lunes, 28 de diciembre de 2020

Una pesadilla y una proposición de ley...

 

Una propuesta legal de resarcimiento por la "vida perdida" y por el maltrato psicológico padecido.


    Esta noche pasada he sufrido una pesadilla a la que le he puesto fin, porque me precio de tener el mando único del sueño desde que comprobé, en una pesadilla que me libraré de revelar jamás,  la enorme carga onerosa de sufrimiento que puedo uno ahorrarse. Así pues, cuando todo se pone entre la vida y la muerte, o entre el descrédito de la desesperación y la vergüenza de la cobardía, emerjo al mundo consciente, pongo fin al asunto, me levanto, voy al lavabo y vuelvo a la cama casi exultante por el doble alivio, el fisiológico y el psicológico. No puedo gobernar lo que ocurre en mis sueños; pero puedo evitar que el tamaño de los estragos me devaste. Ignoro por qué diablo estaba yo en una oficina de la Administración, a requerimiento de esta,  sufriendo la inhumana dilación de ser atendido durante más de dos larguísimas horas. Lo que es irrefutable es la frivolidad con que, después de ese martirio de la espera,  y estar yo, literalmente, subiéndome por las paredes, algo bien propio de los sueños, como nadie ignora, el funcionario -¡y yo lo fui durante siete largos años en una Delegación Provincial de Hacienda!- se ha limitado a decirme que no podía atenderme porque me faltaba no sé qué requisito del diablo que le ha sido casi imposible precisar, y, como en el viejo artículo de Larra, me emplazaba a que volviera otro día, cuando parecía claro y manifiesto que se me quitaba de encima en vez de corregir cualesquiera omisiones que, con la tecnología digital, a buen seguro podía subsanar, máxime habiendo sido yo citado por ella. Mi irritación ha sido de las que, tópicamente, no hay palabras para describirla, porque el incendio corporal, la explosión oral *invectodespectiva y la indignación gestual con signos amenazadores de carácter universal -al fin y al cabo el cine mudo es un arte universal, ajeno a la babel de lenguas que caracteriza a nuestra especie- dejaban bien clara la amenaza que suponía mi presencia para el funcionario descortés, elato y soberbio. Con todo, la férrea represión ejercida sobre mi persona ha hallado gracias a ojos del sentido común y me he dedicado a reflexionar de qué modo podría ponerse coto legal al abuso de la Administración sobre los administrados. Teniendo en cuenta que lo de la ventanilla única y la universalidad de los datos que obran en poder de las Administraciones deberían facilitar la vida de los ciudadanos y no entorpecerla, se me ha ocurrido pedirle a un grupo parlamentario, específicamente al más sensible a estos requerimientos, el de Ciudadanos, partido de la Ciudadanía, la elaboración de un  proyecto de ley que tipificara legalmente el abuso de poder de la Administración en su relación con los administrados, de modo que pudiera pedirse una indemnización por el "tiempo de vida robado" en el trato con ella, así como por el "maltrato psicológico recibido" por esa actitud. Nadie ignora que realizar cualquier trámite en cualquier Administración es algo así como entrar en un laberinto en el que, a fuerza de perderlo miserablemente, parece que el Tiempo o no exista o esté gobernado por la mentalidad sádica de quienes deberían ser representantes del pueblo y "facilitadores" de su vida, no un obstáculo para la misma. Quiero entender que la posibilidad de cuantificar los daños en función del tiempo objetivamente "perdido" en las dependencias administrativas obligaría a una diligencia que actualmente es inexistente, sabiendo que la denuncia comportaría una sanción económica que, a la larga, podría mermar lo suyo la recaudación tributaria. ¡El verdadero sueño idílico, no el que yo tuve, es la posibilidad, así mismo, de cuantificar el daño psicológico que se le inflige -todo un vicepresidente del Gobierno es incapaz de distinguir entre dos verbos tan cariñosos como infringir e infligir, pero esto no lo he soñado, sino que lo he *vigiliado-al ciudadano que no recibe la atención debida en su calidad de sostenedor tributario de los propios funcionarios que lo atienden. 
    Pues ya está. A algunos les parecerá una minucia, pero la promulgación de ese derecho podría incorporarse al próximo programa electoral del partido para hacer saber a los ciudadanos cómo puede llegara cambiar su relación con la Administración, y cómo esta se vería obligada, so pena de ser denunciada y acaso condenada gravosamente para las arcas públicas, a no hacerle perder a los administrados ni un minuto de su vida, de su valioso tiempo irreemplazable, si perdido, amén del sufrimiento psicológico que ello comporta, y del que, por mor de mi pesadilla, doy inequívoca fe. Para los escépticos, recuerdo que en el programa del CDS de Adolfo Suárez se incorporó la supresión del Servicio Militar Obligatorio, tal y como estaba diseñado, ¡muy torpemente!, desde tiempos del franquismo, cuando ningún otro partido hablaba del asunto ni, por supuesto, lo consideraba una prioridad. Y, sin embargo, aquella inclusión y los debates que generó acabaron convenciendo al gobierno socialista de entonces de la necesidad de poner fin a una "mili" controvertida que ahora, ¡vaya por dónde!, parece que echemos en falta, dada la mentalidad *taifesca que se está creando en la población española. En fin, aquí queda ese proyecto de ley como sugerencia onírica y política.

domingo, 27 de diciembre de 2020

«Manifiesto de un traidor a la patria», de Albert Boadella

 


La necesidad constante de abrir la hemeroteca… Un lúcido y divertido artículo «confesional» de Boadella en El Mundo, a 10 de marzo de 2005. 

Confieso que mientras no los conocí, yo fui uno de ellos. Aboné su terreno con mi propia ignorancia. Llegué a creer fanáticamente en la versión victimista de la historia que habían elaborado otros ignorantes como yo, aunque ellos con mayores atenuantes, ya que trabajaban con intereses a plazo fijo.

En ciertos momentos, estuve también deseoso de pasar cuentas con el enemigo natural de Cataluña. Incluso aproveché alguna oportunidad para ello. Un día puse sobre el escenario un puñado de miembros de la Benemérita metamorfoseados en gallinas y descansando en las barras de su morada avícola.

Obviamente, la juerga invadió la sala. Así, exhibiéndolos para mofa y befa del respetable, me sentía compensado de tantos supuestos agravios ¿A ver quien nos devolvía la vida del president fusilado? ¿Y la tortura y la cárcel de Pujol? ¿Y la persecución de nuestra lengua? ¿Y el maldito Felipe V? ¿Y la prohibición de participar en el botín de las Américas? ¿Y el contubernio de Caspe?

Si todo resultaba tan claro y la razón estaba de nuestro lado, ¿quién me mandaba desertar del lugar que me pertenecía por historia, por territorio, por sentimiento e incluso por raza? ¿Cómo pude abandonar aquel calor incestuoso de la tribu? ¡Y pensar que ahora podría estar de ministro de cultura en el tripartito…!

 

Con el tiempo he llegado a la conclusión de que solo una auténtica nimiedad fue la causa que arruinó mi brillante futuro tribal. Francamente se me hacía difícil soportar de mis conciudadanos esta mueca que hacen con los labios y que pretende dibujar una sonrisa cómplice entre la elite patriótica.

Las sonrisas, en esta latitud del Mediterráneo norte no han sido nunca sonrisas relajadas y espontáneas; analizándolas con cierto detalle, da la sensación que mientras se mueve la boca se aprieta el culo. Pero aquellas sonrisitas condescendientes (máxima expresión del hecho diferencial) aquellos guiños de etnia superior, ciertamente, tuvieron la virtud de exasperarme. Son muecas crípticas, reservadas solo a los que ostentan el privilegio de pertenecer al meollo del asunto. Se trata, de una contraseña indicativa de los preconcebidos nacionales y que también, obviamente, compromete al mantenimiento de la omertá general.

Estas sonrisitas, ahora triunfantes, pueden encontrarse hoy al por mayor, y muy bien remuneradas, en las tertulias de la tele Autonómica. Aunque tampoco hay que mitificar sus contenidos. Acceder al código está al alcance de todos, es algo así como:

“Je, je, queda claro que no tenemos nada que ver con ellos, je, je, nosotros somos dialogantes, pacifistas y naturalmente, más cultos, je, je, je, más sensatos, más honrados, más higiénicos, más modernos, je, je, si no hemos llegado mas lejos, je, je, ya sabemos quiénes son los culpables, je, je,je”.

También parece lógico que ganándome la vida sobre la escena, fuera precisamente un detalle expresivo el detonante capaz de conducirme hacia otra óptica del tema ¡Pero qué sensación de ridículo cuando uno descubre que, sin enterarse había estado trabajando gratuitamente, para la Cosa Nostra!

Un día, a finales de los años 60, tuve que ir precisamente al templo económico de la Cosa Nostra, camuflado entonces bajo el reclamo de Banca Catalana. Intentaba aplazar una obsesiva letra que gravitaba sobre el precario presupuesto de Els Joglars. Miseria naturalmente. Allí, me rebotaban de un despacho a otro, hasta que quizá convencidos de que también nos movíamos en el meollo de la cosa se dignaron acompañarme a la tercera planta donde estaba la madriguera del Padrone Signore Jordi.

Apareció entonces un milhombres bajito y cabezudo, cuyas maneras taimadas culminaban en la más genuina sonrisita diferencial. Parecía todo un profesional de la condescendencia y la mueca críptica. Sin mayores preámbulos, acercó su enorme testa al dictáfono, y pasando de todo recato, ordenó a su secretaria que le trajera el dossier Joglars. ¡Me quedé petrificado! Media docena de titiriteros dedicados entonces a la pantomima, cuyo único capital consistía en nuestros panties negros, merecíamos todo un dossier. El asunto se ponía emocionante. ¡Nos tenían bajo control!

Lamentablemente, no tuve tiempo de imaginarme demasiadas fantasías sobre el sofisticado espionaje, porque mientras aquel cofrade catalán del doctor No simulaba examinar atentamente el dossier, uno de sus incontrolados tics hizo resbalar sobre la mesa la totalidad del contenido. Eran dos recortes de prensa sobre nuestras actuaciones mímicas en un barrio de Barcelona. Nada más. Ya jugaban a ser nación con servicio secreto incluido.

Automáticamente comprendí la magnitud de la tragedia, y algún tiempo más tarde acabé constatándola cuando aquel notable bonsai del dossier fue elegido hechicero de la tribu después de atracar el Banco, y endosar el marrón a los enemigos naturales de la patria.

¡Esta era la contraseña esperada por el país! La ejemplar hazaña cundió por todos los rincones, y bajo el lema: ¡Ara es l’hora, catalans!, que en cristiano viene a ser: “Maricón el último”, los elegidos se lanzaron sin piedad al asalto del erario publico, con un éxito sin precedentes.

Ciertamente, es poco agradable pernoctar cada día en un territorio en el que te sientes cada vez más autoexcluido. Cuando no se tienen recursos suficientes para ser emigrante en la Toscana, quizá lo más sensato, sería pedirle asilo a Rodríguez Ibarra o Esperanza Aguirre. Porque, de seguir aquí, al margen de la cosa uno debe imponerse terapias de distanciamiento, de oxigenación, de sarcasmo, de mucho vino, de gritos desaforados en la ducha…en fin, es necesario crear una estrategia de choque para no preguntarse constantemente si vale la pena interpretar el ridículo papel de Pepito Grillo.

En cierta manera los envidio. Debe ser formidable, escuchar diariamente el vocablo “Cataluña” 10, 20, 30.000 veces en los medios provinciales, y en vez de ponerse histérico blasfemando sobre la puta endogamia nacionalista, uno pueda seguir pensando que esta Cataluña a la que se refieren, es la tierra prometida.

Es admirable ser un poder fáctico con el prestigio de los perseguidos. Ser gobierno y oposición a la vez. Es fantástico, ostentar el título de Honorable por ser el más hábil encubriendo expolios. Ser nacionalista y además de izquierdas. Ser… tan… tan humanista-progresista-pacifista que cuando te asesinan a tu padre, como el pobre Lluch, al día siguiente, pides diálogo con los criminales ¡Eso ya es la leche de la exquisitez!

No digamos ya ser del Barça, ser de Esquerra Republicana, ser Cruz de Sant Jordi y reclamar el Archivo de Salamanca… Bueno, y oficializar manchas catalanas y ser Tapies ¡Eso ya es el súmum!

O sea, que vivir en este país y pertenecer a la cosa nostra es lo más cercano a la virtualidad del Nirvana. No tiene riesgo alguno y además, es tan fácil, que hasta los recién llegados en patera se enteran rápidamente de qué va el asunto aquí. Por eso, en mis momentos bajos, sigo preguntándome: ¿Cómo pude ser tan insensato de autoexcluirme del festín? ¡Y todo por una puñetera sonrisa étnica.

 

Albert Boadella es director de la compañía Els Joglars. El año pasado rechazó la Creu de Sant Jordi que le fue ofrecida por la Generalitat catalana .

El Mundo, 10 de marzo de 2005 

lunes, 21 de diciembre de 2020

La España templada.

 

Un artículo político. Una necesidad nacional. 

         Hace tiempo escribí un panfleto, La España vulgar, en el que quería, por vía indirecta, elogiar la España contraria, esto es, la España sensata, trabajadora, creativa, solidaria y ajena a las memeces de la corrección política que amenaza con convertirnos a todos en súbditos, a nuestro pesar, de un poder dictatorial que imponga las sandeces y los desvaríos de unas minorías dispuestas a comprar el voto con los dineros públicos en forma de ayudas directas no al desarrollo y a  la iniciativa creadora individual, sino a la sumisión y a la pigricia. Tenía previsto escribir otro que se titulase La España ilustrada, a modo de réplica al publicado, pero otros menesteres me han distraído de ello, de ahí que, con este artículo para Ataraxia Magazine, quiera remediar en parte mi propia incuria.

         Estamos inmersos en una situación política que, de un día para otro, a la que se llegue al desafío de la desobediencia como acto político, puede degradar tanto nuestra democracia, que los deletéreos efectos de la «moción destructiva» van a ser juego de niños, si comparados con todos esos disparates de las nuevas ideologías excluyentes que se empeñan en polarizar todo lo polarizable, no dejando ni un centímetro cuadrado de terreno para establecer un espacio de acuerdo que nos permita, desde el respeto exigible a las posiciones legitimas y constitucionales de cada cual, llegar a acuerdos.

La convivencia, pues, es lo que está amenazado, no las conquistas sociales de tantos años de democracia, el más largo periodo de estabilidad democrática y progreso que ha tenido jamás en su Historia nuestro país. Corremos el riesgo, por lo tanto, de echar por tierra este brillante legado y volver a enfrascarnos en una dialéctica de rechazos, exclusiones y exorcismos que no permita ni siquiera compartir los mismos significados de las mismas palabras que han servido a no pocas generaciones, antes de la presente, para entenderse y salvar, mediante el consenso, situaciones tan imprevisibles como el fin de la dictadura de Franco, por ejemplo o el paso de una economía autocrática a una economía libre, homologable con la de nuestro ámbito continental.

         Ahora mismo, ya, incluso echar las cuentas de la enorme responsabilidad que en el actual estado de cosas ha tenido la ambición personal de un líder como Pedro Sánchez, que ha antepuesto la obtención del Poder, con esa mayúscula con que él suele ostentarlo, al establecimiento de un programa de gobierno que «responda» a las necesidades de «todos» los ciudadanos, independientemente de a quiénes hayan votado, se vuelve  algo absurdo o despreciable: estamos al borde del abismo, y es el abismo, como sostenía Nietzsche, el que nos está mirando a nosotros, y revelándonos el horror de una parálisis, alimentada por esa soberbia de la gobernación, al margen de los medios con que se ejerce, que no son otros que la semilla aciaga de la discordia.

Hay, sí, como entre las tres Gracias, un despreciable concurso de belleza electoral, y la manzana de Eris no nos va a traer nada que no sea el equivalente de la Guerra de Troya, porque aquí no nos cuesta dividirnos entre los tirios y los troyanos del dicho para armar la marimorena y perder cuanto la Transición del 78, un ejemplo de tolerancia, consiguió para todos los españoles, en términos de paz y prosperidad, ahora seriamente amenazadas. Da igual si las mentiras continuas de un líder sin carisma, la soberbia encarnación de la mediocridad pequeñoburguesa disfrazada de radical de izquierdas, nos ha traído hasta este borde abismático. De lo que se trata, y con cierta urgencia, es de apartarnos de él, de dar seguros pasos hacia atrás que nos permitan recomponer lo más parecido a una situación política que no esté alimentando de forma constante el enfrentamiento, porque no son los partidos quienes pierden estos o aquellos votos, sino el propio sistema en su conjunto, con el hastío de los votantes que reniegan de una democracia que, como se ha visto en la pandemia, nos ha traído diecisiete carísimas superestructuras de poder incapaces de coordinar una línea de actuación clara e indiscutible -desde el punto de vista científico-; diecisiete autonomías que solo nos han demostrado el altísimo grado de ineficacia administrativa a que se puede llegar en un país tan relativamente pequeño como el nuestro y tan lleno de soberbias nacionalistas infumables, xenófobas y autoritarias.

         Hemos de procurar reconducir la situación hacia la consecución de una «España templada» que evite la visceralidad, el insulto, la demasiado extendida argumentación ad hominem y, sobre todo, que no trate de imponer un discurso ideológico como verdad «establecida» e irrefragable, porque creerse en posesión de la verdad histórica no supone sino alimentar con munición muy sensible una batalla que no se ha de dirimir con leyes en el BOE, sino con debates en la sociedad que, a través de la racionalidad, consiga ir creando lo que todos entendemos como un consenso colectivo de mínimos sobre nuestra propia Historia, sobre nuestras tradiciones, costumbres e incluso sobre nuestra lengua, porque, de no hacerlo, va a llegar un momento en que los usos lingüísticos se habrán distanciado tanto que se nos va a convertir el español, en España, en dos lenguas extrañas la una a la otra, a fuerza de pelearnos para establecer la primacía de un sentido u otro de los conceptos habituales con que solemos polemizar, discutir o agredirnos, que de todo hacemos.

         Ahora mismo la agitación y la propaganda han sustituido el sereno reflexionar y la serena exposición de ideas sobre nosotros y nuestra realidad que nos permitan afrontar la seria situación en que nos está dejando la pandemia, a pesar de las ayudas que la UE pueda haber arbitrado para ayudar a todos los países. Al margen de esas ayudas, está claro que nuestra situación económica debería de haber promovido una suerte de Pactos de la Moncloa que el actual gobierno ha sido incapaz de convocar y alentar para favorecer ese acuerdo «de mínimos» que permitiera a todas las fuerzas políticas sentirse corresponsables y copartícipes. Si la responsabilidad de todos nuestros males, desde el lado de la soberbia, se han materializado en la construcción de un relato de la «vuelta del fascismo», ¡hasta con si ridículo y correspondiente «¡No pasarán!», que ya caracterizara Marx en el 18 Brumario!, y de la parte adversa se ha cometido la osadía de achacar a la responsabilidad del archiincompetente Gobierno de coalición la responsabilidad de todas y cada una de las muertes de la pandemia, qué duda cabe de que se han zanjado, apuntalado y entarimado, las trincheras desde las que va a hablar la irracionalidad del fuego a discreción en vez del análisis sosegado, matizado y racional que requiere nuestra actual situación. Templemos (acepciones 1,2,5 y, metafóricamente, 7 y 15) nuestros necios ardores heteróclitos, destemplemos los tambores apocalípticos y, más allá de las concepciones cada vez más divergentes sobre lo que ha de ser España, busquemos el clásico denominador común que una, al menos, a la gran mayoría de ese 80% de españoles que quiere seguir siéndolo, con el preceptivo respeto a las minorías que acepten, dentro del marco legal de nuestra Constitución, y sin intentar violarlo, su condición de tales y, por supuesto, su legitimidad para aspirar o a formar parte de esa amplísima mayoría, sumándose, o a sustituirla, legalmente, por otra.

         Entiéndaseme, no intento simplemente loar las virtudes de un pactismo a ultranza que salve las discrepancias y los conflictos que han de ser, en democracia, el pan nuestro de cada día. Abogo, en todo caso, por desistir del emponzoñamiento deliberado y consciente de la convivencia como arma de acción política, Tenemos una larguísima historia de guerras civiles, de desencuentros, de enfrentamientos, de descalificaciones, de insultos, de amenazas, de venganzas por todos los medios imaginables…; pero a ello quiso poner fin la Constitución del 78, a la que apelo -incluidas las reformas imprescindibles que han de tener el aval del consenso mayoritario- para que detengamos el más que peligroso deslizamiento, sobre todo desde las diferentes instancias de gobierno, municipal, autonómico y central, hacia un clima irrespirable que propicie lo que espero que solo desee una minoría, aunque, ¡por primera vez desde el 78!, esas minorías estén incomprensiblemente ejerciendo el poder desde los más altos puestos del Gobierno de la nación.

         La invasión de las redes públicas por la agitación y propaganda política, mezclando de un modo muy desafortunado los niveles de reflexión y aun de expresión con las comprensiblemente humanas expansiones individuales de quienes no tienen acceso al poder ejecutivo, lo único que ha hecho ha sido crear una confusión un matalotaje que no ha llevado a la «elevación» intelectual de quienes *exabruptean o embisten, a falta de armas con las que razonar, sino al pandemonio actual en el que, para gritar más alto -en vez de hablar más sensato, con el riesgo de pasar desapercibido-, la política -los políticos, principalmente- se ha hundido en la ciénaga deletérea de la visceralidad y la bronca.

         Y en esas estamos. ¡Ojalá se esté preparando ya, para las próximas elecciones, tanto en Cataluña como en España, la verdadera «España templada» que nos devuelva la dignidad de ciudadanos educados, respetuosos, tolerantes, cultos, libres e iguales en los derechos y en los deberes! ¿Quién es capaz de no apuntarse a ella?

lunes, 7 de diciembre de 2020

Crónicas de Robinson desde Laputa (VI)

Olla de grillos o pandemonio infernal: la política de rompe y rasga...


      ¡Menuda escandalera la de esos torileños a cuenta de una epidemia bastante más aseadita que la que se desató en mi Inglaterra natal justo al año de haber llegado yo a este mundo y cuyo relato fingidamente escrito a pies para que os quiero de los hechos -nada que ver con el relato que tuve la inmensa fortuna de leer no hace mucho, La peste, pergeñado, ¡quién lo diría!, por un francés- es hijo legítimo de quien a mí me dio a luz para que yo, llevado de la mano por él, diera noticia de mi insólita aventura en el reino de mi isla! Y tras la admiración  descanso, porque la placidez de la ingrávida Laputa tiene eso: se te van las proposiciones una tras otra sin freno ni ganas de echárselo, de como discurren, toboganeras -permítaseme la licencia- , de la mente relajada a los dedos menesterosos. ¡Y qué gentil airecillo me sube al viso por el abaniqueo de la pluma en su desplazamiento por el papel! Aquello, según oí relatar, porque fue la conversación de muchos siglos, sí que fue una peste como Dios manda, que las manda siempre en mala hora, porque los efectos, al menos los de aquella, fueron tremebundos. Hoy, como ayer, el remedio es el mismo, ¡y seguramente el único!: el confinamiento: cada uno en su casa y la peste en la de nadie, ¡al despoblado! Todos, en su momento, nos hicimos lenguas de aquella villa inteligente, Eyam ha por nombre,  en la que se encerraron en casa e inventaron un sistema de torno para comprarles a los agricultores las viandas con que mantenerse en el encierro. Los torileños iniciaron el suyo con la alegría deportiva de lo desconocido, ¡venga aplausos, ingenio, risas y picaresca para pasear perros de peluche!, pero a la vuelta de tres meses, el lindo Don Digodiego que los gobierna proclamó a los veinte vientos la victoria sobre el esférico bicharraco lleno de trompetas ¡y allá que se desparramaron por la geografía física patria los lugareños! para disfrutar de un país del que, por mi paso de la frontera con Francia, no guardo yo buen recuerdo, pero que, visto desde este encumbrado mirador, es digno de visitar y de admirar, pudiendo competir con nosotros mismos, con los estirados franceses y con los joviales italianos. Dios Nuestro Señor fue generoso con los países, ciertamente, y, por mucho que haya pueblos que se consideren "elegidos" por Él, en todos hay bellezas innúmeras que admirar y elogiar. Están tan entretenidos los torileños en despedazarse, a cuenta, observo, de las dos tendencias básicas que dicta la experiencia para estas realidades: la centrifuga y la centrípeta, que observan los avances de su pandemia entre encolerizados y desesperados, como si la ira los protegiera del contagio maléfico. ¡Todos tienen razón!, ergo... nadie la tiene toda, pero lo poco que se tenga de ella ¡hay que ver con que repertorio de amenazas de toda laya se blande contra los adversarios o enemigos!, porque la ingenuidad jamás ha de usurpar la lógica prudencia ni la certera sindéresis: la especie humana, y creo que hablo con suficiente experiencia contrastada, ha hecho de la enemistad un seguro de vida: la desconfianza salva vidas, la confianza las pierde.  Junto a esa lucha en que el desgobierno de una coalición contra natura ideológica iba acumulando cadáveres en la más terrible de las contabilidades sociales, se libraba otra batalla, la de las cuentas que udieran asegurar la supervivencia, durante el resto de la legislatura, de un empeño político para transformar de arriba abajo el país, lo que no dejaba fuera ni siquiera la simpática y sobria figura de su rey, tan bien plantado, es decir, la monarquia. Algo cromwellianos son, ciertamente, quienes desgobiernan Torilandia; pero no está todo dicho al respecto. Al fin y al cabo, cualesquiera cuentas que aprueben solo son, como dicen por ahí abajo, «un brindis al sol », porque, habiendo optado por la vida en vez de por la economía o por ambas, con estrategias de combate mejor ideadas, o, en su caso, simplemente «ideadas», Torilandia no sería, como ahora por desgracia lo es, un país al borde de la quiebra económica y dependiente de su confederación con el resto de países europeos -entre los que, aún no sé si por suerte o por desgracia, no ha de contabilizarse  Inglaterra-, para salir del paso con una dádiva que proteja a quienes, y ya veremos hasta cuándo dura esa ayuda, lo están perdiendo todo, es decir, lo poco que tenían. Como en Laputa vivimos en algo así como un Estado de excepción, en el mejor de los sentidos de la expresión, y la calma social y política de la que disfrutamos es envidiable, la contemplación de lo que ocurre en Torilandia levanta pasiones entre los aficionados teóricos al arte de la política, porque raras veces en un mismo país se manifiestan fuerzas tan contrarias a la permanencia o la desaparición del propio país con arreglo, además, a doctrinas ampliamente condenadas por la Historia, tras las terribles experiencias del complejo siglo XX, tan paradójico: progresos en todos los campos de la invención y atrasos en el de las relaciones sociales e internacionales.  La vida es lucha continua, eso está claro, pero es raro el país en el que unos han de defenderlo frente a otros conciudadanos, que no compatriotas, cuyo objetivo es destruirlo. Reduzco de forma fácil el planteamiento de lo que ahí abajo ocurre porque la red de mentiras, imposturas, falsos testimonios, pretensiones, medias verdades y disparates demenciales da, de hecho, para una discriminación muy, pero que muy morosa, para la que, aun teniendo ganas, que para escribir nunca me faltan, faltaríanme, si acaso, los sufridos lectores que hubieran de seguirla. La sensación de desolación que produce la reclusión de los individuos en sus moradas, como frágiles animales temerosos que se agazaparan en sus madrigueras, cambia el panorama de los pueblos, ciudades y comarcas de modo tan lastimoso que la sensatez aconseja esperar un tiempo prudencial antes de echarle otra ojeada a ese país en el que, como dijo uno de sus poetas: torileño que vienes al mundo, te guarde Dios, una de las dos torilandias ha de helarte el corazón...

    



sábado, 17 de octubre de 2020

"El retorno de Zaratustra. Una palabra a la juventud catalana". Anónimo.

Un texto clarividente, pugnaz y muy necesario en este primer tercio de siglo XXI  que tan peligrosamente se va pareciendo al del pasado siglo...


Tenéis que aprender a ser vosotros mismos, del mismo modo que yo aprendí a ser Zaratustra. Una cosa le fue dada al hombre, que lo convierte en Dios, que le recuerda que es Dios: comprender el destino. Os oigo lamentaros a grandes voces de los tremendos dolores y los tremendos destinos que cayeron sobre vuestro pueblo y vuestra patria. Perdonadme, muchachos, si también me muestro un poco desconfiado, un poco lento y falto de voluntad en creeros, respecto de tales dolores. ¿Solo sufrís por vuestra patria? ¿Dónde está esa patria, dónde está su cabeza, dónde su corazón, dónde queréis comenzar su cura y los cuidados que necesita? ¿Veis lo difícil que es entenderse con los demás, e incluso entenderse a sí mismo, cuando se emplean palabras tan altisonantes? Bien pudiera ser que se demostrara que, en efecto, una tercera parte o la mitad, o mucho más de la mitad de vuestros sufrimientos, son realmente vuestro propio dolor, y que obraríais prudentemente tomando baños fríos o bebiendo menos vino o sometiéndoos a un tratamiento, en lugar de palparle el cuerpo a vuestra patria y hacer de curanderos de ella. Podría darse ese caso, digo yo... ¿Y no convendría que así fuera? ¿No se abriría por ese camino un nuevo futuro? ¿No existiría la perspectiva de transformar el dolor en una buena obra, y el veneno en destino? ¿No os parece que, al fin y al cabo, una patria goza de mayor salud y se desarrolla mejor si cada enfermo no le atribuye sus propias dolencias y cada paciente no se empeña en andar curándola? Saber padecer bien representa ya más que la mitad del vivir. Saber padecer bien es vivir del todo. Nacer significa padecer, el crecimiento es padecer, la semilla padece tierra, la raíz padece lluvia, los brotes padecen explosión. Vosotros, en cambio, llamáis hacer al escapar de lo que duele, al no querer nacer, a la huida del sufrimiento. Aprender a sufrir es difícil. Encontraréis el ejemplo con más frecuencia y más hermoso entre las mujeres que entre los hombres. ¡Aprended de ellas! ¿Dónde están las acciones producidas con tanto afán? ¿Dónde está el gran hombre, el resplandeciente, el autor, el héroe? ¿Dónde está vuestro Presidente de la República? ¿Quién es el sucesor? ¿Quién ha de serlo? ¿Y dónde está vuestro arte? ¿Dónde tenéis las obras que justifican vuestra época? ¿Dónde están las grandes ideas felices? No, padecéis demasiado poco, demasiado mal, para poder producir cosas buenas y resplandecientes. Del niñó al hombre hay un solo paso, un solo corte. Aislarse, encontrar el yo, desprenderse de madre y padre, ese es el paso del niño al hombre, y nadie lo da del todo. Cada hombre, hasta el más santo ermitaño y huraño penitente de las más desnudas montañas lleva consigo un hilo, arrastra ese hilo que le mantiene atado a padre y madre y a toda su querida familia y a todo lo que fue suyo. Cuando vosotros, amigos, habláis con tanto ardor del pueblo y de la patria, veo colgar ese hilo de vosotros y no puedo dejar de sonreír. Cuando vuestros grandes hombres hablan de sus tareas y de su responsabilidad, el hilo les cuelga un buen trozo de la boca. Nunca hablan vuestros grandes hombres, vuestros caudillos y oradores, de obligaciones consigo mismos, nunca hablan de la responsabilidad que tienen frente a su propio destino. Todos penden del hilo que les une a la madre y a todo lo calentito y agradable que les recuerdan los poetas cuando, llenos de sentimiento, cantan la niñez y sus limpias alegrías. Nadie rompe del todo ese hilo, como no sea con la muerte, si es que consigue morir su propia muerte. Zaratustra siguió un buen trecho el camino de la soledad. Asistió a la escuela del sufrimiento, Conoció la escuela del destino y fue forjado en ella. De todos los que ahora en vuestro país tan violentamente quieren el bien e intentan provocar el futuro, son esos esclavos levantiscos quienes más me divierten. Eso que llaman nacionalismo ya lo conocemos. Es una vieja, viejísima fórmula, hoy ya extraña, de polvorientas cocinas de alquimistas. Pero eso sí, fijaos en lo que hacen. Porque son hombres capaces de la acción, ya que, aunque por un callejón de mala fama, han llegado bastante cerca de la madurez del destino. Hay una palabra, muchachos, que en vuestra boca me disgusta un poco si es que, mejor dicho, no me hace reír. Es la expresión reforma del mundo. Os gustaba entonar la canción en vuestras sociedades y rebaños, y el estribillo de esa canción era la estrofa de la esencia y la salud del pueblo catalán. Nosotros, amigos, tendríamos que aprender a abstenernos de juzgar si el mundo es bueno o malo, e igualmente tendríamos que renunciar a la extraña pretensión de reformarlo. El mundo no está para ser reformado. Tampoco vosotros lo estáis. Pero estáis, eso sí, para ser vosotros mismos; existís para que el mundo se enriquezca con este sonido, con este tono, con esta sombra. Si lográis ser vosotros mismos, el mundo será rico y hermoso. Si, en cambio, vosotros no sois vosotros mismos, sino unos mentirosos y unos cobardes, veréis el mundo pobre y os parecerá que necesita una reforma. No creáis que el mundo necesita más mejoras que la presencia en él de algunos hombres, de vez en cuando -no ganado, no manadas, sino unos cuantos hombres, de esos que no abundan, de los que nos hacen felices, de la misma forma que el vuelo de un pájaro o un árbol junto al mar nos proporcionan felicidad-, simplemente por su presencia, porque existen. Si queréis ser ambiciosos, muchachos, ansiad ese honor. Pero tened en cuenta que es peligroso, que el camino condice a través de la soledad, y que fácilmente puede costar la vida. ¿Nunca os habéis preguntado por qué el catalán goza de tan pocas simpatías, por qué es incluso odiado, sí, muy odiado y la gente lo evita? Vosotros, los catalanes jóvenes, siempre quisisteis alardear de las virtudes que precisamente no teníais, y de vuestros enemigos criticabais, sobre todo, los defectos que habían aprendido de vosotros. Siempre hablabais de virtudes catalanas. Pero fuisteis desleales, desleales con vosotros mismos, y esto es lo que os acarreó el odio del mundo entero. Vosotros decís: "¡No, fue nuestro dinero, fueron nuestros éxitos!" Y quizá era eso lo que pensaba el enemigo, según vuestra lógica de tendero. Pero los motivos suelen estar siempre a algo más de profundidad que nuestras opiniones, y a mucha más que ciertas opiniones superficiales y rápidas de los fabricantes. A base de las virtudes alemanas y con ayuda de vuestros presidentes y de la música de Lluís Llach, habéis creado un mundo que nadie más que vosotros tomaba en serio. Y detrás de todo el vistoso oropel de esas escenificaciones operísticas permitíais que proliferasen y avanzasen todos vuestros instintos oscuros, esclavistas y megalomaníacos. Hablabais continuamente de orden, virtud y organización, pero os referíais a amasar dinero. Estáis demasiado acostumbrados a daros mutuamente la razón. Para la falta de razón, para la descarga de impulsos poco amables, estaba el enemigo. Pero yo os digo: hay que hacer daño y saber sufrir daño, si uno quiere permanecer al lado de la vida y mantenerse en el nudo. Comprendamos de una vez que el mundo es frío y no tiene nada de incubadora hogareña, donde se vive una perenne niñez en un ambiente de protector calorcillo. Y, en contra de todo cuanto gritan vuestros oradores populares, yo os digo en voz bien alta: "¡No es necesario que os deis mucha prisa" Aquellos, los otros, os azuzan desde todos los rincones: "¡Corred, corred! Es cosa de minutos... ¡El mundo está en llamas! ¡La patria está en peligro!" Pero vosotros creedme a mí: la patria no sufrirá angustias porque os toméis tiempo, porque dejéis gestar y madurar vuestra voluntad, vuestro destino y vuestras acciones. El apresuramiento, igual que esa satisfacción de la obediencia, figuraban entre esas virtudes catalanas que no lo son. No permitáis que ningún orador ni maestro os llene los oídos con sus teorías, llámese como se llame. En cada uno de vosotros solo debe imperar una voz, la propia, la que os es preciso escuchar.

lunes, 12 de octubre de 2020

Pertinacia, el primer texto publicado de Emil Sinclair.

 


Pertinacia o el fundamento de Demián, de Emil Sinclair y posteriormente de Herman Hesse.


     Publicado en 1918 en Die Schweiz, en Zúrich, el texto que transcribo, porque incluso ha desaparecido la editorial que lo publicó, Bruguera, en 1978, es algo así como una declaración de principios del autor alemán Herman Hesse, quien lo publicó, sin embargo, bajo el pseudónimo con el que luego aparecería, un año después, su Demián, historia de la juventud de Emil Sinclair, de cuyo personaje y narrador lo tomaría. Se trata de una apología de la "pertinacia" como virtud fundamental de los seres humanos, si bien la acomodación al gregarismo la había convertido, en aquellos tiempos bélicos, en una rareza de carácter subversivo. Su defensa entusiasta de la idiosincrasia individual me parece que debe conocerse y estimarse en todo lo que vale, porque corren tiempos de sumisión a los lenguajes del poder, de los poderes, y de desaparición del pensamiento critico. ¡Ojalá su lectura le abra los ojos a cuantos repiten, infatigables, los acríticos discursos de las diferentes correcciones políticas!

                                    


                                    PERTINACIA

   Existe una virtud que admiro mucho; una sola. Se llama "pertinacia".

   De todas esas virtudes de que nos hablan los libros y los maestros, no hay ninguna que me imponga de veras. Sin embargo, todas las virtudes inventadas por el hombre pueden reunirse en una sola palabra. La palabra es obediencia. La cuestión es a quién se obedece. Porque también la pertinacia es obediencia. Todas las demás virtudes, tan estimadas y cantadas, son obediencia a unas leyes establecidas por los hombres. Solo la pertinacia no se preocupa de tales leyes. Quien es pertinaz obedece a otra ley, una ley única y absolutamente sagrada, la ley de la propia persona, el "sentido" de lo "propio".

   Es una pena que la pertinacia sea tan poco estimada. ¿Acaso merece algún respeto? No; al contrario. Pasa por ser un vicio o, al menos, una lamentable falta de consideración. Solo se la llama por su nombre sonoro y hermoso cuando molesta y provoca el odio. (Dicho sea de paso, las auténticas virtudes siempre molestan y provocan odio. Véanse, si no, los ejemplos de Sócrates, Jesús, Giordano Bruno y todos los demás pertinaces.) Y cuando existe cierto interés en aceptar la pertinacia como virtud o bonito adorno, la dureza del nombre de esa virtud es suavizada en lo posible. "Carácter" o "personalidad" son expresiones menos ásperas y no suenan casi...perversas, como ocurre con "pertinacia". Sí esas palabras suenan mejor, más presentables. También "originalidad" cabe, si es necesario. Claro que lo de la originalidad solo se presta con referencia a tipos estrafalarios tolerados, artistas y gente por el estilo. En el terreno del arte, donde la pertinacia no puede significar ningún daño perceptible para el capital y la sociedad, incluso se la deja brillar bastante como originalidad. En el artista, una cierta pertinacia es hasta deseable. Se le paga bien. Por lo demás, en la lengua actual se entiende bajo "carácter" o "personalidad" algo sumamente curioso, es decir, un carácter que sin duda existe y puede ser mostrado y decorado, pero que, a la menor ocasión de alguna importancia, se somete diligente a algunas ideas y opiniones propias, pero no se rige por ellas, y que solo deja entrever con finura, de vez en cuando, que piensa de otra manera, que tiene su propio concepto de las cosas. Bajo esta forma suave y vanidosa, el carácter pasa ya por una virtud entre los vivos. Pero si alguien tiene de veras sus propias ideas y vie realmente según ellas, pronto dejarán de aplicarle el elogioso calificativo de "carácter", y solo se le reconocerá la pertinacia. 

   Pero examinemos lo que, propiamente, quiere decir "pertinacia". Equivale esta palabra a seguir con obstinación una línea, a defender con firmeza y obstinación unas ideas propias, un sentido propio de las cosas. Y ahora veamos: prácticamente todo lo que hay en la tierra tiene un "sentido propio". Cada piedra, cada hierbecilla, cada flor, cada arbusto, cada animal crece, vive, actúa y siente según su "sentido propio", y a ello se debe que el mundo sea bueno, rico y bello. Que tengamos flores y frutas, encinas y abedules, caballos y gallinas, estañó y hierro, oro y carbón, se debe única y exclusivamente a que todo, hasta lo más diminuto del espacio, tiene su "sentido", alberga en sí su propia ley y la sigue firme e imperturbable.

    En el mundo solo hay dos seres pobres y malditos, a los que no les fue concedido seguir la llamada de esa voz eterna y ser, desarrollarse, vivir y morir tal como se lo ordena su innato propio sentido. Solo el hombre y el animal doméstico por el él adiestrado están condenados a no seguir la voz de la vida y del crecimiento, sino a obedecer unas determinadas leyes establecidas por los humanos y que, de vez en cuando, estos mismos humanos quebrantan y transforman. Y ahora viene lo más sorprendente: aquellos pocos que despreciaron las arbitrarias leyes para seguir lo que les mandaban su instinto y sus propias leyes naturales, casi siempre se vieron condenados y lapidados, aunque luego fueron venerados para siempre, precisamente ellos, como héroes y libertadores. Esta humanidad, que ensalza en los vivos, como máxima virtud, la  ciega obediencia a sus arbitrarias leyes, esta misma humanidad acoge precisamente en su panteón eterno a quienes supieron desafiar tales exigencias y prefirieron perder la vida antes que ser infieles a su "propio sentido".

     Lo "trágico", esa palabra místico-sagrada y maravillosamente elevada, que tan pletórica de estremecimientos procede de una mítica juventud de la humanidad y que cualquier periodista profana hoy a diario de modo tan increíble, lo "trágico" no significa otra cosa que el destino del héroe que sucumbe por seguir a su propia  estrella en contra de todas las leyes de rigor. Con ello, y solo con ello, se manifiesta a la humanidad, una y otra vez, la cognición del "propio sentido". Porque el héroe trágico, el pertinaz, demuestra continuamente a los millones de seres vulgares, a los cobardes, que la desobediencia a la legislación humana no constituye un brutal acto de arbitrariedad, sino fidelidad a una ley mucho más noble y elevada. Dicho en otras palabras: el instinto gregario humano exige de todos, principalmente, adaptación y sumisión, pero lo cierto es que no reserva sus máximos honores para los pacientes, cobardes y dóciles, sino, por el contrario, para los pertinaces, los héroes, los que siguen su propio camino.

     Del mismo modo que los periodistas maltratan el idioma al llamar "trágico" cada accidente laboral en una fábrica (lo que para ellos, los majaderos, equivale a "lamentable"), la moda no es menos injusta cuando habla de la "heroica muerte" de todos los pobres soldados caídos en la guerra. Es esta también la expresión favorita de los sentimentales y, sobre todo, de quienes han permanecido en casa. Indudablemente, los soldados muertos en el frente son dignos de nuestra máxima compasión. Muchos de ellos lo dieron todo de sí y sufrieron lo indecible, dando por fin su vida. Mas no por eso son "héroes", así como tampoco se convierte en héroe el simple soldado que hace unos instantes era tratado como un perro por el oficial y, de pronto, cae fulminado por una bala. La sola idea de masas enteras, de millones de "héroes" es, en sí, absurda.

     El "héroe" no es el ciudadano obediente y formal, que cumple con su deber. Heroico solo puede serlo el hombre que ha hecho de su "propio sentido", de sus nobles impulsos naturales, el destino de su vida. "Destino y espíritu son nombres de un solo concepto", dijo Novalis, uno de los más profundos y desconocidos cerebros alemanes. Pero solo el héroe halla el valor necesario para enfrentarse con sus destino.

     Si la mayoría de los hombres poseyese ese valor y esa pertinacia, el mundo sería otro. Nuestros profesores pagados (los mismos que saben ensalzarnos tanto a los héroes y los pertinaces de otras épocas) afirman que, en tal caso, imperaría el caos. No tienen pruebas, ni tampoco las necesitan. Pero la realidad es que, entre personas que espontáneamente obedecieran a su ley y a su sentido interior, la vida resultaría más rica y digna. Claro que, en ese mundo, quedarían impunes alguna injuria y alguna que otra bofetada impulsiva que hoy mantiene ocupados a los respetables jueces estatales. De vez en cuando también se produciría un homicidio, pero... ¿acaso no sucede igualmente en la actualidad, pese a leyes y castigos? En cambio, serían desconocidas e imposibles otras cosas horribles y tremendamente tristes que vemos florecer a diario en nuestro tan ordenado mundo, Por ejemplo, las guerras internacionales.

    Ahora oigo decir a las autoridades: "Tú predicas la revolución."

    Otro error, solo posible entre hombres gregarios. Yo predico la pertinacia en el sentido del propio juicio, no de la subversión. ¿Cómo iba yo a desear la revolución? La revolución no es otra cosa que guerra; es como esta, una "continuación de la política con otros medios". Pero el hombre que una vez ha tenido valor consigo mismo y ha percibido la voz de su propio destino, ya no se interesa en absoluto por la política, sea esta monárquica o democrática, revolucionaria o conservadora. Otras cosas son las que le preocupan. Su "sentido propio" es como aquel, profundo, magnífico y querido por Dios, que existe en cada brizna de hierba, aquel sentido propio que solo se concentra en el propio desarrollo. "Egoísmo", si se quiere. Mas este egoísmo es completamente distinto al del acaparador de dinero o del codicioso de poder.

   El hombre poseedor de ese "sentido propio" a que yo me refiero no busca dinero ni poder. No es que desprecie estas cosas por ser yo un dechado de virtudes ni un altruista resignado. ¡Nada de eso! Pero el dinero y el poder y todo lo que lleva a los hombres a atormentarse y matarse unos a otros, tiene poco valor para quien se ha encontrado a sí mismo. Porque este hombre solo valora de verdad una cosa, que es la misteriosa fuerza que reside en su interior, esa que le permite vivir y le ayuda a desarrollarse. Y semejante fuerza no se consigue ni se acrecienta ni se hace más profunda con dinero y poder, pues el dinero y el poder son inventos de la desconfianza. Quien desconfíe en su más íntimo interior de la fuerza vital, quien carezca de ella, tiene que compensar esa falta con sucedáneos como el dinero. Quien, en cambio, tenga confianza en sí mismo y no anhele otra cosa que vivir de manera libre y limpia su propio destino, dejándolo vibrar, verá en esos medios auxiliares, mil veces sobrevalorados y sobrepagados, solamente unos instrumentos secundarios cuya posesión y cuyo empleo son agradables, pero nunca decisivos.

    ¡Cuánto llego a amar esa virtud de la pertinacia, entendida como sentido propio! Si uno la ha descubierto y está convencido de poseer algo de ella, las demás virtudes, tan recomendadas y cacareadas, quedan reducidas a algo curiosamente dudoso.

    El patriotismo es una de ellas. No es que tenga nada contra él, que en lugar del individuo coloca un gran complejo. Pero en realidad no se le considera una virtud hasta que empiezan los tiros..., ese medo tan ingenuo y ridículamente insuficiente de "proseguir la política". Porque, en general, el soldado que mata enemigos pasa por ser mejor patriota que el campesino que labra su tierra lo mejor posible. Porque este último obtiene un beneficio con ello. Cosa rara, según nuestra complicada moral resulta siempre más discutible aquella virtud que beneficia y es útil a su poseedor.

    ¿Y por qué es eso? Porque estamos acostumbrados a buscar las ventajas a costa de otros. Porque, llenos de desconfianza como estamos, siempre creemos tener que codiciar lo que posee el prójimo.

    El jefe de una tribu salvaje está convencido de que la fuerza vital e los enemigos muertos por él pasa a su propia persona ¿Acaso no es esta misma creencia del pobre negro la base de toda guerra, de toda competencia, de toda desconfianza entre los hombres? ¿No seríamos más felices si reconociésemos al esforzado campesino el mismo mérito, al menos, que al soldado? ¿Si pudiésemos abandonar la superstición de que todo cuanto un hombre o un pueblo gana en vida y alegría de vivir tiene que ser, forzosamente, arrancado a otro?

    Ahora me parece oír al profesor:

    -Todo eso suena muy bien, pero le ruego que considere el problema de manera totalmente objetiva, desde el punto de vista económico-nacional. La producción mundial es...

    A lo que yo respondo:

    -No, gracias. El punto de vista económico-nacional no es en absoluto objetivo. Es solo comparable a unas gafas por las que se puede mirar todo con muy diversos resultados. Antes de la guerra, por ejemplo, se podía demostrar de modo económico-nacional que una guerra mundial era imposible o que, en todo caso, no podría durar. Hoy día, desde ese mismo punto de vista económico-nacional, puede demostrarse lo contrario. No, ha llegado la hora de abandonar las fantasías y pensar realidades.

    Nada hay en esos "puntos de vista", llámense como quieran y aunque sean defendidos por los más reputados profesores. Todos juntos son un engaño. Porque nosotros no somos máquinas calculadoras ni mecanismos de ninguna clase. Somos seres humanos. Y para el ser humano solo hay un punto de vista natural, una medida natural, que es la del hombre pertinaz. Para él no hay destinos del capitalismo ni del socialismo, para él no hay Inglaterra ni América; para él palpita únicamente es quieta e irrebatible ley que existe en su propio pecho, y que tan infinitamente difícil resulta de seguir para el hombre de costumbres cómodas, mientras que para el pertinaz, para que el que vive según su propio sentido, representa destino y divinidad.



       


sábado, 26 de septiembre de 2020

Destino Nerja en tiempo de pandemia.

 


De la cueva a la hoz del Caminito del Rey o a las cabañas baje y a los palacios subí

         Salimos del arresto domiciliario, decretado por el lamentable gobierno de España, sin la euforia con la que su endeble presidente «decretó» la victoria sobre el coronavirus y lanzó a sus compatriotas a recorrer los caminos de España para disfrutar de su sol, de sus playas, de sus montañas, de su gastronomía, de sus tesoros artísticos…y una larga serie de relevantes cualidades turísticas que iban a hacer las delicias de tirios y troyanos, sus secuaces y sus detractores. Lo hicimos, por el contrario, con el realismo de la prudencia y la autoprotección escrupulosa que habría de regir nuestra comunicación con el mundo así que iniciáramos nuestro viaje turístico a un rincón de la provincia de Málaga.

         Con lo ahorrado durante los largos meses de confinamiento, mi Conjunta y yo creímos de justicia pro domo sua regalarnos una breve estancia de unos días en una playa con un entorno aún no visitado, pero de belleza acreditada, y en un establecimiento sin lujos asiáticos pero con toda la comodidad posible. Para esto último colaboró una magnífica oferta, con el 50% de descuento sobre el precio habitual, del Parador Nacional. ¡Y allá que nos fuimos!

         Amantes de recorrer nuestra red de carreteras, autovías y autopistas incluidas, a la moderada velocidad de cien quilómetros por hora, lo que permite con total comodidad la contemplación del paisaje y enfrascarse en aguerridos diálogos que exigen absoluta concentración en el uso de los argumentos, planeamos hacer noche ¡en Benidorm (vine i dorm…)!  En ese afán nuestro de ir sumando espacios de nuestra geografía a nuestro humilde y discretísimo historial viajero. Y a fuer de sincero, ¿hay algo más «exótico» que la ciudad rascaciélica del Mediterráneo?

A uno de sus alcaldes le oí hablar del «modelo de turismo vertical» que evitaba la degradación del paisaje al concentrarse, hacia lo alto, en menor extensión geográfica: Se non è vero… La llegada fue triunfal, porque la señora del gps —con quien suelo tener  mis más y mis menos en los viajes…— nos dejó ante la nada, pero confirmando que teníamos nuestro objetivo ante nuestras narices. Dos vueltas más y la decisión “de pedal” —desde el libro no escrito pero firmado por snchz me he prohibido la palabra «manual», salvo casos extremos—: bajarse del coche, caminar y preguntar: en un cuarto de hora dimos con el hotel. Lo primero, comer. Menú del día: cuatro platos, 15 euros. ¡Lo nunca visto en Barcelona! Y la higiene para prevenir el virus cumplida a rajatabla. El mirador de Benidorm permite una visión de ambas playas y sirve de punto de unión entre ellas para los paseantes de media tarde. Muy pocos extranjeros, pero húbolos. Cuando salimos a la mañana siguiente, había gente, a las 9, que hacía cola para coger sitio en una playa extensísima, pero con el acceso controlado.

         La llegada a Nerja, facilísima, nos permitió confirmar que todo el litoral, incluso desde la provincia de Granada, tiene un perfil montañoso que nos recordó, salvando las distancias, a nuestra querida Costa Brava. De hecho, incluso hicimos una excursión a una cala que bien nos podríamos haber ahorrado, porque un autobús lanzadera hacía el recorrido levantando un polvo por el camino de tierra que fue providencial que lleváramos las mascarillas. Entrar en un Parador Nacional tiene, siempre, algo de “entrada señorial”, de saberse en un espacio en el que reina la discreción, el silencio, la complicidad en el descanso, el respeto y el civismo. El de Nerja no fue la excepción, claro está. Todas las habitaciones están orientadas hacia la escarpada costa cuya contemplación es ya el primer regalo de los viajeros. Si además se dispone de un ascensor privado que te permite un cómodo acceso a la playa, la cosa va ascendiendo de «favorable» casi a «privilegio». Como el sol es enemigo serio donde los haya, los baños de mar y de sol nos dividen: tras el paseo de rigor por la orilla y el chapuzón sin medusas, yo ya busco sombra donde seguir leyendo, en este caso los amenísimos Retratos Contemporáneos de RAMÓN, como a él le gustaba que se le conociese, el Ramón por antonomasia mayúscula.

         Nerja es un pueblo hermoso, con un mirador discreto y volcado en el turismo: todos sus comercios tienen esa orientación, al menos en las calles próximas al centro del mismo. No tiene paseo marítimo porque todos son calas que se abren en una fachada  de acantilados de mediana altura En turismo, una gentil funcionaria que no discrimina edades, nos respondió, cuando le preguntamos que se podía visitar en la localidad y los alrededores, que si ya habíamos ido a visitar «la barca de Chanquete»… Me abstuve, claro está, educación obliga, de preguntarle si «ya» se había muerto… Eso sí, como el producto típico de la zona es la miel de melaza, no hay restaurante en el que no te sirvan la tempura de berenjena con dicha miel, de la que el Parador regala un frasco a sus huéspedes, por cierto. El mismo establecimiento que un día nos sorprendió, al retirarnos a nuestra habitación, con una bandeja de frutas frescas variadas que no solo nos entró por los ojos, doy fe…

         Las tardes dedicadas a la actividad turística de ritmo lento, nada de Si hoy es martes, esto es Bélgica… incluyen cinco destinos de indudable interés: Frigiliana; la magnífica Cueva de Nerja, Málaga, Almuñecar y El caminito del Rey. Nos sobró y bastó. Para el último, además, solo encontramos entradas para el día de regreso, por lo que hubimos de madrugar lo nuestro para llegar a tiempo a la salida y luego iniciar el regreso a media tarde, lo que nos hizo pernoctar en Valencia, porque no encontramos abierto ningún hotel de carretera desde Granada a Valencia. 


Frigiliana es una réplica costera de los pueblos blancos de las Alpujarras granadinas, donde tanto disfrutamos hace algunos años, y tiene la singularidad de que, recorriéndolo, ilustran al viajero sobre la guerra. La Cueva de Nerja es singular y bellísima, y se suma a la larga lista de cuevas que hemos visitado en nuestra vida. Me cabe el honor, además, de haber podido visitar la de Altamira hace ahora cincuenta años, cuando aún ni se pensaba en restringir el acceso. Para nosotros las cuevas son un auténtico imán. Hay algo de viaje a la semilla carpenteriano en esta afición tan arraigada, lo mismo que  la de las visitas a las ruinas, como aquella visita que hicimos a Los Millares, allá por el 82, en Almería, para la que tuvimos que ir a pedir la llave con la que abrir la valla que las protegía. Sí, es curioso, viajar, para nosotros, tiene mucho que ver con retroceder… Almuñecar tiene un castillo desde el que se contempla su fachada marítima y un dédalo de callejuelas medievales por las que da gusto perderse en un medineo de media tarde sin el sol inclemente martirizando los cuerpos. Málaga es una ciudad luminosa, bien abierta al mar infinito y llena de vida. Mi afición a los platos propios del lugar me llevaron a la porra antequerana que me suspendió en éxtasis gastronómico. Tiene Málaga algo de recóndita, y un mercado municipal que es una maravilla. 
La Alcazaba ajardinada, aunque muy rehecha, tiene rincones de sabor alhámbrico. 
Y el museo Picasso no está a la altura del prestigio del pintor malagueño; pero con el azote de 38 grados en el exterior, cualquier refugio artístico que dome el aire es siempre una bendición. Nos costó un buen rodeo descubrir el Café de Chinitas, pero en la plaza singular a la que se abren sus puertas nos plantamos para hacer las fotos de rigor, antes de que la salvaje piqueta, si el tiempo y la autoridad no lo impide, acabe con el palacio emblemático del cante jondo, de ecos lorquianos.

         Y, finalmente, la estrella del viaje, o poco menos, El caminito del Rey, que abre su hoz del Guadalhorce a unos 70 quilómetros de Málaga: una travesía a pie de unos tres quilómetros que se recorren, con explicaciones del guía, el nuestro era tan competente como simpático, en unas tres horas. A pesar del calor, se ha de llevar un casco de obra que, en caso de caída, desde esas alturas, me temo yo que protegerá entre poco y nada, pero «favorece» mucho para las fotos… El espectáculo paisajístico es digno de verse y la variedad de flora y fauna del camino enriquece la visita.

Escalofría pensar que por esa plataforma, cosida al borde del precipicio, caminaran, sin mayor protección, los obreros que construían la central hidroeléctrica, aguas arriba. Y pavor el hecho de representarse a los descerebrados que la recorrían ¡en bicicleta”, cuando se consideraba que era el camino más peligroso de Europa, si no del mundo… Como habíamos de regresar para BCN, optamos por subir a la autovía  que va a Granada por el interior, en vez de por la costa, lo que nos llevó, durante 30 quilómetros interminables, por una carretera desierta camino de Antequera, una de esas que en las películas usamericanas dan pie a encuentros de película de terror, como en La matanza de Texas…arbustos, piedras, sequedad y oteros desarbolados. Por desgracia, no teníamos ya  tiempo para visitar Antequera, pero se quedó para un próximo viaje, que lo habrá. Después de dormir en Valencia, en un hotel a las afueras, al estilo de los Fórmula franceses; en un barrio en el que a la mañana siguiente no encontramos ni una mísera cafetería, por lo que tuvimos que seguir camino hasta el área de servicio de Sagunto, nos pusimos a cien mi Conjunta y yo y nos cosimos al carril derecho de la autopista hasta llegar a casita, el mejor parador que conocemos. Nunca, como después de lo del arresto domiciliario, que tanta «ebriedad de poder» le deparó al presidente más mediocre que hemos tenido en la España democrática, después de Aznar, habíamos percibido la profunda y benéfica sensación de liberación que supone el «cambiar de aires», el «desplazarse» por amor a la carretera y a los caballos… de vapor.

 













sábado, 25 de julio de 2020

«Hierro» y El Hierro: El turismo y las series...


Atávicas pasiones en un escenario volcánico único...

          De no haber mediado el coronavirus con su acción deletérea, un día de estos hubiéramos volado a la isla de El Hierro para conocerla y pasar uno días en un escenario natural como hay pocos, después de haber disfrutado hasta la extenuación estética de su hermana mayor: Lanzarote.  Ese temblor ante la belleza natural, que solemos sentir los que tendemos al Romanticismo, por más desnaturalizados que estemos por el Barroco y las Vanguardias, se nos había agarrado al alma de la contemplación con un pellizco tan fuerte que nuestra desolación ha sido inmensa al tener que renunciar a dicho viaje. 
         Hete aquí, sin embargo, que dadas las tres voces desconsoladas de rigor, nos enteramos de que hay una serie española que transcurre íntegra en la isla de Hierro y que tiene por título el propio y escueto nombre de la isla: Hierro. Nos ha faltado tiempo para verla con ojos de recién llegados a la isla que son, y está muy bien buscado el recurso narrativo, los de la jueza protagonista a quien han premiado con destino tan apetitoso para urbanitas de rancio abolengo... 
          Pronto, sin embargo, logramos desasirnos de esa mirada para buscar la libertad del viajero por libre, porque, al margen del seguimiento de la trama, este espectador al menos no perdía ojo de todos y cada uno de los planos que nos mostraban las bellezas espectaculares de una isla que se me ha metido pero que muy adentro, porque ese desnivel, en tan poco espacio, de kilómetro y medio de altura, que tanto me recordó el descenso del Teide por el valle de La Orotava, sugiere unas excursiones para rozar el éxtasis contemplativo. Que la mitad de la isla tenga el paisaje volcánico básico de Lanzarote es, de por sí, otro incentivo más que añadir a la poderosa impresión ascética que provoca un marco natural que es, sin lugar a dudas, la mejor puesta en escena que podría tener cualquier película, o serie, como en este caso. En una película, la repetición de los mismos planos del paisaje -salvo intenciones expresas de quien la dirija- me hubiera parecido una pobreza expresiva; en esta serie, uno de sus indiscutibles aciertos. Los espectadores logramos familiarizarnos con unos paisajes y unas perspectivas que, aun vistos y revistas a lo largo de los capítulos, jamás logran dejarnos indiferentes a su belleza. Da igual que, en plano aéreo, recorramos la costa o que nos internemos en los bosques de laurisilva, o que surquemos en coche las carreteras oscuras del valle por caminos que apenas erosionan la pureza del paisaje en el que han sido abiertos. ¡No digamos ya, cuando las cámaras se sumergen en ese paraíso de buceadores que es la isla! Cualquier rincón de Hierro es un  estado del alma.
         La trama de la serie gira en torno al asesinato de un joven cuyo cadáver es descubierto el mismísimo día de su casamiento. El padre de la novia, para quien trabajaba el chico en una plantación de plátanos, que es tapadera a su vez, de la dedicación de ambos al contrabando de droga, es detenido inmediatamente como sospechoso. Tales hechos suceden justo en los días previos a la celebración de La Bajada, una romería religiosa que acompaña el descenso de la Virgen cada cuatro años, el primer sábado de julio, la festividad por excelencia de la isla. Baja des la ermita de la Dehesa de Sabinosa hasta la capital de la isla, Valverde, desde donde recorrerá, después, los pueblos de la isla, antes de volverla a subir a su ermita. O sea, que propiamente hemos visto la serie "cuando tocaba", en el mes de julio. 
         "En El Hierro todo el mundo se conoce, su Señoría" es el trasfondo social de la investigación judicial del crimen, una realidad que, en vez de favorecerla, la entorpece. Que el padre de la novia haya cumplido condena por homicidio en la península, diez años antes, acaba de "simplificar", en apariencia, las cosas. Con el sobreentendido del falso culpable, un tema clásico en el cine, arrancan unas pesquisas que no tardarán en irse complicando de un modo, sin embargo, muy natural. Los personajes principales corren a cargo de Candela Peña y de Darío Grandinetti, y ambos, sobre todo él, dan la talla sobradamente. Ahora bien, sin la excepcional corte de actores que les rodean, la serie no hubiera sido lo mismo de ninguna de las maneras. Sin Juan Carlos Bellido, el sargento Morata; sin la elegantísima Yaiza Guimaré, la esposa de Grandinetti; sin Kimberley Tell, la hija de ambos; sin Luifer Rodríguez, el abogado de ambos esposos; sin Saulo Trujillo..., en fin, toda la nómina que le da a la serie una verosimilitud extrema, porque, propiamente, salvo casos contados, el plantel de actores sale de las islas Canarias, con lo que ello supone en términos de realismo. El hecho de que la protagonista tenga el mismo nombre que la actriz se debe, creo yo, a esa "naturalidad" de la reserva con que se acoge a la nueva "autoridad" de la isla, donde ejercerla, y más en los días de La Bajada, no es fácil. No he de olvidar, aunque tenga un papel relativamente corto, la aparición de Antonia San Juan como Samir, una jefa del bisnes de la droga en Tenerife: ¡Poderoso e impresionante personaje el que construye con sus excelentes recursos interpretativos!
         En términos generales, y dejando de lado mi interés geográfico y paisajístico -bebía cada plano de esa maravilla volcánica con un ansia infinita de poder pasear por esos espacios tan sugerentes lo antes posible- la trama tiene los suficientes atractivos como para "consumirla" en cuatro noches, a dos capítulos por noche, por exigencia del ritmo circadiano; porque lo verdaderamente suyo es metérsela entre ceja y ceja en dos sentadas, a razón de cuatro capítulos por sesión. No sé si se debe al pautado progreso de la trama o a que no tenía ganas de que se acabara tan pronto, pero el único fallo muy relativo que le encuentro a la serie es lo precipitado del final. Deberían haberlo alargado algo más, de modo que saboreáramos mejor el modo como los criminales siempre acaban cometiendo errores que los delatan; pero, ya digo, es un reproche menor, tras tantas horas de satisfacción narrativa y descriptiva. 
    En cierta manera me ha recordado, y no solo por la presencia dominante de la Guardia Civil, la excelente serie gallega El sabor de las margaritas, cuya segunda temporada no sé si la habrá detenido o no el coronavirus. Con todo, la serie gallega iba a ambientar en territorio urbano su segunda entrega, pues la primera transcurrió en el campo. Me dicen que Hierro puede tener una segunda temporada, pero no sé si el espacio, tan maravillosamente ofrecido en la serie actual, puede servírsele al espectador de manera tal que vuelva a  sentarlo en la butaca del salón e imantarlo a la pantalla con la habilidad con que la primera temporada de la serie lo ha conseguido. Veremos.

jueves, 9 de julio de 2020

Visita a la madre.


La biología y el carácter o el Genio y figura...

          Acabado el arresto domiciliario decretado por el Gobierno, con la aquiescencia de suficientes grupos parlamentarios para llevarlo coercitivamente a la práctica, he viajado los 615 quilómetros, de puerta a puerta, que me separan habitualmente de mi anciana madre, a quien, durante la pandemia, ha cuidado con mimo severo y un punto sobrepasado mi hermano doctor, muy sensible, también, a cualquier enfermedad infecciosa por haber superado una leucemia. Entre delicados andaba el juego, pues.
         Noventa y tres años, con una osteoporosis galopante que te inclina hacia la reverencia, por altiva que seas, amén de la delicadeza coronaria y otras lindezas varias, no son poca cosa; y si se llevan, además, sin perder la confianza en la coquetería que te permite ofrecer la mejor imagen de ti misma con una buena sesión de peluquería y las mejores galas del fondo de armario, son un reto a la despiadada obra biológica del tiempo.
         Madre no hay más que una suele ser una afirmación que pone de manifiesto el vínculo casi sagrado que une, biológicamente, a cualquier hijo con su madre, recordándole no solo de dónde viene, sino, también, las prerrogativas que las madres están dispuestas a ejercer, en forma de cuidado de la prole, hasta el día de su muerte, ¡y por más que sus proletarios pasen de la sesentena...!
         Como mis visitas se producen con un intervalo de entre tres y seis meses, no ha habido ningún plus de emotividad sobreañadida, porque cuando la madre de uno tiende a la sobreactuación, resulta difícil no sentirse abrumado. Mi política de proximidad es por lo tanto, la naturalidad absoluta, la relativización de cualesquiera males y hacer bandera del humor, por más que la interlocutora carezca radicalmente de él, pero eso son ya carencias comunes en muchas gentes con las que nos relacionamos habitualmente.
        Son extrañas las relaciones con la propia madre cuando, siendo esta de tanta edad, los hijos casi parece que les hayan recortado la distancia y hasta las venzan en achaques o deterioro físico. Dos figuras seniles que se sientan una frente a otra, ambas con tantos recuerdos desfigurados que se entabla una dura pugna por quién lleva razón  sobre si tal cosa fue así o asao, y, sin caer en la graciosa rivalidad de Lemmon y Mathau, hay algo de prurito de justo recordar que se dirime en esas sesiones de charlas que solo suelen tener el pasado lejano familiar como tema casi exclusivo de conversación, amén de los achaques presentes, los cuales admiten una y mil variaciones sobre el grado exacto del dolor que provocan o la geolocalización precisa de los mismos. Nunca como en la vejez el cuerpo se convierte en una atlas geográfico, olvidando el atlas político de los deseos.
         Los padres son, para los hijos, figuras inmutables que atraviesan los años desde una vejez que el hijo les adjudica prácticamente desde que ellos tienen siete años, y aunque los padres no pasen de los cuarenta. Ello provoca que su personalidad y su carácter también tengan algo de monolítico; de ahí el "Genio y figura..." del título, porque los hijos "comprobamos" las constantes caracteriológicas de los padres estén estos en la etapa de su vida que estén y a pesar de que incluso hayan rehecho su vida después de un divorcio, por ejemplo. Los padres no cambiamos, por definición, en el libro blanco de las generaciones en el que a todos se nos pone de vuelta y media. Y lo mismo sostenemos los padres como hijos de los nuestros.
         No voy a revelar aquí intimidades descontextualizadas que sé que a mi madre no le gustaría ver escritas, salvo que me atreviera con una narración biográfica de la que renegaría mil veces, tras haberla leído, porque ¿hay algo más distante que la visión que tenemos los hijos de nuestros padres de la que tienen ellos de sí mismos? Simenon sí lo hizo, y escribió un libro maravilloso. Kafka, también, y escribió un libro muy amargo.
          Lo que pretendo es dejar constancia de la obra de resistencia que es cualquier cuerpo humano frente a la muerte: una prodigiosa máquina capaz de superar cualesquiera adversidades frente a las que no se doblega. Tras la muerte de su primogénito, es cierto que mi madre, cuando se siente depre, repite esa letanía de todas las madres a las que la incuria fumadora de algunos hijos las han privado de ellos: que qué hacen ellas aquí, que bien podría haber sido al revés, que aquí ya no pintan nada, et sic de caetaris. En más de una ocasión, ante la insinceridad obvia de tales manifestaciones, cualquier hijo habrá tenido la tentación de decirle: "pues deja de tomar las dieciséis pastillas que te tomas cada día y asunto resuelto"..., pero es tal la crueldad de semejante desenmascaramiento que nadie nunca se atrevería a tan execrable acto. Lo cierto es que el ritual de la ingesta de las pastillas diarias, catorce, creo, en el caso de mi madre, es un hecho significativo del modo como nos aferramos a la existencia con las clásicas uñas y dientes, con un sí sé qué de exhibición de salvajismo y sed de vivir. Y está bien que así sea. 
         A pesar de haber convivido con seis hombres, su marido y cinco hijos, mi madre ha sido un excelente y ordenancista "sargento de caballería" con mando en plaza, en propia y en ajena. Una feminista a fuerza de reivindicarse frente a su circunstancia, y a fe que no he conocido a otra en mi vida tan aguerrida como ella, tan luchadora y tan tenaz y aun contumaz. Aunque hija de tiempos conflictivos y nada propicios para la emancipación de la mujer, echando la vista atrás es admirable la capacidad de lucha de mi madre para no dejarse avasallar ni por su marido ni por sus hijos ni por nadie. Aún nos reímos juntos de la "batalla de los pantalones" que sostuvo con su marido cuando yo no tenía más de nueve años y seguí, como un serial televisivo, unas disputas que ellos debieron de creer que eran privadas, pero que tenían en mí un subyugado espectador a prudente distancia. Y así con casi todo. Porque nada tan evidente como que la mujer ha tenido que ir ganando sus espacios de libertad con luchas como esas, minúsculas, cotidianas, pero trascendentales. Uno ignora de dónde le vienen determinados rasgos de carácter, como este de la rebeldía, y me divierte que haya de de reconocer que me viene de quien, por otro lado, siempre ha militado en el tradicionalismo religioso conservador, antítesis de mi propia manera de pensar. Paradojas familiares.
        Sacar a pasear a mi madre es todo un ritual para quien apenas puede dar veinte pasos sin ahogarse y tener que parar para descansar, antes de llegar a los disputados bancos donde exponerse al sol que, para ella, es la vida. Son muchas personas mayores las que viven en los alrededores y los bancos son presa codiciada, sobre todo en invierno. Una vez, hace un par de años, fue atracada estando en uno de ellos para robarle un collar que, por el tirón salvaje del delincuente, casi nos la degüella... Pero eso son lacras sociales contra las que se declaran incompetentes los munícipes y los ministros, como es evidente para cualquier observador imparcial de nuestra vida política. El ritual del baño regenerador de sol, la mejor vitamina D, es uno de los grandes momentos del día, sin duda, y, a pesar de ser yo solfóbico, no sólfilo como ella, me sumo gustosamente.
          Cuando voy a ver a mi madre no hago otra cosa que acompañarla durante todo el día. Madrid, así pues, es casi una ciudad-enigma para mí. Encerrado en su modesto apartamento de dos piezas, apenas tengo tiempo para leer o continuar otros trabajos que siempre echo en la mochila por si acaso... , un caso que solo se da durante la desconexión de la siesta, tiempo para las noticias, el crucigrama y algo de la lectura nuestra de cada día. Como suele suceder con personas tan mayores que incluso se cansan de hablar, no por ello dejan de requerir una atención que has de satisfacer constantemente: ¡como para quedarse callado unos breves instantes! La seria dificultad de visión le ha supuesto a mi madre una de sus grandes penalidades: ¡no poder leer! Devota como es de la religión de la Meditación Trascendental, uno de sus grandes placeres era leer los libros hagiográficos y místicos de su secta religiosa. Hasta hace poco le leía una señora a quien habíamos contratado para ello, pero como trabajaba en una residencia de ancianos en la que había habido contagios, hubimos de cancelar el contrato por causa de fuerza mayor. Yo siempre la animo a esfuerzos que, quizá solo desde su edad, se vuelven un Himalaya, como dictar lo que le venga en gana: memorias, reflexiones, diatribas... Está claro que a los noventa y tres el élan vital no tiene la elasticidad que a edades anteriores, y que se va quedando rígido, como un presagio del rigor mortis; luego está esa suerte de pereza del ¡qué más da!, esa sabia indiferencia estoica que es un desasimiento natural de todosin que nos cueste nada... La vitalidad corre por debajo de cualquier pesimismo y se manifiesta de las maneras más insospechadas, como la coquetería o el genio desabrido capaz aún de plantar batalla por el prurito del amor propio...
        ¡Ojalá algo de esos genes ultrarresistentes se hayan instalado en mi indomeñable espíritu de fondista fondón...!