lunes, 28 de diciembre de 2015

La casa por la ventana: dime cómo consumes...


                            

Retratarse ante el mostrador: el celebrante capitalismo del ágape y el bebercio.
        Moverse por la realidad depara congojas, decepciones y tristezas en función del ancho de visión con que cada uno actúa en ella. No es infrecuente, pues, que nos coloquemos las orejeras con las que no apartar la vista de la veredita estrecha de nuestros egoísmos particulares, de modo que nos pasen desapercibidas las desgracias y las carencias ajenas.Ahora bien, en estas fechas en que las tradiciones gastronómicas disparatadas nos obligan a todos, desde las instituciones caritativas hasta los hogares de cada cual, un observador atento que hace cola en la carnicería, la charcutería, la pescadería o tantos otros comercios no puede dejar de percibir la amplísima escala adquisitiva con que el común de los mortales nos acercamos a esos comercios para hacer un alarde consumista en el que es probable que se nos vaya el parvo ingreso de la paga extra, y ello si se ha cobrado la tal, puesto que no son pocas las empresas en las que se posterga ese abono en función de la disponibilidad de la "tesorería".
         No hay escaparate que no sea un fiel reflejo de la disparidad de niveles adquisitivos, y lo usual es, haciendo caso omiso de las propias limitaciones presupuestarias, mirar de hincar el diente en productos a cuyo consumo se lanzan alegremente los desposeídos por tratarse del famoso engaño de "una vez al año", auténtico duro portugués donde los haya, puesto que no hay familia en la que no se tire la casa por la ventana no menos de cuatro veces al año, si no más. Y cuanto más alejado de nuestras costumbres cotidianas esté el capricho, más nos parece que honremos el imperativo consumista gástrico de estas fiestas. Si no fuera por el precio, hasta las gulas nos parecerían ya cosa de "andar por casa", de "pobretes". En eso se ha de reconocer que han hecho mucho por subir el nivel consumista los programas televisivos dedicados a la cocina.
        Quienes, por razones de alergias y otras afecciones, vivimos atados a dietas más o menos monótonas, pero evitadoras de episodios urticáricos muy desagradables, vemos con estupefacción que nuestros productos habituales casi desaparecen de la primera línea del consumo y son sustituidos por otros que, supuestamente, van a otorgarle a la mesa una distinción y una rumbosidad propias de un concepto aristocrático, elitista, de la existencia. Y ahí es donde entra el mal de la observación, porque resultan hirientes las cábalas de quienes sopesan uno u otro tipo de jamón "del país", más propio para taco en lentejas que para otros menesteres, por ejemplo, o un paté de cerdo entreverado de senderuelos y robellones, por no hablar de una mousse de cabracho perfectamente coloreada y aditamentada con glutamato monosódico, aunque no falte la sabia decisión de un lomo embuchado pedido en onzas, y en corte transparente... Nos hemos dejado arrastrar a la moda del "picoteo" y nada puede cocinarse que no vaya precedido por ese dispendio que deja las neveras llenas de sólidos platos con fundamento que habrán de degustarse en los días siguientes a la gran comilona: la paletilla de cordero; las chuletas de cabrito; la escudella, el cocido, etc. Más suerte tienen, por su relativa ligereza, los pescados: el besugo, la zarzuela de pescado y marisco, las doradas a la sal o la lubina a la espalda... A mí me llegan al alma esas cábalas de quienes repasan las cuentas y las piezas y no acaban nunca de parecer satisfechos de haber escogido lo adecuado y en cantidad suficiente. Tampoco me parece que sufran por tener tan serias limitaciones, porque la imaginación en la cocina sí que está al alcance de todas las fortunas, escasas, medias o superiores, y no necesariamente la abundancia es sinónimo de bien comer, como todo el mundo sabe.
            Hace tiempo que mis nochebuenas en familia nuclear se organizan en torno al "capricho" de cada cual, que suele repetirse con carácter ritual, aunque siempre hay alguna novedad, como mis patatas a lo pobre de este año: cebolla, pimiento verde y rojo y patatas red pontiac, todo hecho con un aceite de arbequina de primera extracción en frío. ¡Arrasó! Ni el sbrinz tradicional, ni el foie gras de oca (regalado) ni el brie con salmón pudieron luchar contra una combinación tan espectacular. Y junto a ellas, unos calabacines a la plancha sin otro aderezo que la sal y la pimienta pusieron la verdadera distinción que faltaba. Ni siquiera la televisión encendida nos estorbó el modesto condumio del que alegremente dimos cuenta con sosiego, deleite y armonía mandibular.
           

domingo, 13 de diciembre de 2015

La fama y la privacidad


                          

Abordar o respetar a un personaje público en los espacios públicos.

           Como en muchos otros aspectos de la vida, fue de mi conjunta de quien aprendí, en este caso, que a una persona famosa que pasea por un espacio publico ha de respetársele el derecho a la privacidad. Fue con motivo de haberse cruzado ella, ¡nada menos que con Cortázar!, en pleno paseo de éste por el Barrio Gótico de Barcelona. "¿Y no se te ocurrió cruzar dos palabras con él, decirle lo que ha significado su obra para ti, para nosotros?" "Me pareció una intromisión deleznable: tenía derecho a pasear a sus anchas ("y largas", añadí) sin que los moscones ávidos de literatura se acercaran a él y le impidieran disfrutar del paseo". Establecido el criterio, que me parece admirable, lo he cumplido siempre al pie de la letra. Y viene esto a cuenta de haberme cruzado ayer con Julio Anguita por las calles del Ensanche barcelonés. Caminaba el prócer cordobés con su aire de visir malvado, su traje de pana al estilo de los judíos ultraortodoxos y esa ausencia de "cordialidad" espontánea, sustituida por el rictus contraído de quien tiene la alta misión de revelar a los pobres infelices mortales las altísimas verdades del barquero. Cuando lo divisé, a cosa de cinco metros, comenzó la lucha interior entre mi impulso "político" -acercarme a un político como quien está en el foro, se planta delante y dice: "hablemos"- y el aprendido imperativo ético de respetar su anonimato, su privacidad. Me pasó por la memoria su trayectoria política y, sobre todo, la infame "pinza" con el caudillito para darle el sorpasso por la izquierda -aún cree él, Lenin bendito lo acune, que es de ella- al PSOE, lo que, en aquel momento, etiqueté como la "conjura de los mediocres", algo que sigo defendiendo, porque Anguita entró en política como un iluminado, como un maestrillo que tiene su librillo, aunque ni siquiera como el rojo de Mao, y, por la última vez que lo vi en ese Sálvame DeLuxe de la política que es La Sexta, advierto que continúa con la misma prosopopeya programática, la misma convicción de que el eje de la realidad universal pasa por su persona y sus propuestas y que nadie, salvo él, sabe cómo establecer las condiciones para que accedamos al paraíso proletario en la Tierra. En lo que se tarda en recorrer los escasos cinco metros que nos separaban sufrí una aceleración cronológica que a punto estuvo de hacerme perder pie (mi sufrido trocánter...) y tener necesidad de apoyarme en la pared de la Farmacia que tenía al lado, por suerte para mí, en caso de vahído, está claro. Finalmente pudo más el recuerdo del sabio criterio de mi conjunta y lo vi pasar y alejarse con ese empaque de la falsa solemnidad que tan bien describió Monterroso, y seguí camino de mis quehaceres feministos: jefe de intendencia y de cocina, entre otros. 
          Como soy tan casero, ¡lo que hubiera dado por haber podido ser simplemente "amo de casa"!, algo para lo que, modestamente, creo reunir sólidas condiciones, han sido relativamente pocas las ocasiones en que me he cruzado con personajes de relevancia pública, lo cual me ha permitido cumplir con el criterio respetuoso con total facilidad. El caso más evidente ha sido el de Terenci Moix, de quien era vecino, con quien me cruzaba cada dos por tres y a quien jamás importuné, por supuesto, ni siquiera cuando, diagnosticado el enfisema pulmonar, paseaba él por la acera de mi manzana con la mochila del oxígeno y los tubitos en la nariz, y con un cigarro en la boca, diciéndose, me imagino, que a morir que son dos días, lo que no tardó en cumplirse, claro. Tentado estuve de decirle que tenía más valor que el Guerra, pero respeté su suicidio nicotínico con notable entereza. Los pasitos de procesión con que se desplazaba despertaban una enorme ternura en quien veía a simple vista el sufrimiento de la degeneración corporal. Y seguía entrando, incluso, en la pequeña tienda de antigüedades relativas del barrio, supongo que para adquirir postales y carteles cinematográficos de los años 40 y 50, por los que sentía pasión. 



       
        Fue noticia de relumbrón, en su día, el desplante agresivo de Fernando Fernán Gómez contra un moscardón que se empeñó en hacer valer no sé cuáles derechos de importunación que sacaron de quicio al genial cascarrabias, como puede verse en el vídeo. Cada cual es como es, y bien puede encontrarse un importunador con una reacción desaforada como la del gran actor y director. Pero no ha sido esa posibilidad, repito, la que me ha llevado a respetar la privacidad de quienes han de soportar un peaje de la fama excesivamente gravoso, sino la éxtima (y luego íntima) convicción del derecho a la privacidad que no pierden quienes por la razón que sea han accedido a la notoriedad publica.
       

jueves, 3 de diciembre de 2015

El rito electoral cuatrienal (si todo va bien).


                                   
José Ramón Sánchez


La campiña (sic) electoral o la suspensión del principio de realidad.


Llega ese momento esperado por las fuerzas políticas y temido por la ciudadanía: ¡La campiña electoral! Y no hay errata, ni puede haberla, porque se nos invita a ir de merienda, no tanto al reino de Alicia, donde hay más conflictos de los que parece, cuanto al de Jauja, un tópico de las utopías bienintencionadas con que nos regalan quienes hacen de la evasión de la realidad un arte, un métier, un oficio, un cometido, un truco de ilusionismo barato y populachero del que hasta el más cándido de los espectadores señala su imperfección manifiesta y su simplicísima invención. Los españoles estamos curados de espantos, después de tantos viajes como hemos hecho a la campiña electoral, esa excursión que nos deja en el hermoso prado de la felicidad terrena, a medio camino entre el Tigris y el Éufrates, o poco menos, pero sin huríes, de momento. Van cambiando los medios y los espacios de las alocuciones, así como las estrategias persuasivas; pero en esa gran feria de vanidades y medio verdades que son las visitas a la campiña electoral es difícil que nos dejemos engatusar, si es que no asistimos ya venc/didos de antemano a la interesada excursión. Los tiempos del caciquismo están lejos, pero ciertos tics para movilizar a las masas aún siguen teniendo predicamento, como los secesionistas catalanes se han encargado de demostrarnos fehacientemente durante tres temporadas apogeísticas, a las que es difícil que una cuarta les tome el relevo, pero nunca se sabe. Las tradiciones se van renovando y serán pocos, la noche electoral en la campiña, los que se dediquen a pegar carteles en las sufridas paredes de nuestras ciudades y pueblos, al margen de ese que será retransmitido por las televisiones. Habrá un convocante inicio de fiesta y ya se empezará, desde el minuto 1, a levantar el decorado de cartón piedra catalínico de la España que, como dijo aquel, cada vez más aquel, no conocerá, después de su paso por el gobierno, el de quien gane y llegue a gobernar (o el del que pierda y llegue a gobernar),  ni la madre que la parió. No es lo de los cojos andarán, los ciegos verán y los hepáticos tendrán un hígado trasplantado en cosa de días, pero no muy lejos andarán las cosas. El merchandising tradicional de los globos, las gorras, las camisetas, los mecheros, etc., será sustituido, me imagino, por los lápices de memoria con el anagrama del partido, con el riesgo consiguiente de que en él se almacenen todas las promesas después incumplidas que oiremos en la verde campiña de la feraz esperanza. En términos clásicos, hablamos de un locus amoenus, pero la presencia speakercorneriana de un inflamacorazones (cualquier soplapollas de los muchos que rodean a los líderes máximos) romperá el hechizo clásico para endilgarnos una retahíla de bienaventuranzas y milagros que aborchornarían a cualquier aficionado a Mesías, menos al Nada Honorable Mas, presto a prodigar mandamientos y a recibir mandatos que exprimir hasta desfigurarlos. La campiña electoral se parece mucho a los pósters naífos de la primera elección del PSOE, los dibujados por José Ramón Sánchez, pero en cada territorio adquiere un matiz distinto, con el sustrato fuertemente pueblerino de las muchas romerías en las que "todo es posible".Vuelven a invitarnos a visitarla, aunque mucho me temo que buena parte del espacio campiñero será virtual, como ya se advierte en Gorjeolandia, por ejemplo, donde ejércitos de clones partidistas acaparan el espacio sonoro con mentiras de tomo y lomo, confiando en que el bosque de gorjeos falaces nos oculten el sólido tronco hiperradial e hiperramificado de la corrupción de cada cual. No entra dentro ni de lo imaginable ni de lo previsible que la campiña electoral acabe convertida en el Jardín de las Delicias, pero que vamos a ver muchos monstruos y monstruosidades de toda naturaleza no nos cabe la menor duda, ¡ni tanto así!