miércoles, 2 de agosto de 2023

El insulto, los remilgos y otras hipocresías.

Del arte a la chabacanaería: la necesaria higiene moral y verbal del ultraje: La vieja libidinosa, de Teodoro Pródromos.

 

          Plurales son las funciones del lenguaje y múltiples sus niveles y registros. Desde el susurro hasta el grito, cada día descubrimos nuevos usos y aplicaciones. Una voz robusta puede salvar una vida; una voz suave y rasgada conquistar un corazón; una voz melodiosa dulcificar la compañía; una voz cazallera alejar de nosotros cualquier conato de sociabilidad… Desde bien pequeños somos instruidos, antes de tener un conocimiento positivo del vocabulario, en ciertos tonos que instalan en nosotros el reproche, el aviso, la ternura y la orden imperativa. Esa preparación para el «contenido» nos permite familiarizarnos con lo que, superada la edad de la razón, identificamos inmediatamente con la función agresiva del lenguaje: el insulto, el ultraje, el vituperio, la diatriba, el agravio, la ofensa, la afrenta, el desprecio en suma. El lenguaje infantil está plagado de lo que podríamos definir como el grado cero del insulto: «tonto», «bobo», «soso», «memo», «panoli», «baboso», «berzotas», etc. Necesitamos la socialización del grupo para que los más avezados en la percepción  nos revelen, desde el seno de familias algo más «broncas» que la nuestra, la existencia de grados superiores: «energúmeno», «gilipollas», «idiota», «subnormal», «gilipuerta», «huevón», «cretino», «tarado», «cabrón», etc. El salto definitivo nos lleva al más popular de los insultos españoles: «hijo de puta», su contracción, «hijoputa», y sus hipérboles, «hijo de la grandísima puta», por ejemplo, que se suma al rechazo al antiguo «pecado nefando» del que «te den por culo», el «pichabrava», «pichafría», «chupacojones», «que te folle un pez», «me cago en tus muertos», «comemierda» y otras lindezas de ese jaez inagotable que es el caudal léxico del improperio en nuestra lengua, cultivado desde las Coplas de Juan Panadero, pasando por el Arcipreste de Hita, La Celestina, el Corbacho, la picaresca, Quevedo, Góngora y CJC, entre tantos notables en los que no conviene olvidar a Moratín y su Arte de las putas.

          Como vemos, así pues, insultar es una manera de relación social que no oculta la rivalidad, el enfrentamiento e incluso el odio hacia el objeto de nuestra ira, pero, tenga la dimensión que tenga el insulto, conviene destacar enseguida que el insulto es una agresión «en efigie», como aquellos condenados por la Inquisición que escapaban de su garras torturadoras y eran quemados de ese modo que les permitía respirar tranquilos, a los profanadores. Insultar es un quedarse a gusto y apaciguarse, para que la sangre que nos hierve en las venas no se derrame y vaya el asunto a mayores. Conviene que seamos conscientes de que la ira es una emoción legítima que no conviene reprimir, sino liberar dentro de un cauce aceptable para uno mismo y para los demás.

Viene todo esto a cuenta de los remilgos sociales que se han extendido a cuenta del uso del insulto en la vida pública en general y en la política en particular, un ámbito en el que, de repente, todos parece que «se la cojan con papel de fumar», que se suele decir de los remilgados…, y en el que se nos han llenado de Tartufos las redacciones periodísticas, las tertulias, las televisiones y casi cualquier espacio público en el que uno manifieste escrúpulos invencibles de malestar moral ante el uso del insulto como ejercicio popular del lenguaje, tenga el grado de virulencia que tenga. Está claro que las leyes marcan los límites del respeto a las personas y a su honor y buen nombre, pero, no sé si afortunadamente…, los jueces se han mostrado muy prudentes a la hora de castigar excesos verbales cuya represión podría constituir un  atentado a la libertad de expresión.

          El insulto, pues, está instalado en nuestra sociedad, pero todos sabemos que, como se ha dicho siempre, «no insulta quien quiere, sino quien puede» y que respecto de los insultos «el mejor desprecio es no hacer aprecio», lo cual permite ponerse por encima de ciertos desahogos que, manifestados sin gracia ni ingenio, se aproximan  más a los ladridos que a la discreción. Con todo, no olvidemos que una mención despectiva a «la madre», institución sacrosanta para muchos, y no solo para la Legión…, puede acabar en tragedia, como se ha dado el caso, que nuestras tradiciones son las que son.

Viene esto a cuenta del revuelo armado con el acerado «Que te vote Txapote» con que se ha querido insultar a Su Excelencia y que, por la intervención de un familiar de una víctima del asesino chapote, ha acabado volviéndose en contra de los insultadores y del pp en general, quienes, a su vez, indiscriminadamente, han tenido que cargar con el insulto tan socorrido en estos tiempos de «fascistas», insulto que, a pesar de su desemantización evidente, evoca aún una misión heroica en los votantes de unos partidos que, anacrónicamente, lo agitan como la bandera del «No pasarán» de la Segunda República cuyos tristes destinos tejieron  con extremismos no muy lejanos de los del presente.

Yo aprendí a insultar de muy niño, pero no dejó de chocarme oír de labios de mi madre que, durante la retransmisión de un partido, ella preguntara si lo que coreaba el público, imagino que al árbitro, era «hijo de puta». A edad tan temprana como los nueve años oír esa expresión en boca de la madre fue para mí un pequeño trauma liberador, porque entendí que me abría la veda para su uso y el de otras expresiones aún peores. Lo que no he olvidado nunca fue, tras una riña con uno de mis hermanos, lo que se me ocurrió que era el peor insulto que podía lanzarle con la peor mala leche del mundo: «¡sifilítico!», le escupí, sin saber ni propia ni impropiamente qué coño le estaba diciendo. Él tampoco lo sabía, pero lo chivó a mis padres y ahí fue Troya, la somanta de palos que me cayeron encima… Eso sí, en ningún caso, dado lo complejo del tema, se tomaron la preocupación de explicarme qué significaba, claro… En fin, cosas de tiempos muy lejanos.

Aprovechando el asunto que me trae a mi Provincia después de tanto tiempo de no aportar por ella, he querido acercar a los lectores una muestra del insulto literario. Y también me he alejado en el tiempo para rescatar este poema de Teodoro Pródromos, La vieja libidinosa, de la literatura bizantina, traducido y analizado por Pablo Adrián Cavallero con un excelente aparato crítico que los lectores interesados pueden consultar en la página original [ Dialnet-ProdromosLaViejaLibidinosaH140UnaSatiraBizantinaEn-8987688 (2)] , dada la aproximación lectora no erudita que yo aquí ofrezco al común de los lectores. Está claro que las notas enriquecen el texto y permiten comprenderlo mejor, pero quédense esos pormenores para los eruditos y diletantes como yo que nos perdemos con deleite en ellas para enriquecer un saber auténticamente inútil. Adviértase que la temática de la vieja/niña es muy propia del barroco y es tema que trató con gracia y donaire Góngora en sus famosas letrillas, por ejemplo. Lean y disfruten con una hermosa colección de insultos articulados con supremo arte desgarrado…

 

¡Oh vieja sucia, gran mal para los hombres!

¡Oh vieja sucia, más antigua que Túcrito,

arruga fláccida y podredumbre de tiempos de Crono!

¡Oh vieja impúdica, oh anciana licenciosa,

que te muestras lasciva y cachonda y engreída!

¡Oh vieja lúbrica, báquica, salvaje ménade!

¡Oh vieja sucia, tres veces el ‘vieja’ y también cuatro,

reverenda pentacorneja, podrida anciana!

¡Piélago atlántico, profundidad egea,

Ponto, Propóntide, boca oceánica,

mar totalmente más salado que ésta

en la cual volcaron innumerables navíos,

en la cual naufragaron barcas con todos sus hombres!

¡Oh pantano de barro y profundidad de fango,

casa de la anguila y de la rana,

mancha de la naturaleza y de lo que está en natura!

¡Oh langosta y granizo y gusano y tiniebla

y, en resumen, destrucción de la vida de los mortales!

¡Oh vieja canosa hasta incluso en las cejas,

así también como borracha te conduces contra la infeliz naturaleza

untando los cabellos con tinturas densas!

¡Oh vieja privada de todo diente,

que mordisqueas de lado con dos molares solos

que el tiempo no te quitó, haciendo bien por cierto,

para que no seas considerada un bebé recién nacido!

¡Oh vejeta pálida, aunque te pases con el albayalde!

¡Oh uva seca magra, aunque te creas verde todavía!

¡Oh Camarina, aunque te perfumes ricamente!

¡Oh piel-de-cuero, aunque aligeres la piel,

legañosa, aunque haya bistre alrededor de tus pupilas,

arrugada, aunque haya maquillaje alrededor de las mandíbulas,

gotosa, aunque disimules la enfermedad,

haciendo de la gota un esguince,

encorvándote, aunque te creas enderezada!

¡Oh vieja, de nuevo vieja y de nuevo vieja y de nuevo!,

¡antigua vergüenza, maldad arcaica!

¿Por qué haces esto? ¿Otra vez te inclinas a la añoranza,

recolectas amores, respiras placeres de Afrodita?

Y en verdad era necesario que antes tuvieras conciencia de esto,

de que todo es bello en el tiempo adecuado.

A su tiempo cosechas el racimo del viñedo,

a su tiempo llevas la hoz a la espiga;

la menta, el lirio, la hierba, a su tiempo.

El vino, siendo joven y jugoso, borbotea

y desgarra el tonel por desorden:

pues siendo joven experimenta lo propio de los jóvenes;

pero en la vejez y en el último tiempo

se pone, por una parte, templadamente en sí mismo,

se ajusta, por otra, y es templado como un viejo.

En cambio tú, tras sobrepasar las edades todas,

tras alcanzar el cabello más envejecido,

tras llegar cerca del portal de la muerte

y oyendo el grito de las Erinies

y el ladrido del perro Cérbero,

todavía te dedicas a lo que las muchachas jovencitas

y untas con maquillaje las mejillas.

¡Ay, ay, desdichada, qué amor-por-lo-voluptuoso!

¡Ay, ay, enloquecida, qué recolección de amores!

Muriendo, la cigarra habla lo más melodiosamente

mas tú, ante los últimos suspiros mismos,

te revistes con la vestidura más propia de una hetera:

adornas los dedos con anillos engarzados en oro,

como si tomaras por presa a algunos de los jóvenes

que miren el adorno, no el tiempo etario.

¿Y quién es el joven a tal punto insensatísimo

como para soportar acercarse a un escarabajo,

incluso si fuese rociada con perfumes toda la carnecita?

¿O quién comería excremento mezclado con miel

o se ayuntaría con un lechón rociado con oro,

si no estuviese dañado en la mente y los sesos?

El artificio no sabe cambiar la naturaleza,

incluso si moviera todos los cables, como el dicho,

y encontrara todos los tipos de mecanismo:

ni siquiera un rostro de vieja lleno de tizne

compraría alguien, siendo sensato, aun por un trióbolo.

Otrora eras entonces útil, quizás, para el amor,

otrora eras entonces para los hombres anzuelo de amor

que ocultaba el aguijón del mal gancho.

Ahora regenta un prostíbulo, ahora hazte proxeneta;

pues ninguna otra cosa se adecua a tu tiempo etario

o, para decirlo mejor, a tu vida y a tus modos.

Pero ¿no quieres? También hazte comida para los lobos.

Que seas corrompida mal, la más mala de los malos,

vete a los cuervos, vete ante el Rico.

No te retrases, Cloto, corta de una vez el hilo.

Guiador de cadáveres, acoge a la infeliz.

Barquero de cadáveres, lleva en tu nave a la anciana.

No te retrases, Radamantie, ni tampoco Minos cretense;

¡vamos!, para juzgar a la antigua lasciva

no carecéis de testigos acusadores:

las camas mismas gritan, las lámparas mismas.

No obstante, que esté lejos no sólo la cama sino también la lámpara:

las marcas dan fuertes gritos en lugar de Sténtores

y testimonian la vida de la decrépita.

En efecto, ¿qué podría padecer y qué rendición de cuentas le tocaría?

Muchas formas de torturas hay entre vosotros;

muchos y diferentes modos de castigos;

mas uno se adecua sobremanera a este juicio:

pues que al antiguo y viejo Cérbero

sea dada la vieja y que dé su rendición de cuentas.

Sin embargo, ante tan despedazada carnecita,

se debilitará incluso la boca de Cérbero.