jueves, 29 de julio de 2021

Viaje al corazón del agua desatada: Parque natural del Monasterio de Piedra.

 

¡Un locus amoenus! de inexcusable visita deleitosa.    

Estaba convencido de que mi Conjunta y yo éramos los únicos españoles que quedábamos por visitar el Monasterio de Piedra y su espectacular Parque Natural, todo ello un lugar de interés monumental de primer orden. A cualesquiera amigos a quienes he preguntado si habían ido me responden lo mismo: allá por el pleistoceno de sus vidas…, porque cuando algo me entusiasma tantísimo, corro raudo a llevar una buena nueva que, para la mayoría es un pasado lejano y, por lo que me ha llegado, algo envuelto en brumas, de tal manera que este recordatorio bien puede servirles a ellos para renovar la visión original que tuvieron con la actual que deberían hacer, porque el espectáculo merece visitas recurrentes, dado el microclima y la belleza perenne del espacio. Teniendo la familia repartida entre Madrid y Barcelona, siempre he echado de menos no parar, de camino, para satisfacer algunos deseos paisajísticos o monumentales. Ello me llevó a proponerle a mi Conjunta, para cuando podamos, un viaje de Madrid a Barcelona parando en cuantos pueblos jalonan la ruta, aunque tardemos diez o quince días en llegar de uno a otro destino.

En este último viaje se ha cumplido uno de esos deseos largamente acariciados, porque «Monasterio de Piedra» siempre ha resonado en mi memoria como una deber sistemáticamente esquivado. ¡Por fin me he quitado la espina! Y confieso, de grado, que hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto de un espacio natural como lo he hecho con este Parque del Monasterio que me ha cautivado totalmente. El agua, los ríos, las cascadas, la vegetación que la rodea, el sonido bravío de las corrientes o de las cataratas, el silencio de los visitantes que atienden más a las fotografías que a dejarse empapar de la compañía de un agua generosa, fresca, cantarina, calma y desatada, pródiga y siempre benefactora, a cuyo lado los cuerpos vibran con la energía y el dinamismo propio del agua que busca su cauce hacia otros ríos o hacia el lejano mar que intuye en su esencia, del mismo modo que en su pureza trasparente se acuerda de su origen nuboso.

El Parque Natural, cuidadísimo, sin que se note, por la rústica urbanización de los senderos, una intervención agresiva de la mano todopoderosa de los diseñadores de jardines, tiene un microclima que convierte el paseo de sobremesa —tras el hambre aliviada en tan buen restaurante como el del hotel que ocupa buena parte del antiguo monasterio desamortizado— en una exquisitez espiritual, más que en un recreo corporal. Caminar por sus senderos, sujetos a continuas bifurcaciones que invitan a desandar las señales establecidas, y a gratamente perderse por las umbrías invitaciones, es dejarse llevar por una sucesión de cascadas y torrenteras que lamiendo las piedras con esa delectación que por ellas sienten las aguas corrientes sorprenden al caminante y lo invitan a leer en el espléndido libro abierto de la Naturaleza mayúscula, la que provoca el pasmo, como la contemplación, desde el interior de la cueva, de la Cola de Caballo que cae durante cincuenta metros con un caudal que, si bien ínfimo en comparación con el de Iguazú, Niágara u otras maravillas del mundo, le basta a un urbanita como yo para abrir la gruta del bostezo de su admiración  rendida, porque la imaginación hace el resto...

Los gestores del Parque han tenido también la delicadeza de colocar junto a cada atracción bautizada («Lago del Espejo»; «El baño de Diana»; «La peña del Diablo»; «Cascada de la Cola de Caballo», etc.) una fotografía antigua de cada una de ellas, de modo que el visitante puede viajar en el tiempo casi al estado del mismo en que lo «descubrió» Juan Federico Muntadas Jornet, quien heredó el Monasterio y lo convirtió en albergue, del mismo modo que «ajardinó» con espíritu romántico el entorno del río Piedra, legando para generaciones venideras un ejemplar único de turismo ecológico que hemos de agradecerle profundamente. Atento al tradicional espíritu emprendedor catalán, Muntadas fue el primero en establecer una piscifactoría, adelantándose mucho a su tiempo. El hombre fue, además de poeta, autor dramático y novelista. Lo que está claro es que su capacidad visionaria para convertir el entorno del río Piedra en una atracción para los visitantes le ha granjeado nuestra estimación eterna, porque una visita a «su» parque es una de las mejores visitas turísticas que cualquiera se puede plantear, sobre todo cuando arrecia el calor. Imagino que instalarse en el hotel y pasear libremente por el Parque, invitaría a dejarse acompañar por la lectura como alto reparador en esos paseos, pero cuando se visita por primera vez, desviar la vista del espectáculo de la Naturaleza mayúscula a las minúsculas de cualquier texto, por laureado que sea, es poco menos que un insulto a la belleza. No descarto una visita en que pueda conciliar ambas visiones, desde luego; pero tiene primacía, de momento, esa otra visita, siempre postergada, a la hospedería del Monasterio de Veruela, siguiendo los pasos de Gustavo Adolfo.

Es obvio que cualquier rincón de ese espacio privilegiado invita a llevárselo fotografiado, para guardar memoria viva de todos ellos; pero nada comparable a la impresión indeleble que dejan en la memoria y en el corazón la morosa contemplación de las infinitas formas caprichosas que dibuja la naturaleza, con efectos tan destacados como el de esas rocas cubiertas de musgo acamado por el viento creado por la impetuosa caída del agua… Caprichosos son los caminos del agua, y ánima de escultor hay en su impetuosidad dichosa, por eso no hay dos cascadas iguales ni el agua discurre de la misma manera por cada uno de los manantiales que forma el río. Las rocas por las que se despeña el agua imprimen geometrías muy distintas a esas caídas, y de ahí la sensación de novedad permanente en cada nuevo rincón que descubrimos.

La visita del claustro del Monasterio y de la iglesia aneja en ruinas tiene, por supuesto, su propio interés cultural, aunque no pueda competir con la belleza de la Naturaleza casi propiamente en estado salvaje. Con todo, parece un destino escrito el de que fundaran el monasterio monjes de Poblet y de que, una vez desamortizado por Mendizábal, fuera a parar a manos de la familia Muntadas, catalana, a cuyo hijo, Juan Federico, debemos la «creación» de un espacio natural que exige una inaplazable visita —aunque nosotros nos hayamos demorado nuestros buenos treinta años o más en hacerla— y aun revisitas frecuentes.

Lo mejor de la visita al Monasterio de Piedra es el asombroso placer que depara algo tan simple como el contacto con la naturaleza sorprendente de un río, el Piedra, capaz de haber autoesculpido el poema apasionado de sí mismo.









miércoles, 7 de julio de 2021

Un capítulo magistral de «Vida privada», de Josep Maria de Sagarra.

La iniciación sexual prostibularia de un cachorro aristocrático barcelonés de los años treinta… 

Me complace, en esta suerte de crestomatía de lo mejorcito que voy leyendo, ofrecer a los lectores curiosos un texto exquisito de  lo que fue una obra maldita, Vida privada,  de Josep Maria de Sagarra,  Premio Crexell en 1932, y que la censura franquista y las clases benestants barcelonesas impidieron que se reeditase hasta 1966, una anomalía cultural de primera magnitud.  Quizás sea este, a mi parecer, el mejor capítulo —aunque la obra está divida en dos partes, no en capítulos— de una novela densa y escrita con un estilo que parangona en justicia el de Josep Pla. Si toda la novela es una denuncia clara de la hipocresía de la aristocracia catalana venida a menos y de la ida al más de los servilismos históricos, este capítulo —cuya estructura redonda permite aislarlo, porque inicia la presentación de un personaje nuevo en el desarrollo de la trama—  que aborda la primacía del deseo sexual sobre cualesquiera otras inclinaciones humanas, es tan actual que bien pudiera decirse que continúa siendo aplicable a nuestro presente.

Estoy seguro de que los lectores que no dominen el catalán pueden leerlo con total facilidad, con la ayuda de cualquier diccionario bilingüe que les satisfaga las muy escasas dudas léxicas que se les puedan plantear. En tiempos proclives a la hermética prosa del noucentisme, el catalán de Sagarra es como un trago de agua clara y fresca que nos resarce de aquellos enrevesados delirios de apartarse cuanto se pudiera de la más mínima semejanza con el castellano. Si no se atreven a esta inmersión estéticamente refrescante, siempre pueden consultar la traducción que José Agustín Goytisolo y Manuel Vázquez Montalbán hicieron para la editorial Anagrama. Mi amigo Paco Marín me confesaba el poco entusiasmo que le suscitó la lectura traducida de la obra, y estoy convencido de que, de haberla leído en el brillante catalán original de la misma, quizás hubiera sido otra su percepción. En todo caso, entremos en el texto de Sagarra, que a eso hemos venido aquí…

Los propietarios de los derechos sobre la novela bien podrían acusarme de abusar del "derecho de cita", por supuesto, pero quiero creer que se entiende que mi único propósito al ofrecer aquest tast exquisit de la novela es buscarle los muchísimos lectores que merece.

 

 

«Al carrer de Barberà acabaven de matar un home. Ell havia vist dos policies com el duien al dispensari; al mig de les pedres, la sang calenta i trepitjada havia passat de les vàlvules d’un cor a les soles de les sabates i de les espardenyes anònimes. La profanació de la sang humana és una cosa que no castiguen els codis del països moderns. Aquell dia al carrer de Barberà hi havia bastant sang profanable, i és que els criminals usen de vegades unes bales massa impúdiques. La gent, a la porta del dispensari, feia aquella cara vulgar, esgrogueïda i encofirnada que fa el públic de Barcelona quan assassinen un home al mig del carrer.

Ell havia sentit els trets mentre baixava l’escala, quan els graons usats i envilits tenien com una elasticitat de cautxú a les plantes dels seus peus. Els trets en aquell moment li semblaven una cosa impossible; ni va sospitar que ho fossin, i seguí baixant l’escala, i en ésser al marc de l’entrada, es va trobar amb la visió d’un home mort, a cavall de dos policies, i les corredisses, els escarafalls i l’amuntegament del públic.

En una altra ocasió, aquell espectacle gratuït se li hauria clavat a la carn com una mossegada inconscient, sense ganes de ferir-lo ni de perjudicar-lo. Però en la situació que ell es trobava, li feia l’efecte que el crim era premeditat, perquè precisament en sortir d’aquella entrada ell es trobés amb els ulls del mort i amb els pòmuls ocres dels policies.

Tenia divuit anys i acabava d’abandonar un prostíbul: per primera vegada havia anat amb una dona.

De l’espectacle del carrer ja en tenia prou; el que havia vist era com una taca d’aquests àcids que no s’esborra fàcilment. A cinquanta metres del dispensari, es reconstruïa la mòbil indiferència dels rostres, de les sabates, de les gorres i les camises. Camí de la Rambla, les parets i les botigues s’anaven tornant grises i reservades com un que s’arregla les mànigues i els punys després d’una baralla. A la boca del carrer de la Unió, les tauletes de l’Orxateria Valenciana suaven el sucre, les suflés y la modèstia de quatre generacions. Eren les set de la tarda i feia una calor sobtada de mes de juny, amb envelat de boires.

A la Rambla, el que a ell li semblava més humà i més comprensiu eren els clavells rebentant a les parades de les floristes, i les boles dels ventre dels pardals enforquillades a les branquetes dels arbres.

Almenys aquests éssers no li escopien a la galta l’agressiu egoisme dels ulls que passaven. Ulls a milers. La Rambla anava plena. Amb aquella inconsciència, aquella manca de compassió i aquell escoltar només les veus pròpies que dona el caminar per la Rambla a qualsevol hora del dia. La gent no tenia cap culpa si se’l mirava com un de tants, sense preocupar-se no poc ni molt de qui era ni del que li acabava de succeir.

Va seure a la terrassa d’un cafè i va demanar una cervesa; a la butxaca li quedaven vuitanta cèntims: just per a la cervesa i la propina.

En la vida dels homes hi ha un moment que s’acostuma a mantenir amagat entre boires de por i de vergonya i que, si se’n fa baladreig, és un baladreig entre companys, insincer, infantil i pintat de grolleria. Passen els anys i l’home distret, inconscient o carregat de suficiència, procura situar el moment al que fem al·lusió en les zones de la infelicitat, allí on els actes perden gust i color i s’accepten com a fades eventualitats de la nostra existència. NO se sap de cap il·lustre acadèmic, de cap solemne professor ni de cap conferenciant de modo que hagi escollit aquest moment com a tema d’una dissertació davant d’un públic selecte. I, a desgrat d’això, aquest moment inconfessable té tanta purulència, tanta malenconia condensada o tanta joia nua, que sèrie difícil, posats a ésser sincers —si és que els homes poden ésser sincers—, que en trobéssim un altre que l’igualés en intensitat. És el moment en el qual un xicot verge venç la por que sigui i es lliura a totes les conseqüències d’un prostíbul.

És inútil que les camises més fortes, les converses més metafísiques, que el negre entusiasme soviètic i els himnes més esqueixats d’ultratomba intenten apartar-nos de la mil·lenària vibració del sexe. És inútil que un bon to intel·lectual o eclesiàstic, en referir-se a la qüestió sexual, evoquin les imatges de la pantera, del porc, de la serp o del gripau. La carn nua de Siegfried saltarà sempre per damunt de les flames quan es tracta de caçar la pell de Brunilda adormida. I això sempre serà l’eix al voltant del qual rodarà l’home de tots els climes, la feble canya que pensa, que deia aquell asceta sublim dels budells arruïnats, foll per les idees abstractes.

La vida sexual, segons les persones, pot ésser d’un gris limfàtic o d’una musculatura tensa policolor, al·lucinant; però sempre, fins en els més imaginatius i els més hàbils, quan s’arriba a la plenitud i a la maduresa, la vida sexual té un aire de costum i de rutina. La grandesa poètica d’aquesta vida sexual, allí on manté tot l’imprevist i tot l’interès dramàtic, és en el moment de la iniciació i de la descoberta.

Els poetes, els predicadors i els sapastres de cabell esclarissat parlen de l’adolescència com de l’or del nostres camí pel món, com de l’edat envejable amb tot el suc per definit i encarrilar, com si fos el vestit més ple de flors i d’esperances que hem aguantat damunt els ossos. Allí on no hi ha experiència, ni sentit de responsabilitat, ni pèrdues econòmiques i calculades i madures incisions de ganivet, no pot haver-hi dolor. Això és acceptat per la literatura acadèmica i pels pares de família; l’imberbis juvenis que definia Horaci encara és la definició vigent quan s’ha de apreciar el trist estudiant universitari, el trist afeccionat de rugby, el trist enflairador de prostíbuls, el tris hipòcrita de tot davant de les preguntes paternes, que només té disset anys i una confusió vermella i negra en forma de monstre que no pot desplaçar-se de la zona del pubis, de la zona del cor o de la zona del cervell.

L’adolescent riu i salta i balla, però ningú no vol veure la tristesa sexual de l’adolescent; ell mateix se’n dóna vergonya, i no la confessarà a ningú; i quan hagin passat els anys afirmarà que aquella tristesa sexual és una mentida.

En les hores solitàries de l’adolescent les descobertes vénen (sic) de mica en mica; la innocència i la limitació nostra —més pedants en aquella edat que en cap altra— volen cargolar els bigotis de la malícia, volen fer feure que no s’espanten de res, i el cor va palpitant com la fulla d’un trèmol. Les lectures tenen l’eficàcia mòrbida de les masturbacions; els somnis són mes plens d’alcohol aleshores que en cap altre moment de la vida i els únics somnis brutalment poètics són els de l’adolescència. Somnis que es vengen directament de la covardia de la carn inexplorada, amb el gel a l’esquena i el fàstic de les pol·lucions nocturnes; pol·lucions sense entusiasme, sense alegria, moltes vegades com un càstig. Nec polluantur corpora, diu un agre himne litúrgic, que resen els sacerdots catòlics quan s’acosta la primavera.

Les piscines, els esports, els besos materns i les quatre punxes negres dels que administren els exercicis espirituals no són un contrapès prou fort per combatre l’erecció salvatge. Vénen (sic) els companys desaprensius, perquè entre els adolescents també n’hi ha de purament gàstrics que es mengen les preocupacions com si fossin un cove de cireres, i els companys desaprensius riuen amb el seu impudor de la por dels preocupats, de llur covardia o de llur castedat voluntària. Moltes vegades el remordiment acompanya el deliri de la imaginació, i els dies passen sense que es decideixi res. La copa modelada en el pit tremolós d’Helena és la copa que serveix per a totes les begudes; aquell inexistent cristall perfecte és el que topa a tot arreu amb les dents de l’adolescència. El tòtem fàl·lic de les tribus més remotes és el mateix tòtem dels col·legis i de les universitats actuals. A l’adolescent li han volgut fer creure en l’existència del pecat; li presenten el cas concretament, amb les horribles conseqüències materials. Certes pedagogies empren imatges convincents: no s’estan de projectar al viu les catàstrofes de les malalties secretes, amb les secrecions més repugnants, les deformacions i els dolors més intolerables. Però no hi fa res; ve un moment que passa la vergonya o la covardia; la temptació es massa cruel, i la pell nua de Siegfried saltarà per damunt de totes les flames.

Per arribar a aquest moment, l’adolescència ha begut el fel de la tristesa i de la confusió. Per aquest moment no la prepara ningú amb vels solemnes, ni amb corones de roses, ni amb incens (sic) màgic. Hi arribarà d’amagat, a l’igual que si fes un crim, afectant la indiferència, però amb les vísceres com batalls de campana. L’adolescent no podrà triar cap figura sublim, cap decoració de Venusberg; s’ajupirà potser a les peles de taronja del carrer mes vil i al tuf d’amoníac d’una cantonada; no tindrà més remei que perforar l’ombra de l’escaleta que estigui al nivell de la reduïda suma de plata que ell porta als dits. És tristíssim, però és així mateix; la revelació de la vulva d’Helena arriba per aquests camins. Tot ho sabem; de tal vulgar que és, i per fer veure que no hi donem cap importància, procurem confeccionar un nus de corbata ben correcte i escrivim uns versos que fan plorar les senyores més gelatinoses.

L’adolescent que perfora l’ombra per primera vegada de la vida se’n pot riure dels nostres versos i de les nostres corbates; ell accepta com una gràcia celestial el somriure d’una dona que es guanya la vida amb l’ofici més canalla que existeix. Aquella dona és la guardadora del tresor, és la que el fa passar a la saleta del prostíbul i la que li presenta les tres deesses. L’una amb combinació verda, l’altra amb combinació groga i l’altra amb combinació vermella. Aleshores, en un dels cinquanta mil prostíbuls infectes del mon, es repeteix el judici de Paris. La poma que duu aquest Paris torturat per oferir a la més bella de les tres és tot el misteri de la seva adolescència, tot el seu desig comprimit vergonyosament. Paris tria d’una manera ràpida i febrosa, amb unes ulleres entelades de sang, i una hora de fisiologia mercantil, en la qual ella hi posa una ànima tan indiferent com la vianda a la brasa que serveix per apagar la fam del pelegrí apassionat, ell, l’adolescent, d’una manera inexperta i càndida, escolta per primer cop la fatal simfonia del sexe, que l’arquet del diable toco grollerament damunt les cordes tibants dels nostres nervis.

Quan passin els anys, l’adolescent podrà exigir, podrà ésser cruel i idiota amb elles i amb ell mateix; però la temperatura de la primera vegada no li permet res d’això. El ventre de la més ínfima de les prostitutes pot ésser construït en aquella ocasió pels més tendres pètals de les més tendres roses, com el ventre de Cloe sota la inexperta envestida de Dafnis.

I pot ser —perquè aquestes paradoxes inútils són tota la teranyina de la qual estem penjats— que la darrera de les prostitutes, davant del Dafnis inhàbil de totes les èpoques, de la manera més mecànica i més rupestre, segregui un fons de pietat humana i una assiduïtat aparentment canalla, però que té una barreja de servil i de maternal, una combinació d’àngel i de bèstia, dintre de la qual l’adolescent enfebrat s’hi senti tan a prop de les estrelles, que mai de la vida cap amor ni cap pell de dona no li podran oferir una escala més alta. Quan passi el temps, l’adolescent, fet home, no hi voldrà saber res; oblidarà la seva Cloe anònima de les pessetes que siguin —molt poques, naturalment—, la seva primera Cloe. Suposarà com la infàmia més vil valorar la intensitat de la primera aventura sobre la intensitat i la pompa de posteriors amors molt més literaris. I és possible que el que ell tingui per una infàmia sigui la veritat, aquella que els homes no volen confessar mai, perquè l’orgull no admet les paradoxes inútils.

El xicot que havia sentit dos trets que assassinaven un home en el carrer de Barberà, i que després destinava tot el seu capital al topazi escumejant d’una trista cervesa acabava de viure aquest moment tèrbol i poètic de la nostra existència. Com Paris, havia triat entre les tres deesses una italiana de cint-i-cinc anys, sòrdida, d’aquelles que tenen els pulmons dintre una cisterna i només respiren vegetacions claveguerils (sic), però que els contactes efímers i constants no li havien pogut esclafar un pit de sirena, ni li havien cremat als ulls dues violetes humides delicadament hospitalàries.

Ell tenia divuit anys i li va fer vergonya confessar la veritat, però ella la va comprendre perfectament. Si la xicota no hagués tingut pressa li hauria fet els honors, però en aquella casa del carrer de Barberà hi havia feina i gent que s’esperava. La prostituta es limità a deixar lliure l’embadaliment del xicot, sense gens de protesta, i a untar els llavis d’aquella tendresa freda i servil que tenen els morros dels rumiants (sic).

El fet de tenir una dona nua per a ell tot sol, en una cambra closa, sense testimonis, sense censors, sense estar-se de res, el feia tornar boig. Els dos anys d’indecisió i, més que altra cosa, de por a una malaltia repugnant, grinyolaven caninament damunt d’un coixí de carn castigada que tenia la forma d’una dona. La criatura egoista anava darrere de la venjança contra els escrúpols, darrere de la revelació del goig. No veia res, només escoltava les sensacions, constatava la secreta harmonia nerviosa que va naixent en un ritme cafre, fins arribar als violins desesperats de l’espasme que moren en un acord lent i desinfladíssim (sic). La biologia explica amb tota la fredor aquestes coses, que el pudor més elemental procura callar; però ell, ambles ungles clavades a la carn d’Helena i amb els ulls abocats al pou de la seva mirada, en aquell crescendo que per primer cop a la vida li anava rebotent els pulmons contra la paret de les costelles, esborronar de la sensació inesperada, no lo li feia vergonya res, i desitjava fer un crit llarg, que el sentís tothom, el seu crit d’alegria de mascle de divuit anys, que té una dona per a ell tot sol, encara que sigui una dona de les que a les nits s’enganxen al gec esfilagarsat d’un bastaix, encara que sigui només que per una hora, encara que sigui en un prostíbul, no hi feia res; aquestes coses no comptaven per aigualir el seu crit; el llençol més infame, la pell més marcada d’esclavitud poden reproduït tots els mites.

I ell, després del desig de cridar, després de la gran descoberta, s’anà cordant la camisa, amb els dits tremolosos, volent contestar les paraules acanallades d’ella amb altres paraules acanallades d’home fet, de personatge que ja en torna; però el cor, encara ple de vi del seu entusiasme, li anava esguerrant les paraules amb síl·labes de criatura, inexpertes i lluminoses.

A l’escala va sentir els trets, i va veure aquell home mort que duien dos policies, en el precís moment que ell, generosus puer, es pensava que acabava de prendre possessió de la vida. Després, escurat de butxaca, amb els llavis emblanquits de la bromera de la cervesa, el seu cervell infantil superposava imatges contradictòries: unes mitges de gasa, el xarol de la gorra d’un policia, la sang de les pedres del carrer, un raspall de les dents colorit amb dentífric de color de sang, la inexpressió sabonosa de l’aigua del bidet, l’americana bruta de l’home penjant dels braços dels dos guàrdies, el sexe d’ella i la boca del mort, i tot això projectat damunt de la mòbil cortina de la Rambla, damunt d’aquell fons de rostres mecànics, de galtes de cautxú, d’ulls amb destí nebulós, damunt de la vida anònima, vulgar i inexplicable.

L’amor i la mort de costat com en el preludi de Tristan; un amor baratíssim, vergonyós; un criminal ínfim assassinat per un altre criminal; tot dintre un barri de purulència, i dintre el seu cor de divuit anys, protegit er una americana tenyida de negre, una americana aprofitada, perquè ell duia dol del seu avi. Feia sis mesos que el va veure estirat amb un uniforme descosit pel darrere i amb unes solapes arnades de serí vermell. El seu avi! Un ésser d’un clima molt llunyà. El seu avi, mort, era una figura de cera, un ninot repulsiu; no va impressionar-lo gens; però aquell mort del carrer de Barberà sí, era autèntic, tenia els ulls oberts i el cabell ple de sang.

Va pagar la cervesa. En un pis del carrer de Pelai l’esperava un company seu, amb l’Anàlisi Matemàtica, perquè aquella criatura de divuit anys estudiava a l’escola d’Arquitectura, era comunista i es deia Ferran de Lloberola.»