lunes, 25 de enero de 2021

El «western»: De «una de vaqueros» a «las geografías morales del héroe»…

 


Anatomía de un género masculino que aúna paisaje exterior y paisaje interior para fundirlos en  códigos tan rigurosos como reveladores de las miserias y grandezas del ser humano.

 

         En las tórridas noches del ferragosto murciano de mi niñez, solíamos ir al cine Brasilia bien provistos de los tomates con sal para la cena, amén del bocata de rigor, y cualquier programa que viéramos siempre comenzaba con un generoso corto de Las aventuras de Kit Carson y su fiel compañero Toro. Aquel fue mi primer contacto con el western, en su variante más familiar y llena de clichés que luego devendrían insufribles, hasta que películas como Soldado Azul, de Ralph Nelson o Un hombre llamado Caballo, de Elliot Silverstein,  ofrecieron una visión de la historia de los nativos norteamericanos desde otra perspectiva muy diferente de la de los conquistadores del Wild West, el «salvaje» oeste.

Con la llegada de la televisión, en mi casa en 1962, Bonanza y Rin Tin  Tin fueron los siguientes contactos asiduos con el género, aunque habría de pasar mucho tiempo para que supiera que el primero tenía más de sitcom que de verdadera película del oeste, y que el segundo era una iniciación infantil al espíritu militar que llovía sobre mojado en el hogar de un hijo de militar de carrera; pero las conservo en el alma de mi memoria con mucho cariño, casi tanto como El virginiano, que la sucedería, porque en mi adolescencia llegaron a apodarme «Trampas», en la Residencia Blume de Madrid, por un cierto parecido con Doug Mcclure.

A partir de entonces, y por la sencilla razón de que era el género favorito de mi padre —y entonces solo había un televisor en casa—, el western formó parte de mi condición de televidente, pero también solía verlos en los cines, porque los programas dobles de mi adolescencia los catalogábamos por “de vaqueros”, “de romanos”, “bélica”, “de amor”, etc. Y un programa con una de vaqueros y otra de romanos era un indiscutible éxito de taquilla, aunque en aquellos años de represión sexual franquista no solo se iba al cine a ver las películas, claro…

         Es el western un género agradecido y, al principio, humilde, sin pretensiones. Recordemos que el maestro de maestros, John Ford, solía presentarse así: «Me llamo John Ford y hago westerns». Pero como está inscrito en lo que, desde el punto de vista blanco se consideró una epopeya, la «conquista» del oeste, era evidente que daba pie a que se forjase todo tipo de leyendas, basadas en todo tipo de personajes, una galería que ha dado de sí lo suficiente como para forjar toda una mitología al respecto.

Si algo me llamaba la atención de las películas del oeste era que jamás me parecieron películas de época, sino contemporáneas, como si esa conquista del oeste se estuviera produciendo en aquellos días en que yo veía las películas, lo que sí sucedía con cualquier otra película, pongamos las del género de terror de la Hammer ambientadas en los mismos años del mismo siglo en el Londres victoriano, pongamos por caso. Ni siquiera los vestidos de las señoras, típicamente decimonónicos, anulaban ese anacronismo. El hecho, además, de la popularidad de los pantalones «vaqueros» como prendas identificadoras de la juventud frente a los típicos de franela de las personas mayores, lo ratificaba.

         Así pues, poco a poco fui conviviendo con los westerns y dominando los diferentes perfiles psicológicos que, como si de un clásico y retórico microcosmos se tratase, me permitieron ir apreciando sus virtudes y sus defectos, sin perder de vista, por supuesto, la variedad de subgéneros y mezclas que permitirían asociar el western con otros géneros, ya fuera el musical, Siete novias para siete hermanos, La leyenda de la ciudad sin nombre, el humor, Los hermanos Mar en el Oeste o el terror, como el reciente Bone Tomahawk, de S. Craig Zahler. El western, de matriz usamericana, ha sido cultivado universalmente, y como perteneciente a tal género ha de contemplarse Los siete samuráis, de Kurosawa o la variante italiana del espagueti western de Sergio Leone, por ejemplo.

         El caballo, la pistola, una geografía de amplios horizontes, el espíritu de venganza, un saloon como enclave primordial de la vida social, la honestidad, la maldad, un porche con mecedora, una diligencia, la injusticia, un sheriff, a ser posible exconvicto o expistolero, una joven que abomina de la violencia, la pendencia entre los agricultores y los ganaderos, la lucha por el acceso al agua, los indios, los fuertes del ejército, los buhoneros, los cuatreros, los silencios impenetrables de los héroes que solo hablan a través de sus actos, sin articular palabra, las mujeres fuertes, capaces de enfrentarse, rifle en mano, a quien haga falta, los hijos tarambanas, los jueces al servicio de los terratenientes, las balas extraídas casi «a pelo», y el sonido metálico cayendo en la palangana, el sudor bajo el sol inclemente en los desiertos, cuando la bota de agua se queda seca, la serpiente que se arrastra sobre la arena y cuya cabeza vuela el pistolero de un disparo, los cactus como soberbio  skyline, el sheriff borracho que se redime en el enfrentamiento contra los malvados, la lealtad insobornable, los viejos amigos enfrentados en bandos opuestos hasta que se ponen, ambos, al servicio de la verdad, las cabañas primitivas con chimenea acogedora, sobre la que cuelga invariablemente la escopeta, el ferrocarril, las manadas de reses cruzando el territorio, guiadas por los cowboys que son emblema del género, y cuya masculinidad se vuelve problemática en Brokeback Muntain, de Ang Lee, para escándalo de puristas (¡y purificadores…!), los búfalos, las travesías imposibles de caravanas en busca de Eldorado, el calvinismo estricto y casi del Ángelus de Millet de los colonos, las nieves y la dura lucha contra los elementos, como en El renacido, de Iñárritu o Las aventuras de Jeremiah Johnson, de  Sydney Pollack, el pianista que toca impertérrito durante la gran pelea, mientras vuelan tiros y botellas y sillas, el racismo contra los indios, los negros y los chinos, el patriotismo de la nación en trance de construirse mediante el genocidio de los nativos, la crueldad, la generosidad, el individualismo a ultranza del héroe, fiado a sus propias fuerzas para luchar contra los entuertos, los forajidos enmascarados, la ausencia secular de la literatura y la ciencia, lo peor de la política, el crepúsculo de un mundo que perece frente al progreso que desarticula el entramado de las leyendas, Billy El Niño, Pat Garret, O.K.Corral, el timbre de la armónica,  la épica de la frontera y sus ríos… y un eterno etcétera que cubre lo humano, demasiado humano, e incluso a veces permite que se adentre en lo divino, sin perder de vista la quimera del oro ni el descubrimiento del petróleo, que parece poner fin a la epopeya, aunque,  casi como parodia de lo que en su día fue la realidad cotidiana del western, aún subsisten los rodeos, y sin olvidar que en esa lenta decadencia la figura del cowboy se degrada hasta la sordidez en películas como Midnight cowboy, de Schlesinger.

El western es un género cardinal de la Historia del Cine, y como tal se le celebra. Y no es de ayer, sino de siempre. Y ahí están las últimas muestras que lo revitalizan, como Los hermanos Sisters, de Jacques Audiard, por ejemplo, que aporta algo nuevo a los hitos clásicos del género, al incluir la ciencia, la filosofía y la política como ingredientes nucleares de la trama, amén de los tradicionales, por supuesto. Dije al principio que el western era un género masculino, y conviene señalar que ello se debe al papel marginal de la mujer en el género, y de ahí, por ejemplo, películas que intentan paliar esa carencia, como Caravana de mujeres, de William A. Wellman, o la comedia de equívocos, ese otro género con el que se cruza, de forma muy natural el western,  Dos mulas y una mujer, de Don Siegel. A priori, es un género centrado en la exaltación y la crítica de los valores y las maldades del hombre, respectivamente, y la mujer suele jugar un papel subsidiario, pero no por ello menos importante, aunque ello depende mucho de qué películas estemos hablando, porque si hablamos de Johnny Guitar o de Encubridora, está claro que el protagonismo femenino es más que notable, y en igualdad de condiciones con el de los hombres. No es lo habitual, pero también acoge el género la variante de las relaciones problemáticas de los héroes con mujeres que no acaban de entender la necesidad de «aventura» e incluso de cierta soledad por parte de ellos, cuando no son heridas vivas de traumas sufridos en su dura vida.

Entrar en un western significa, por lo general, adentrarse en la aventura del territorio agreste y desconocido, en ámbitos espaciales usualmente  adversos, pero no menos suelen serlo los de ese otro espacio de contornos imprecisos que es la ética individual y la colectiva, a veces en hiriente conflicto. Desde la aparición del género, muy poco después de la invención del cine, y a ese respecto la figura de John Ford es una muestra superlativa de la evolución del género, el amor a la naturaleza, a los caballos y el culto a la individualidad extrema del vaquero que recorre territorios con la seguridad de la autodefensa que significan su rifle y su pistola, los esquemas del western no solo siguen vivos, sino que incluso han «contaminado» benéficamente  otros géneros como el de las películas «de romanos» o el género policiaco. Una película como Gladiator, de Ridley Scott bien puede ser entendida como un western, del mismo modo que sucede con la serie de Harry, el sucio, de Don Siegel o con el clásico de Kurosawa, Yojimbo. Esa capacidad para estructurar un relato en el que, por lo general, un desconocido llega a un sitio en el que ha de dilucidar cuál de los personajes enfrentados entre sí es el depositario de la verdad y el derecho, tomar partido y hacer triunfar la causa del bien, ha permitido, a lo largo del tiempo, tal variedad de argumentos y el dibujo de tantas psicologías que no me extraña que un solo género colme todas las expectativas de muchos espectadores. Como yo soy insaciable, todos los géneros se me quedan pequeños y necesito constantemente viajar de unos a otros para cubrir toda la sed de imágenes y argumentos que me devora; pero el western ocupa siempre un lugar de privilegio, junto al thriller y al musical en mi alma de cinéfilo voraz y escasamente delicado.

jueves, 7 de enero de 2021

«La traviata» en pandemia…

La apoteosis del melodrama en una interpretación entregada… 

         Se nos hacía extraño, volver al Liceo en medio de la pandemia y después de las «amenazas» del poder regional de impedir sus representaciones, en este baile de prohibiciones y permisividades alejado de cualquier principio de racionalidad, lo que está destrozando no solo el rico tejido artístico de nuestra ciudad sino, sobre todo, la economía productiva y los servicios, sin todo lo cual poco «excedente» pueden dedicar los sujetos al consumo del arte, del que tan necesitados estamos, por más que, según cuáles, apenas exijan un gasto significativo, dada la variada oferta gratuita a nuestro alcance. No sucede así con la ópera, un arte magnificente cuyas inversiones se miden por una buena ristra de cifras y cuyas recaudaciones no cubren siempre lo gastado, y de ahí las muy variadas ayudas regionales, municipales, estatales y privadas para sufragar dichos gastos. Todo ello hace que me sienta, en parte, privilegiado, porque, a pesar del desembolso, 150€ por un asiento centrado en la tercera fila del tercer piso, sé que puedo entregarme al deleite estético gracias a la generosidad indirecta de los contribuyentes.

         La estructura financiera de una arte como la ópera, y la excelente versión de La traviata que vimos, llena de emoción a través de la más inspirada de las partituras operística que se han escrito nunca, junto a la de su propio Rigoletto, me llevó a decir, camino de casa, que solo votaría a un partido que llevara en su programa el compromiso de que toda la población de nuestra ciudad había de ver, al menos una vez en su vida, una interpretación de La traviata. Cuando aún no había habido oposiciones para que los profesionales de la música cubrieran dichas plazas en los institutos, tuve la suerte de encargarme de esa asignatura durante algunos años. Pues bien, en mi curso de introducción a la ópera, todos mis alumnos veían varias óperas, y una de ellas, forzosamente, La traviata. Era muy difícil que, bien introducida, fueran insensibles al melodrama total que se representa en escena. Una suerte de amour fou antes de tiempo, llevado a todos los extremos imaginables, como se manifiesta en tantas escenas que, literalmente, nos conmueven, y nos agitan y nos llevan a un éxtasis sensible que no nos deja permanecer estáticos en nuestras butacas. La traviata no es una ópera «de arias» o «dúos» o tercetos» —aun habiéndolos sensacionales— , de números estelares que el público aguarda con expectación; no, La traviata, avanzándose a Wagner, en este sentido, es un continuo sonoro que, sin la perfección del de Wagner, ¡que tanto influyó a Verdi en su última época!, permite seguir la obra salvando el corte que significaba el antiguo «recitativo». ¡Y qué inspiración emocionada la de Verdi! Incluso para el papel del padre de Alfredo, el amante de Violeta, Verdi escribe unas piezas brillantísimas, un contraste que choca mucho desde el plano moral, porque los «padres», en las óperas de Verdi, trasuntos del suyo propio, son realmente la encarnación del mal y de la desventura. En cualquier caso, estamos ante una ópera que fluye exquisitamente hacia un final romántico apoteósico que nos deja anegados en las más delicadas emociones y en el más profundo de los dolores por el destino de la protagonista.

         En su momento,  mediados del XIX, La traviata fue un fracaso, por la elección de una prostituta de lujo como protagonista de la obra, en un «remake» de La dama de las camelias, de Dumas hijo, a quien «robaron», Verdi y su libretista, Francisco Maria Piave, el desarrollo argumental. Hoy, es una de las obras favoritas de todos los públicos de ópera del mundo. En el Liceo fuimos informados de que se ha representado en 261 ocasiones, una cifra considerable que da fe de dicho entusiasmo popular. La versión que vimos reunía una escenografía, iluminación y vestuario magníficos, que resaltaban la doble condición de verismo y austeridad a los que el movimiento de masas en escena sacó un rendimiento total, ballet incluido. La persona que nos «introdujo» la obra —-entrábamos por turnos y a algunos nos tocó esperar una hora en la sala, con los movimientos restringidos— tuvo a bien señalarnos un detalle de la escenografía que, de otro modo, acaso nos hubiera pasado desapercibido: el suelo de los diferentes espacios en que suceden los acontecimientos era el mismo: la lápida funeraria de la tumba de Violeta, una idea fantástica que permite contemplar el transcurrir de los hechos desde la perspectiva trágica del determinismo mortal que constituye la esencia del melodrama: el amor imposible sometido a la implacabilidad del destino.

         Aunque los principales intérpretes  entraron un poco «fríos» en la representación, con un par de deslices sin excesiva importancia, el calor del público, deseoso de celebrar la inmensa emotividad que se desprende de la partitura fue arropándolos con cada vez mayor calidez, de modo que el enfrentamiento de Violeta y Alfredo, cuando él le lanza el dinero a la cara y el barón lo reta a duelo nos pilló a todos en feliz comunión de complacencias. Es posible que la propia asepsia a la que hubimos de ajustarnos nos tuviera, a los espectadores, un poco acongojados, pero en cuanto la Directora, Speranza Scappucci, atacó la Obertura supimos todos, por el excelente sonido de la orquesta, que íbamos a vivir una emocionada noche del arte total que es la ópera. Tanto Ermonela Jaho, una soprano casi especializada en Madama Butterfly,  como  Dmitry Korchak, que le dio perfecta réplica,  secundados por el  clarísimo y elegante barítono Giovanni Meoni, compusieron un trío que se fue apoderando poco a poco del drama para alcanzar ese potentísimo clímax final del último acto. Y así fue, como lo viví lo explico: una incontenible emoción fue apoderándose de quien esto escribe, porque no hay desdicha más terrible que querer vivir y que la enfermedad te lo impida; que recuperar el amor de tu vida y no poder disfrutar de él…

 Insisto, y no lo digo como una boutade: algún partido político, digno de tal nombre, político, debería incluir en su programa el compromiso de «facilitar» que todos los ciudadanos vieran aunque solo fuera una vez en su vida, un montaje de La traviata. ¡Menudo crecimiento moral y artístico el de la sociedad que se atreva a ello!