martes, 12 de diciembre de 2023

¡No tenemos tiempo para nada!

 

La jubilación, el tiempo, y la *ansiedumbre

 

La percepción del tiempo nada tiene que ver con la vida. Actuar es un proceso independiente de su duración, y lo que experimentamos en su decurso suele medirse en sensaciones, emociones, resultados, desengaños, adversidades, malentendidos y una variada gama de supuestos existenciales que no rozan ni de lejos la contabilidad de ese fondo temporal donde nos recortamos como las siluetas del teatro de sombras contra un fondo luminoso.

La expresión popular «¡no tengo tiempo para nada!», muy corriente entre personas con un acúmulo de responsabilidades que excede la capacidad de una vida para abarcarlas y hacerles frente con el relativo éxito que caracteriza a las empresas humanas, expresa un absurdo que todo el mundo entiende sin ulteriores explicaciones que nadie pide, dando por descontado que todos sabemos lo que significa.

Es creencia social extendida que la jubilación es un estado social en que, tras una vida de no tener tiempo para nada, este va a derramarse como los frutos de una cornucopia, de tal manera que, independientemente de que nuestra vida jubilar atestigüe lo contrario, dispondremos de un «excedente», queramos o no, en el que más de dos y de tres se creerán con «derecho» a organizarte parte de tu vida.

 Ello ha llevado, además de las políticas gubernamentales, a que ciertos hijos se empeñen en explotar a sus padres en el cuidado de sus nietos, porque entienden que les hacen un favor para «distraerlos» de ese calmo mar del aburrimiento que tantos creen que es la jubilación. No entro en la función auxiliar de las pensiones como complemento del sustento de los hijos emancipados o por emancipar, porque esto no trata de lastimosos problemas sociales, sino de una reflexión contra la extendida convicción de que la jubilación es aquel estado en el que una persona no sabe qué hacer «con todo el tiempo del mundo» del que supuestamente dispone.

          La realidad es que, al margen del tiempo que exige el deterioro físico para ser paliado con mejor o peor fortuna, un jubilado, en una gran ciudad y con un nivel de formación universitario, bien puede decir que la carencia de tiempo es un serio factor estresante. Si en edad laboral no se tenía tiempo para nada; en la jubilación se descubre la existencia concreta del tiempo para constatar, lastimosamente, no ya que no disponemos de él para hacer cuanto queremos hacer, sino de que desaparece de nuestro horizonte a una velocidad que la de la luz es cosa de borricos tercos plantados en mitad del camino…

 La juventud ignora el tiempo; la vejez contempla a diario su fugacidad, por más que no se empeñe en modo alguno ni en detenerlo ni en contabilizarlo ni en despreciarlo: lo ve pasar, pero con cierto escándalo, porque el deterioro físico y mental, aunque neguemos su importancia en nuestras vidas, es resultado directo de ese pasar por nosotros, por más que pasemos nosotros nuestra vida alejados de él y di-vertidos, atareados en las mil cosas que nos llevan a negar incluso su existencia.

Por un jubilado al que se le cae el tiempo y la vida encima, una vez que ha dejado de estar «en activo», seremos millones los que, incluso con cierta ansiedad, y desde la felicidad de pertenecer a las «clases pasivas», reconocemos que «¡no tenemos tiempo para nada!». Padezco, voy a considerarlo desde una perspectiva individual, un estrés por hiperactividad que se suma al viejo vicio del insomnio, que me ha hecho muy leído, algo creativo y (¡no todo podían ser ventajas!) algo que más que huraño, pero por el egoísmo pueril de pretender hacer aquello que proclamaba el único artículo de la carta foral que, según Ganivet, sería el ideal jurídico de los españoles: «una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundente: ‘Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana’».

 No es mucho pedir, parece, después de una vida de trabajo, sacrificio y abundantísimo placer de muy diversos orígenes y naturalezas, porque a medida que el periodo de jubilación va contrayéndose, el peso de las limitaciones que imponen los compromisos de todo tipo, sobre todo los familiares, convierten la vida de un jubilado en una hipérbole de la impaciencia. Si a enemigo que huye, puente de plata; a tiempo que huye…, ¿qué? Nada más llegar a casa, después de la despedida de los compañeros, me quité el reló de la muñeca y no he vuelto a necesitarlo. Jamás pregunto la hora, y siempre me sorprende que sea, por lo general, más tarde de lo que imagino que debería ser. Es la consecuencia de no dar abasto; de quedarse siempre con el trabajo en el tintero, la lupa junto al diccionario, la lectura a medias y las películas a punto de acabar, porque ¡siempre! es más tarde de lo que uno imagina que es.

Si algo desaparece de la vida de un jubilado, puedo dar ardiente fe de ello, es la pereza, la pigricia o la acedia (o acidia) —según en qué contexto haya de aparecer…—, porque es lo que tiene el no tener tiempo para nada: uno siempre anda en danza sin dar un paso acompasado, y mil en todas las direcciones de la rosa de los vientos del quehacer individual y colectivo. No se trata tanto de «trabajos» propiamente dichos, sino de tareas, afanes, dedicaciones, impulsos o deseos que nos arrastran con un poder performativo que ya hubiéramos querido tener en los años mozos, cuando sí que uno de los placeres máximos era abandonarse a la pereza con absoluta delectación de potentados. En las edades quinta, sexta y séptima que catalogó San Isidoro de Sevilla en sus amenas Etimologías, no hay desperdicio temporal posible, porque vivimos devorados por la pasión del quehacer, del obrar…

Nuestra sociedad desprecia a los viejos, por más que el paternalismo del poder se llene la boca de «nuestros mayores» y de «memoria histórica» de colmillo retorcido. Supongo que padecemos el mal general de nuestro tiempo: el intento constante de convertirnos en un «colectivo» en el que difuminarnos, anularnos, someternos y exigirnos ya el voto ya la ayuda a quienes, con su desorden político gubernativo impiden el acceso a la vivienda y a la formación de una familia que nos tome el relevo; al fin y al cabo ¿no se considera ya que los jubilados son unos «privilegiados»? Por todo ello, cuanto cada uno de nosotros hayamos de hacer conviene que lo hagamos a título individual, de modo que no nos aplaste la etiqueta de hormigón con que el poder, cualquier poder, nos cataloga al modo de las lápidas, y aunque sepan todos los mentecatos con poder que van a seguir nuestros pasos les guste o no… Si los expresidentes, al decir del verboso Felipe González, son jarrones chinos, ¡imaginemos qué no pensarán de los anónimos jubilados de quienes todo lo que se espera, al decir de la banquera Lagarde, es que la palmemos cuanto antes para aliviar las cuentas del Estado!

Me extraña que haya tenido tanta paciencia como para llegar hasta aquí, porque había dejado a medias la crítica de dos películas clásicas y la extracción de citas de dos novelas superlativas de Balzac, pero se me ha hecho tarde y tengo que dejarlo todo, porque es la hora de la cena… Lo dicho: ¡No tenemos tiempo para nada!

 

         

         

jueves, 30 de noviembre de 2023

«La izquierda traicionada», de Guillermo del Valle.


Reivindicación de la pureza izquierdista clásica frente a la traición de la izquierda gobernante, afanada en perpetuarse en el poder a costa de perder su identidad, sus orígenes y su dignidad.

 

Asistir a la presentación de un libro ha acabado teniendo un no sé qué de firma de manifiestos o de suscripción a una de las cien mil oenegés existentes. Aunque el acto se celebraba en la librería Byron, próxima a mi madriguera, llegué con tiempo para poder sentarme, dada la expectativa generada en las redes sociales y el «tirón» del presentador, Félix Ovejero, experto en traiciones de la izquierda, a quien se sumó, en los sillones presidenciales, la, para mí desconocida, profesora en la Pompeu Fabra, Jahel Queralt, quien abrió el acto.

La pequeña sala se fue llenando poco a poco. Me llamó la atención ser el único lector en una sala llena de móviles activados. Levanté la vista de mi lectura y vi que a ambos lados del espacio las estanterías mostraban libros poco o nada relacionados con el acto político al que mi curiosidad me había llevado: En la pared de la derecha: Aves, Flora, Casas que pueden salvar el mundo, Fender, toda la historia…; en la de la izquierda, verduras, cocina tailandesa, ensaladas, cerveza en casa… Renuncié a buscar secretas galerías que unieran esos títulos con el acto y seguí leyendo hasta que el editor de Península abrió el acto, una vez hubo llegado, con leve retraso, la profesora.  

La profesora hizo una confesión que me extrañó: como pertenecía al ámbito académico, había preferido escribir su intervención, en vez de contarnos de viva voz su experiencia lectora del libro. Con total complicidad, como se debe en estos casos, vino a desvelar parte del contenido, poniendo el énfasis en la manera irracional como la izquierda traidora había regalado a la derecha la bandera izquierdista tradicional de la «libertad». Defendió, así pues, la libertad en el seno de un estado de bienestar robusto en el que la redistribución facilita la equidad. «Sin dinero no hay libertad», resumió algo atropelladamente. Entró en el debate, tan «real» del decrecimiento, a favor del cual estaba, pero sin olvidar la verdadera «realidad»: sin crecimiento no hay generación de riqueza. Reparó, finalmente, en la demonización izquierdista de las grandes empresas y su defensa de las medianas, que son, precisamente, aquellas en las que los trabajadores tienen menos posibilidades reales de ejercer sus derechos.

Félix Ovejero, sin consultar papeles, vino a defender la idea de que la izquierda ha representado siempre una trama de valores, y que la idea básica desde su nacimiento ha sido la de la «emancipación», para convertirnos en dueños de nuestras propias vidas, es decir, justo lo contrario de lo que hace la izquierda gobernante: generar dependencia del poder político de los ciudadanos con menos recursos, una vía populista cada vez más acentuada. Ovejero vino a refutar el izquierdismo de quienes nos pretenden gobernar desde sus postulados por la defensa implícita de las identidades, las religiones y lo que él llamó «el feminismo trastornado». Como era de prever, el capítulo de la relación de esa izquierda con la casta política catalana probaba la traición de una izquierda cuyo plurinacionalismo centrífugo se impone a la reivindicación de lo que nos une como nación y como estado. Contó, además, una anécdota jugosa sobre la exigencia de Pasqual Maragall para que se retiraran 10.000 ejemplares de una biografía en la que se recogía el alivio de la familia, en palabras de su padre, al parecer, con que fue recibida la entrada del franquismo en Cataluña. El propio Pasqual Maragall empezó su carrera municipal a dedo en la BCN de Porcioles.

Finalmente, el autor tomó la palabra y tras las gracias de rigor, pasó a fijar los planteamientos que, como anunció, vertebrarán una opción política a la que se podría votar en las elecciones europeas. Con tono vehemente y verbo enardecido de «viejo» izquierdista ilustrado, Del Valle expuso las traiciones de la actual izquierda gobernante, la infamia de los recientes pactos con la ultraderecha nacionalista catalana y su defensa de los tres viejos principios revolucionarios: libertad, igualdad y fraternidad. Achacó a la izquierda gobernante haber caído en el irracionalismo, por su defensa de la religión, sobre todo e incomprensiblemente la islámica, y de la identidad étnica. El estado, dijo, ha de garantizar la ciudadanía de todo el mundo en libertad e igualdad. Se opuso a lo que él considera un proyecto de segregación de clase, de tintes racistas, encarnado en las identidades regionales, una versión deprimente de la Liga Norte italiana.  Cargó mucho las tintas en la descalificación del plurinacionalismo de ultraderecha y ofreció la concepción de España como el espacio público compartido por todos, criticando, sin ulteriores razones doctrinales, que el estado confederal no garantiza en modo alguno la igualdad de todos los españoles.

Del Valle está convencido de lo que dice, pero por la relativamente escasa audiencia, por lo difícil que en el actual mundo global resulta definir nítidamente un espacio político «de izquierdas», si enfrentado a retos económicos, políticos e incluso éticos, y por cierto mesianismo que intuí en el verbo flamígero del autor, no intuyo que sea fácil que «cuaje» como único partido que represente una opción política que pueda combatir contra el espacio del psoe, por más que el relato de estos sea ya el del insultante populismo bolivariano aliado con el identitarismo xenófobo de los supremacistas nacionalistas. Había algo en su verbo y sus postulados de la vieja socialdemocracia de los inicios de nuestra Transición, cuando Felipe González hizo renegar a su partido del marxismo como método único de interpretación de la realidad, bastante antes del famoso axioma chino del gato, da igual si blanco o negro, pero que cace ratones. Se observan muchos movimientos políticos en la sociedad y mucho me temo que o hay una confluencia generosa de todos en un proyecto común, o volvemos a los «clubes» ideológicos separados por nimiedades y enfrentados entre sí en la más pura tradición de la izquierda revolucionaria. ¡Que Hermes reparta suerte!

Cuando se les dio la palabra a los asistentes, y dada la perentoria necesidad de quien abrió el turno de contarnos morosamente «su» visión sobre todo lo dicho, juzgué oportuno «tocar el dos» y volver al «cau», donde otras exigencias de intendencia familiar me reclamaban. Como en la sala ocupaba primera fila el incombustible y muy ilustrado periodista Xavier Rius, seguro que él podrá ofrecer una visión más ajustada y coherente que estas precipitadas impresiones a vuelapluma. Se la leeré con mucho gusto.

viernes, 10 de noviembre de 2023

Una visión descarnada del periodismo en sus primeros tiempos.

 

La degradación de la prensa durante la Restauración borbónica en Francia, según Balzac.

 

En estos tiempos políticos tan agitados por obra y gracia de la demagogia, el populismo y el agitprop —que raya en *shitprop la mayoría de las ocasiones—, pocos son los medios periodísticos que se libran de esas lacras, y menos aún aquellos que mantengan la sagrada llama de la independencia, el respeto a los hechos y el amor a la verdad, si es que aún queda alguno que pueda ser descrito en esos términos, que no lo creo. Desde mucho antes de la llegada del Gran Divisor a la política española, quien hizo bandera del odio al adversario y la negación del pan y la sal a cuantos no pensaran como él, que vale tanto como decir «su» partido, institución donde primero practicó esta política aberrante del divide et impera, el periodismo español había cavado ya muchas trincheras ideológicas en las que han ido sucumbiendo empresas y prestigios individuales que no han soportado incólumes el paso del ciclón del sectarismo por los medios de comunicación. La llegada de la generación del 15 M a la política arrasó con los consensos sociales con los que habíamos vivido hasta ese momento y que fueron el fundamento y el impulso de la Transición y la Constitución del 78 que la consagraba. Hoy vivimos en un marasmo guerracivilista en el que ni hay líneas rojas, ni verdes ni fucsia ni de ningún color, el Todovalismo lo gobierna toda y nada escapa a sus terribles dictámenes, casi de obligado cumplimiento. A fuerza de legitimar el Poder por el Poder, todo es «bueno» y «legítimo» si lo autoriza y avala; y poco menos que «fascismo» lo que se le opone, lo haga del modo que haga. ¡Qué tiempos aquellos en que el principal analista de la abeceína, Sánchez Ferlosio, escribía en su famosa Tercera! ¡Qué tiempos estos en los que El País pone de patitas en la calle a puntales del diario como lo fue durante cuarenta años Antonio Elorza! La proliferación de diarios digitales, de ínfimo coste y muy diferente alcance, siempre en función de la inversión y la propaganda ad hoc, ha añadido al panorama periodístico una pluralidad de voces que, por la competencia descarnada entre ellas, propia de pelazgas de patios de vecindad, hace muy difícil, si no imposible, distinguir entre unos y otros, aunque la decantación ideológica es la que nos orienta en su clasificación: amarillistas, populistas, de partido, etc. El ruido mediático que soporta nuestra sociedad es de tal magnitud que resulta un ejercicio de «motricidad mental fina» distinguir las voces de los ecos, si bien lo que es innegable es la homogeneidad absoluta en cuanto al mal uso del lenguaje que hacen todos ellos, con titulares que suelen hacer las delicias de los mordaces habitantes de iXlandia, la antigua Gorjeolandia (Twitter para los cool). El panorama que describe Balzac en su monumental obra maestra que es Las ilusiones perdidas nos sirve para percatarnos de que, aunque haya pasado el tiempo, la voz pública, la publicada, presenta ciertas características que no parecen haber cambiado nada a través de los siglos. En fin, no quiero seguir cargando las tintas ni los bytes sobre una profesión que los no profesionales, pero adictos a la información, vamos condenando si no a la desaparición, sí a la nueva modestia en la que tal vez aprendan a elaborar un modelo de periodismo que orille lo sectario y abrace el procomún, los intereses generales.

«El periodismo, en vez de ser una especie de sacerdocio, se ha convertido en un medio en manos de los partidos; de medio ha pasado a ser un negocio; y, como todos los negocios, no tiene ni credo ni ley. Todo periódico es, como dice Blondet, una tienda en la que se venden al público palabras del color que éste quiere. Si existiera un periódico para jorobados, probarían mañana y tarde la belleza, la bondad y la necesidad de los jorobados. Un periódico no está hecho ya para ilustrar, sino para halagar las opiniones. Por ello, dentro de un tiempo, todos los periódicos serán viles, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos; matarán las ideas, las filosofías y a los hombres, y florecerán por eso mismo. Disfrutarán dele privilegio de todo organismo colectivo: se hará el mal sin que nadie sea responsable de ello. […] Napoleón definió este fenómeno moral, o inmoral, como se prefiera, con una frase sublime que le dictaron sus análisis acerca de la Convención: «Los crímenes colectivos no comprometen a nadie». El periódico puede permitirse la más abyecta conducta y nadie se cree personalmente manchado por ella. […] Si el periódico inventa una infame calumnia, finge limitarse a reproducirla, y si alguien se ofende por ello, sale del paso disculpándose por la libertad que se ha tomado. Si se le lleva ante los tribunales, se quejará de que nadie haya venido previamente a pedirle una rectificación; pero ¿y si se la pedís? Entonces os la negará riéndose en vuestras barbas, con la excusa de que no son más que bagatelas. Si su víctima gana la causa, la escarnece, y si tiene que pagar una indemnización cuantiosa, llamará al demandante enemigo de las libertades, del país y del progreso. […] Y en un momento dado puede hacer creer lo que quiera a quienes lo leen todos los días. Luego, nada que le desagrade podrá ser patriótico, y pretenderá tener siempre la razón. […] Con tal de emocionar o divertir a su público, el periódico sería capaz de servir a su padre crudo y condimentado nada más que con la sal de sus chanzas. […] Veremos los periódicos dirigidos primero por hombres honorables, y caer más tarde en manos de los más mediocres dotados de la flexibilidad y bajeza de la goma elástica de la que carecen los grandes genios, o bien en manos de tenderos con dinero para comprar a las plumas más prestigiosas. ¡Ya vemos tales cosas! Pero, dentro de diez años, el primer chaval salido del colegio se creerá un gran hombre, se subirá a la columna de un periódico para abofetear a los mayores que él, y les derribará para ocupar su puesto. No le faltaba razón a Napoleón al amordazar a la Prensa. Apuesto a que, si la oposición llegara al Gobierno, los periódicos que le ha prestado su apoyo le harían acto seguido la guerra si no obtuvieran todo cuanto desean, utilizando los mismos artículos con los que ahora atacan al Gobierno del rey. Y cuantas más concesiones se haga a los periodistas, más exigentes se volverán estos. Los periodistas de prestigio consolidado serán sustituidos por otros hambrientos y pobres. La herida es incurable, será cada vez más maligna, cada vez más enconada, y cuanto mayor sea el mal, más tolerado será hasta el día en que reine la confusión en la prensa debido a su proliferación, como en Babilonia. Todos nosotros sabemos muy bien que los periódicos irán más lejos que los reyes en lo que a ingratitud se refiere, más lejos que el sucio negocio especulativo y abusiva, y que consumirán nuestras inteligencias vendiendo un tercio de nuestra materia gris; pero todos nosotros escribiremos en ellos como esos mineros que explotan una mina de plata, a sabiendas de que morirán en ella. 

                         Todo periódico es, como dice Blondet, una tienda en la que se venden al público palabras del color que éste quiere. […] Un periódico no está hecho ya para ilustrar, sino para halagar las opiniones. Por ello, dentro de un tiempo, todos los periódicos serán viles, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos, matarán las ideas, las filosofías y a los hombres, y florecerán por eso mismo. Disfrutarán del privilegio de todo organismo colectivo: se hará el mal sin que nadie sea responsable de ello. […] El periódico puede permitirse la más abyecta conducta y a nadie se cree personalmente manchado por ella.»

[Las ilusiones perdidas, Balzac]

martes, 24 de octubre de 2023

Crónicas de Robinson desde Torilandia (III)

 


Entre urnas o delincuencia…

 

          Ninguna reflexión sobre el tiempo, tan perfectamente clasificado allá en mi isla, me parece más adecuada que la suscitada por los acontecimientos que se suceden en esta extendida piel de toro bravo. ¡En mala hora mi anfitrión perverso y en prosa me sacó de Laputa y me trajo a esta Torilandia acelerada don no se vive, sino que se exhala, a juzgar por el vértigo con que se sucede todo, y de cualquier naturaleza! No me extraña que los antiguos medios de información se hayan reconvertido en medios de agitación y propaganda, porque los hechos se suceden unos a otros a tal velocidad que su mera enunciación es perderlo. Sí, está claro que abandonada aquel celo por conocer las circunstancias totales de cualquier hecho, de modo que asumiera su nombre total, en vez de convertirse en algo así como «dicen que…», «al parecer…», «se tiene por cierto…», «todas las fuentes indican…», nada de cuanto ocurre tiene ya el sello de la verdad objetiva que antes se alcanzaba con tan poco esfuerzo. Hoy, hasta un bombardeo de un hospital en Gaza, con 400 o 500 muertos es pieza de discusión durante semanas, incluso aunque se haya «probado» la intoxicación factual de que los grandes medios de información han sido cómplices irresponsables.

          Me cuesta revelarlo, porque diríase que un personaje literario como yo, que se ha visto en situaciones tan rocambolescas, no «casa» con este aserto: soy frecuentador de X, pero así es, aunque en un móvil prácticamente regalado, de segunda mano. En Madrir, actualmente, no te puedes mover sin llevar un chisme de estos en la mano, aunque me haya llevado mis buenos meses hacerme con los conocimientos imprescindibles para hacer las tareas más elementales. Mi anfitrión ya ha contactado conmigo y hemos mantenido alguna que otra jugosa charla sobre esas reflexiones temporales inexistentes y, sobre todo, acerca de la angustia que implica estar pendiente mañana tarde y noche de este aparatejo infernal que consume energías, batería y, guste o no, ¡que no!, las mil toneladas de paciencia con que yo salí de mi bendita isla, a la que ignoro si regresaré, porque naufragar no es lo mismo que buscar un naufragio…; del mismo modo que vivir no es buscar el suicidio, por más que se le asemeje.

          Me declaro derrotado ante la realidad. Mi indomable espíritu práctico que no ve objeto inútil ni maña que no pueda gobernarlo claudica ante la irrealidad política de esta Torilandia que más que cualquier otra nación de la vieja Europa requiere de un  meticuloso estudio para tratar de separar el grano de la paja, ¡si ello es factible! ¡Menuda algarabía en esta antigua tierra de árabes! ¡Menudo zoco de mercancías robadas! ¡Qué falta haría en este Templo de Mammón los buenos azotes de un Cristo indignado ante la profanación constante de las instituciones, los hábitos democráticos y, last, but not least, el atropello a la lengua común, más allá de particularidades regionales que, como mucho, solo lo complican todo aún más! ¡Si esta gente no se entiende en una, por universal que sea, cómo diantre van a entenderse en cuatro más los bables comarcales que han aparecido como setas de sequía, porque aquí solo llueve la saliva de la indignación que se escapa de las fauces, y poco más!, pero ella se basta para que crezcan las setas de la discordia filológica identitaria. No estaría de más que la madre naturaleza se convirtiera alguna vez en madrastra despechada y dejara ir una andanada de meneos suyos que les bajara los humos a los pedantones al paño, la seda el lino y aun el esparto, a ver si con la calma de los escombros y el fatalismo de lo irrecuperable se amainaran los ánimos levantiscos y pudiera, entonces, ser el Congreso la casa de la palabra que edifica. Mal lo tienen, cierto es.

          Por paradojas históricas, quienes trajeron la Segunda República con unas municipales y han apostado por una vuelta al guerracivilismo, han perdido en toda España unas elecciones municipales que han estado a punto de dar al traste con todo, pero el gobierno convocó elecciones generales para probar suerte «por elevación» en unas elecciones generales al Congreso y al Senado. Quienes gobiernan las han perdido, pero pretenden convertirse en ganadores mediante la extrañísima vía del pacto con grupos de la Cámara que programáticamente son contrarios a la democracia española y solo aspiran a convertirse en países independientes, ellos dicen que en el seno de Europa; la realidad, que en el seno del abismo de la irrelevancia universal, siquiera sea durante un larguísimo periodo de tiempo, más allá del que se sucede en la pantallita de nuestros artilugios. Y así están las cosas. A la espera de que un delincuente huido de la Justicia decida si gobierna el actual inquilino de la Moncloa, un narcisista relamido y bien corto de entendederas o los torilandeseses han de pasar de nuevo por otra convocatoria electoral, que, visto desde los tradicionales usos democráticos de mi país de origen, sería lo más «natural», ¡si es que en Política hay algo de lo que se pueda decir           que es propiamente «natural», dados los embelecos, artimañas, embolismos, mixtificaciones, engaños y demás trapacerías que hacen de ella el arte supremo del engaño, pero sin el ingenio y la agudeza sobre las que escribió Baltasar Gracián con tanta perspicacia.

          De ciertas zonas de Madrid se suele decir que son «el hervidero de la Villa», a juzgar por las muchas relaciones clandestinas que tratan de pasar desapercibidas para los sabuesos chihuahuas del periodismo actual, y confieso que me hubiera gustado conocer alguno de ellos para «tomarle el pulso» a la vida conspiradora que hace de la política una mala novela de intriga. Aquí, para bien o para mal, que es el mal en ambos casos, «está todo el pescado vendido», que es expresión a la que, por mis largos años en la isla, soy muy afecto: todos van a perder, ahora o pronto, en un futuro más inmediato del que todos los que se las prometen felices se piensan, ateniéndonos a las infinitas posibilidades de crear conflictos políticos que están en manos de quienes dominan una de las dos Cámaras del sistema político español. Otra cosa es que a la mayoría impulsada por la delincuencia política se le ocurra alguna ley para eliminar el Senado, ¡que todo pudiera suceder!, una vez que están a punto de saltarse todas las previsiones constitucionales para hacer caber una ley de amnistía que, implícitamente, está prohibida por la Constitución, que sí prohíbe los indultos generales, de los que la hipotética amnistía es prima hermana.

          Lo que no acabo de entender es cómo en esta ciudad tan maravillosa, el pálido reflejo de la verdadera vida que es la preocupación por el poder político, sea capaz de consumir tanta vida y energía de sus habitantes, aunque es posible, dados los usuales niveles de abstención en las votaciones, que la mía sea una impresión engañosa. Cuesta creer, ciertamente, que en esas abarrotadas barras y mesas de los bares todo el mundo hable de política en vez de acerca de otras cuestiones que tantas pasiones mueven, como la fenomenología, el idealismo trascendental, los enigmas matemáticos o las cartas astrales, amén de las últimas novedades editoriales o el estreno de la última película de Santiago Segura, un joven la mar de simpático a quien conocí un día en un bar de Malasaña, después de haber rodado él un programa científico sobre la gastronomía o algo parecido…

          Sigue llamándome la atención, aunque no es raro en la Historia que no pocos gobernantes conciten el odio popular, que el actual presidente de Torilandia sea capaz de atraer como un poderoso imán atildadísimo las iras de las gentes sencillas y aun de las complicadas, porque en eso se ponen todos de acuerdo. He oído referentes de muy diversa naturaleza, y desde los que retroceden al gran Felón de felones, Fernando VII, no pocos hay que lo comparan con el recentísimo Ánsar de las Azores, o algo así, e incluso quienes lo asimilan al autócrata republicano que ganó una guerra y se instaló en el poder tres décadas largas. Hay, como se ve, para todos los gustos.Torilandia es una nación a la que sus gobernantes les duran poco en la estimación —¡pero hay que ver lo que ganan una vez fallecidos…!—, y no porque sus estándares de pulcritud democrática, honestidad o moralidad pública sean altísimos, sino porque los me gusta y no me gusta han democratizado hasta extremos inverosímiles el halago y el denuesto.

          ¡Nos vemos!, que es despedida universal. See you later!

domingo, 15 de octubre de 2023

¿La realidad? ¿La verdad?

 


El pensamiento y la ficción.

 

                        El tópico nos dice que la realidad supera a la ficción, en efecto; pero para dar por bueno ese aserto, ha de tenerse una idea muy precisa, contundente e irrefutable de qué sea eso a lo que llamamos con tanto aplomo «realidad». Los hechos cotidianos, desde el humilde de desayunar un poco de avena con plátano y frutos rojos —que son buenos para la próstata— hasta la salvajada de los asesinados por el grupo terrorista hamás en Israel, levantan un mapa de referencias al que solemos llamar «realidad», y parece que cuanto más material sea lo que sucede, que estén involucradas vísceras, excrementos, cuerpos profanados, edificios bombardeados y víctimas de toda suerte y condición, culpables e inocentes, más nos parece que estemos hincados hasta el corvejón en la «realidad». Da igual que de todo ese conglomerado de hechos, a nosotros no nos llegue ni siquiera el sonido de las sirenas ni el jadeo de quienes corren a un refugio o esperan en la habitación del pánico una muerte segura, porque le vamos a dar el estatus de «realidad», lo sea o no lo sea. Y ello va a condicionar no solo nuestras reacciones o nuestras emociones, sino también posicionamientos políticos o sociales que nos van a definir así que pronunciemos esta o aquella condena, escojamos a unas o a otras víctimas, consideremos terroristas, o no, a estos o a aquellos grupos o ejércitos. Realidad parece ser, como quería Humpty Dumpty, aquello que, desde mi poder unipersonal, yo decido que es o no es real; del mismo modo que decido de qué parte está la razón, qué es lo relevante y qué lo prescindible, qué ha de ser aceptado a pies juntillas y qué rechazado a las tinieblas exteriores.

               Poco a poco, pues, se va configurando la «realidad» como una suerte de solipsismo del sujeto, encantado de su poder y de su capacidad de expresarlo para que nadie se llame a engaño y para, en función de la capacidad de ataque y demolición, imponerlo como verdad indiscutible. Esa «realidad», por lo general, suele estar enunciada con unos conceptos que en modo alguno son inequívocos, sino sujetos a reflexión y debate, de modo que el uso de la razón permita establecer un consenso universal para aceptarlos o rechazarlos. 

              Lo que sucede, sin embargo, se recibe con tal grado de adhesión a «lo que ocurre», que nos parece inverosímil que alguien pueda entender lo ocurrido desde otro enfoque, desde otra perspectiva, y que descubra en ello un significado que nosotros ni siquiera hemos imaginado que tales hechos pudieran tener. Ahí es cuando la «realidad» se cuartea y comenzamos a sostener que la única «verdadera» es la nuestra, lo que nos lleva a organizar, con todos los medios de persuasión a nuestro alcance, la defensa numantina de nuestra interpretación. Aparece entonces la absurda multiplicación de la «verdad» y su proliferación casi partenogenética.Y la lucha entre «verdades» se cruza con los diferentes conceptos de «realidad» que las sostienen, de donde emerge una división radical imposible de salvar para unificar un concepto universalmente aceptado de «realidad». Y de ahí lo de «nos movemos en realidades diferentes»… y expresiones que vienen a marcar la incompatibilidad absoluta de concepciones de «lo real», lo cual, paradójicamente, nos va acercando a una peligrosa ficción: la de que ni la realidad ni la verdad existen, sino como percepciones exclusivas de cada sujeto, aislado, en consecuencia, en una monada de mónadas desde la que es literalmente imposible no ya solo el contacto con las demás, sino la mera posibilidad de «compartir» un único concepto de «realidad» y de «verdad».

          Ya Epícteto aligeraba de responsabilidad a los «hechos», al defender que es la interpretación de estos lo que nos altera, no su mera existencia. Los tiempos, ¡vaya por dónde…!, han acabado dándole la razón. Y la experiencia nos dice que ante cualesquiera hechos supuestamente «reales» siempre vamos a levantar, los humanos, una red de interpretaciones que acabarán desdibujándolos de tal manera que lo único legítimo sea dudar de si tales hechos en verdad han sucedido o son meramente una ficción que hemos tomado por «realidad», siempre en función de nuestros intereses particulares en el asunto.

          A mí me parece que lo de que la realidad supera a la ficción es una manera de decir que la primera acaba convirtiéndose en la paridora de la segunda, y de que no hay dos realidades iguales, como no hay dos verdades que puedan vivir sin echarse la una a la otra la exclusividad a la cabeza. Parece que va en los genes de la especie esta deriva individualizadora, a pesar del esfuerzo inhumano de tantos gobiernos totalitarios para convertirnos en grupos convenientemente amaestrados para no mostrar fisuras frente a la demagogia de la propaganda encargada de velar por los inequívocos conceptos de realidad y de verdad que nos permitan seguir contribuyendo, mediante nuestra sumisión al enriquecimiento y la tranquilidad de la casta dirigente.

          Pensar por uno mismo y descubrir que la realidad es una, como una es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, es el único acto revolucionario a nuestro alcance. ¡Y espero no haber salido de la ficción de Juan Poz…!

miércoles, 2 de agosto de 2023

El insulto, los remilgos y otras hipocresías.

Del arte a la chabacanaería: la necesaria higiene moral y verbal del ultraje: La vieja libidinosa, de Teodoro Pródromos.

 

          Plurales son las funciones del lenguaje y múltiples sus niveles y registros. Desde el susurro hasta el grito, cada día descubrimos nuevos usos y aplicaciones. Una voz robusta puede salvar una vida; una voz suave y rasgada conquistar un corazón; una voz melodiosa dulcificar la compañía; una voz cazallera alejar de nosotros cualquier conato de sociabilidad… Desde bien pequeños somos instruidos, antes de tener un conocimiento positivo del vocabulario, en ciertos tonos que instalan en nosotros el reproche, el aviso, la ternura y la orden imperativa. Esa preparación para el «contenido» nos permite familiarizarnos con lo que, superada la edad de la razón, identificamos inmediatamente con la función agresiva del lenguaje: el insulto, el ultraje, el vituperio, la diatriba, el agravio, la ofensa, la afrenta, el desprecio en suma. El lenguaje infantil está plagado de lo que podríamos definir como el grado cero del insulto: «tonto», «bobo», «soso», «memo», «panoli», «baboso», «berzotas», etc. Necesitamos la socialización del grupo para que los más avezados en la percepción  nos revelen, desde el seno de familias algo más «broncas» que la nuestra, la existencia de grados superiores: «energúmeno», «gilipollas», «idiota», «subnormal», «gilipuerta», «huevón», «cretino», «tarado», «cabrón», etc. El salto definitivo nos lleva al más popular de los insultos españoles: «hijo de puta», su contracción, «hijoputa», y sus hipérboles, «hijo de la grandísima puta», por ejemplo, que se suma al rechazo al antiguo «pecado nefando» del que «te den por culo», el «pichabrava», «pichafría», «chupacojones», «que te folle un pez», «me cago en tus muertos», «comemierda» y otras lindezas de ese jaez inagotable que es el caudal léxico del improperio en nuestra lengua, cultivado desde las Coplas de Juan Panadero, pasando por el Arcipreste de Hita, La Celestina, el Corbacho, la picaresca, Quevedo, Góngora y CJC, entre tantos notables en los que no conviene olvidar a Moratín y su Arte de las putas.

          Como vemos, así pues, insultar es una manera de relación social que no oculta la rivalidad, el enfrentamiento e incluso el odio hacia el objeto de nuestra ira, pero, tenga la dimensión que tenga el insulto, conviene destacar enseguida que el insulto es una agresión «en efigie», como aquellos condenados por la Inquisición que escapaban de su garras torturadoras y eran quemados de ese modo que les permitía respirar tranquilos, a los profanadores. Insultar es un quedarse a gusto y apaciguarse, para que la sangre que nos hierve en las venas no se derrame y vaya el asunto a mayores. Conviene que seamos conscientes de que la ira es una emoción legítima que no conviene reprimir, sino liberar dentro de un cauce aceptable para uno mismo y para los demás.

Viene todo esto a cuenta de los remilgos sociales que se han extendido a cuenta del uso del insulto en la vida pública en general y en la política en particular, un ámbito en el que, de repente, todos parece que «se la cojan con papel de fumar», que se suele decir de los remilgados…, y en el que se nos han llenado de Tartufos las redacciones periodísticas, las tertulias, las televisiones y casi cualquier espacio público en el que uno manifieste escrúpulos invencibles de malestar moral ante el uso del insulto como ejercicio popular del lenguaje, tenga el grado de virulencia que tenga. Está claro que las leyes marcan los límites del respeto a las personas y a su honor y buen nombre, pero, no sé si afortunadamente…, los jueces se han mostrado muy prudentes a la hora de castigar excesos verbales cuya represión podría constituir un  atentado a la libertad de expresión.

          El insulto, pues, está instalado en nuestra sociedad, pero todos sabemos que, como se ha dicho siempre, «no insulta quien quiere, sino quien puede» y que respecto de los insultos «el mejor desprecio es no hacer aprecio», lo cual permite ponerse por encima de ciertos desahogos que, manifestados sin gracia ni ingenio, se aproximan  más a los ladridos que a la discreción. Con todo, no olvidemos que una mención despectiva a «la madre», institución sacrosanta para muchos, y no solo para la Legión…, puede acabar en tragedia, como se ha dado el caso, que nuestras tradiciones son las que son.

Viene esto a cuenta del revuelo armado con el acerado «Que te vote Txapote» con que se ha querido insultar a Su Excelencia y que, por la intervención de un familiar de una víctima del asesino chapote, ha acabado volviéndose en contra de los insultadores y del pp en general, quienes, a su vez, indiscriminadamente, han tenido que cargar con el insulto tan socorrido en estos tiempos de «fascistas», insulto que, a pesar de su desemantización evidente, evoca aún una misión heroica en los votantes de unos partidos que, anacrónicamente, lo agitan como la bandera del «No pasarán» de la Segunda República cuyos tristes destinos tejieron  con extremismos no muy lejanos de los del presente.

Yo aprendí a insultar de muy niño, pero no dejó de chocarme oír de labios de mi madre que, durante la retransmisión de un partido, ella preguntara si lo que coreaba el público, imagino que al árbitro, era «hijo de puta». A edad tan temprana como los nueve años oír esa expresión en boca de la madre fue para mí un pequeño trauma liberador, porque entendí que me abría la veda para su uso y el de otras expresiones aún peores. Lo que no he olvidado nunca fue, tras una riña con uno de mis hermanos, lo que se me ocurrió que era el peor insulto que podía lanzarle con la peor mala leche del mundo: «¡sifilítico!», le escupí, sin saber ni propia ni impropiamente qué coño le estaba diciendo. Él tampoco lo sabía, pero lo chivó a mis padres y ahí fue Troya, la somanta de palos que me cayeron encima… Eso sí, en ningún caso, dado lo complejo del tema, se tomaron la preocupación de explicarme qué significaba, claro… En fin, cosas de tiempos muy lejanos.

Aprovechando el asunto que me trae a mi Provincia después de tanto tiempo de no aportar por ella, he querido acercar a los lectores una muestra del insulto literario. Y también me he alejado en el tiempo para rescatar este poema de Teodoro Pródromos, La vieja libidinosa, de la literatura bizantina, traducido y analizado por Pablo Adrián Cavallero con un excelente aparato crítico que los lectores interesados pueden consultar en la página original [ Dialnet-ProdromosLaViejaLibidinosaH140UnaSatiraBizantinaEn-8987688 (2)] , dada la aproximación lectora no erudita que yo aquí ofrezco al común de los lectores. Está claro que las notas enriquecen el texto y permiten comprenderlo mejor, pero quédense esos pormenores para los eruditos y diletantes como yo que nos perdemos con deleite en ellas para enriquecer un saber auténticamente inútil. Adviértase que la temática de la vieja/niña es muy propia del barroco y es tema que trató con gracia y donaire Góngora en sus famosas letrillas, por ejemplo. Lean y disfruten con una hermosa colección de insultos articulados con supremo arte desgarrado…

 

¡Oh vieja sucia, gran mal para los hombres!

¡Oh vieja sucia, más antigua que Túcrito,

arruga fláccida y podredumbre de tiempos de Crono!

¡Oh vieja impúdica, oh anciana licenciosa,

que te muestras lasciva y cachonda y engreída!

¡Oh vieja lúbrica, báquica, salvaje ménade!

¡Oh vieja sucia, tres veces el ‘vieja’ y también cuatro,

reverenda pentacorneja, podrida anciana!

¡Piélago atlántico, profundidad egea,

Ponto, Propóntide, boca oceánica,

mar totalmente más salado que ésta

en la cual volcaron innumerables navíos,

en la cual naufragaron barcas con todos sus hombres!

¡Oh pantano de barro y profundidad de fango,

casa de la anguila y de la rana,

mancha de la naturaleza y de lo que está en natura!

¡Oh langosta y granizo y gusano y tiniebla

y, en resumen, destrucción de la vida de los mortales!

¡Oh vieja canosa hasta incluso en las cejas,

así también como borracha te conduces contra la infeliz naturaleza

untando los cabellos con tinturas densas!

¡Oh vieja privada de todo diente,

que mordisqueas de lado con dos molares solos

que el tiempo no te quitó, haciendo bien por cierto,

para que no seas considerada un bebé recién nacido!

¡Oh vejeta pálida, aunque te pases con el albayalde!

¡Oh uva seca magra, aunque te creas verde todavía!

¡Oh Camarina, aunque te perfumes ricamente!

¡Oh piel-de-cuero, aunque aligeres la piel,

legañosa, aunque haya bistre alrededor de tus pupilas,

arrugada, aunque haya maquillaje alrededor de las mandíbulas,

gotosa, aunque disimules la enfermedad,

haciendo de la gota un esguince,

encorvándote, aunque te creas enderezada!

¡Oh vieja, de nuevo vieja y de nuevo vieja y de nuevo!,

¡antigua vergüenza, maldad arcaica!

¿Por qué haces esto? ¿Otra vez te inclinas a la añoranza,

recolectas amores, respiras placeres de Afrodita?

Y en verdad era necesario que antes tuvieras conciencia de esto,

de que todo es bello en el tiempo adecuado.

A su tiempo cosechas el racimo del viñedo,

a su tiempo llevas la hoz a la espiga;

la menta, el lirio, la hierba, a su tiempo.

El vino, siendo joven y jugoso, borbotea

y desgarra el tonel por desorden:

pues siendo joven experimenta lo propio de los jóvenes;

pero en la vejez y en el último tiempo

se pone, por una parte, templadamente en sí mismo,

se ajusta, por otra, y es templado como un viejo.

En cambio tú, tras sobrepasar las edades todas,

tras alcanzar el cabello más envejecido,

tras llegar cerca del portal de la muerte

y oyendo el grito de las Erinies

y el ladrido del perro Cérbero,

todavía te dedicas a lo que las muchachas jovencitas

y untas con maquillaje las mejillas.

¡Ay, ay, desdichada, qué amor-por-lo-voluptuoso!

¡Ay, ay, enloquecida, qué recolección de amores!

Muriendo, la cigarra habla lo más melodiosamente

mas tú, ante los últimos suspiros mismos,

te revistes con la vestidura más propia de una hetera:

adornas los dedos con anillos engarzados en oro,

como si tomaras por presa a algunos de los jóvenes

que miren el adorno, no el tiempo etario.

¿Y quién es el joven a tal punto insensatísimo

como para soportar acercarse a un escarabajo,

incluso si fuese rociada con perfumes toda la carnecita?

¿O quién comería excremento mezclado con miel

o se ayuntaría con un lechón rociado con oro,

si no estuviese dañado en la mente y los sesos?

El artificio no sabe cambiar la naturaleza,

incluso si moviera todos los cables, como el dicho,

y encontrara todos los tipos de mecanismo:

ni siquiera un rostro de vieja lleno de tizne

compraría alguien, siendo sensato, aun por un trióbolo.

Otrora eras entonces útil, quizás, para el amor,

otrora eras entonces para los hombres anzuelo de amor

que ocultaba el aguijón del mal gancho.

Ahora regenta un prostíbulo, ahora hazte proxeneta;

pues ninguna otra cosa se adecua a tu tiempo etario

o, para decirlo mejor, a tu vida y a tus modos.

Pero ¿no quieres? También hazte comida para los lobos.

Que seas corrompida mal, la más mala de los malos,

vete a los cuervos, vete ante el Rico.

No te retrases, Cloto, corta de una vez el hilo.

Guiador de cadáveres, acoge a la infeliz.

Barquero de cadáveres, lleva en tu nave a la anciana.

No te retrases, Radamantie, ni tampoco Minos cretense;

¡vamos!, para juzgar a la antigua lasciva

no carecéis de testigos acusadores:

las camas mismas gritan, las lámparas mismas.

No obstante, que esté lejos no sólo la cama sino también la lámpara:

las marcas dan fuertes gritos en lugar de Sténtores

y testimonian la vida de la decrépita.

En efecto, ¿qué podría padecer y qué rendición de cuentas le tocaría?

Muchas formas de torturas hay entre vosotros;

muchos y diferentes modos de castigos;

mas uno se adecua sobremanera a este juicio:

pues que al antiguo y viejo Cérbero

sea dada la vieja y que dé su rendición de cuentas.

Sin embargo, ante tan despedazada carnecita,

se debilitará incluso la boca de Cérbero.


sábado, 20 de mayo de 2023

Insomnia…

 


Breve extracto de un *noctario

 

         Primera experiencia nefasta con media pastilla de Orfidal. Al margen de una urticaria galopante que me tiene hiperactivo como un perro sarnoso, y cuyo origen ignoro si está en la patata con judías, en la loncha de jamón de york o en el regaliz de la infusión digestiva, lo cierto es que he tenido una experiencia perturbadora a medio camino entre el sueño de la vigilia y la duermevela. Daba vueltas, luchando, como siempre, contra el exceso de ropa con que se abriga mi Conjunta, cuando ha comenzado una suerte de rueda infernal de órdenes que me impelían, como si fuera obediente devoto en una secta, a adoptar tal o cual postura, a ponerme o quitarme la sábana, a acercarme al borde de la cama, a girar hacia el centro de la misma… Una instancia indeterminable, pero todopoderosa, me forzaba a concentrarme, como si me ordenaran contener la respiración, en una inmovilidad de la que tomaba nota, el tiempo que duraba, aunque yo me afanaba en desbaratarla como una necesidad rebelde de afirmarme en la resistencia a tales órdenes. Lo fundamental ha sido la incomodidad y la humillación por las órdenes recibidas, por la insistencia de las tales y por la amarga sensación de haber entrado en un psiquiátrico y estar recibiendo órdenes contradictorias que unas veces me llevaban a abrigarme, otras a desabrigarme; unas a mantenerme quieto, hasta rígido, otras a girarme hacia el borde exterior de la cama, al tiempo que me veía en la necesidad de contraer los músculos como una rebelión contra la fugaz inmovilidad que me ponía de un humor de perros. He salido de esa lucha como de las mil vueltas que doy siempre antes de ceder al insomnio y levantarme, pero nunca antes había experimentado la angustia de sanatorio mental de esta primera noche de medio Orfidal. Vuelvo a la cama a las cinco y media y solo entonces, no sin dificultad, comienzo a conciliar el sueño. Despierto a las ocho y no puedo ni abrir los ojos. Después, aún muy dormido, he de echarme en el sofá, donde continúo dormido hasta las diez, profundamente.

         Parece que se ha convertido en un patrón. Me acuesto, leo, me entra la modorrilla el sueño, apago y, a partir de ese momento, inicio la tortura de la resistencia, los picores y la rebelión contra el efecto del Orfidal, en el supuesto de que lo suyo hubiera de ser tumbarme por K.O. No sé si se debe a la media ración que tomo, pero lo cierto es que no hay manera humana de conciliar el sueño desde que me giro para mi lado, si no hay alegría púbica, e inicio el temido ritual de las vueltas para aquí y para allá, el aliviarse del peso de la colcha, del de la propia sábana, sobre todo si es la azul «zamorana», que yo le digo, por su densidad de zamarra de pastor, y el quedarme en pelotas hasta que la brisilla nocturna me acobarda y vuelvo a refugiarme bajo la sábana. Cuando, pasada la hora, me doy por certificado lo infructuoso de la conciliación, me levanto, voy al salón y comienzo a leer o, como ahora, a escribir para dejar constancia de este patrón que algo tiene de nave infernal de los locos en la que soy el obediente marinero al que no le queda otra que conformarse con su condición. En fin, me veo forzado a tomar la decisión de ingerir, mañana, una píldora completa, para observar la reacción. Lo que más me llama la atención de esta crisis y de la reacción a las pastillas es que parece acentuarse el temido síndrome de las piernas inquietas, que he padecido toda mi vida, y al que solo muy recientemente los médicos le han puesto un nombre con el que dignificar un padecimiento que puede parecer de risa a quien no lo sufra, pero que nos hace la vida imposible a sus sufridos pacientes. A ver mañana qué tal. Sigo con la lectura de las Ensoñaciones del paseante solitario, de Rousseau, un título que no escogido adrede para estas extrañas e insomnes noches de mayo…

         Ahora sí que la cosa se complica. He pasado de media a una pastilla y aquí estoy… en este tétrico *noctario de la imposibilidad de conciliar el sueño, con el que parece que me he enemistado para siempre. Estoy cansado. He corrido, aunque con dolores, diez quilómetros. Hoy, a diferencia de ayer y de anteayer, quizás por el entrenamiento, no tengo los síntomas desagradables del síndrome de las piernas quietas, que tanto contribuyen a generarme un desasosiego general que, con toda razón, impide el sueño y lo que se le ponga por delante. El «momento» tiene su atractivo, no lo niego.  Ningún hijo en casa y un benefactor silencio que solo rompe el maullido de alguna gatirriña en la colonia gatuna que habita en el patio interior de la manzana, lleno de tejados de comercios y de terrazas protegidas contra sus incursiones; todo ello es el mundo ideal para librarse al trabajo gratificante de la lectura o de la ficción, aunque ambos los sustituyo, en este momento,  con la torpe crónica de una ruptura del ciclo circadiano cuyos efectos ignoro qué dimensión orgánica pueden tener, aunque, a juzgar por cómo la vida me ha enseñado recientemente, mucho me temo que lo acabe somatizando en forma de lesión en cuanto salga de la del cuádriceps. Para mal de males, he cenado fruta, queso y yogur, y se me ha revuelto todo en el estómago. Estoy por hacerme una infusión digestiva Finocarbo, de sabor dulcísimo, al que le añado un poco de regaliz en rama para subirle el dulzor y el buen sabor. Me la juego… Lo suyo, lo del ritual es volver a Rousseau y esperar que poco a poco acabe haciendo algún leve efecto el Orfidal y pueda volver a la comodidad del colchón, porque en este sofá antianatómico tengo más que serias dificultades para descansar en una postura que no me dejé en tensión no pocas partes del cuerpo. Es precioso, como pueden imaginarse; pero, al menos para mi cuerpo maltrecho, una compra equivocada. Son decisiones que no tomamos a la ligera, pero a veces no pensamos en un uso prolongado ¡y a deshoras! Vuelvo a Rousseau. De él volví a la cama, creyendo interpretar adecuadamente los signos del amodorramiento, y, ¡sorpresa, sorpresa!, de nuevo estoy aquí, tras haber consumido no poca paciencia, grandes dosis de contorsiones corporales y una creciente convicción de haber tomado una decisión errónea. En fin, de nuevo a por el ginebrino…, pero han caído la infusión digestiva y los últimos tres dátiles que guardaba en un recipiente hermético en la nevera: ¡He hecho espacio!, una de mis debilidades caseras…