiera sido, salvo armas blancas que brillaran por medio, el que más iba a recibir (como le dije a un Director que me quería impedir, en jornada de huelga, el derecho a trabajar. "Vendremos un piquete", me dijo. "Pues sabes lo que te deseo, D., que no seas de los primeros del grupo, porque a mí me lo impediréis, pero, hasta diez o así...de vosotros, las hostias que voy a repartir las vais a recordar todo vuestra vida. Al día siguiente fui a trabajar como cualquier otro día. Yo solo. Cumplí mi jornada laboral y me fui). En la esquina del hotel, un vecino exatleta y de 1'90, estaba cogiendo un taxi porque salía de viaje... Supongo que esto debo contabilizarlo en la brillante radiografía de la vida de la ciudad de nuestra alcaldesa secesionista SÍSÍColau: Barcelona no es una ciudad insegura, pero tiene un problema específico de seguridad,solo a la altura de mentes privilegiadas como la suya, que por algo ha llegado a alcaldesa, está claro... Aunque la Generalidad no le va a la zaga, porque se declara impotente ante el caso de los jóvenes marroquíes menores que llegan a BCN y sobre los que no ejerce la obligación de amparo y custodia que por su condición exigen, jóvenes sobre cuyos hábitos  y hábitats ya informan sobradamente los medios de comunicación como para que yo me asuste de haber sufrido lo que ¡afortunadamente! no ha quedado más que en un susto mayúsculo, pero susto al fin y al cabo, ¡a cincuenta metros de mi domicilio! En fin. Supongo que tener cierta edad induce a los delincuentes a fijarte como "presa fácil", pero cuando pasas por la calle y llegas a la conclusión inequívoca de que te has convertido en una, me río yo de quien me hable de prejuicios de ningún tipo. El instinto de supervivencia existe. Él me libró esta vez. Confío en que me siga sirviendo para esquivar situaciones tan comprometidas como la del pasado domingo.