lunes, 27 de enero de 2020

Los Goya: una función de fin de curso a todas luces excesiva…



El simulacro de los Oscars mejora algo la presentación y los efectos especiales, pero le sigue faltando fuerza al guion…

La retransmisión televisiva de los Goya exige demasiado a unos telespectadores que no son, en su mayoría, ni siquiera “afectos” al cine español, a juzgar por la taquilla… Desde  el histórico récord de público de 1999 en La 1, con un 33,5% de share, el programa más visto ayer sábado pasó por los pelos del 26%, lo cual puede tener su explicación en el publirreportaje de La 1 antes del telediario de las 21:00 h que luego se extendió al telediario propiamente dicho: una eficacísima arma disuasoria, a juzgar por las banales entrevistas y el desfile de supuestos glamures de mercadillo con que nos obsequiaron nuestras pálidas estrellas nacionales.
Ayer todo se conjuró, Málaga incluida, para convertirse en un acto patrio de respaldo a la candidatura de la película de Almodóvar para los Oscars de verdad, cuyo «ensayo» con figurantes pudimos contemplar con algo de la vergüenza ajena con que se suelen ver los alardes de narcisismo propios de estos acontecimientos en los que tan poca cosa ocurre. Diderot fue muy explícito en La paradoja del comediante, cuando defendía que solo desde la profunda serenidad anímica del intérprete podía este representar las pasiones que habían de subyugar a los espectadores. Si atendemos a que el espectáculo de ayer lo fue propiamente, un espectáculo, se infringió esa ley no escrita y tuvimos que sufrir los pathos clásicos de este tipo de actos en los que la espontaneidad de quienes no lo son en su profesión se vuelve un hueso duro de roer. Ni siquiera la octogenaria debutante Benedicta Sánchez, que ya se marcó en otro foro una muñeira verdaderamente entrañable, supo ejecutarla de nuevo, para solaz de los espectadores.
Todos sabemos que una gala de más de tres horas es una piedra en el hígado, y que es muy difícil de concebir que haya habido -excepción hecha de amigos y familiares de los nominados, además de la gente del “mundillo”- espectadores capaces de seguirla íntegra, como, por deferencia hacia mi Conjunta, tuve yo a bien permanecer «atento» a la pantalla y, ¡por primera vez en años!, deseando que la gala fuera interrumpida más a menudo por anuncios publicitarios… El metraje excesivo es una losa tan pesada que ni el levantalosas que asistió al fiestuqui -para no entrevistarse con el Presidente legítimo de Venezuela, Guaidó-, sería capaz de levantar esta para ahorrarnos algo del tedio que inevitablemente acaba disuadiéndonos de seguir ante la pantalla e invitándonos a irnos a leer o a otros menesteres igualmente saludables que también se realizan en la cama.
Por primera vez desde que yo recuerde, que tampoco soy adicto a estas galas ajadas, los presentadores de la misma no tuvieron ese omnipresentismo que acaba haciéndose pesadísimo, como cuando las presentaron Dani Rovira o Corbacho, por ejemplo. Además, y eso ha sido la novedad más importante, ¡por fin el escenario se ha convertido en un espacio de acción cinematográfica digna de la gala a la que sirve! Aun torpona y algo chabacana, la representación de la supermujer SS tuvo algo de gracia, por los efectos especiales proyectados, del mismo modo que ciertas retrancas de Andreu Buenafuente, de tipo político, fueron más inspiradas que los habituales chafarrinones, como cuando le sugirió a Barroso que se cambiara el nombre, “Mariano”…, o como cuando pretendió no saber cómo había de dirigirse a snchz teniendo en cuenta que el "presi" esa noche  era Barroso, que Pedro era Almodóvar y que el “guapo” era Banderas… Se agradeció la ausencia de chascarrillos facilones, como el que clausuró la gala, por cierto que, supuestamente, había de tener la gracia en el culo y, en efecto, tuvo la gracia en el culo… La reincidencia con el actor Jorge Sanz fue muy buena, así como la aparición “con tartas de slapstick en la cara” de los dos peores presentadores de la gala por aclamación popular. La guinda, como en otras situaciones, la puso el verdadero triunfador del cine español en las pantallas, Santiago Segura, cuyo “producto” no concitó el más mínimo interés por parte de los académicos, acaso con razón y quien reivindicó la umbralada... (Yo he venido para hablar de mi libro, ¿cuándo se habla de mi libro?). Cabe agradecer, también, a diferencia de otras ediciones, que los premiados no usaran el micro como púlpito, salvo las excepciones de rigor. Llega uno a la conclusión de que en estos casos, el silencio, la sonrisa y una generosa palabra: «gracias», son el mejor discurso, la verdad.
Aunque les sirvió a los presentadores para un chiste, El crack cero…nominaciones, no deja de sorprenderme que una película tan excelente como esta de Garci, quien ha sacado un partido excepcional de los pocos menos de dos millones que costó la película -que ya me hubiera gustado saber a mí qué hubiera hecho Almodóvar reduciéndole los siete millones de más que costó la suya- no haya llamado la más mínima atención de los académicos. ¿Tendremos algún día las filias y fobias de los mismos, como sabemos la orientación ideología de todos los jueces…? El cine, por suerte, no depende siempre del dinero, y casos hay de películas hoy míticas que incluso se puede decir que han sido de fabricación «casera», como Eraser head, de Lynch. No puede competir Garci en taquilla con cineastas de proyección mundial como Amenábar o Almodóvar, pero sorprende que a los académicos les hayan pasado desapercibidos los valores fílmicos de esta culminación de una trilogía esencial en el cine español. Solo deseo que la taquilla le haga la justicia que le han negado los académicos. No olvidemos, con todo, y de ahí el desplante de Segura (sobre el seguro de su magnífica taquilla que le permite «ir a su bola»), que hay más odios cruzados en el «mundillo del cine» que en la propia política, que lleva la mala fama. En esta vimos a Espinosa de los Monteros, Pablo Manuel y Arrimadas riéndose unas gracias que mucho me temo que serían difíciles de ver entre Almodóvar y Amenábar, por poner un ejemplo cercano…y nominado.
Deslucido hasta casi el insulto quedó, eso sí, el homenaje a Marisol, no solo porque hubiera merecido unos minutos retrospectivos que repasaran su larga filmografía para ver a la reina del desparpajo infantil y a la magnífica actriz adulta de Los días del pasado, de Mario Camus, sino porque  ni siquiera el presidente de la academia se dignó a hacer entrega del galardón a sus hijas. ¡Que no le han perdonado el feo de no ir en persona a recogerlo, vaya, y no hay más que hablar! Y menudos somos en este país para exhibir el desprecio… Algo más de respeto hubiera merecido una auténtica “gloria” viva de nuestro cine, parte inolvidable de él para muchas generaciones aún vivas. Qu cantara su hija, con menos voz que Lee Marvin en La leyenda de la ciudad sin nombre o que lo agradeciera su digna heredera sobre las tablas, María Esteve, no paliaron esa sensación de orfandad gélida en que se convirtió esa parte del acto, más próxima a la galería de los “desaparecidos”, con la excelente actuación de Jamie Cullum, que a la fiesta grande del honor en vida.
Sobre el palmarés de premiados solo cabe repetir el tópico de siempre,  que nunca llueve a gusto de todos; pero, sin haberla visto aún -la compraré con El País en breve- , uno «intuye» que O que arde merecía bastante más, así como Las ventajas de viajar en tren o Intemperie, que promete. Las veré y lo diré, por supuesto. Todos los premiados tuvieron sus momentos de «emoción» solapados con la inverosímil solidaridad y la obligatoria admiración al resto de los nominados, lo que no ocurrió en el caso del mejor director, curiosamente; pero sobre los egos y su iglesia ya hay doctores que pontifican muy bien, como para meterme yo ahora en heterodoxias extemporáneas.
Los espectadores agradecen la sobriedad de los «premios menores», aunque, en su calidad de «industria», no hay parcela, desde el maquillaje hasta el vestuario, pasando por la música o la labor de producción que admita esa categoría de «menor», véase, por ejemplo, la impecable labor de dirección artística de una película como la de Amenábar, por ejemplo, que cae, casi, dentro del cine de época. Lo que está claro, y eso es indiscutible, es el nivel de calidad de nuestra industria fílmica. Otra cosa muy distinta es, por supuesto, que esos esfuerzos productivos acaben teniendo el favor del público, pero son muchas las películas españolas en los últimos años que tienen una calidad excepcional, y ahí están incluso los propios palmarés de los Goya que alguna vez la ha reconocido, dicha calidad. Lo propio, sin embargo, es que muchas películas ni siquiera lleguen a estrenarse, pero, para que sirva de consuelo, acérquense los «quejicas» a una realidad como la del estreno de la última película del maestro  Roy Andersson, Sobre lo infinito -que Filmin tiene la delicadeza de invitarme a verla-, y verán que en todos lados cuecen habas… ¿Es necesario recordar que un director tan polémico como visionario, Albert Serra, es algo así como un «apestado» para esa «fiesta del cine»? O sea, que, más allá de los oropeles de dos películas mediáticas, pero no poco mediocres, las que se llevaron la cesta de las nominaciones, hay una realidad fílmica viva y muy digna de que pasemos por taquilla para verla.

sábado, 11 de enero de 2020

Sorolla o la pasión por el dibujo y la familia.


Un museo "habitado" por la luz que aún gotea en los pinceles...

   Escaparse al Museo Sorolla en Madrid es algo así como la oportunidad de entrar en la intimidad de uno de los grandes pintores españoles del siglo XX, cuya obra, además, va creciendo en la estimación unánime de todo tipo de públicos. Sorolla tiene dos cualidades que a mí, en particular, me lo hacen entrañable: por un lado, la pasión irrefrenable por dibujar -de hecho, la exposición particular que ofrecía la visita era la de 500 dibujos de todo tipo y tamaño que confirmaban que él sí que era un hombre de nulla dies sine linea (título, por cierto,  que escogió Antonio Saura para su calendario de dibujos de la actualidad), porque el dicho no tiene su origen en la escritura, sino en la pintura, recogido por Plinio el Viejo, quien lo pone en boca de Apeles de Colofón-, es decir, por practicar asiduamente, sin descanso, los fundamentos de su arte -en mi caso es la escritura- y, por el otro, la pasión irrefrenable por su mujer, Clotilde, que ampliaría después a los tres hijos que tuvo con ella y que abundan en sus pinturas y en sus dibujos de tal manera que bien podría ser considerado Sorolla algo así como "el pintor de la familia", porque no pierde ocasión de fijarse en lo que ocurre a su alrededor y llevarlo al papel o al lienzo. Una tercera cualidad -la de ser trabajador- ni siquiera la consigno, porque quien vive con pasión el arte al que entrega su vida, por fuerza ha de ser pródigo en la labor.

   En el caso de Sorolla, además, que entra como ayudante de un reconocido fotógrafo valenciano, Antonio García Peris, casa en la que consolida la amistad con su futura mujer, la hija del fotógrafo/institución de Valencia, y a quien conoció porque su hermano Juan Antonio fue condiscípulo de Joaquín  en la Escuela de Bellas Artes de Valencia, en la que ambos estudiaron, esa condición de trabajador infatigable está en relación directa con el prurito de conseguir para su mujer y sus hijos un estatus económico como el que el padre de ella le había dado con su actividad fotográfica e incluso pictórica, pues hizo también, García Peris, sus pinitos pictóricos. Se le atribuyen a Sorolla más de 500 retratos, su fuente primordial de ingresos, la que le permitió ir acumulando una fortuna que no dudó ni un momento en invertir en la casa/palacete que es actualmente su Casa Museo, por cuyas salas los visitantes aún pueden percibir los ecos de la familia alegre y "movida" que la habitó.

   Ya es la tercera vez que hemos ido al Museo y en esta ocasión escogimos la modalidad de la visita guiada, lo que nos permitió conocer ago más en profundidad las diferentes etapas del autor, las diferentes luminosidades de las distintas playas donde pintó, o las circunstancias familiares de no pocos cuadros en los que la familia es protagonista absoluta. De la pasión de Sorolla por Clotilde da fe la profusión de retratos de su mujer, a quien viste de mil maneras y a quien sorprende de otras tantas, y entre ellas son de mi predilección los cuadros y dibujos en que la sorprende leyendo, lo cual me hace mucho más afín a ella, por supuesto, al compartir la pasión por la lectura, que es, realmente, un "modo de vivir". Es sabido que Sorolla la llamaba, en la intimidad, "mi feúcha", algo que, sobre ser falso, reivindica una suerte de derecho taumatúrgico del pintor: soy yo quien en mis dibujos y lienzos te va a otorgar la belleza... 

   Lo que está fuera de toda duda es la imponente cohesión  de la pareja a lo largo de toda una vida, en la que a Sorolla no le fue fácil destacar, que conste; en ningún caso se trata de un autor de éxito inicial arrollador, todo lo contrario: fue abriéndose paso poco a poco y a veces ante la incomprensión de algunos certámenes y de no pocas galerías y marchantes. Cuando le llega el éxito, sin embargo, salvo el lujo propio que puede permitirse, lo esencial de su vida sigue inalterable: dedicado en cuerpo y alma a su obra y a su familia. Gracias a Clotilde, que fue quien tomó la decisión de crear el museo y donar toda la obra de su marido al Estado español, podemos hoy, sus compatriotas, disfrutar de un museo tan excepcional. Su hijo Joaquín fue el siguiente Director y tanto él como sus hermanas donaron sus obras al Museo. Por eso hago hincapié en el carácter familiar que tiene el museo, donde parece que, como en esas visitas "representadas", vaya a aparecer el mismísimo Sorolla para "improvisar" un retrato o para acabar el que se exhibe en la sala principal a medio acabar, el de la esposa de su amigo Ramón Pérez de Ayala, que quedó incompleto porque sufrió una hemiplejía que le impidió seguir pintando, tres años antes de su muerte.

   La propina de la visita guiada -por cierto, en todas las casas museo lo primero que sacrifican para el espacio administrativo es la cocina, un lugar tan nuclear siempre en una casa, donde se negocian los altos asuntos del estómago y la salud- era la exposición de dibujos, muchos de los cuales no se habían expuesto con anterioridad. A través de esa febril actividad el visitante puede observar la maldición que han padecido todos los grandes artistas: la sed de perfección. Lo singular, en el caso de Sorolla, es no solo la dedicación al perfeccionamiento de su oficio, sino la habilidad para, con muy diversas técnicas a su alcance, desde el carboncillo hasta la acuarela pasando por el gouache, la témpera, las ceras, la tinta china o el lápiz, captar una realidad inmediata que adquiere una vida espléndida en sus bocetos, algunos muy desarrollados, casi instantáneos, como las calles de Nueva York contempladas en picado desde la habitación del hotel, por ejemplo, o las diferentes actividades familiares que tantísimo le llaman la atención y que configuran un verdadero álbum de la vida de una familia en el cambio de siglo, del XIX al XX, un auténtico documento que bien hubiera dado, sin duda, para una serie televisiva biográfica, pero se ve que aquí lo propio nuestro interesa poco, aun a pesar del exitazo que fue en su día una trilogía como Los gozos y la sombras de Torrente Ballester o Fortunata y Jacinta, de Galdós.
   Visitar el Museo Sorolla es entrar en esa familia y en la delicada naturalidad de una visión de la luz que han convertido a Sorolla, con sus famosísimos cuadros de la playa, en un pintor universal cada día que pasa más celebrado.
   La casa, por otro lado, obra del arquitecto Enrique María Repullés, con dos magníficos patios de estilo andaluz, una preferencia de Sorolla, a quien hechizaron, literalmente, la Alhambra y el Alcázar de Sevilla, permiten al visitante sentarse y disfrutar a veinte escasos metros del horrible tráfico madrileño, de una ensoñación árabe en la que el silencio se alía con el dulce murmullo del agua para su solaz, para su recreo y su honda paz interior. En el interior del palacete es otra paz, la de la intensa vida cotidiana familiar que el artista anda cazando en cada movimiento de los suyos, retratados una y otra vez de todas las formas posibles, y, presidiéndolo todo, el magnífico "retrato en gris" de Clotilde, la musa del artista y su apoyo vital desde que se conocieron. Sí, no hay que tener pudor de esas cosas: los Sorolla-García fueron una pareja enamorada que construyeron su amor a lo largo de todos y cada uno de los días de su vida que estuvieron juntos. Todo indica que se juntó el genio con la inteligencia y la belleza y formaron una sociedad perfecta. Ese es el aire que se respira en las estancias. Joaquín pinta; los niñós alborotan, se persiguen, Clotilde intenta poner orden aquí y allá, incluso en las herramiento de su marido, los pinceles, los potingues, las pinturas, mientras se entretiene con una cámara manual para arrancar otros óleos muy distintos a su vida familiar o se adentra en un libro con el que se aísla de la algarabía que la rodea. Es difícil, sí, no enamorarse de Clotilde vista con los ojos con que la mira Sorolla.

   Los artistas tienen fama de caprichosos y atrabiliarios, pero Sorolla solo parece tener un capricho: su familia, que asocia a su razón de vivir, la pintura. ¡Qué afortunado encuentro para los visitantes que ahora recorremos esas salas y atendemos a las pormenorizadas explicaciones de una guía que, como las verdaderas profesionales, te habla como si hubiera gozado siempre de la intimidad de la familia, aun hasta en los más nimios detalles! Al final del recorrido, al visitante le cuesta horrores aparecer como un "listillo" entre el grupo y confesar que sí, que estamos ante un Ribera, cuadro que Sorolla intercambió como recompensa por un retrato de encargo. Pasado el trance, se fija en los detalles del mobiliario, de las cerámicas, a las que Sorolla fue un gran aficionado, y en otros detalles aparentemente menores, como la "devoción" de Sorolla por Velázquez, una copia de cuyo retrato de Inocencio X preside el estudio principal. 
   Cuesta irse de ese mundo de blancos innúmeros, de esos cuerpos esculpidos en barro líquido, de esos animales que entran o salen del mar, caballos, bueyes, de esas telas gobernados a su antojo por los vientos, de esa luz cegadora, de la serenidad de ciertos retratos, de la paz de otros, del acogimiento íntimo de escenas "sorprendidas"... Sorolla, en definitiva,  siempre merece una nueva visita...