sábado, 17 de octubre de 2020

"El retorno de Zaratustra. Una palabra a la juventud catalana". Anónimo.

Un texto clarividente, pugnaz y muy necesario en este primer tercio de siglo XXI  que tan peligrosamente se va pareciendo al del pasado siglo...


Tenéis que aprender a ser vosotros mismos, del mismo modo que yo aprendí a ser Zaratustra. Una cosa le fue dada al hombre, que lo convierte en Dios, que le recuerda que es Dios: comprender el destino. Os oigo lamentaros a grandes voces de los tremendos dolores y los tremendos destinos que cayeron sobre vuestro pueblo y vuestra patria. Perdonadme, muchachos, si también me muestro un poco desconfiado, un poco lento y falto de voluntad en creeros, respecto de tales dolores. ¿Solo sufrís por vuestra patria? ¿Dónde está esa patria, dónde está su cabeza, dónde su corazón, dónde queréis comenzar su cura y los cuidados que necesita? ¿Veis lo difícil que es entenderse con los demás, e incluso entenderse a sí mismo, cuando se emplean palabras tan altisonantes? Bien pudiera ser que se demostrara que, en efecto, una tercera parte o la mitad, o mucho más de la mitad de vuestros sufrimientos, son realmente vuestro propio dolor, y que obraríais prudentemente tomando baños fríos o bebiendo menos vino o sometiéndoos a un tratamiento, en lugar de palparle el cuerpo a vuestra patria y hacer de curanderos de ella. Podría darse ese caso, digo yo... ¿Y no convendría que así fuera? ¿No se abriría por ese camino un nuevo futuro? ¿No existiría la perspectiva de transformar el dolor en una buena obra, y el veneno en destino? ¿No os parece que, al fin y al cabo, una patria goza de mayor salud y se desarrolla mejor si cada enfermo no le atribuye sus propias dolencias y cada paciente no se empeña en andar curándola? Saber padecer bien representa ya más que la mitad del vivir. Saber padecer bien es vivir del todo. Nacer significa padecer, el crecimiento es padecer, la semilla padece tierra, la raíz padece lluvia, los brotes padecen explosión. Vosotros, en cambio, llamáis hacer al escapar de lo que duele, al no querer nacer, a la huida del sufrimiento. Aprender a sufrir es difícil. Encontraréis el ejemplo con más frecuencia y más hermoso entre las mujeres que entre los hombres. ¡Aprended de ellas! ¿Dónde están las acciones producidas con tanto afán? ¿Dónde está el gran hombre, el resplandeciente, el autor, el héroe? ¿Dónde está vuestro Presidente de la República? ¿Quién es el sucesor? ¿Quién ha de serlo? ¿Y dónde está vuestro arte? ¿Dónde tenéis las obras que justifican vuestra época? ¿Dónde están las grandes ideas felices? No, padecéis demasiado poco, demasiado mal, para poder producir cosas buenas y resplandecientes. Del niñó al hombre hay un solo paso, un solo corte. Aislarse, encontrar el yo, desprenderse de madre y padre, ese es el paso del niño al hombre, y nadie lo da del todo. Cada hombre, hasta el más santo ermitaño y huraño penitente de las más desnudas montañas lleva consigo un hilo, arrastra ese hilo que le mantiene atado a padre y madre y a toda su querida familia y a todo lo que fue suyo. Cuando vosotros, amigos, habláis con tanto ardor del pueblo y de la patria, veo colgar ese hilo de vosotros y no puedo dejar de sonreír. Cuando vuestros grandes hombres hablan de sus tareas y de su responsabilidad, el hilo les cuelga un buen trozo de la boca. Nunca hablan vuestros grandes hombres, vuestros caudillos y oradores, de obligaciones consigo mismos, nunca hablan de la responsabilidad que tienen frente a su propio destino. Todos penden del hilo que les une a la madre y a todo lo calentito y agradable que les recuerdan los poetas cuando, llenos de sentimiento, cantan la niñez y sus limpias alegrías. Nadie rompe del todo ese hilo, como no sea con la muerte, si es que consigue morir su propia muerte. Zaratustra siguió un buen trecho el camino de la soledad. Asistió a la escuela del sufrimiento, Conoció la escuela del destino y fue forjado en ella. De todos los que ahora en vuestro país tan violentamente quieren el bien e intentan provocar el futuro, son esos esclavos levantiscos quienes más me divierten. Eso que llaman nacionalismo ya lo conocemos. Es una vieja, viejísima fórmula, hoy ya extraña, de polvorientas cocinas de alquimistas. Pero eso sí, fijaos en lo que hacen. Porque son hombres capaces de la acción, ya que, aunque por un callejón de mala fama, han llegado bastante cerca de la madurez del destino. Hay una palabra, muchachos, que en vuestra boca me disgusta un poco si es que, mejor dicho, no me hace reír. Es la expresión reforma del mundo. Os gustaba entonar la canción en vuestras sociedades y rebaños, y el estribillo de esa canción era la estrofa de la esencia y la salud del pueblo catalán. Nosotros, amigos, tendríamos que aprender a abstenernos de juzgar si el mundo es bueno o malo, e igualmente tendríamos que renunciar a la extraña pretensión de reformarlo. El mundo no está para ser reformado. Tampoco vosotros lo estáis. Pero estáis, eso sí, para ser vosotros mismos; existís para que el mundo se enriquezca con este sonido, con este tono, con esta sombra. Si lográis ser vosotros mismos, el mundo será rico y hermoso. Si, en cambio, vosotros no sois vosotros mismos, sino unos mentirosos y unos cobardes, veréis el mundo pobre y os parecerá que necesita una reforma. No creáis que el mundo necesita más mejoras que la presencia en él de algunos hombres, de vez en cuando -no ganado, no manadas, sino unos cuantos hombres, de esos que no abundan, de los que nos hacen felices, de la misma forma que el vuelo de un pájaro o un árbol junto al mar nos proporcionan felicidad-, simplemente por su presencia, porque existen. Si queréis ser ambiciosos, muchachos, ansiad ese honor. Pero tened en cuenta que es peligroso, que el camino condice a través de la soledad, y que fácilmente puede costar la vida. ¿Nunca os habéis preguntado por qué el catalán goza de tan pocas simpatías, por qué es incluso odiado, sí, muy odiado y la gente lo evita? Vosotros, los catalanes jóvenes, siempre quisisteis alardear de las virtudes que precisamente no teníais, y de vuestros enemigos criticabais, sobre todo, los defectos que habían aprendido de vosotros. Siempre hablabais de virtudes catalanas. Pero fuisteis desleales, desleales con vosotros mismos, y esto es lo que os acarreó el odio del mundo entero. Vosotros decís: "¡No, fue nuestro dinero, fueron nuestros éxitos!" Y quizá era eso lo que pensaba el enemigo, según vuestra lógica de tendero. Pero los motivos suelen estar siempre a algo más de profundidad que nuestras opiniones, y a mucha más que ciertas opiniones superficiales y rápidas de los fabricantes. A base de las virtudes alemanas y con ayuda de vuestros presidentes y de la música de Lluís Llach, habéis creado un mundo que nadie más que vosotros tomaba en serio. Y detrás de todo el vistoso oropel de esas escenificaciones operísticas permitíais que proliferasen y avanzasen todos vuestros instintos oscuros, esclavistas y megalomaníacos. Hablabais continuamente de orden, virtud y organización, pero os referíais a amasar dinero. Estáis demasiado acostumbrados a daros mutuamente la razón. Para la falta de razón, para la descarga de impulsos poco amables, estaba el enemigo. Pero yo os digo: hay que hacer daño y saber sufrir daño, si uno quiere permanecer al lado de la vida y mantenerse en el nudo. Comprendamos de una vez que el mundo es frío y no tiene nada de incubadora hogareña, donde se vive una perenne niñez en un ambiente de protector calorcillo. Y, en contra de todo cuanto gritan vuestros oradores populares, yo os digo en voz bien alta: "¡No es necesario que os deis mucha prisa" Aquellos, los otros, os azuzan desde todos los rincones: "¡Corred, corred! Es cosa de minutos... ¡El mundo está en llamas! ¡La patria está en peligro!" Pero vosotros creedme a mí: la patria no sufrirá angustias porque os toméis tiempo, porque dejéis gestar y madurar vuestra voluntad, vuestro destino y vuestras acciones. El apresuramiento, igual que esa satisfacción de la obediencia, figuraban entre esas virtudes catalanas que no lo son. No permitáis que ningún orador ni maestro os llene los oídos con sus teorías, llámese como se llame. En cada uno de vosotros solo debe imperar una voz, la propia, la que os es preciso escuchar.

lunes, 12 de octubre de 2020

Pertinacia, el primer texto publicado de Emil Sinclair.

 


Pertinacia o el fundamento de Demián, de Emil Sinclair y posteriormente de Herman Hesse.


     Publicado en 1918 en Die Schweiz, en Zúrich, el texto que transcribo, porque incluso ha desaparecido la editorial que lo publicó, Bruguera, en 1978, es algo así como una declaración de principios del autor alemán Herman Hesse, quien lo publicó, sin embargo, bajo el pseudónimo con el que luego aparecería, un año después, su Demián, historia de la juventud de Emil Sinclair, de cuyo personaje y narrador lo tomaría. Se trata de una apología de la "pertinacia" como virtud fundamental de los seres humanos, si bien la acomodación al gregarismo la había convertido, en aquellos tiempos bélicos, en una rareza de carácter subversivo. Su defensa entusiasta de la idiosincrasia individual me parece que debe conocerse y estimarse en todo lo que vale, porque corren tiempos de sumisión a los lenguajes del poder, de los poderes, y de desaparición del pensamiento critico. ¡Ojalá su lectura le abra los ojos a cuantos repiten, infatigables, los acríticos discursos de las diferentes correcciones políticas!

                                    


                                    PERTINACIA

   Existe una virtud que admiro mucho; una sola. Se llama "pertinacia".

   De todas esas virtudes de que nos hablan los libros y los maestros, no hay ninguna que me imponga de veras. Sin embargo, todas las virtudes inventadas por el hombre pueden reunirse en una sola palabra. La palabra es obediencia. La cuestión es a quién se obedece. Porque también la pertinacia es obediencia. Todas las demás virtudes, tan estimadas y cantadas, son obediencia a unas leyes establecidas por los hombres. Solo la pertinacia no se preocupa de tales leyes. Quien es pertinaz obedece a otra ley, una ley única y absolutamente sagrada, la ley de la propia persona, el "sentido" de lo "propio".

   Es una pena que la pertinacia sea tan poco estimada. ¿Acaso merece algún respeto? No; al contrario. Pasa por ser un vicio o, al menos, una lamentable falta de consideración. Solo se la llama por su nombre sonoro y hermoso cuando molesta y provoca el odio. (Dicho sea de paso, las auténticas virtudes siempre molestan y provocan odio. Véanse, si no, los ejemplos de Sócrates, Jesús, Giordano Bruno y todos los demás pertinaces.) Y cuando existe cierto interés en aceptar la pertinacia como virtud o bonito adorno, la dureza del nombre de esa virtud es suavizada en lo posible. "Carácter" o "personalidad" son expresiones menos ásperas y no suenan casi...perversas, como ocurre con "pertinacia". Sí esas palabras suenan mejor, más presentables. También "originalidad" cabe, si es necesario. Claro que lo de la originalidad solo se presta con referencia a tipos estrafalarios tolerados, artistas y gente por el estilo. En el terreno del arte, donde la pertinacia no puede significar ningún daño perceptible para el capital y la sociedad, incluso se la deja brillar bastante como originalidad. En el artista, una cierta pertinacia es hasta deseable. Se le paga bien. Por lo demás, en la lengua actual se entiende bajo "carácter" o "personalidad" algo sumamente curioso, es decir, un carácter que sin duda existe y puede ser mostrado y decorado, pero que, a la menor ocasión de alguna importancia, se somete diligente a algunas ideas y opiniones propias, pero no se rige por ellas, y que solo deja entrever con finura, de vez en cuando, que piensa de otra manera, que tiene su propio concepto de las cosas. Bajo esta forma suave y vanidosa, el carácter pasa ya por una virtud entre los vivos. Pero si alguien tiene de veras sus propias ideas y vie realmente según ellas, pronto dejarán de aplicarle el elogioso calificativo de "carácter", y solo se le reconocerá la pertinacia. 

   Pero examinemos lo que, propiamente, quiere decir "pertinacia". Equivale esta palabra a seguir con obstinación una línea, a defender con firmeza y obstinación unas ideas propias, un sentido propio de las cosas. Y ahora veamos: prácticamente todo lo que hay en la tierra tiene un "sentido propio". Cada piedra, cada hierbecilla, cada flor, cada arbusto, cada animal crece, vive, actúa y siente según su "sentido propio", y a ello se debe que el mundo sea bueno, rico y bello. Que tengamos flores y frutas, encinas y abedules, caballos y gallinas, estañó y hierro, oro y carbón, se debe única y exclusivamente a que todo, hasta lo más diminuto del espacio, tiene su "sentido", alberga en sí su propia ley y la sigue firme e imperturbable.

    En el mundo solo hay dos seres pobres y malditos, a los que no les fue concedido seguir la llamada de esa voz eterna y ser, desarrollarse, vivir y morir tal como se lo ordena su innato propio sentido. Solo el hombre y el animal doméstico por el él adiestrado están condenados a no seguir la voz de la vida y del crecimiento, sino a obedecer unas determinadas leyes establecidas por los humanos y que, de vez en cuando, estos mismos humanos quebrantan y transforman. Y ahora viene lo más sorprendente: aquellos pocos que despreciaron las arbitrarias leyes para seguir lo que les mandaban su instinto y sus propias leyes naturales, casi siempre se vieron condenados y lapidados, aunque luego fueron venerados para siempre, precisamente ellos, como héroes y libertadores. Esta humanidad, que ensalza en los vivos, como máxima virtud, la  ciega obediencia a sus arbitrarias leyes, esta misma humanidad acoge precisamente en su panteón eterno a quienes supieron desafiar tales exigencias y prefirieron perder la vida antes que ser infieles a su "propio sentido".

     Lo "trágico", esa palabra místico-sagrada y maravillosamente elevada, que tan pletórica de estremecimientos procede de una mítica juventud de la humanidad y que cualquier periodista profana hoy a diario de modo tan increíble, lo "trágico" no significa otra cosa que el destino del héroe que sucumbe por seguir a su propia  estrella en contra de todas las leyes de rigor. Con ello, y solo con ello, se manifiesta a la humanidad, una y otra vez, la cognición del "propio sentido". Porque el héroe trágico, el pertinaz, demuestra continuamente a los millones de seres vulgares, a los cobardes, que la desobediencia a la legislación humana no constituye un brutal acto de arbitrariedad, sino fidelidad a una ley mucho más noble y elevada. Dicho en otras palabras: el instinto gregario humano exige de todos, principalmente, adaptación y sumisión, pero lo cierto es que no reserva sus máximos honores para los pacientes, cobardes y dóciles, sino, por el contrario, para los pertinaces, los héroes, los que siguen su propio camino.

     Del mismo modo que los periodistas maltratan el idioma al llamar "trágico" cada accidente laboral en una fábrica (lo que para ellos, los majaderos, equivale a "lamentable"), la moda no es menos injusta cuando habla de la "heroica muerte" de todos los pobres soldados caídos en la guerra. Es esta también la expresión favorita de los sentimentales y, sobre todo, de quienes han permanecido en casa. Indudablemente, los soldados muertos en el frente son dignos de nuestra máxima compasión. Muchos de ellos lo dieron todo de sí y sufrieron lo indecible, dando por fin su vida. Mas no por eso son "héroes", así como tampoco se convierte en héroe el simple soldado que hace unos instantes era tratado como un perro por el oficial y, de pronto, cae fulminado por una bala. La sola idea de masas enteras, de millones de "héroes" es, en sí, absurda.

     El "héroe" no es el ciudadano obediente y formal, que cumple con su deber. Heroico solo puede serlo el hombre que ha hecho de su "propio sentido", de sus nobles impulsos naturales, el destino de su vida. "Destino y espíritu son nombres de un solo concepto", dijo Novalis, uno de los más profundos y desconocidos cerebros alemanes. Pero solo el héroe halla el valor necesario para enfrentarse con sus destino.

     Si la mayoría de los hombres poseyese ese valor y esa pertinacia, el mundo sería otro. Nuestros profesores pagados (los mismos que saben ensalzarnos tanto a los héroes y los pertinaces de otras épocas) afirman que, en tal caso, imperaría el caos. No tienen pruebas, ni tampoco las necesitan. Pero la realidad es que, entre personas que espontáneamente obedecieran a su ley y a su sentido interior, la vida resultaría más rica y digna. Claro que, en ese mundo, quedarían impunes alguna injuria y alguna que otra bofetada impulsiva que hoy mantiene ocupados a los respetables jueces estatales. De vez en cuando también se produciría un homicidio, pero... ¿acaso no sucede igualmente en la actualidad, pese a leyes y castigos? En cambio, serían desconocidas e imposibles otras cosas horribles y tremendamente tristes que vemos florecer a diario en nuestro tan ordenado mundo, Por ejemplo, las guerras internacionales.

    Ahora oigo decir a las autoridades: "Tú predicas la revolución."

    Otro error, solo posible entre hombres gregarios. Yo predico la pertinacia en el sentido del propio juicio, no de la subversión. ¿Cómo iba yo a desear la revolución? La revolución no es otra cosa que guerra; es como esta, una "continuación de la política con otros medios". Pero el hombre que una vez ha tenido valor consigo mismo y ha percibido la voz de su propio destino, ya no se interesa en absoluto por la política, sea esta monárquica o democrática, revolucionaria o conservadora. Otras cosas son las que le preocupan. Su "sentido propio" es como aquel, profundo, magnífico y querido por Dios, que existe en cada brizna de hierba, aquel sentido propio que solo se concentra en el propio desarrollo. "Egoísmo", si se quiere. Mas este egoísmo es completamente distinto al del acaparador de dinero o del codicioso de poder.

   El hombre poseedor de ese "sentido propio" a que yo me refiero no busca dinero ni poder. No es que desprecie estas cosas por ser yo un dechado de virtudes ni un altruista resignado. ¡Nada de eso! Pero el dinero y el poder y todo lo que lleva a los hombres a atormentarse y matarse unos a otros, tiene poco valor para quien se ha encontrado a sí mismo. Porque este hombre solo valora de verdad una cosa, que es la misteriosa fuerza que reside en su interior, esa que le permite vivir y le ayuda a desarrollarse. Y semejante fuerza no se consigue ni se acrecienta ni se hace más profunda con dinero y poder, pues el dinero y el poder son inventos de la desconfianza. Quien desconfíe en su más íntimo interior de la fuerza vital, quien carezca de ella, tiene que compensar esa falta con sucedáneos como el dinero. Quien, en cambio, tenga confianza en sí mismo y no anhele otra cosa que vivir de manera libre y limpia su propio destino, dejándolo vibrar, verá en esos medios auxiliares, mil veces sobrevalorados y sobrepagados, solamente unos instrumentos secundarios cuya posesión y cuyo empleo son agradables, pero nunca decisivos.

    ¡Cuánto llego a amar esa virtud de la pertinacia, entendida como sentido propio! Si uno la ha descubierto y está convencido de poseer algo de ella, las demás virtudes, tan recomendadas y cacareadas, quedan reducidas a algo curiosamente dudoso.

    El patriotismo es una de ellas. No es que tenga nada contra él, que en lugar del individuo coloca un gran complejo. Pero en realidad no se le considera una virtud hasta que empiezan los tiros..., ese medo tan ingenuo y ridículamente insuficiente de "proseguir la política". Porque, en general, el soldado que mata enemigos pasa por ser mejor patriota que el campesino que labra su tierra lo mejor posible. Porque este último obtiene un beneficio con ello. Cosa rara, según nuestra complicada moral resulta siempre más discutible aquella virtud que beneficia y es útil a su poseedor.

    ¿Y por qué es eso? Porque estamos acostumbrados a buscar las ventajas a costa de otros. Porque, llenos de desconfianza como estamos, siempre creemos tener que codiciar lo que posee el prójimo.

    El jefe de una tribu salvaje está convencido de que la fuerza vital e los enemigos muertos por él pasa a su propia persona ¿Acaso no es esta misma creencia del pobre negro la base de toda guerra, de toda competencia, de toda desconfianza entre los hombres? ¿No seríamos más felices si reconociésemos al esforzado campesino el mismo mérito, al menos, que al soldado? ¿Si pudiésemos abandonar la superstición de que todo cuanto un hombre o un pueblo gana en vida y alegría de vivir tiene que ser, forzosamente, arrancado a otro?

    Ahora me parece oír al profesor:

    -Todo eso suena muy bien, pero le ruego que considere el problema de manera totalmente objetiva, desde el punto de vista económico-nacional. La producción mundial es...

    A lo que yo respondo:

    -No, gracias. El punto de vista económico-nacional no es en absoluto objetivo. Es solo comparable a unas gafas por las que se puede mirar todo con muy diversos resultados. Antes de la guerra, por ejemplo, se podía demostrar de modo económico-nacional que una guerra mundial era imposible o que, en todo caso, no podría durar. Hoy día, desde ese mismo punto de vista económico-nacional, puede demostrarse lo contrario. No, ha llegado la hora de abandonar las fantasías y pensar realidades.

    Nada hay en esos "puntos de vista", llámense como quieran y aunque sean defendidos por los más reputados profesores. Todos juntos son un engaño. Porque nosotros no somos máquinas calculadoras ni mecanismos de ninguna clase. Somos seres humanos. Y para el ser humano solo hay un punto de vista natural, una medida natural, que es la del hombre pertinaz. Para él no hay destinos del capitalismo ni del socialismo, para él no hay Inglaterra ni América; para él palpita únicamente es quieta e irrebatible ley que existe en su propio pecho, y que tan infinitamente difícil resulta de seguir para el hombre de costumbres cómodas, mientras que para el pertinaz, para que el que vive según su propio sentido, representa destino y divinidad.