jueves, 30 de noviembre de 2023

«La izquierda traicionada», de Guillermo del Valle.


Reivindicación de la pureza izquierdista clásica frente a la traición de la izquierda gobernante, afanada en perpetuarse en el poder a costa de perder su identidad, sus orígenes y su dignidad.

 

Asistir a la presentación de un libro ha acabado teniendo un no sé qué de firma de manifiestos o de suscripción a una de las cien mil oenegés existentes. Aunque el acto se celebraba en la librería Byron, próxima a mi madriguera, llegué con tiempo para poder sentarme, dada la expectativa generada en las redes sociales y el «tirón» del presentador, Félix Ovejero, experto en traiciones de la izquierda, a quien se sumó, en los sillones presidenciales, la, para mí desconocida, profesora en la Pompeu Fabra, Jahel Queralt, quien abrió el acto.

La pequeña sala se fue llenando poco a poco. Me llamó la atención ser el único lector en una sala llena de móviles activados. Levanté la vista de mi lectura y vi que a ambos lados del espacio las estanterías mostraban libros poco o nada relacionados con el acto político al que mi curiosidad me había llevado: En la pared de la derecha: Aves, Flora, Casas que pueden salvar el mundo, Fender, toda la historia…; en la de la izquierda, verduras, cocina tailandesa, ensaladas, cerveza en casa… Renuncié a buscar secretas galerías que unieran esos títulos con el acto y seguí leyendo hasta que el editor de Península abrió el acto, una vez hubo llegado, con leve retraso, la profesora.  

La profesora hizo una confesión que me extrañó: como pertenecía al ámbito académico, había preferido escribir su intervención, en vez de contarnos de viva voz su experiencia lectora del libro. Con total complicidad, como se debe en estos casos, vino a desvelar parte del contenido, poniendo el énfasis en la manera irracional como la izquierda traidora había regalado a la derecha la bandera izquierdista tradicional de la «libertad». Defendió, así pues, la libertad en el seno de un estado de bienestar robusto en el que la redistribución facilita la equidad. «Sin dinero no hay libertad», resumió algo atropelladamente. Entró en el debate, tan «real» del decrecimiento, a favor del cual estaba, pero sin olvidar la verdadera «realidad»: sin crecimiento no hay generación de riqueza. Reparó, finalmente, en la demonización izquierdista de las grandes empresas y su defensa de las medianas, que son, precisamente, aquellas en las que los trabajadores tienen menos posibilidades reales de ejercer sus derechos.

Félix Ovejero, sin consultar papeles, vino a defender la idea de que la izquierda ha representado siempre una trama de valores, y que la idea básica desde su nacimiento ha sido la de la «emancipación», para convertirnos en dueños de nuestras propias vidas, es decir, justo lo contrario de lo que hace la izquierda gobernante: generar dependencia del poder político de los ciudadanos con menos recursos, una vía populista cada vez más acentuada. Ovejero vino a refutar el izquierdismo de quienes nos pretenden gobernar desde sus postulados por la defensa implícita de las identidades, las religiones y lo que él llamó «el feminismo trastornado». Como era de prever, el capítulo de la relación de esa izquierda con la casta política catalana probaba la traición de una izquierda cuyo plurinacionalismo centrífugo se impone a la reivindicación de lo que nos une como nación y como estado. Contó, además, una anécdota jugosa sobre la exigencia de Pasqual Maragall para que se retiraran 10.000 ejemplares de una biografía en la que se recogía el alivio de la familia, en palabras de su padre, al parecer, con que fue recibida la entrada del franquismo en Cataluña. El propio Pasqual Maragall empezó su carrera municipal a dedo en la BCN de Porcioles.

Finalmente, el autor tomó la palabra y tras las gracias de rigor, pasó a fijar los planteamientos que, como anunció, vertebrarán una opción política a la que se podría votar en las elecciones europeas. Con tono vehemente y verbo enardecido de «viejo» izquierdista ilustrado, Del Valle expuso las traiciones de la actual izquierda gobernante, la infamia de los recientes pactos con la ultraderecha nacionalista catalana y su defensa de los tres viejos principios revolucionarios: libertad, igualdad y fraternidad. Achacó a la izquierda gobernante haber caído en el irracionalismo, por su defensa de la religión, sobre todo e incomprensiblemente la islámica, y de la identidad étnica. El estado, dijo, ha de garantizar la ciudadanía de todo el mundo en libertad e igualdad. Se opuso a lo que él considera un proyecto de segregación de clase, de tintes racistas, encarnado en las identidades regionales, una versión deprimente de la Liga Norte italiana.  Cargó mucho las tintas en la descalificación del plurinacionalismo de ultraderecha y ofreció la concepción de España como el espacio público compartido por todos, criticando, sin ulteriores razones doctrinales, que el estado confederal no garantiza en modo alguno la igualdad de todos los españoles.

Del Valle está convencido de lo que dice, pero por la relativamente escasa audiencia, por lo difícil que en el actual mundo global resulta definir nítidamente un espacio político «de izquierdas», si enfrentado a retos económicos, políticos e incluso éticos, y por cierto mesianismo que intuí en el verbo flamígero del autor, no intuyo que sea fácil que «cuaje» como único partido que represente una opción política que pueda combatir contra el espacio del psoe, por más que el relato de estos sea ya el del insultante populismo bolivariano aliado con el identitarismo xenófobo de los supremacistas nacionalistas. Había algo en su verbo y sus postulados de la vieja socialdemocracia de los inicios de nuestra Transición, cuando Felipe González hizo renegar a su partido del marxismo como método único de interpretación de la realidad, bastante antes del famoso axioma chino del gato, da igual si blanco o negro, pero que cace ratones. Se observan muchos movimientos políticos en la sociedad y mucho me temo que o hay una confluencia generosa de todos en un proyecto común, o volvemos a los «clubes» ideológicos separados por nimiedades y enfrentados entre sí en la más pura tradición de la izquierda revolucionaria. ¡Que Hermes reparta suerte!

Cuando se les dio la palabra a los asistentes, y dada la perentoria necesidad de quien abrió el turno de contarnos morosamente «su» visión sobre todo lo dicho, juzgué oportuno «tocar el dos» y volver al «cau», donde otras exigencias de intendencia familiar me reclamaban. Como en la sala ocupaba primera fila el incombustible y muy ilustrado periodista Xavier Rius, seguro que él podrá ofrecer una visión más ajustada y coherente que estas precipitadas impresiones a vuelapluma. Se la leeré con mucho gusto.

viernes, 10 de noviembre de 2023

Una visión descarnada del periodismo en sus primeros tiempos.

 

La degradación de la prensa durante la Restauración borbónica en Francia, según Balzac.

 

En estos tiempos políticos tan agitados por obra y gracia de la demagogia, el populismo y el agitprop —que raya en *shitprop la mayoría de las ocasiones—, pocos son los medios periodísticos que se libran de esas lacras, y menos aún aquellos que mantengan la sagrada llama de la independencia, el respeto a los hechos y el amor a la verdad, si es que aún queda alguno que pueda ser descrito en esos términos, que no lo creo. Desde mucho antes de la llegada del Gran Divisor a la política española, quien hizo bandera del odio al adversario y la negación del pan y la sal a cuantos no pensaran como él, que vale tanto como decir «su» partido, institución donde primero practicó esta política aberrante del divide et impera, el periodismo español había cavado ya muchas trincheras ideológicas en las que han ido sucumbiendo empresas y prestigios individuales que no han soportado incólumes el paso del ciclón del sectarismo por los medios de comunicación. La llegada de la generación del 15 M a la política arrasó con los consensos sociales con los que habíamos vivido hasta ese momento y que fueron el fundamento y el impulso de la Transición y la Constitución del 78 que la consagraba. Hoy vivimos en un marasmo guerracivilista en el que ni hay líneas rojas, ni verdes ni fucsia ni de ningún color, el Todovalismo lo gobierna toda y nada escapa a sus terribles dictámenes, casi de obligado cumplimiento. A fuerza de legitimar el Poder por el Poder, todo es «bueno» y «legítimo» si lo autoriza y avala; y poco menos que «fascismo» lo que se le opone, lo haga del modo que haga. ¡Qué tiempos aquellos en que el principal analista de la abeceína, Sánchez Ferlosio, escribía en su famosa Tercera! ¡Qué tiempos estos en los que El País pone de patitas en la calle a puntales del diario como lo fue durante cuarenta años Antonio Elorza! La proliferación de diarios digitales, de ínfimo coste y muy diferente alcance, siempre en función de la inversión y la propaganda ad hoc, ha añadido al panorama periodístico una pluralidad de voces que, por la competencia descarnada entre ellas, propia de pelazgas de patios de vecindad, hace muy difícil, si no imposible, distinguir entre unos y otros, aunque la decantación ideológica es la que nos orienta en su clasificación: amarillistas, populistas, de partido, etc. El ruido mediático que soporta nuestra sociedad es de tal magnitud que resulta un ejercicio de «motricidad mental fina» distinguir las voces de los ecos, si bien lo que es innegable es la homogeneidad absoluta en cuanto al mal uso del lenguaje que hacen todos ellos, con titulares que suelen hacer las delicias de los mordaces habitantes de iXlandia, la antigua Gorjeolandia (Twitter para los cool). El panorama que describe Balzac en su monumental obra maestra que es Las ilusiones perdidas nos sirve para percatarnos de que, aunque haya pasado el tiempo, la voz pública, la publicada, presenta ciertas características que no parecen haber cambiado nada a través de los siglos. En fin, no quiero seguir cargando las tintas ni los bytes sobre una profesión que los no profesionales, pero adictos a la información, vamos condenando si no a la desaparición, sí a la nueva modestia en la que tal vez aprendan a elaborar un modelo de periodismo que orille lo sectario y abrace el procomún, los intereses generales.

«El periodismo, en vez de ser una especie de sacerdocio, se ha convertido en un medio en manos de los partidos; de medio ha pasado a ser un negocio; y, como todos los negocios, no tiene ni credo ni ley. Todo periódico es, como dice Blondet, una tienda en la que se venden al público palabras del color que éste quiere. Si existiera un periódico para jorobados, probarían mañana y tarde la belleza, la bondad y la necesidad de los jorobados. Un periódico no está hecho ya para ilustrar, sino para halagar las opiniones. Por ello, dentro de un tiempo, todos los periódicos serán viles, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos; matarán las ideas, las filosofías y a los hombres, y florecerán por eso mismo. Disfrutarán dele privilegio de todo organismo colectivo: se hará el mal sin que nadie sea responsable de ello. […] Napoleón definió este fenómeno moral, o inmoral, como se prefiera, con una frase sublime que le dictaron sus análisis acerca de la Convención: «Los crímenes colectivos no comprometen a nadie». El periódico puede permitirse la más abyecta conducta y nadie se cree personalmente manchado por ella. […] Si el periódico inventa una infame calumnia, finge limitarse a reproducirla, y si alguien se ofende por ello, sale del paso disculpándose por la libertad que se ha tomado. Si se le lleva ante los tribunales, se quejará de que nadie haya venido previamente a pedirle una rectificación; pero ¿y si se la pedís? Entonces os la negará riéndose en vuestras barbas, con la excusa de que no son más que bagatelas. Si su víctima gana la causa, la escarnece, y si tiene que pagar una indemnización cuantiosa, llamará al demandante enemigo de las libertades, del país y del progreso. […] Y en un momento dado puede hacer creer lo que quiera a quienes lo leen todos los días. Luego, nada que le desagrade podrá ser patriótico, y pretenderá tener siempre la razón. […] Con tal de emocionar o divertir a su público, el periódico sería capaz de servir a su padre crudo y condimentado nada más que con la sal de sus chanzas. […] Veremos los periódicos dirigidos primero por hombres honorables, y caer más tarde en manos de los más mediocres dotados de la flexibilidad y bajeza de la goma elástica de la que carecen los grandes genios, o bien en manos de tenderos con dinero para comprar a las plumas más prestigiosas. ¡Ya vemos tales cosas! Pero, dentro de diez años, el primer chaval salido del colegio se creerá un gran hombre, se subirá a la columna de un periódico para abofetear a los mayores que él, y les derribará para ocupar su puesto. No le faltaba razón a Napoleón al amordazar a la Prensa. Apuesto a que, si la oposición llegara al Gobierno, los periódicos que le ha prestado su apoyo le harían acto seguido la guerra si no obtuvieran todo cuanto desean, utilizando los mismos artículos con los que ahora atacan al Gobierno del rey. Y cuantas más concesiones se haga a los periodistas, más exigentes se volverán estos. Los periodistas de prestigio consolidado serán sustituidos por otros hambrientos y pobres. La herida es incurable, será cada vez más maligna, cada vez más enconada, y cuanto mayor sea el mal, más tolerado será hasta el día en que reine la confusión en la prensa debido a su proliferación, como en Babilonia. Todos nosotros sabemos muy bien que los periódicos irán más lejos que los reyes en lo que a ingratitud se refiere, más lejos que el sucio negocio especulativo y abusiva, y que consumirán nuestras inteligencias vendiendo un tercio de nuestra materia gris; pero todos nosotros escribiremos en ellos como esos mineros que explotan una mina de plata, a sabiendas de que morirán en ella. 

                         Todo periódico es, como dice Blondet, una tienda en la que se venden al público palabras del color que éste quiere. […] Un periódico no está hecho ya para ilustrar, sino para halagar las opiniones. Por ello, dentro de un tiempo, todos los periódicos serán viles, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos, matarán las ideas, las filosofías y a los hombres, y florecerán por eso mismo. Disfrutarán del privilegio de todo organismo colectivo: se hará el mal sin que nadie sea responsable de ello. […] El periódico puede permitirse la más abyecta conducta y a nadie se cree personalmente manchado por ella.»

[Las ilusiones perdidas, Balzac]