sábado, 25 de julio de 2020

«Hierro» y El Hierro: El turismo y las series...


Atávicas pasiones en un escenario volcánico único...

          De no haber mediado el coronavirus con su acción deletérea, un día de estos hubiéramos volado a la isla de El Hierro para conocerla y pasar uno días en un escenario natural como hay pocos, después de haber disfrutado hasta la extenuación estética de su hermana mayor: Lanzarote.  Ese temblor ante la belleza natural, que solemos sentir los que tendemos al Romanticismo, por más desnaturalizados que estemos por el Barroco y las Vanguardias, se nos había agarrado al alma de la contemplación con un pellizco tan fuerte que nuestra desolación ha sido inmensa al tener que renunciar a dicho viaje. 
         Hete aquí, sin embargo, que dadas las tres voces desconsoladas de rigor, nos enteramos de que hay una serie española que transcurre íntegra en la isla de Hierro y que tiene por título el propio y escueto nombre de la isla: Hierro. Nos ha faltado tiempo para verla con ojos de recién llegados a la isla que son, y está muy bien buscado el recurso narrativo, los de la jueza protagonista a quien han premiado con destino tan apetitoso para urbanitas de rancio abolengo... 
          Pronto, sin embargo, logramos desasirnos de esa mirada para buscar la libertad del viajero por libre, porque, al margen del seguimiento de la trama, este espectador al menos no perdía ojo de todos y cada uno de los planos que nos mostraban las bellezas espectaculares de una isla que se me ha metido pero que muy adentro, porque ese desnivel, en tan poco espacio, de kilómetro y medio de altura, que tanto me recordó el descenso del Teide por el valle de La Orotava, sugiere unas excursiones para rozar el éxtasis contemplativo. Que la mitad de la isla tenga el paisaje volcánico básico de Lanzarote es, de por sí, otro incentivo más que añadir a la poderosa impresión ascética que provoca un marco natural que es, sin lugar a dudas, la mejor puesta en escena que podría tener cualquier película, o serie, como en este caso. En una película, la repetición de los mismos planos del paisaje -salvo intenciones expresas de quien la dirija- me hubiera parecido una pobreza expresiva; en esta serie, uno de sus indiscutibles aciertos. Los espectadores logramos familiarizarnos con unos paisajes y unas perspectivas que, aun vistos y revistas a lo largo de los capítulos, jamás logran dejarnos indiferentes a su belleza. Da igual que, en plano aéreo, recorramos la costa o que nos internemos en los bosques de laurisilva, o que surquemos en coche las carreteras oscuras del valle por caminos que apenas erosionan la pureza del paisaje en el que han sido abiertos. ¡No digamos ya, cuando las cámaras se sumergen en ese paraíso de buceadores que es la isla! Cualquier rincón de Hierro es un  estado del alma.
         La trama de la serie gira en torno al asesinato de un joven cuyo cadáver es descubierto el mismísimo día de su casamiento. El padre de la novia, para quien trabajaba el chico en una plantación de plátanos, que es tapadera a su vez, de la dedicación de ambos al contrabando de droga, es detenido inmediatamente como sospechoso. Tales hechos suceden justo en los días previos a la celebración de La Bajada, una romería religiosa que acompaña el descenso de la Virgen cada cuatro años, el primer sábado de julio, la festividad por excelencia de la isla. Baja des la ermita de la Dehesa de Sabinosa hasta la capital de la isla, Valverde, desde donde recorrerá, después, los pueblos de la isla, antes de volverla a subir a su ermita. O sea, que propiamente hemos visto la serie "cuando tocaba", en el mes de julio. 
         "En El Hierro todo el mundo se conoce, su Señoría" es el trasfondo social de la investigación judicial del crimen, una realidad que, en vez de favorecerla, la entorpece. Que el padre de la novia haya cumplido condena por homicidio en la península, diez años antes, acaba de "simplificar", en apariencia, las cosas. Con el sobreentendido del falso culpable, un tema clásico en el cine, arrancan unas pesquisas que no tardarán en irse complicando de un modo, sin embargo, muy natural. Los personajes principales corren a cargo de Candela Peña y de Darío Grandinetti, y ambos, sobre todo él, dan la talla sobradamente. Ahora bien, sin la excepcional corte de actores que les rodean, la serie no hubiera sido lo mismo de ninguna de las maneras. Sin Juan Carlos Bellido, el sargento Morata; sin la elegantísima Yaiza Guimaré, la esposa de Grandinetti; sin Kimberley Tell, la hija de ambos; sin Luifer Rodríguez, el abogado de ambos esposos; sin Saulo Trujillo..., en fin, toda la nómina que le da a la serie una verosimilitud extrema, porque, propiamente, salvo casos contados, el plantel de actores sale de las islas Canarias, con lo que ello supone en términos de realismo. El hecho de que la protagonista tenga el mismo nombre que la actriz se debe, creo yo, a esa "naturalidad" de la reserva con que se acoge a la nueva "autoridad" de la isla, donde ejercerla, y más en los días de La Bajada, no es fácil. No he de olvidar, aunque tenga un papel relativamente corto, la aparición de Antonia San Juan como Samir, una jefa del bisnes de la droga en Tenerife: ¡Poderoso e impresionante personaje el que construye con sus excelentes recursos interpretativos!
         En términos generales, y dejando de lado mi interés geográfico y paisajístico -bebía cada plano de esa maravilla volcánica con un ansia infinita de poder pasear por esos espacios tan sugerentes lo antes posible- la trama tiene los suficientes atractivos como para "consumirla" en cuatro noches, a dos capítulos por noche, por exigencia del ritmo circadiano; porque lo verdaderamente suyo es metérsela entre ceja y ceja en dos sentadas, a razón de cuatro capítulos por sesión. No sé si se debe al pautado progreso de la trama o a que no tenía ganas de que se acabara tan pronto, pero el único fallo muy relativo que le encuentro a la serie es lo precipitado del final. Deberían haberlo alargado algo más, de modo que saboreáramos mejor el modo como los criminales siempre acaban cometiendo errores que los delatan; pero, ya digo, es un reproche menor, tras tantas horas de satisfacción narrativa y descriptiva. 
    En cierta manera me ha recordado, y no solo por la presencia dominante de la Guardia Civil, la excelente serie gallega El sabor de las margaritas, cuya segunda temporada no sé si la habrá detenido o no el coronavirus. Con todo, la serie gallega iba a ambientar en territorio urbano su segunda entrega, pues la primera transcurrió en el campo. Me dicen que Hierro puede tener una segunda temporada, pero no sé si el espacio, tan maravillosamente ofrecido en la serie actual, puede servírsele al espectador de manera tal que vuelva a  sentarlo en la butaca del salón e imantarlo a la pantalla con la habilidad con que la primera temporada de la serie lo ha conseguido. Veremos.

jueves, 9 de julio de 2020

Visita a la madre.


La biología y el carácter o el Genio y figura...

          Acabado el arresto domiciliario decretado por el Gobierno, con la aquiescencia de suficientes grupos parlamentarios para llevarlo coercitivamente a la práctica, he viajado los 615 quilómetros, de puerta a puerta, que me separan habitualmente de mi anciana madre, a quien, durante la pandemia, ha cuidado con mimo severo y un punto sobrepasado mi hermano doctor, muy sensible, también, a cualquier enfermedad infecciosa por haber superado una leucemia. Entre delicados andaba el juego, pues.
         Noventa y tres años, con una osteoporosis galopante que te inclina hacia la reverencia, por altiva que seas, amén de la delicadeza coronaria y otras lindezas varias, no son poca cosa; y si se llevan, además, sin perder la confianza en la coquetería que te permite ofrecer la mejor imagen de ti misma con una buena sesión de peluquería y las mejores galas del fondo de armario, son un reto a la despiadada obra biológica del tiempo.
         Madre no hay más que una suele ser una afirmación que pone de manifiesto el vínculo casi sagrado que une, biológicamente, a cualquier hijo con su madre, recordándole no solo de dónde viene, sino, también, las prerrogativas que las madres están dispuestas a ejercer, en forma de cuidado de la prole, hasta el día de su muerte, ¡y por más que sus proletarios pasen de la sesentena...!
         Como mis visitas se producen con un intervalo de entre tres y seis meses, no ha habido ningún plus de emotividad sobreañadida, porque cuando la madre de uno tiende a la sobreactuación, resulta difícil no sentirse abrumado. Mi política de proximidad es por lo tanto, la naturalidad absoluta, la relativización de cualesquiera males y hacer bandera del humor, por más que la interlocutora carezca radicalmente de él, pero eso son ya carencias comunes en muchas gentes con las que nos relacionamos habitualmente.
        Son extrañas las relaciones con la propia madre cuando, siendo esta de tanta edad, los hijos casi parece que les hayan recortado la distancia y hasta las venzan en achaques o deterioro físico. Dos figuras seniles que se sientan una frente a otra, ambas con tantos recuerdos desfigurados que se entabla una dura pugna por quién lleva razón  sobre si tal cosa fue así o asao, y, sin caer en la graciosa rivalidad de Lemmon y Mathau, hay algo de prurito de justo recordar que se dirime en esas sesiones de charlas que solo suelen tener el pasado lejano familiar como tema casi exclusivo de conversación, amén de los achaques presentes, los cuales admiten una y mil variaciones sobre el grado exacto del dolor que provocan o la geolocalización precisa de los mismos. Nunca como en la vejez el cuerpo se convierte en una atlas geográfico, olvidando el atlas político de los deseos.
         Los padres son, para los hijos, figuras inmutables que atraviesan los años desde una vejez que el hijo les adjudica prácticamente desde que ellos tienen siete años, y aunque los padres no pasen de los cuarenta. Ello provoca que su personalidad y su carácter también tengan algo de monolítico; de ahí el "Genio y figura..." del título, porque los hijos "comprobamos" las constantes caracteriológicas de los padres estén estos en la etapa de su vida que estén y a pesar de que incluso hayan rehecho su vida después de un divorcio, por ejemplo. Los padres no cambiamos, por definición, en el libro blanco de las generaciones en el que a todos se nos pone de vuelta y media. Y lo mismo sostenemos los padres como hijos de los nuestros.
         No voy a revelar aquí intimidades descontextualizadas que sé que a mi madre no le gustaría ver escritas, salvo que me atreviera con una narración biográfica de la que renegaría mil veces, tras haberla leído, porque ¿hay algo más distante que la visión que tenemos los hijos de nuestros padres de la que tienen ellos de sí mismos? Simenon sí lo hizo, y escribió un libro maravilloso. Kafka, también, y escribió un libro muy amargo.
          Lo que pretendo es dejar constancia de la obra de resistencia que es cualquier cuerpo humano frente a la muerte: una prodigiosa máquina capaz de superar cualesquiera adversidades frente a las que no se doblega. Tras la muerte de su primogénito, es cierto que mi madre, cuando se siente depre, repite esa letanía de todas las madres a las que la incuria fumadora de algunos hijos las han privado de ellos: que qué hacen ellas aquí, que bien podría haber sido al revés, que aquí ya no pintan nada, et sic de caetaris. En más de una ocasión, ante la insinceridad obvia de tales manifestaciones, cualquier hijo habrá tenido la tentación de decirle: "pues deja de tomar las dieciséis pastillas que te tomas cada día y asunto resuelto"..., pero es tal la crueldad de semejante desenmascaramiento que nadie nunca se atrevería a tan execrable acto. Lo cierto es que el ritual de la ingesta de las pastillas diarias, catorce, creo, en el caso de mi madre, es un hecho significativo del modo como nos aferramos a la existencia con las clásicas uñas y dientes, con un sí sé qué de exhibición de salvajismo y sed de vivir. Y está bien que así sea. 
         A pesar de haber convivido con seis hombres, su marido y cinco hijos, mi madre ha sido un excelente y ordenancista "sargento de caballería" con mando en plaza, en propia y en ajena. Una feminista a fuerza de reivindicarse frente a su circunstancia, y a fe que no he conocido a otra en mi vida tan aguerrida como ella, tan luchadora y tan tenaz y aun contumaz. Aunque hija de tiempos conflictivos y nada propicios para la emancipación de la mujer, echando la vista atrás es admirable la capacidad de lucha de mi madre para no dejarse avasallar ni por su marido ni por sus hijos ni por nadie. Aún nos reímos juntos de la "batalla de los pantalones" que sostuvo con su marido cuando yo no tenía más de nueve años y seguí, como un serial televisivo, unas disputas que ellos debieron de creer que eran privadas, pero que tenían en mí un subyugado espectador a prudente distancia. Y así con casi todo. Porque nada tan evidente como que la mujer ha tenido que ir ganando sus espacios de libertad con luchas como esas, minúsculas, cotidianas, pero trascendentales. Uno ignora de dónde le vienen determinados rasgos de carácter, como este de la rebeldía, y me divierte que haya de de reconocer que me viene de quien, por otro lado, siempre ha militado en el tradicionalismo religioso conservador, antítesis de mi propia manera de pensar. Paradojas familiares.
        Sacar a pasear a mi madre es todo un ritual para quien apenas puede dar veinte pasos sin ahogarse y tener que parar para descansar, antes de llegar a los disputados bancos donde exponerse al sol que, para ella, es la vida. Son muchas personas mayores las que viven en los alrededores y los bancos son presa codiciada, sobre todo en invierno. Una vez, hace un par de años, fue atracada estando en uno de ellos para robarle un collar que, por el tirón salvaje del delincuente, casi nos la degüella... Pero eso son lacras sociales contra las que se declaran incompetentes los munícipes y los ministros, como es evidente para cualquier observador imparcial de nuestra vida política. El ritual del baño regenerador de sol, la mejor vitamina D, es uno de los grandes momentos del día, sin duda, y, a pesar de ser yo solfóbico, no sólfilo como ella, me sumo gustosamente.
          Cuando voy a ver a mi madre no hago otra cosa que acompañarla durante todo el día. Madrid, así pues, es casi una ciudad-enigma para mí. Encerrado en su modesto apartamento de dos piezas, apenas tengo tiempo para leer o continuar otros trabajos que siempre echo en la mochila por si acaso... , un caso que solo se da durante la desconexión de la siesta, tiempo para las noticias, el crucigrama y algo de la lectura nuestra de cada día. Como suele suceder con personas tan mayores que incluso se cansan de hablar, no por ello dejan de requerir una atención que has de satisfacer constantemente: ¡como para quedarse callado unos breves instantes! La seria dificultad de visión le ha supuesto a mi madre una de sus grandes penalidades: ¡no poder leer! Devota como es de la religión de la Meditación Trascendental, uno de sus grandes placeres era leer los libros hagiográficos y místicos de su secta religiosa. Hasta hace poco le leía una señora a quien habíamos contratado para ello, pero como trabajaba en una residencia de ancianos en la que había habido contagios, hubimos de cancelar el contrato por causa de fuerza mayor. Yo siempre la animo a esfuerzos que, quizá solo desde su edad, se vuelven un Himalaya, como dictar lo que le venga en gana: memorias, reflexiones, diatribas... Está claro que a los noventa y tres el élan vital no tiene la elasticidad que a edades anteriores, y que se va quedando rígido, como un presagio del rigor mortis; luego está esa suerte de pereza del ¡qué más da!, esa sabia indiferencia estoica que es un desasimiento natural de todosin que nos cueste nada... La vitalidad corre por debajo de cualquier pesimismo y se manifiesta de las maneras más insospechadas, como la coquetería o el genio desabrido capaz aún de plantar batalla por el prurito del amor propio...
        ¡Ojalá algo de esos genes ultrarresistentes se hayan instalado en mi indomeñable espíritu de fondista fondón...!