Entre el deporte, la meditación y el arte.
Sí, a su
manera, yo también soy hijo de la pérgola y el tenis, curiosamente en
superficie dura, de abrasado, y algo cuarteado…, cemento sobre el que crecían
las ampollas, como las de la palma de la mano untada con ajo en las tardes alternativas
de frontón. Hijo de cuando a las raquetas de madera había de aplicárseles el protector-corrector
con palometas que impedía que se combasen; también de cuando el fair play
valía mucho más que la victoria y el «buena» o «fuera» del contrario eran casi
ley divina indiscutible. El tenis era inglés. Yo jugaba en Murcia, junto al Mar
Menor, hoy en peligro de extinción, enfrente de una Manga en la que no se alzaba
ni una edificación y era juego de niños atravesar de uno a otro mar, del Mayor
al Menor y viceversa, en esporádicas y largas tardes de asueto y vigilancia
familiar. El tenis era juego de señoritos y de militares. Y llamaba extraordinariamente
la atención el principal requisito que exigía su práctica: el silencio. No creo
haber sido un niño particularmente follonero, pero ver jugar a «los mayores»
con ese amor al ritual, con una seriedad respetuosa y amable, parecía infundírsete
en cuanto apretabas el mango de la raqueta con la euforia de poder pelotear
cuando dejaban las pistas libres y los mocosos nos hacíamos dueños de ellas,
soñando con reveses imposibles, voleas majestuosas y passing shots inverosímiles.
Sin tradición
deportiva propia, viví el tiempo en que un humilde recogepelotas simpático,
espabilado y con la muñeca más prodigiosa que se haya visto nunca, Manuel
Santana, siempre «Manolo», empezó a ganarse la simpatía del país casi con las
mismas armas con las que otro Manuel, este Benítez, pero siempre «Manuel», se había
ganado la de los aficionados a otro arte, el de la música callada del toreo,
que revolucionó de la noche a la mañana. Tomó la alternativa triunfante el «beatle»
de los toros, en 1963. Ese mismo años Manolo Santana se hace inmortal al ganar Ronald Garros, primer español que lo consiguió.
Entre el arte de ambos no parece haber relación, pero, para el aficionado al tenis y al toreo, el «temple»,
imprescindible en uno y otro, es el mismo. La distancia, respecto de la bola o el
morlaco, también es la misma. El don de la oportunidad y el desvelo por
adivinar las intenciones del rival o del bicho son los mismos. Si el torero
pisa el albero con mimos de geisha o desplantes de atleta, el tenista patina
por la tierra batida como si la fuerza de una motora imaginaria halara de él hacia la red
para recoger una dejada y devolverla a la esquina inalcanzable… No, no hay
mucha distancia entre ambas aficiones, entre ambas artes.
El tenis tiene
una dimensión fantasmagórica que lo asemeja, hasta cierto punto imaginario, al wuxia
de las artes marciales chinas, porque la coreografía que en tantas películas se
apodera del espacio, en el tenis se celebra a flor de tierra, con idas,
venidas, saltos e incluso genuflexiones o patinazos a los que se ha de ser muy insensible
para no responder con el asombro y la explosión jubilar del punto ganado,
gánelo quien lo gane, porque los verdaderos aficionados al tenis son muy
distintos de los de otros deportes, en los que parece que el único lema posible
sea «triunfa o avergüénzate»; en el tenis el amo y señor es el «punto» y se
celebran con idéntico entusiasmo si lo gana el jugador al que se sigue o su
adversario. Claro que hay partidismos y rivalidades y competencia y todas esas
circunstancias propias de todos los deportes; pero el tenis no admite el
fanatismo, y cuando aparece un brote de él, el resto de los espectadores lo
reprueba hasta que se abochorne el «intruso».
Se ha de haber
sido jugador con pareja estable durante años para saber de qué estamos hablando
cuando hablamos de «jugar al tenis», que viene a ser, lo he dicho en parte,
practicar la liturgia de una religión atlética inigualable. La pareja de tenis
es tan definitiva en la vida de uno como la amorosa, y perderla es un drama
igual o superior al divorcio. Quienes lo han vivido lo saben. Yo, como
corredor, soy un superviviente maltrecho a aquella pérdida, pero al menos no
puedo flagelarme con el azote de haber sido quien tomara la iniciativa para tan
desastrosa separación. Incluso a pesar de mi iniciación muy temprana en el
tenis, cuando aparecí por Madrid con 12 años y estaba pendiente de una prueba para
los infantiles del Real Madrid de fútbol
—era yo un nueve fornido y buen rematador de cabeza…—, se cruzó la natación en
mi camino y le dediqué, a tiempo total, la siguiente década de mi vida… Son
extraños, los caminos deportivos de los humanos, ciertamente.
El tenis ha
ocupado siempre, desde aquella retransmisión de madrugada de la primera y mítica
final de la Copa Davis en Australia, en aquellos tiempos en que jugaban Roy
Emerson y John Newcombe, dos monstruos que no eclipsaban, sin embargo, al gran campeón
del tenis de todos los tiempos: Rod Laver, el «zurdo de oro», quien, pasado al
profesionalismo, no pudo jugar contra España aquella final [otro zurdo de oro,
este español, Rafael Nadal, habría de continuar las gestas de aquel otro…]; ha
ocupado, digo, un lugar preferente en mi condición de espectador amante de casi
todos los deportes. Los británicos, inventores de tantos deportes, acertaron en
este de lleno, porque la única revolución, en aras de las necesidades de la
vida moderna, tan estresante, ha sido rebajar los torneos, menos los del Grand
Slam, a tres sets, en vez de a cinco, que es lo tradicional del juego.
Contemplar un partido de tenis es sumergirte en una ceremonia ritual en la que
vas a tomar partido por la belleza, el riesgo, la fantasía y, por qué no, la
fuerza y la decisión. La gama de golpes es finita, pero la pasión y la belleza
infinitas. La emoción es de tal naturaleza, que un partido de tenis no se resuelve
hasta que se juega la última bola, no hay espacio para el cálculo ni para la
especulación: superar al adversario es la única opción, y, para ello, nunca hay
tal cosa como «la última bola inapelable», sino, en todo caso, y es frecuente
que sea así «la última esperanza a la que agarrarse para continuar». ¿Qué otro
deporte puede dar más?
Después de
Manolo Santana ha sido larga la nómina de fantásticos jugadores que han ido
renovando la pasión de los aficionados, y ahí está, aún en activo, el inmortal
Rafael Nadal, leyenda viva de este deporte, por todo, por sus logros, por su
deportividad y por ser un ejemplo de los mejores valores que atesora la práctica
deportiva. [Mis antiguos alumnos, cuando me encuentro con alguno de ellos
casualmente, no dejan de repetirme lo que les chocaba que, como profesor de
Literatura, les recomendara efusivamente que practicaran deporte cada día y si
era de competición, mejor. Y me recuerdan, al acabar la clases, enfundándome la
ropa deportiva, echarme la mochila a la espalda y volverme (18 kilómetros de
por medio) corriendo a casa…]. Ahora, aún Nadal en activo, digo, emerge un fenómeno
como Carlos Alcaraz, llamado a todo y capaz de él y de más, dadas sus
condiciones.
¡Qué felicidad
contemplativa, en las postrimerías de mi vida, poder disfrutar de su tenis, un
deporte tan caro a mi corazón (y mis piernas…)!