domingo, 11 de diciembre de 2022

De los libros de aventuras a la aventura de un libro…





Un libro «arrestado» en la aduana del aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas por ADTpostales...

          [Nota bene: 11 de enero de 2023 y el libro sigue sin llegar...]

        El comunicado final:

    Tres meses después de haber reclamado la entrega del libro, y sin haberme podido comunicar con ADTPostals de ninguna de las maneras, en una opacidad solo digna del Falcon de Su Excelencia, recibo la comunicación de que solicitan el retorno del libro a origen, así, sin más, sin ninguna explicación y sin ningún número de teléfono o correo donde pueda comunicarme con un ser vivo para que me explique qué pasa con un «peligroso» libro cuyo coste asciende a 8'90€..., para que no lo dejen entrar en el país. ¡Si al menos supiera que el librero ha tenido la humorada de incluir algún explosivo entre las hojas del libro o algo por el estilo...! En fin, no pienso mover ni un dedo más. Este episodio resume para mí a la perfección la calidad de vida que nos ha traído la moción de censura destructiva, aunque ello signifique coger el rábano por las hojas... He aquí la comunicación incomunicada de ADTPostals, empresa subsidiaria contratada por el amigo de Su Excelencia a quien esta puso a dirigir Correos a dedo.

Comunicado de devolución del envío XXXXXXXXXXXX al cliente por control de fechas

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no-reply@adtpostales.com

3 feb 2023, 15:44 (hace 3 días)

para mí

----- CORREO EXTERNOAunque pueda conocer la identidad del remitente, sea precavido con enlaces y archivos adjuntos ------

 Estimado cliente,

Le informamos que se ha solicitado a la Agencia Tributaria, la devolución del envío a origen. Cuando dicho organismo autorice la salida, recibirá una notificación por email. Podrá realizar el seguimiento del envío a través de la web 
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Devuelto por control de fechas

Si tiene algún problema o duda, puede ponerse en contacto con nosotros en 
www.adtpostales.com


Atentamente,

Atención al cliente ADTPostales
Grupo Correos

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 En fin, que  aquí acaba la aventura de comprar un libro en e-bay. ¡Una y no más! Sí, he tenido que mirar el año del calendario para constatar que estamos en 2023, cerca de un tercio del siglo XXI.

        Pude encontrar en e-bay un libro que andaba buscando desde hacía tiempo, Hot Springs, escrito por Stuart Miller, acerca del centro de espiritualidad y nuevas tendencias psicológicas e intelectuales de Esalen que marcó los años finales de la década de los 60 en Usamérica, en el seno de aquella corriente que Roszak bautizó como la era de la «contracultura». Como la gran mayoría de los que nutren mi biblioteca es un ejemplar de segunda mano, usado, pues, e ignoro si subrayado, pero me temo que sí, y que tuve la suerte de adquirir por 8’59€. Hace unos días recibí el *corretrónico de la librería que me lo enviaba y me anunciaba su llegada para estos días del mes de diciembre. Hace tres, sin embargo, lo que me trajo en mano una cartero de Correos fueron tres burofax en los que se me apremiaba a aportar documentación no especificada en cierta página web, www.adtpostales.com, donde debía seguir las instrucciones pertinentes. Así lo hice, pero en cuanto llegaba a la descripción del «contenido», el sistema no me dejaba continuar. En dicha página web había una pestaña de «contacto» que ni consignaba teléfono ni dirección *corretrónica, por lo que hube de buscar un teléfono en Google. Hallado este, llamé, pero solo conseguí hablar con una máquina que me remitía a la página web y ahí se acababa todo.

         Incapaz de dar un siguiente paso, de esa calidad era el bloqueo que sufría —metáfora de la opacidad con que Su Excelencia, pdr snchz, oculta información sobre sus destrozos de (des)gobierno y usos autocráticos de los bienes del Estado—, me dirigí a mi oficina de Correos donde, ¡por fin!, un amable funcionario me soportó la jeremiada de mis desventuras postales y se afanó en tratar de poner una reclamación —el «sistema» se lo impidió— y, posteriormente una queja, todo ello en mi nombre, pero ninguna de las dos prosperó. Mientras él se aplicaba a los formularios internos, yo busqué en el móvil si había algún teléfono de la Aduana del aeropuerto madrileño donde debía de reposar mi libro allí secuestrado —¡insisto, para que se tenga conciencia exacta del absurdo del que hablamos: un libro de segunda mano cuyo valor asciende a 8’59€!—, y sí, lo encontré.

         No se trataba exactamente de Correos de la aduana aeroportuaria, sino de la AEAT en dichas instalaciones. Llamé y muy amablemente una funcionaria volvió a oír lo que yo ya calificaba de situación extremadamente absurda y me confesó que estaban hartos de las reclamaciones que les llegaban a ellos de ese servicio subcontratado de Correos, cuya eficacia era nula, me dijo. De sus palabras deduje —dejo el «deducí» para la ninistra de Educación…— que poco menos que media España tenía alguna reclamación contra ese ineficiente servicio que impide que un administrado entre en relación humana con los administradores, por muy subcontrata que sea. Eso sí, la funcionaria me indicó que de los bienes que entran en España ellos solo suelen retener un 2%, lo cual añadía mayor mortificación a mi situación absolutamente kafkiana.

         ¡De nuevo en un callejón sin salida! Volví a llamar a un número de Correos de mi ciudad, buscando alguna salida, pero la también muy amable funcionaria lamentó no poder ayudarme y me indicó que lo único que salía en el expediente del número de envío que yo le daba era que se habían iniciado los trámites, pero sin especificar ni qué trámites ni cómo yo podía acceder a ese conocimiento.

         Total, que un libro usado de ínfimo valor sigue retenido en la aduana de Correos del aeropuerto de Madrid e ignoro si, además de los tres burofax —cuyo precio multiplica por 8 el valor del libro— esa subcontrata maligna ADTpostales va a ponerse de nuevo en contacto conmigo para cualquiera que sea el trámite que haya de cumplir para recibir un libro que, ¡quién me lo iba a decir cuando lo adquirí!, ha resultado ser un «bien» de importación, casi como si se tratara de un incunable o una copia de la Biblia de Mazarino…

         Queda claro que no intento eludir el pago de las tasas que sean de rigor si la adquisición de un libro usado por 8’59 € lo exige, pero no acabo de entender que, dada la irrelevancia del bien, ¡de inestimable valor para mí, sin embargo!, haya de estar retenido en Barajas, pudriéndose de asco sin la mirada de los amantes ojos que están deseando recorrer sus líneas…

         A veces he de desviar la vista dela pantalla del ordenador y asegurarme del año y el siglo en que estamos, la verdad… y no puedo dejar de pensar en que un paniaguado de Su Excelencia dirige lo que le viene grande, y donde está generando un pufo presupuestario, y aún se atreve a subcontratar con quienes representan la incompetencia total y la falta de percepción real del valor de las cosas.

         Sigo en mi espera desesperada…

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Tres calas en la vida cotidiana...

 

Un robo, un deceso y un implante...



    

        El robo

            Ser robado es una experiencia común, sobre todo en una ciudad sin ley, desorientada, desordenada, sucia y caótica cual es la otrora hermosa Barcelona, es decir, tal y como nos la están dejando los socialistas y los comunes de común acuerdo, aupados por un legionario de la política que ni aiquiera aguanto en su escaño el tiempo suficiente para ver la dimensión de su estropicio y regresó a su país para buscar mejores oportunidades políticas. Lo más frecuente, al parecer, son los robos de relojes caros, pero  como el diablo no descansa y todo lo añasca, los amigos de lo ajeno no les hacen ascos a los móviles, que es lo que me robaron a mí en el autobús H12 con una pericia que solo pasado el tiempo está uno en condiciones de reconocer, porque en el momento del robo, orquestado como una coreografía exquisita, y porque andaba yo a ciertos asuntos que me tenían totalmente distraído de mi persona y mis bienes, me volaron un auxiliar dela vida cotidiana en el que ni nos damos cuenta de cuánta información y recuerdos sentimentales somos capaces de introducir y conservar. 
            Saberse robado es una sensación de humillación absoluta. Se entroniza uno a sí mismo como el mayor pardillo del mundo y maldice, entre lágrimas, rabia, desesperación e indefensión contra su poca cabeza y la inseguridad permitida por un Ayuntamiento que está a otras cosas de más enjundia política y a otras baratas luchas paraideológicas que a facilitar una vida segura a sus vecinos. ¡Qué desnudez, de repente, y qué vacío tan grande en el bolsillo lateral de los pantalones cortos donde guardé ¡ahora veo que en mala hora!, el ordenador de bolsillo. Palpaba con incredulidad una y otra vez el bolsillo como si por arte de magia pudiera volver a aparecer. No lo dudé, me bajé en Plaza de España y, en vez de continuar las compras, me fui a la comisaría a poner la denuncia correspondiente: que al menos figure en la estadística de la vergüenza de la sectaria adalesa incompetente que nos (des)gobierna con la complicidad de un partido-muleta del totalitario nacionalismo catalán, el psC.
            ¡Y anda que no habré visto películas de carteristas (y movilistas..., habremos de añadir, ¿no?) que bien que me habrían de haber aleccionado!, pero achaco mi descuido a la necesidad de tener que realizar unas compras urgentes, que no me dejaron atenerme a mis rutinas de seguridad. Pickpocket, de Bresson es la que recordé enseguida, junto con Nueve reinas, de Fabián Bielinsky, pero también Manos peligrosas, de Samuel Fuller, que acabo de ver recientemente porque tenía grabada la impecable operación de sustracción realizada por Richard Widmark. Pongo por delante la calidad, para esquivar la verdadera imagen que también se me vino enseguida a la memoria: la del  paleto emboinado y sin entrañas al que Tony Leblanc le clava el timo de la estampita en Los tramposos, de Pedro Lazaga.
        
    Me reprochaba a mí mismo, con deslenguada ferocidad, haber sido tan imbécil de ir con la guardia caída, expuesto, ¡ay!, a las nubes de rateros que sacan provecho de los incautos como yo lo fui en ese viaje en autobús. Que un joven árabe se empecinara en no apartarse del pasillo, hasta que tuve que llamarle la atención, fue suficiente para que se verificara la sustracción, por parte de alguien que debería de estar sentado y a quien no le costó nada extraerlo, de un  bolsillo cuyo contenido no presiona el cuerpo, está claro. Usualmente siempre soy precavido, y eso me ha librado de algunos sustos, de ahí me autorecriminación: haber confiado en que Barcelona es una ciudad en la que uno puede ir confiado por la calle y los transportes públicos, cuando no es así. Saberlo, además, desde que la incompetencia llegó al poder municipal, aún me hace más culpable de lesa ingenuidad y tremendo pardillismo. ¡Y luego se preguntarán los demás por qué va creciendo la insociablidad y el malhumor! 
            

       


            

             El deceso

            Alos 95 años, después de una vida intensamente vivida y una vejez mayúsculamente mal soportada, a causa del deterioro físico, mi madre murió el pasado agosto, para descanso suyo y de sus hijos y allegados. La última de su propia familia, ha vivido hasta que el corazón ha sido incapaz de soportar los mínimos esfuerzos de la vida cotidiana, muy reducida por la osteoporosis, la cardiopatía, los divertículos, la casi ceguera y otras degradaciones propias de la edad. Me ha dado por revisar estos días la crítica que hice de la Carta a mi madre, de Simenon, cuyo comienzo puede helarle la sangre en las venas a quienes tengan la institución maternal como un pilar de sus vidas, porque arranca con el reconocimiento de que nunca se han querido lo más mínimo. Ese solo inicio basta ya para seguir leyendo con devoción hasta el final. Para mi padre, la madre fue un concepto propio de legionarios que se lo tatúan en el brazo, acaso ejecutor de no pocas maldades: Una divinización absoluta y un respeto sacrosanto. La persona más importante de su vida, por encima de su propia mujer y de sus hijos. Para mí, el origen de mis días y un largo camino hacia el desasimiento.
            Ser el cuarto hijo de cinco te asegura en el escalafón familiar un lugar irrelevante pero muy cómodo. Copada la *benjaminitura e inaccesible la primogenitura, ser el cuarto te permite gozar de la indiferencia de los padres, para quienes lo normal es que pases desapercibido. Ese lugar solitario es el que te permite no sufrir su acoso normativo y coercitivo, al menos no tan intensamente como en el caso del resto de hermanos. No tardas en saber que eres un desconocido para ellos y viceversa, salvo que seas del gremio de los curiosos. Ya de mayor, apenas tienes recuerdos de haber sido especialmente querido, sino, si acaso, tolerado. Pero has gozado de la oportunidad de ir conformándote a partir de tus experiencias y tus muchas o pocas razón e imaginación.
            No ha sido una extraña en mi vida, mi madre, pero tampoco una persona excesivamente importante, ¡y mucho menos decisiva!, por supuesto. Y jamás escriño de confidencia alguna. Es difícil convivir con quien siempre ha vivido aguerridamente a la defensiva y, ¡más difícil aún!, amar a quien nunca se ha dejado querer. No hay hitos que marquen el relato de la distancia. Tuvieron el capricho de tenerte; tú cumples la obligación de respetarlos. No les deja en buen lugar, eso sí, que cuatro seamos la niña que nunca llegó.
            Uno entiende que convivir con seis varones te obliga casi a la sobreactuación, y más aún en los tiempos poco dados al feminismo del franquismo, pero me alegra poder decir en su honor que las actuales feministas, por radicales que sean, no le llegan a mi madre ni a la suela de los zapatos; un proceso, sin embargo, tan combativo, que en él se pierden valores tan esenciales como la afabilidad, la ternura, la serenidad y la empatía, entre otros. Nada reprochable, en definitiva, porque en los tiempos de 
«sacar adelante la prole», ¿quién puede ponerse exquisito?
            No es recuerdo mío, sino suyo, que yo le preguntara, de muy niño, antes de los siete: 
«Mamá, ¿cuándo se es mayor para irse de casa?» Tuve la suerte de hacerlo, parcialmente, muy pronto, a los quince, por mis propios méritos deportivos, Ahora que la distancia es ya infinita entre nosotros, esta evocación me acerca, paradójicamente, a ella más de lo que lo estuve en vida. Así de extrañas son las relaciones entre madres e hijos.

        

         



                  Un implante   

            Es equívoco el epígrafe, cierto, porque, salvo cirugía mayor, (¡de la que ojalá me preserven los años con denuedo...!), bien pudiera pensarse que voy a relatar un proceso, dados mis años, de implante capilar. Amigo tengo que a él se ha sometido, y los políticos nos dicen que esa es una de las principales razones para la tradicional amistad hispanoturca... Pero no.  La mediana edad también abona otro implante más modesto pero mucho más importante que el tupé para la calidad de vida del sujeto. Sí, se trata de una operación de cataratas. De repente, un cuerpo extraño, una lente, se instala en tu cuerpo, sustituyendo el material  «de fábrica», y, sin ser muy amigo de la ciencia-ficción, adquiere uno un ramalazo de cyborg que se certifica aún más en el momento de descubrir el ojo al día siguiente y asistir, pasmado, al descubrimiento de la realidad con una intensidad lumínica y unos colores, como nunca la habías visto. ¡Y lo que choca al descataratizado la nueva visión bícroma: luz cálida con el intacto, luz fría con el implantado, y saltas de un ojo al otro, alborozado,  como un niño con los regalos de Reyes, y escrutas enderredor como un perro olfatea cuanto cae a su alcance... Sales de quirófano como si te hubieran cambiado un ojo en vez de simplemente el cristalino, o como si te hubiera alcanzado una de esas terribles pelotas de goma de la policía, pero la recuperación se inicia ya desde el día siguiente.
            Lo peor es el periodo de adaptación a la doble visión, las gafas con una solo vidrio graduado,y vacía la parte del ojo operado: tiende la vista a cruzarse, a converger en un punto que no necesariamente es el punto de fuga. El ojo herido lagrimea, a pesar del colirio que religiosamente me administran cada día, según la prescripción del cirujano, y tiende el paciente a pensar si no le han cambiado una catarata por un manantial...
        Nada tan cotidiano como una de estas intervenciones, ni nada tan agradecido, porque quienes abusamos de la vista, lectura y cine, sobre todo, recibimos como una bendición salir de las tinieblas de las películas de terror de Corman o la Hammer y poder ver con esta nueva mirada cyborgiana [¡Y perdóneme Jorge Luis...!] el Aleph en su plenitud.
            Ahora solo queda el ajuste estético de una graduación que permita diverger los rayos visuales y permitir la visión de media y corta distancia, para poder trabajar en el ordenador sin el parche fordiano. Hay quienes se liberan de las gafas con júbilo, e incluso me consta que hay quienes las han odiado toda su vida, como una suerte de satánica condena. En mi ingenuidad oftalmológica, yo pedía que me quitaran la caratarata y que me dejaran mi miopía, con la que llevo conviviendo,en feliz matrimonio, medio siglo... A mí siempre me ha encantado usar gafas y las he llevado de todos los tipos, si bien casi h sido mi costumbre lucir diseños de gafas para mujer, como unas que compré en Canal Street en Nueva York, de anciana usamericana de los 40 y que, aun desvencijadas, conservo entre mis recuerdos más queridos.



miércoles, 28 de septiembre de 2022

El tardío y gozoso descubrimiento de las Pitiusas.

La calma en la movida; la serenidad en el alboroto; la relajación en el estrés... De cala en cala por Ibiza y un breve (y oneroso) desembarco en Formentera...

 

    Estaba convencido de que mi Conjunta y yo éramos de los pocos españoles que aún no habían visitado Ibiza y Formentera. Mi sorpresa, al volver, es que son no pocos los amigos que confiesan no haber estado nunca, lo cual me ha permitido convertirme en propagandista fervoroso de su visita. Imagino que la visión internacional de Ibiza como el centro de la vida nocturna superficial, la sosa moda Adlib (lo que imagino que significa Ad libitum, esto es, «a mi capricho»), el recreo de los famosos y su fama de cara, además de antiguo paraíso de las drogas incitaban a su visita a ciertas personas deseosas de tener experiencias fuera de lo común. No hacía mucho que había visto yo More, de Barbet Schroeder, uno de los puntales de la Nouvelle Vague, y confieso que, más allá de la historia narrada, un proceso de destrucción personal a través del consumo de drogas, la belleza de la isla me cautivó completamente. Mi Conjunta —esas divergencias de pareja tan frecuentes al escoger destino vacacional— quería ir a Formentera; a mí me tiraban más los espectaculares paisajes de Ibiza que había visto en la película; al final, como casi siempre, decidieron los operadores y la inviabilidad de ciertos vuelos y ciertos hoteles.

         Total, que nos presentamos en Ibiza y, atravesándola de noche, algo que, con coche de alquiler, siempre temo, llegamos sin excesivos tropiezos al hotel donde teníamos la reserva, en los alrededores de Santa Eulalia,  en Es Canar, concretamente, muy cerca de donde abre sus puertas los miércoles el magnífico mercadillo hippy que tiene visita obligada.. La habitación con terraza nos sorprendió, así como, a lo largo de la estancia, la amabilidad de todo el personal del establecimiento. Pero nuestro objetivo estaba claro: ¡las calas! Pasada la noche, nos despertamos ya con ese afán ajeno de empezar a conocer las famosas calas ibicencas, y a fe que, día tras día, tuvimos tiempo para conocer lo mejor y lo peor, aunque todas las playas tienen una calidad extraordinaria, por masificadas que estén.

         He de reconocer que al turismo de playas, calas, etc. suelo ir «arrastrado», y aunque soy sensible a los paisajes de tantas calas recónditas como hemos visitado, no es menos cierto que me superan las incomodidades propias de dichas excursiones y baños: ¡estoy reñido con la fina arena de las playas, con el sol, el calor y, si se tercia, con las medusas! La incomodidad suprema de la lectura en la playa me desespera, sobre todo porque no sé leer sin subrayar y el exceso de luz es tan perjudicial para mi vista como la ausencia de ella, ¡y si le añadimos la catarata que me atormenta desde hace un tiempo, pues hacemos el pleno! Otra cosa es que haya de descender hacia el mar por lo más parecido a un acantilado, recordando, acaso, el descenso por la ladera de la montaña con que se abre Aguirre o la cólera de Dios, de Herzog, ¡tan impresionante! Menos mal que los amables dependientes del hotel nos facilitaron una sombrilla que me permitió recorrer bajo ella los interminables caminos que mi Conjunta abría sobre las playas que nos acogieron con un agua excesivamente caliente y una temperatura ambiente abrasadora…

    

    Ibiza tiene pocas carreteras cómodas que recorran la isla, pero infinitas de tipo comarcal por las que conviene perderse a veces para adentrarse, como lo hicimos nosotros en el norte montañoso y muy arbolado de la isla, cuando recorrimos los alrededores de Portinatx, Cala San Vicente, San Juan y la renombrada Cala Xarraca. Como le sugerí a mi Conjunta que viéramos More, yo de nuevo, la película se nos acabó convirtiendo en una suerte de guía para visitar las localizaciones que en ella aparecen. Nos despertamos tarde, pero conseguimos identificar y fotografiar las rocas de la cala de Punta Galera y, ya en Formentera, después de una larga caminata bajo un sol inclemente, una visión lejana del molino del XVIII que está desmantelado, sin las aspas, y en una propiedad privada. Cuando, al cumplirse los 50 años de la película, Schroeder lo visitó, se llevó una decepción terrible. Él tiene casa en la isla, la que perteneció a su madre, quien se instaló y vivió en ella después de desertar de la Alemania nazi y de abandonar, por eso mismo, el idioma alemán. La comparte con su hermana, y la buscamos, pero nos fue imposible llegar hasta ella. ¡Menos mal que esa misma jornada la acabamos en Punta Galera! Lo que sí recorrimos fueron las calles de Ibiza que aparecen en la película, a pesar del tráfico humano que, a la caída de la tarde, hace imposible visitar con calma la ciudad, y menos aún hacer alguna fotografía sin tanta densidad humana.

    

         Visitamos, ¡y cómo no!, el segundo centro neurálgico de Ibiza, San Antonio, además de la capital y el paseo marítimo donde se ubican las grandes atracciones discotequeras de la isla. Masificado como nos pareció que estaba,  su larguísima playa daba la sensación contraria, y paseamos por ella con total tranquilidad hasta que descubrimos unas piscinas en las que se entraba supuestamente para ligar y cuyo chundachún atronador no nos impidió contemplar el desfile de aspirantes al ligue de honor, jóvenes y jóvanas, ataviados con los insólitos hábitos decorosos que se exigían a la entrada para poder entrar. De más está decir que lo único que percibe el paseante es la música estridente, porque está cuidadosamente protegido de las miradas indiscretas o, como las nuestras, discretas y casi sociológicas.

    


    

    La entrada en Ibiza, sin otra referencia que «el aparcamiento de IKEA» fue todo un baño de desesperación circulatoria. Una vez encontrado el sitio, el paseo de diez minutos desde el aparcamiento al centro de la ciudad, es un alivio, aunque después la inmensa cantidad de visitantes te hace sentirte demasiado acompañado en la visita. Es todo un arte, el de hacerse el remolón para dejar pasar las oleadas y hallar intersticios en los que poder hacer las fotografías de rigor y sentir el pulso antiguo del espacio sin la presión observadora, casi profesional, de los visitantes, porque no hay otro modo de descubrir esos rincones que suelen pasar desapercibidos si no se visita la ciudad con la ingenuidad de quien descubre un posible paraíso. En ese aparcamiento nos sucedió el único percance desagradable de nuestra estancia en las islas, porque dejamos el coche en el aparcamiento cuando, con el Ferry, viajamos hasta Formentera, para conocer, siquiera fuese muy someramente, la isla que había de ser el destino original  de nuestras vacaciones. Visitamos las playas de Ses Illetes, las más cercanas al puerto, y, por esos azares de los horarios de los autobuses, acabamos comiendo en el chiringuito más caro que nadie sea capaz de imaginar. Uno de esos sitios en los que, repasada la carta, el primer instinto es levantarse; el segundo, «pagar la inocentada», y así fue, aunque comimos de lujo y pagamos como tal, desde luego. A la vuelta, sin embargo, agotados tras la maratoniana jornada —ahí ha de incluirse la caminata para descubrir el molino de la película, doble, en realidad, una fallida y otra certera…—, descubrimos, acojonaícos, que el coche había desaparecido, y en el lugar donde estuvo el nuestro, había ahora otro. A pesar de que el robo fue considerado, mis rápidas investigaciones telefónicas lograron darme la respuesta más satisfactoria imaginable: se lo había llevado la grúa a un depósito municipal que estaba a menos de medio quilómetro del aparcamiento. Insisto, donde estuvo aparcado mi coche, había otro, y allí seguía. Y en la misma línea del nuestro estaba el aparcamiento lleno, esto es, la grúa ibicenca, como todas las grúas municipales, no sirve para facilitar la circulación, ninguno de nosotros la estorbaba, sino exclusivamente para recaudar, y así hubimos de tomarlo, como un impuesto al sufrido turista que se identifica por llevar un coche de alquiler. Muy desagradable, porque el sofoco que nos llevamos fue mayúsculo. Por cierto, el coche de alquiler, un Ford Puma, aunque estaba configurado en alemán, nos dio un resultado magnífico, y es sumamente cómodo. Acostumbrado como estoy al automático de Kia, el tránsito a la conducción del Puma fue comodísima.

         Está claro que la naturaleza es el principal atractivo de Ibiza, y el descubrimiento diario de sus calas nos ha deparado un placer enorme, pero el propio hecho de viajar con el coche a través de la isla, por cualesquiera carreteras, relaja y entretiene a cualquiera, y permite descubrir constantemente espacios dignos de una visita demorada. Como ocurre siempre con destinos que se revelan más interesantes de lo que imaginabas antes de ir, Ibiza nos ha dejado tan buen sabor de boca que no sería extraño que no tardáramos en volver, acaso en Ferry desde Jávea, después de visitar su Parador Nacional, claro…

 


        


jueves, 15 de septiembre de 2022

Elogio [necesario] del deporte.

 




El deporte como escuela de valores y depósito sin fondo de placeres.

                                                 Mens sana in corpore sano                                                                                                                                                        Juvenal

Llevaba tiempo rondándome la idea de hacer un «elogio del deporte» desde mi vivencia biográfica del mismo, porque mi cuerpo y el deporte son uno desde la más remota infancia, mucho antes de que me convirtiera casi en un profesional del mismo y de que constituyera una rutina a la que he dedicado miles de horas con un agradecimiento eterno a mi fuerza de voluntad para perseverar en esas distintas practicas: fútbol, lanzamiento de peso, salto de trampolín, natación, waterpolo, remo, tenis, atletismo… Ningún deporte me es ajeno, excepto aquellos en los que la variante mecánica, como el motor, impiden que los resultados dependan, al cien por cien, del esfuerzo físico: ¡qué diferencia hay entre el motociclismo y el ciclismo, por ejemplo!, lo que no quiere decir, obviamente, que esos deportes mecanizados no exijan del deportista un esfuerzo físico considerable.

Dos acontecimientos recientes, la conquista del primer Grand Slam, por parte de Carlos Alzaraz, y el fallecimiento de Jean-Luc Godard, apasionado de ese deporte elegante, tan potente como artístico y tan cercano a la coreografía como a los malabarismos circenses, han acabado por empujarme a la redacción de estas líneas. Y he escogido el género de la loa, aunque en prosa, guiado por mi agradecimiento a una práctica del cuerpo de la que, al margen de las lesiones, solo he recibido plácemes profundos y aun entusiasmos de difícil descripción.

Me recuerdo, pasados los siete primeros años de mi vida, corriendo siempre detrás de un balón, nadando, montando en bicicleta y, en el colmo de los refinamientos, jugando al tenis, allá por los doce. Conocí muy pronto, pues, las dos vertientes del deporte: la colectiva y la individual, y ambas tienen sus poderosos atractivos y sus sombras, por supuesto, aunque las dos prácticas en las que más h perseverado, la natación y el atletismo de fondo, han sido individuales. Aún recuerdo el razonamiento impecable que me ofreció mi hijo, con 7 u ocho años, cuando quiso cambiar el fútbol por el hockey hierba: «porque toco más la bola». Hoy, a sus treinta y pico, sigue jugando a ese deporte y es entrenador titulado, aunque ahora no ejerza. A los nueve o diez años, los partidos del fútbol en el recreo, con aquellos tanteos de balonmano y de escándalo, 18-10, 22-8…, en los que metíamos un  gol por minuto, siguen tan frescos en mi memoria, sesenta años después, como si los hubiera acabado de disputar ayer. No había orden ni estrategia, salvo la magia del clásico que conocí mucho después: «a mí el pelotón, Sabino, que los arrollo»…, ¡pero aquella euforia, aquella alegría divina, aquel éxtasis, aquel arrebato, aquella solidaridad, aquella comunión humana en la victoria o en la derrota…! Incomparable: la ebriedad pura del placer más intenso.

Cuando, en una de mis vidas plurales, fui profesor de instituto, tanto mis alumnos como sus padres solían quedarse muy impresionados al oírme, ¡al profesor de literatura!, recomendarles con entusiasmo la práctica del deporte, con la mayor intensidad, y si podía ser federado y participar en competiciones, mejor que mejor: La disciplina, la responsabilidad, el compromiso, la moderación en el triunfo y la plena aceptación del fracaso, el reconocimiento de las virtudes ajenas, siempre merecedoras de tanto elogio como de sana envidia, el rigor constante de los entrenamientos, la cortesía como forma de relación social, la poderosa ambición de la autosuperación, el equilibrio entre el esfuerzo y el descanso, la recompensa de la buena forma física… ¡si es que no había más que ventajas para afrontar en mejores condiciones la durísima tarea del trabajo intelectual, que a tantos vence por no estar acostumbrados a la dureza del ejercicio y al vencimiento de las dificultades! Para que se vea mi bonhomía, jamás se me ocurrió que, a edades tan tempranas, leyeran el Juan de Mairena, de Machado, cuyo protagonista es, precisamente, un más que peculiar profesor de educación física, algo a lo que, ya ejerciendo, le di alguna que otra vuelta, aunque tuviera que pasar por hacer otra carrera, la del INEF…. De lo que estoy convencido, no obstante, es de que solo aquellos que siguieran mis indicaciones deportivas disfrutarían con fundamento del libro machadiano.

Los verdaderos deportistas somos poco aficionados, paradójicamente, a la contemplación del deporte, porque nuestro placer es practicarlo. Y menos aún, a la lectura de esa suerte de deturpación absoluta del periodismo que es el mal llamado «periodismo deportivo», un cultivo del sectarismo, la banalidad y la mitomanía, digo de mejores causas. Con todo, a nadie le amarga el dulce de ver espectáculos de máximo interés, la decimocuarta del Real Madrid, la Copa del Mundo de la selección nacional de fútbol, los Tour de Induráin, las hazañas de imposibles adjetivos de Rafael Nadal o la épica lucha de la selección nacional de baloncesto contra la selección usamericana, entre tantos ejemplos de tantos deportes en los que siempre ha destacado algún deportista español, aunque las nacionalidades, para quien admira la superación de las marcas, poco o nada significan: ¡anda que no voló durante años y años en mi memoria Bob Beamon en Méjico!, del mismo modo que Cassius Clay bailó sobre el cuadrilátero su danza deletérea años y años…

Aunque me inicié en la pileta como saltador de trampolín, dure sobre él lo poco que tardé en destacar como nadador, para sorpresa de mis sucesivos entrenadores, lo que me llevó a la Residencia Joaquín Blume de Madrid, porque, por traslado familiar, hube de fichar por un club murciano. Desde los quince hasta los veinte años, con la cabeza dentro del agua mañana y tarde, bien puede decirse que desarrollé un autismo deportivo que me alejó tanto de la sociedad como me acercó a mis propios pensamientos y emociones. Rumiador profesional es quien entrena para competiciones tan «suaves» como los 1500 libres, los 400 estilos o los 200 mariposa a lo largo de los más de 10.000 quilómetros, que nadé en mi vida como nadador, antes de escoger la vía de secano y otros deportes más sociables, como el tenis, por ejemplo y, después, el atletismo de fondo, en el que aún persevero, después de 26 maratones sobre las castigadas piernas. De aquella época gloriosa de mi adolescencia solo un recuerdo se impone al resto, ¡y hubo algunos que fueron verdaderos motivos de orgullo, como la internacionalidad o varios subcampeonatos de España!, por la dimensión de la hazaña: haber nadado en entrenamiento, en el Club Natación Bañolas, a las órdenes de quien fue mi primer entrenador en el PMM de Madrid, Albert Stauffer,  una serie única y cronometrada de 1500 estilo mariposa, en un tiempo de 21 minutos 30 segundos, a las 7’00h, para tener toda la tranquilidad ambiental del mundo. ¡Cuánto hubiera deseado, entonces, que sonara en la radio el Imagine, de John Lennon, que salió por aquellas fechas y oía, en los entrenamientos de tarde, casi cada día!


Supongo que un elogio del deporte en estos tiempos mórbidos de la epidemia de sobrepeso que azota la sociedad enpantallada y adicta a la comida basura, será una incorrección política de tomo y lomo, pero nada más terrible que el futuro diseñado por aquella joya de la animación que fue Wall-E, de Andrew Stanton. En todo caso, nada reprocho a nadie, sobre todo si, como pasaba en mis años mozos, ciertos profesores de educación física son incapaces de despertar el entusiasmo por los beneficios descritos antes en sus alumnos. Cierto, cierto, la excusa de «la vida moderna» y la imposibilidad de «jugar en la calle» han hecho mucho contra la práctica deportiva, pero, si se quiere, se puede, que es un dicho tan viejo como lo es el placer inmenso que se deriva de la práctica deportiva intensa y metódica.

Andando el tiempo, tras perder traumapsicológicamente a mi sempiterna pareja de tenis, orienté mis pasos hacia la conquista del Everest que fue conseguir acabar un maratón, algo que hice en 1995, recién nacida mi hija, contando yo, para redondear la coincidencia con los 42 kilómetros, 42 años de edad. Se alinean frente a mí, como un feliz recordatorio, los 28 cuadernos en los que queda constancia de esta vida atlética mía, entreno tras entreno y en donde también figura mi más precioso recuerdo, al margen de haber acabado el primer maratón: la semana en que, tras haber llegado a los 100 km de entrenamiento, corrí el medio maratón de Barcelona y conseguí hacer 1h 27m, un proeza que  nunca se correspondió con la de bajar de las 3h en el maratón, porque justo el año en que intentaba asaltar esa proeza, 2004, sufrimos el atentado terrorista del 11M en Madrid. La angustia por los muertos y heridos, sumada a la ansiedad por saber que toda mi familia madrileña estaba bien, me llevó a forzar el ritmo de las series, para bajar de 4m el quilómetro, y bajé, sí, pero  me lesioné con tan mala fortuna que hube de perderme mi gran objetivo… Después ya llegó una severa afección hepática y se quedó en el limbo de los justos tan exigente aspiración.

Las lesiones, sin embargo, y acumulo experiencia por toneladas sobre ellas, porque mi morfotipo endomorfo es más propio de velocistas, no de fondistas, los ectomorfos; las lesiones, digo, han sido una escuela constante de conocimientos fisiológicos y médicos de primera magnitud. Mi madre, recientemente fallecida, solía admirarse de que le hiciera la competencia a su hijo doctor, y me daba tanto crédito que, a veces, me consultaba a mí sus padecimientos por no molestar al doctor oficial… Explorar el cuerpo, tener conciencia de todo él, sentirlo hasta la más mínima articulación o hasta el músculo en apariencia más insignificante, a menudo en compañía de los buenos fisios que he tenido siempre la fortuna de haber encontrado, sigue siendo motivo de profunda satisfacción. Eso tiene el deporte, si profesado con profunda vocación: hasta de las adversidades se extraen intensos placeres.

En las postrimerías del franquismo, el deporte estaba anatematizado por los intelectuales de izquierda, que lo englobaban en el capítulo del panem et circenses, en el de la alienación de las masas, etc. —aunque llegada la democracia, Canal+ escogiera, ¡mira tú por dónde!, el fútbol y los toros como reclamo para la suscripción a la primera televisión privada por cable—, de ahí mi marginalidad, yo diría que incluso «sospechosa», entre mis supuestos pares. El deporte, sin embargo, te fortalece también ante la marginación, porque te permite desarrollar una confianza en ti mismo que nunca se acerca al narcisismo, y menos aún a la misantropía; nunca he conocido a gente más humilde que a los deportistas, sabedores, ¡siempre!, de que, por altas que sean sus hazañas, vendrán quienes las dejarán chicas. ¡La cantidad de veces que he repetido y requeteaseverado que nadie logrará emular jamás a Rafael Nadal! Y hoy, y vuelvo al comienzo que me animó a escribir este elogio, Carlos Alcaraz me ha metido todas las legítimas dudas en mi convicción… Aunque fuera con zapatillas no homologadas y espoleado por liebres únicas, ¡cómo no quedarse pasmado ante la barrera de las 2h en el maratón que destrozó Eliud Kipchoge con la pasmosa elegancia del esfuerzo invisible!

Nunca me olvidaré de una anécdota doméstica que viví en las carretas de los alrededores de Calpe cuando salí a entrenar al mediodía en agosto y me crucé con un ciclista que, para animarme, me gritó: «¡Viva el deporte!», y a quien yo, a un paso del golpe de calor, le balbucí: «Pues yo voy muerto…» Poco después me senté en un bordillo y saqué del bolsillo las monedas de emergencia que siempre llevo y me compré un agua helada que me permitió regresar a casa…

 

 

 

 

        

miércoles, 3 de agosto de 2022

Crónicas de Robinson desde Torilandia (I)

 


Un viaje intrépido y una experiencia proindivisa…

    «Aún no me lo creo ni yo», que se suele decir cuando alguien toma una decisión de forma improvisada, aunque haya sido precedida de no pocas reflexiones para sopesar los famosos pros and cons, que decimos nosotros. No es fácil saber cuándo se ha acabado un ciclo, una estancia o una fidelidad, como la que yo he guardado a Laputa, donde tanto he aprendido, sobre todo de ese arte de recursos inverosímiles que responde al nombre de política y que siempre me había parecido un entretenimiento de niños ociosos en las horas de recreo sin nada mejor que hacer. Aunque la distancia permite una mayor objetividad, porque uno no se deja llevar por sentimientos que tienen una inverosímil capacidad de arrastre, iba notando yo que mis días en Laputa, a pesar de tantas distracciones festivas, intelectuales y galantes, me pesaban con ese algo de empalizada que tenía mi propia defensa en mi isla, y era de esperar que tarde o temprano deseara acercarme más a Torilandia, no solo porque cualquier objeto de estudio es un poderoso polo de atracción, sino porque el contacto directísimo con la realidad añade, a mi modesto entender, un plus de información y verdad que la distancia no puede salvar.

    Dicho y hecho, a través de un triple salto vital. Ignoro los recursos fantásticos de los que mi anfitrión, en esta Provincia Mayor, se ha servido para hacerme pasar de Laputa a ¡nada menos que Madrid!, sede del retalgobierno de Torilandia, una suerte de patchwork que, al final, ni cubre a los necesitados ni necesita a los cubiertos, pero que se empeña, es lo primero que he oído en cuanto me ha sido dado desayunar en un café de barrio, en gobernar para deshacer una realidad nacional que tantos países han contemplado con envidia desde cuando en su imperio «no se ponía el sol». ¡Qué diferencia tan abismal entre los habitantes de Laputa y los de Torilandia, al menos los de la capital, tan abrasadora, porque el mes de agosto,«puño en rostro», que ya me han dicho, para dar pie a una entretenida conversación de la que he salido con un apelativo, «guiri», que hubiera hecho las delicias de Gabriel Betteredge, el más fiel lector de mi vida que a nadie que haya visto publicada la suya le ha sido dado tener. No sé por qué me acuerdo de él precisamente ahora, en esta nueva estancia en un país como Torilandia tan poco industrioso, y donde mis habilidades no creo que me hagan ganar la reputación que mi solitaria aventura edificó para satisfacción de Betteredge, el más agudo mayordomo del mundo, hecha salvedad de una discreta versión posterior suya que fue Jeeves. 

    Pero yo no estoy aquí para lucir mis mañas ni para hablar de mayordomos, sino para constatar que desde las pasadas elecciones que colocaron el engaño y la mentira en el gobierno de la nación, con absoluto descaro, la vida de Torilandia ha sido un desvivir continuo solo aliviado por la caridad confederal europea sin nosotros, algo, nuestra ausencia de ese proyecto, que solo es comparable a la famosa peste que viví en mi infancia, y que les debemos a cuantos jubilados siguen creyendo en nuestro desaparecido imperio. «En todas partes cuecen habas», es, entre lo que he oído hasta ahora, lo que mejor describe la situación.

    Tras una pandemia contra la que ha luchado con medidas inconstitucionales el pomposo falso solemne que rige los destinos de una patria en serio peligro de desaparición, dadas las tensiones centrífugas generadas por  quienes, ¡paradójicamente!, sostienen al caudillo en su palacete; y después de una crisis que se sobrelleva por dichos fondos europeos, de los que la satanizada extrema derecho les libró de dar cuenta en el Congreso, una diabólica agresión bélica de los rusos a Ucrania ha puesto lo que antes se llamaba, no sé si ahora también, «el tablero internacional», patas arriba y con la seria amenaza, no tanto de la conflagración bélica a escala universal, que también, sino de la catástrofe económica basada en la escasez y la carestía de las fuentes energéticas. Eso si, mientras otros países, a despecho de sus esfuerzos por mejorar el clima global, han decidido volver al carbón y a la energía nuclear, el gobierno del caudillo socialista verde, sostenible, resiliente y autoritario se ha inclinado por racionar el uso de la energía. De momento con recomendaciones; pero no se espera que, apelando a no sé qué compromisos confederales, la cosa pase a mayores y se creen las famosas policías de barrio para denunciar los microusos insolidarios... 

    Sí, sí, no dejo de pensar que deben de pensar ustedes, a su vez, que llevo años en Torilandia, en vez de los escasos meses en los que me he impuesto en esta apasionante disciplina absolutamente fuera de razón que es la política torilandesca ¡a todos los niveles!; pero a lo largo de mi vida creo haber dado sobradas muestras del poderoso ingenio que me anima y de mi indómita capacidad de aprendizaje, ¡algo de lo que se quiere privar, voto a Fénelon, a los estudiantes de Torilandia, a quienes se les hurta acrisolar sus virtudes a través del esfuerzo que lleva al mérito, de cómo se les allana el camino para acabar convertidos en dóciles votantes!; todo ello me permite, así pues, exhibir mis discretos progresos, que confío en superar pronto. Si algo bueno tiene Torilandia es que se improvisan magisterios en cada esquina y púlpitos en cada balcón. Y como yo soy de natural curioso...

    Muchos recuerdan que el gran aficionado a las grandes frases propias de los falsos solemnes, un concepto elaborado por un remoto autor guatemalteco de sonoro y altivo nombre, Augusto Monterroso, quizás menos conocido de lo que debiera ser, pero tan notable que quien llega a conocerlo no puede dejar de frecuentarlo, dejó para la posteridad impresa su gran ambición: Ser recordado por «haber arreglado la economía torilandesca», ¡ahí es nada! Si algo caracteriza decididamente a un clásico «tonto», pariente de los bobos, los necios y los ignaros,  es creer que puede intervenir en lo que de él no depende, porque eso revela la cortedad de sus razonamientos y la escasa lógica con que los formula. ¡Cuánto más discretos suelen ser nuestros gobernantes insulares, a fuer de sincero y sin pizca de chauvinismo execrable! No es mi propósito hacer comparaciones siempre odiosas por definición, sino comprender esta realidad que, vista desde tan cerca, empuja ciertamente a la desazón y la desesperanza: sobra postureo y falta estudio y convicción.

    No entiendo por qué el amable anfitrión de Provincia Mayor ha estimado oportuno que mi primer contacto con Torilandia haya sido en Madrid, porque bien podría haber «naufragado» en cualquier otra parte de tan hermoso territorio: la sofocante Sevilla, la fructífera Murcia, la, al parecer, semiinexistente Teruel, la «explosiva»  Ceuta o la «ardida» Zamora, por no hablar siquiera de la supremacista Barcelona donde tiene el resguardo de su Provincia Mayor, pero no es algo por lo que me haya de interesar. Bien está lo que bien acaba. Y, como se sabe de antiguo, ubi bene, ubi patria, algo de lo que mi propia vida es ejemplo cimero. No pierdo la esperanza, ahora que aquí me hallo, de ir conociendo cuanto necesite conocer, no para convertirme en un «hispanista» o algo parecido, ¡líbreme Elliot!, sino, todo lo más, dada mi fe actual, en un ucrónico George Borrow, aunque tengo para mí que, contra cierta creencia vaticanista, ningún país más descreído que Torilandia, a pesar de los irracionales y absurdos esfuerzos proselitistas a favor del islam que hacen las supuestas fuerzas políticas de izquierdas, avergonzadas de la Reconquista, y dispuestas a ver en la represión de la mujer practicada por los islamistas una revolución feminista, pero eso son trastornos mentales que ya encontrarán su diagnóstico y su medicación, aunque ninguna tan efectiva como apartarlos, mediante los votos,  de los púlpitos gratuitos que da la pertenencia a la estructura del Poder.

    Pues dicho queda, he entrado a saludar y ya me he extendido demasiado. Nos vemos.

 

miércoles, 29 de junio de 2022

La escapada: La Val d’Aran.


Encumbrados en la humildad del sendero lacustre; enamorados de un valle único…

 

         Abandonar la gran ciudad —por mucho que su alcaldesa *populérrima (esto es, lo peor del populismo…) la haya degradado, Barcelona aún puede ser considerada una gran ciudad— y dirigirse a la Val d’Aran para hacer alguna excursión en el enclave protegido del Parc Nacional d’Aigüestoertes, aunque sea en el breve espacio de dos días, supone un desahogo, una desconexión de las rutinas y una liberación de las servidumbres habituales que debería estar prescrito por la Seguridad Social para ahorrarse muchas bajas y mejorar la salud mental y física de los asegurados.

         No me parecía que se necesitaran tres horas de viaje para llegar, porque en modo alguno equiparaba e desplazamiento al de acercarse a Zaragoza, pero las carreteras nacionales no desdobladas en autovías tienen eso, y más si son frecuentadas por camiones, que tanto ralentizan la marcha. El verano, además, ¡en este país tan turístico!, parece ser el momento en que los conservadores de las carreteras deciden hacer las reparaciones de rigor, con el consiguiente y mayúsculo cabreo de los sufridos usuarios.

         He de reconocer que, como buen ermitaño dedicado a la filología y la creación literaria que soy, me cuesta horrores ser arrancado de mis rutinas; pero cuando ello sucede, tengo, a veces, la suerte inmensa de acercarme a lugares o parajes que me arrebatan por su belleza o por su interés histórico, monumental, artístico o antropológico. En este caso mi objetivo era conocer algo del Parc Nacional d’Aigüestortes, porque un conocimiento extenso solo lo depara una vacación de, como mínimo, un mes, pel cap baix y «estar» en La val d’Aran.  Que la experiencia haya sido breve no le ha restado ni un ápice de interés y belleza al recorrido que hicimos por el Circ Lacustre de Colomers, solos, en un paraje a unos 2400 metros de altura. 

    Apenas nos cruzamos con un grupo de turistas, acompañado por un guía local, y esa fue, aparte de la nuestra, la única presencia humana en ese Circo. El día amaneció lluvioso y eso supongo que amilanó a los exploradores; no así a nosotros, que nos encasquetamos los chubasqueros y nos dispusimos a pasar por lo que nos cayera. Al final, salvo la ascensión hasta la presa, no cayó lo que se esperaba y apareció un sol potente que nos acompañó casi todo el camino de cabras, porque, a esas alturas, los senderos no son para pasear, sino para triscar. Miráramos hacia donde miráramos, no había punto cardinal en el que no se nos quedara prendada la vista durante un buen rato. Como, a pesar de nuestro destino, no íbamos bien calzados, aunque sí con el bar a cuestas para el refrigerio pertinente, no nos detuvimos en exceso en ningún paraje, y fuimos sumando lagos pequeños y hermosos a nuestro ábaco de maravillas pirenaicas. Cuesta ver un peligro en esas alturas y entregados a tanta belleza, pero no ignorábamos que hacia las 16’00 h comenzaría a descargar una tormenta anunciada en los nubarrones oscuros que viajaban hacia nuestra ubicación. 

    Dada la altura, nos sorprendió la vegetación y nos divirtió la escasa fauna con que compartimos camino: mariposas que hubieran hecho las delicias de Nabokov y una hermosa libélula azul que me acompañó un buen trecho, como heraldo de nuestro victorioso caminar circular. De los corpulentos moscardones, pocos, mejor no acordarse. Quizás el lago con una pequeña isla en su interior resuma a la perfección la hermosura del paraje. En la memoria tenía L’estany de Sant Maurici como referencia, pero las rutas que nos facilitaron en el Parador de Arties, situado en un pueblo que merece ser visitado, aunque la incompatibilidad horaria nos privó de contemplar el interior del templo, algo que sí hicimos, para nuestro placer, en Bossòst, nos acabó llevando a esa ruta de lagos que intuimos de muy buen ver sin equivocarnos nada. Incluso el desplazamiento en taxi desde donde se ha de aparcar obligatoriamente hasta desde donde se inicia la ascensión al Circo, tuvo su encanto, y nos recordó, por los baches del camino y la excelente suspensión del vehículo a la travesía por el Coto de Doñana, que hicimos años atrás.

         Caminar con rodillas de cartílagos deshilachados y meniscos mordidos no es, desde luego, lo más recomendable, pero he de confesar que no me di cuenta de ello hasta que la mayor hazaña de la visita me lo pareció subir al taxi para volver… Como la hora de comer se nos echó encima, lo hicimos en los Banhs de Tredòs, a plena satisfacción de los tres comensales que nos rehicimos de ciertas penalidades con la excelente cocina del lugar. La ducha fría y unos buenos estiramientos de columna en el Parador me devolvieron a la articulación del paso y los movimientos básicos, de ahí que pudiéramos desplazarnos a Bossóst. El valle, en pendiente hacia la frontera francesa es una suerte de santuario natural hiperconectado con el mundo, a juzgar por las construcciones, en su mayoría respetuosas con el medio, y no hay pueblo en el que no se pueda admirar una iglesia o unas construcciones de tipo tradicional adaptadas al clima extremo que allí se vive en invierno. El recepcionista insistió mucho en que la mejor época para visitar el Parque es en octubre, con el cambio de color de la hoja, porque en agosto no hay quien viva con el calorazo que se los come. Nuestros tres días de sol y lluvia nos han acompañado con unas temperaturas sobre los 18º que nos han permitido desquitarnos de la ola de calor que habíamos sufrido un par de semanas antes en Barcelona.

         La impresión ha sido tan indeleble que ya nos hemos conjurado para volver y rendir pleitesía a Sant Maurici, amén de otras rutas por Artiga de Lin o Montgarri, pero antes habremos de hacer un hueco para ir a conocer el tren cremallera que sube hasta la Vall de Núria, donde aún no hemos estado, como perfectos ermitaños que somos… De vuelta quisimos visitar el castillo de Benabarre, pero el lunes sigue siendo día nefasto para el turismo en este país que tanto depende de él, paradójicamente… ¡Ni comer allí pudimos! En fin, cosas nuestras…