miércoles, 28 de septiembre de 2022

El tardío y gozoso descubrimiento de las Pitiusas.

La calma en la movida; la serenidad en el alboroto; la relajación en el estrés... De cala en cala por Ibiza y un breve (y oneroso) desembarco en Formentera...

 

    Estaba convencido de que mi Conjunta y yo éramos de los pocos españoles que aún no habían visitado Ibiza y Formentera. Mi sorpresa, al volver, es que son no pocos los amigos que confiesan no haber estado nunca, lo cual me ha permitido convertirme en propagandista fervoroso de su visita. Imagino que la visión internacional de Ibiza como el centro de la vida nocturna superficial, la sosa moda Adlib (lo que imagino que significa Ad libitum, esto es, «a mi capricho»), el recreo de los famosos y su fama de cara, además de antiguo paraíso de las drogas incitaban a su visita a ciertas personas deseosas de tener experiencias fuera de lo común. No hacía mucho que había visto yo More, de Barbet Schroeder, uno de los puntales de la Nouvelle Vague, y confieso que, más allá de la historia narrada, un proceso de destrucción personal a través del consumo de drogas, la belleza de la isla me cautivó completamente. Mi Conjunta —esas divergencias de pareja tan frecuentes al escoger destino vacacional— quería ir a Formentera; a mí me tiraban más los espectaculares paisajes de Ibiza que había visto en la película; al final, como casi siempre, decidieron los operadores y la inviabilidad de ciertos vuelos y ciertos hoteles.

         Total, que nos presentamos en Ibiza y, atravesándola de noche, algo que, con coche de alquiler, siempre temo, llegamos sin excesivos tropiezos al hotel donde teníamos la reserva, en los alrededores de Santa Eulalia,  en Es Canar, concretamente, muy cerca de donde abre sus puertas los miércoles el magnífico mercadillo hippy que tiene visita obligada.. La habitación con terraza nos sorprendió, así como, a lo largo de la estancia, la amabilidad de todo el personal del establecimiento. Pero nuestro objetivo estaba claro: ¡las calas! Pasada la noche, nos despertamos ya con ese afán ajeno de empezar a conocer las famosas calas ibicencas, y a fe que, día tras día, tuvimos tiempo para conocer lo mejor y lo peor, aunque todas las playas tienen una calidad extraordinaria, por masificadas que estén.

         He de reconocer que al turismo de playas, calas, etc. suelo ir «arrastrado», y aunque soy sensible a los paisajes de tantas calas recónditas como hemos visitado, no es menos cierto que me superan las incomodidades propias de dichas excursiones y baños: ¡estoy reñido con la fina arena de las playas, con el sol, el calor y, si se tercia, con las medusas! La incomodidad suprema de la lectura en la playa me desespera, sobre todo porque no sé leer sin subrayar y el exceso de luz es tan perjudicial para mi vista como la ausencia de ella, ¡y si le añadimos la catarata que me atormenta desde hace un tiempo, pues hacemos el pleno! Otra cosa es que haya de descender hacia el mar por lo más parecido a un acantilado, recordando, acaso, el descenso por la ladera de la montaña con que se abre Aguirre o la cólera de Dios, de Herzog, ¡tan impresionante! Menos mal que los amables dependientes del hotel nos facilitaron una sombrilla que me permitió recorrer bajo ella los interminables caminos que mi Conjunta abría sobre las playas que nos acogieron con un agua excesivamente caliente y una temperatura ambiente abrasadora…

    

    Ibiza tiene pocas carreteras cómodas que recorran la isla, pero infinitas de tipo comarcal por las que conviene perderse a veces para adentrarse, como lo hicimos nosotros en el norte montañoso y muy arbolado de la isla, cuando recorrimos los alrededores de Portinatx, Cala San Vicente, San Juan y la renombrada Cala Xarraca. Como le sugerí a mi Conjunta que viéramos More, yo de nuevo, la película se nos acabó convirtiendo en una suerte de guía para visitar las localizaciones que en ella aparecen. Nos despertamos tarde, pero conseguimos identificar y fotografiar las rocas de la cala de Punta Galera y, ya en Formentera, después de una larga caminata bajo un sol inclemente, una visión lejana del molino del XVIII que está desmantelado, sin las aspas, y en una propiedad privada. Cuando, al cumplirse los 50 años de la película, Schroeder lo visitó, se llevó una decepción terrible. Él tiene casa en la isla, la que perteneció a su madre, quien se instaló y vivió en ella después de desertar de la Alemania nazi y de abandonar, por eso mismo, el idioma alemán. La comparte con su hermana, y la buscamos, pero nos fue imposible llegar hasta ella. ¡Menos mal que esa misma jornada la acabamos en Punta Galera! Lo que sí recorrimos fueron las calles de Ibiza que aparecen en la película, a pesar del tráfico humano que, a la caída de la tarde, hace imposible visitar con calma la ciudad, y menos aún hacer alguna fotografía sin tanta densidad humana.

    

         Visitamos, ¡y cómo no!, el segundo centro neurálgico de Ibiza, San Antonio, además de la capital y el paseo marítimo donde se ubican las grandes atracciones discotequeras de la isla. Masificado como nos pareció que estaba,  su larguísima playa daba la sensación contraria, y paseamos por ella con total tranquilidad hasta que descubrimos unas piscinas en las que se entraba supuestamente para ligar y cuyo chundachún atronador no nos impidió contemplar el desfile de aspirantes al ligue de honor, jóvenes y jóvanas, ataviados con los insólitos hábitos decorosos que se exigían a la entrada para poder entrar. De más está decir que lo único que percibe el paseante es la música estridente, porque está cuidadosamente protegido de las miradas indiscretas o, como las nuestras, discretas y casi sociológicas.

    


    

    La entrada en Ibiza, sin otra referencia que «el aparcamiento de IKEA» fue todo un baño de desesperación circulatoria. Una vez encontrado el sitio, el paseo de diez minutos desde el aparcamiento al centro de la ciudad, es un alivio, aunque después la inmensa cantidad de visitantes te hace sentirte demasiado acompañado en la visita. Es todo un arte, el de hacerse el remolón para dejar pasar las oleadas y hallar intersticios en los que poder hacer las fotografías de rigor y sentir el pulso antiguo del espacio sin la presión observadora, casi profesional, de los visitantes, porque no hay otro modo de descubrir esos rincones que suelen pasar desapercibidos si no se visita la ciudad con la ingenuidad de quien descubre un posible paraíso. En ese aparcamiento nos sucedió el único percance desagradable de nuestra estancia en las islas, porque dejamos el coche en el aparcamiento cuando, con el Ferry, viajamos hasta Formentera, para conocer, siquiera fuese muy someramente, la isla que había de ser el destino original  de nuestras vacaciones. Visitamos las playas de Ses Illetes, las más cercanas al puerto, y, por esos azares de los horarios de los autobuses, acabamos comiendo en el chiringuito más caro que nadie sea capaz de imaginar. Uno de esos sitios en los que, repasada la carta, el primer instinto es levantarse; el segundo, «pagar la inocentada», y así fue, aunque comimos de lujo y pagamos como tal, desde luego. A la vuelta, sin embargo, agotados tras la maratoniana jornada —ahí ha de incluirse la caminata para descubrir el molino de la película, doble, en realidad, una fallida y otra certera…—, descubrimos, acojonaícos, que el coche había desaparecido, y en el lugar donde estuvo el nuestro, había ahora otro. A pesar de que el robo fue considerado, mis rápidas investigaciones telefónicas lograron darme la respuesta más satisfactoria imaginable: se lo había llevado la grúa a un depósito municipal que estaba a menos de medio quilómetro del aparcamiento. Insisto, donde estuvo aparcado mi coche, había otro, y allí seguía. Y en la misma línea del nuestro estaba el aparcamiento lleno, esto es, la grúa ibicenca, como todas las grúas municipales, no sirve para facilitar la circulación, ninguno de nosotros la estorbaba, sino exclusivamente para recaudar, y así hubimos de tomarlo, como un impuesto al sufrido turista que se identifica por llevar un coche de alquiler. Muy desagradable, porque el sofoco que nos llevamos fue mayúsculo. Por cierto, el coche de alquiler, un Ford Puma, aunque estaba configurado en alemán, nos dio un resultado magnífico, y es sumamente cómodo. Acostumbrado como estoy al automático de Kia, el tránsito a la conducción del Puma fue comodísima.

         Está claro que la naturaleza es el principal atractivo de Ibiza, y el descubrimiento diario de sus calas nos ha deparado un placer enorme, pero el propio hecho de viajar con el coche a través de la isla, por cualesquiera carreteras, relaja y entretiene a cualquiera, y permite descubrir constantemente espacios dignos de una visita demorada. Como ocurre siempre con destinos que se revelan más interesantes de lo que imaginabas antes de ir, Ibiza nos ha dejado tan buen sabor de boca que no sería extraño que no tardáramos en volver, acaso en Ferry desde Jávea, después de visitar su Parador Nacional, claro…

 


        


jueves, 15 de septiembre de 2022

Elogio [necesario] del deporte.

 




El deporte como escuela de valores y depósito sin fondo de placeres.

                                                 Mens sana in corpore sano                                                                                                                                                        Juvenal

Llevaba tiempo rondándome la idea de hacer un «elogio del deporte» desde mi vivencia biográfica del mismo, porque mi cuerpo y el deporte son uno desde la más remota infancia, mucho antes de que me convirtiera casi en un profesional del mismo y de que constituyera una rutina a la que he dedicado miles de horas con un agradecimiento eterno a mi fuerza de voluntad para perseverar en esas distintas practicas: fútbol, lanzamiento de peso, salto de trampolín, natación, waterpolo, remo, tenis, atletismo… Ningún deporte me es ajeno, excepto aquellos en los que la variante mecánica, como el motor, impiden que los resultados dependan, al cien por cien, del esfuerzo físico: ¡qué diferencia hay entre el motociclismo y el ciclismo, por ejemplo!, lo que no quiere decir, obviamente, que esos deportes mecanizados no exijan del deportista un esfuerzo físico considerable.

Dos acontecimientos recientes, la conquista del primer Grand Slam, por parte de Carlos Alzaraz, y el fallecimiento de Jean-Luc Godard, apasionado de ese deporte elegante, tan potente como artístico y tan cercano a la coreografía como a los malabarismos circenses, han acabado por empujarme a la redacción de estas líneas. Y he escogido el género de la loa, aunque en prosa, guiado por mi agradecimiento a una práctica del cuerpo de la que, al margen de las lesiones, solo he recibido plácemes profundos y aun entusiasmos de difícil descripción.

Me recuerdo, pasados los siete primeros años de mi vida, corriendo siempre detrás de un balón, nadando, montando en bicicleta y, en el colmo de los refinamientos, jugando al tenis, allá por los doce. Conocí muy pronto, pues, las dos vertientes del deporte: la colectiva y la individual, y ambas tienen sus poderosos atractivos y sus sombras, por supuesto, aunque las dos prácticas en las que más h perseverado, la natación y el atletismo de fondo, han sido individuales. Aún recuerdo el razonamiento impecable que me ofreció mi hijo, con 7 u ocho años, cuando quiso cambiar el fútbol por el hockey hierba: «porque toco más la bola». Hoy, a sus treinta y pico, sigue jugando a ese deporte y es entrenador titulado, aunque ahora no ejerza. A los nueve o diez años, los partidos del fútbol en el recreo, con aquellos tanteos de balonmano y de escándalo, 18-10, 22-8…, en los que metíamos un  gol por minuto, siguen tan frescos en mi memoria, sesenta años después, como si los hubiera acabado de disputar ayer. No había orden ni estrategia, salvo la magia del clásico que conocí mucho después: «a mí el pelotón, Sabino, que los arrollo»…, ¡pero aquella euforia, aquella alegría divina, aquel éxtasis, aquel arrebato, aquella solidaridad, aquella comunión humana en la victoria o en la derrota…! Incomparable: la ebriedad pura del placer más intenso.

Cuando, en una de mis vidas plurales, fui profesor de instituto, tanto mis alumnos como sus padres solían quedarse muy impresionados al oírme, ¡al profesor de literatura!, recomendarles con entusiasmo la práctica del deporte, con la mayor intensidad, y si podía ser federado y participar en competiciones, mejor que mejor: La disciplina, la responsabilidad, el compromiso, la moderación en el triunfo y la plena aceptación del fracaso, el reconocimiento de las virtudes ajenas, siempre merecedoras de tanto elogio como de sana envidia, el rigor constante de los entrenamientos, la cortesía como forma de relación social, la poderosa ambición de la autosuperación, el equilibrio entre el esfuerzo y el descanso, la recompensa de la buena forma física… ¡si es que no había más que ventajas para afrontar en mejores condiciones la durísima tarea del trabajo intelectual, que a tantos vence por no estar acostumbrados a la dureza del ejercicio y al vencimiento de las dificultades! Para que se vea mi bonhomía, jamás se me ocurrió que, a edades tan tempranas, leyeran el Juan de Mairena, de Machado, cuyo protagonista es, precisamente, un más que peculiar profesor de educación física, algo a lo que, ya ejerciendo, le di alguna que otra vuelta, aunque tuviera que pasar por hacer otra carrera, la del INEF…. De lo que estoy convencido, no obstante, es de que solo aquellos que siguieran mis indicaciones deportivas disfrutarían con fundamento del libro machadiano.

Los verdaderos deportistas somos poco aficionados, paradójicamente, a la contemplación del deporte, porque nuestro placer es practicarlo. Y menos aún, a la lectura de esa suerte de deturpación absoluta del periodismo que es el mal llamado «periodismo deportivo», un cultivo del sectarismo, la banalidad y la mitomanía, digo de mejores causas. Con todo, a nadie le amarga el dulce de ver espectáculos de máximo interés, la decimocuarta del Real Madrid, la Copa del Mundo de la selección nacional de fútbol, los Tour de Induráin, las hazañas de imposibles adjetivos de Rafael Nadal o la épica lucha de la selección nacional de baloncesto contra la selección usamericana, entre tantos ejemplos de tantos deportes en los que siempre ha destacado algún deportista español, aunque las nacionalidades, para quien admira la superación de las marcas, poco o nada significan: ¡anda que no voló durante años y años en mi memoria Bob Beamon en Méjico!, del mismo modo que Cassius Clay bailó sobre el cuadrilátero su danza deletérea años y años…

Aunque me inicié en la pileta como saltador de trampolín, dure sobre él lo poco que tardé en destacar como nadador, para sorpresa de mis sucesivos entrenadores, lo que me llevó a la Residencia Joaquín Blume de Madrid, porque, por traslado familiar, hube de fichar por un club murciano. Desde los quince hasta los veinte años, con la cabeza dentro del agua mañana y tarde, bien puede decirse que desarrollé un autismo deportivo que me alejó tanto de la sociedad como me acercó a mis propios pensamientos y emociones. Rumiador profesional es quien entrena para competiciones tan «suaves» como los 1500 libres, los 400 estilos o los 200 mariposa a lo largo de los más de 10.000 quilómetros, que nadé en mi vida como nadador, antes de escoger la vía de secano y otros deportes más sociables, como el tenis, por ejemplo y, después, el atletismo de fondo, en el que aún persevero, después de 26 maratones sobre las castigadas piernas. De aquella época gloriosa de mi adolescencia solo un recuerdo se impone al resto, ¡y hubo algunos que fueron verdaderos motivos de orgullo, como la internacionalidad o varios subcampeonatos de España!, por la dimensión de la hazaña: haber nadado en entrenamiento, en el Club Natación Bañolas, a las órdenes de quien fue mi primer entrenador en el PMM de Madrid, Albert Stauffer,  una serie única y cronometrada de 1500 estilo mariposa, en un tiempo de 21 minutos 30 segundos, a las 7’00h, para tener toda la tranquilidad ambiental del mundo. ¡Cuánto hubiera deseado, entonces, que sonara en la radio el Imagine, de John Lennon, que salió por aquellas fechas y oía, en los entrenamientos de tarde, casi cada día!


Supongo que un elogio del deporte en estos tiempos mórbidos de la epidemia de sobrepeso que azota la sociedad enpantallada y adicta a la comida basura, será una incorrección política de tomo y lomo, pero nada más terrible que el futuro diseñado por aquella joya de la animación que fue Wall-E, de Andrew Stanton. En todo caso, nada reprocho a nadie, sobre todo si, como pasaba en mis años mozos, ciertos profesores de educación física son incapaces de despertar el entusiasmo por los beneficios descritos antes en sus alumnos. Cierto, cierto, la excusa de «la vida moderna» y la imposibilidad de «jugar en la calle» han hecho mucho contra la práctica deportiva, pero, si se quiere, se puede, que es un dicho tan viejo como lo es el placer inmenso que se deriva de la práctica deportiva intensa y metódica.

Andando el tiempo, tras perder traumapsicológicamente a mi sempiterna pareja de tenis, orienté mis pasos hacia la conquista del Everest que fue conseguir acabar un maratón, algo que hice en 1995, recién nacida mi hija, contando yo, para redondear la coincidencia con los 42 kilómetros, 42 años de edad. Se alinean frente a mí, como un feliz recordatorio, los 28 cuadernos en los que queda constancia de esta vida atlética mía, entreno tras entreno y en donde también figura mi más precioso recuerdo, al margen de haber acabado el primer maratón: la semana en que, tras haber llegado a los 100 km de entrenamiento, corrí el medio maratón de Barcelona y conseguí hacer 1h 27m, un proeza que  nunca se correspondió con la de bajar de las 3h en el maratón, porque justo el año en que intentaba asaltar esa proeza, 2004, sufrimos el atentado terrorista del 11M en Madrid. La angustia por los muertos y heridos, sumada a la ansiedad por saber que toda mi familia madrileña estaba bien, me llevó a forzar el ritmo de las series, para bajar de 4m el quilómetro, y bajé, sí, pero  me lesioné con tan mala fortuna que hube de perderme mi gran objetivo… Después ya llegó una severa afección hepática y se quedó en el limbo de los justos tan exigente aspiración.

Las lesiones, sin embargo, y acumulo experiencia por toneladas sobre ellas, porque mi morfotipo endomorfo es más propio de velocistas, no de fondistas, los ectomorfos; las lesiones, digo, han sido una escuela constante de conocimientos fisiológicos y médicos de primera magnitud. Mi madre, recientemente fallecida, solía admirarse de que le hiciera la competencia a su hijo doctor, y me daba tanto crédito que, a veces, me consultaba a mí sus padecimientos por no molestar al doctor oficial… Explorar el cuerpo, tener conciencia de todo él, sentirlo hasta la más mínima articulación o hasta el músculo en apariencia más insignificante, a menudo en compañía de los buenos fisios que he tenido siempre la fortuna de haber encontrado, sigue siendo motivo de profunda satisfacción. Eso tiene el deporte, si profesado con profunda vocación: hasta de las adversidades se extraen intensos placeres.

En las postrimerías del franquismo, el deporte estaba anatematizado por los intelectuales de izquierda, que lo englobaban en el capítulo del panem et circenses, en el de la alienación de las masas, etc. —aunque llegada la democracia, Canal+ escogiera, ¡mira tú por dónde!, el fútbol y los toros como reclamo para la suscripción a la primera televisión privada por cable—, de ahí mi marginalidad, yo diría que incluso «sospechosa», entre mis supuestos pares. El deporte, sin embargo, te fortalece también ante la marginación, porque te permite desarrollar una confianza en ti mismo que nunca se acerca al narcisismo, y menos aún a la misantropía; nunca he conocido a gente más humilde que a los deportistas, sabedores, ¡siempre!, de que, por altas que sean sus hazañas, vendrán quienes las dejarán chicas. ¡La cantidad de veces que he repetido y requeteaseverado que nadie logrará emular jamás a Rafael Nadal! Y hoy, y vuelvo al comienzo que me animó a escribir este elogio, Carlos Alcaraz me ha metido todas las legítimas dudas en mi convicción… Aunque fuera con zapatillas no homologadas y espoleado por liebres únicas, ¡cómo no quedarse pasmado ante la barrera de las 2h en el maratón que destrozó Eliud Kipchoge con la pasmosa elegancia del esfuerzo invisible!

Nunca me olvidaré de una anécdota doméstica que viví en las carretas de los alrededores de Calpe cuando salí a entrenar al mediodía en agosto y me crucé con un ciclista que, para animarme, me gritó: «¡Viva el deporte!», y a quien yo, a un paso del golpe de calor, le balbucí: «Pues yo voy muerto…» Poco después me senté en un bordillo y saqué del bolsillo las monedas de emergencia que siempre llevo y me compré un agua helada que me permitió regresar a casa…