viernes, 28 de mayo de 2021

Lérida, tan lejos, tan cerca..., la gran desconocida para muchos barceloneses.

 

Tres días, con sus gratas sorpresas, en la capital de las Tierras de Poniente, y alrededores...

    Tras casi cincuenta años en Cataluña, tomo la determinación, de común acuerdo con mi Conjunta, en la primera salida tras el fin del estado de alarma que le ha facilitado la toma de medidas represivas a las autoridades autonómicas, tan incompetentes como el propio gobierno central, de viajar a Lérida para conocer una ciudad por la que simplemente había pasado, y de la que no recordaba nada en absoluto. Con parte de los ahorrillos de la reclusión forzada nos hemos regalado una estancia en el Parador Nacional de la ciudad, un antiguo convento, alrededor de cuyo claustro se han construido las habitaciones y en cuya planta baja está la elegante sala principal del edificio y el majestuoso restaurante, que ocupa la antigua capilla. Como solo lleva abierto un par de años, aún no se nota la erosión del tiempo en  el mismo, aunque está esté enclavado, sin embargo, en  la calle de Cavallers, antigua vía principal de la ciudad que ahora comunica el gueto de la inmigración que ha ocupado el casco antiguo de la ciudad y el eje comercial de casi tres quilómetros de tiendas ininterrumpidas, del que tan orgullosos están los ilerdenses en general, y que recorrimos, durante nuestra estancia en no más de cinco o seis ocasiones. Discurre este paralelo al urbanizado cauce del Segre, un espacio natural que viene a ser un desahogo estupendo para los moradores tanto de la parte vieja de la ciudad como de la parte nueva que se extiende desde el río hacia los campos cercanos, muy próximos al núcleo urbano, que nos recuerdan la magnífica realidad agrícola de la ciudad, imán para inmigrantes que acuden para trabajos de temporada, aunque ignoran que sin tener regularizada su estancia en España no pueden ser contratados. Y esa realidad plurirracial y plurilingüística es lo primero que choca apenas sale uno del Parador y se adentra en las calles adyacentes al mismo, por donde pasea el turista con cierto respeto, todo ha de ser dicho, porque llega un momento en que tiene la sensación de que se adentra en terreno ajeno y donde acaso pueda no ser bien recibido, aunque es bien cierto que esa reacción no pasa de ser una sensación en modo alguno respaldada por hechos.

La ciudad está dividida, socialmente. Hay un centro antiguo, dominado por los desposeídos y un centro nuevo, alrededor del mercado Ronda-Fleming y del Camp d'Esports, estadio del Club Lleida Esportiu, con una tipología social muy diferente de la del casco histórico. En día de fiesta, apenas se ve inmigración en esa zona comercial, mientras que, salvo en las terrazas de los bares, apenas se ve a los otros ilerdenses en el casco antiguo. Ambos grupos se mezclan en el eje comercial, pero ambos extremos del mismo presentan paisanajes muy diversos del que pulula por los tramos centrales. Eso sí, ni en uno ni en otro grupo poblacional puede hablarse de una presencia dominante del catalán, lo cual llama poderosamente la atención. En términos coloquiales, hay una presencia de "colgaos" muy llamativa en ambos extremos. 

Por un lado del largo paseo, el que toca a la estación de autobuses, fuimos caminando hacia el Gardeny, una de las colinas que se alzan en la ciudad, en cuyo paraje visitamos las ruinas del castillo templario con un guía excelente que, al final, nos dejó con un vídeo sobre la Orden de muy buena factura para comprender la naturaleza de la Orden de caballeros/monjes no religiosos y primeros banqueros de Europa. 

El Gardeny se alza a menos altura que el promontorio donde se construyó la catedral vieja, reconvertida en fortaleza militar por Felipe V, de infausta memoria en la ciudad.

Pero eso fue la otra visita, también guiada, ambas por funcionarios de Turismo, muy competentes. La tercera, no menos atractiva, lo fue por el eje comercial y las muestras de arquitectura modernista que tanto lucen en cualquier ciudad, sea Lérida, Palencia, Tortosa o Barcelona.

Lo que a nosotros nos gusta es pasear a nuestro antojo, y, de hecho, la visita por la ciudad dobló, con oportunas explicaciones, la que hicimos la tarde anterior solos. En ella recalamos en la antigua Paeria, el Ayuntamiento de la ciudad, así llamada por un latinismo, paers, de paciarii, "hombres de paz" que, a partir del siglo XII instó a Jaume I a cambiar el nombre de Consulado y cónsules de la administración de la ciudad por el actual y entonces ya corriente de Paería y paers.

El bello edificio antiguo de la Paeria  tiene en su sótano restos arqueológicos de gran valor, con una prisión incluida en la que hay bajorrelieves devotos, así como la continuación del pozo que tiene su brocal en el patio del solemne edificio. El edificio cerró sus puertas sin nosotros, huroneando por esos restos, percatarnos de ello, lo que dio pie a la sorpresa del guardia urbano custodio del edificio que se entretuvo un rato en departir con nosotros sobre el edificio, las ruinas, el dragón/coco para los niños de la entrada y la revelación de la existencia de un retablo al que solo se tenía acceso con cierta visita especial que no era, ciertamente, la que la guía nos hizo a la mañana siguiente. Ahí queda pendiente para una próxima visita, porque sí, aunque parezca una ciudad con poco a ningún encanto, al decir de amistades nuestras a quienes sorprende que nosotros se los hayamos visto, ¡e incluso a una nativa que, afincada en Barcelona desde que vino a estudiar, ignoraba que hubiera en su ciudad un castillo templario!, Lérida admite más de una visita. Lo del desconocimiento de nuestra propia ciudad es algo bien normal, no obstante. Son pocos quienes ejercen de turista donde viven, aunque nos convendría... De hecho, y aunque parezca una extravagancia, sigo pensando que algún día mi Conjunta y yo deberíamos instalarnos unos días en un hotel de Barcelona y salir a patearla como acabamos de hacer con Lérida, por ejemplo.Caminar por la ciudad permite descubrir muchas cosas y casas y motivos de interés de todo tipo, sobre todo porque se tiene el ojo adiestrado para lo "llamativo", para aquello que los viajeros curiosos esperamos siempre ver en cualquier desplazamiento: Da igual que sea la antigua Farinera, al lado de la estaciçon ferroviaria, como una reliquia de las máquinas expendedoras de tabaco.

La visita guiada a la catedral/fortaleza fue muy instructiva, porque la guía nos dio un completo recital de historia, costumbres y curiosidades que no se acabó en lo sagrado, sino que se extendió a lo poco que quedaba del viejo castillo que había dominado la ciudad y en cuyas estribaciones creció la misma, como el barrio judío ya desaparecido, y del que no quedaba rastro por la mala calidad de las edificaciones. Los jardines que rodean la catedral vieja son marco para fotos de bodas, por ejemplo, y una fuente constante de nuevos descubrimientos arqueológicos que han impedido, por ejemplo, que puedan subir hasta allí los autobuses, lo que incrementaría las visitas y la recaudación, ciertamente. 

Uno de los días, el sábado, era en régimen de media pensión, por lo que comimos en el Parador, un gozo total, porque la gastronomía local es una de las virtudes de esa cadena hotelera de tanta solera. Pero dos de los otros días comimos al lado del Parador, en  El Celler del Roser, que no tenía nada que envidiar al Parador, y en donde nos metimos entre pecho y espalda un postre del mejor mató que habíamos probado en años, propio de la zona, y, si no me equivoco, porque no supieron decirme el origen exacto, mucho me imagino que era de la excelente marca el Pastoret, de San Guim de Freixenet, a medio camino entre Lérida y Manresa.

Lérida es tierra de frontera, y se agradece, porque, a pesar de la fama de ser una ciudad quelcom esquerpa, advertimos un espíritu abierto y acogedor entre sus gentes muy loable. Es difícil sentirse forastero en una ciudad tan plural a todos los niveles. Me atrevería a decir que mucho más que la propia Barcelona. Es cierto, acaso por la pandemia, que la vida cultura y de ocio de la ciudad estaba muy apagada, pero el interés monumental de algunos espacios como la impresionante iglesia de Sant Llorenç compensaba esa carencia. 

El afán pedestre nos llevó hasta el otro extremo del paseo comercial, donde se alza la monumental estación, y cerca de él desembocamos en el parque que, hasta la urbanización del río debió de hacer las veces de "pulmón" verde de la ciudad, como lo prueban los poderosos plátanos que bordean la amplia avenida principal del parque, por el que, ¡cogimos ya unos días de trepidante calor!, era un alivio pasear. Los palacios polivalentes que hay en él sí que acusan el desgaste del tiempo, y alguno de ellos recuerda la incuria municipal de Barcelona con el edificio del Hivernacle, en el parque de la Ciudadela, que se cae a trozos ante la impasibilidad de las autoridades.

El día de regreso a casa aprovechamos para intentar visitar el monasterio de Vallbona de les Monges, pero solo lo abren en fines de semana. Nuestro gozo en un pozo, porque la localidad, aun "auténtica", tampoco tenía nada especial. Las carreteras comarcales que nos llevaron hasta la localidad sí que constituyeron un auténtico espectáculo sinfónico de verdes y relieves de estirpe toscana o provenzal, y circulando a tan escasa velocidad bien puede decirse que nos recreábamos y enamorábamos a cada quilómetro. Y así llegamos a nuestro segundo objetivo: Guimerà, un pueblo edificado en la ladera de un altozano que corona la torre restaurada de un antiguo castillo cuyas dependencias han dejado "marcadas" las excavaciones en su huella más veraz. Convenía hacer la visita antes de comer en el único restaurante abierto del pueblo, porque de hacerlo en la sobremesa, a fe que hubiéramos padecido, con la solanera de ese día, algo más de lo debido. Guimerá merece la visita, y son innumerables los objetivos que el ojo del fotógrafo aficionado descubre en sus calles, tan hermosas como bien cuidadas. Supusimos que, en pleno verano, el pueblo ha de tener no poco bullicio, pero ese lunes éramos los unicos paseantes por sus calles, para tranquilidad nuestra y disfrute recogido del silencio con que escuchábamos la voz de las piedras hospitalarias.

Volver a casa desde un destino tan cercano tiene siempre algo de "haber salido a hacer un recado" o algo así, y llevar las maletas desde el aparcamiento hasta la casa parece una sobreactuación, pero los desplazamientos cortos tienen, a veces contra pronóstico, recompensas largas. Vuelvo a casa con una realidad ilerdense que se ha hecho su huequecito en mi galaxia de afectos. No pocos amigos andan ya buscando fecha en sus agendas para comprobar por ellos mismos que hemos vivido demasiado tiempo de espaldas a Lérida y privilegiando Tarragona y Gerona, con quienes es cierto que no puede competir en cuanto a atractivos turísticos, pero para el viajero curioso no hay ciudad sin misterio.

Guimerà:  





El claustro de la Catedral vieja, colocado propiament en el atrio de la misma: 





Aunque la guía pasó por alto este recordatorio de cierta devoción franquista de la ciudad, incómoda para el secesionismo que campa a sus anchas, aquí queda recogida para evitar historiografias estalinistas....