Entre
isla afortunada y privilegiada: Lanzarote o el delirio volcánico de la
austeridad.
Como tengo por costumbre aleccionar a
mis coexpedicionarios, los turistas vamos
a los destinos turísticos a “trabajar”, y el turismo es profesión exigente:
horarios, itinerarios, programas de visita…, todo se confabula para exigir del
buen turista una disciplina férrea que rendirá sus frutos solo si uno no se
aparta de su dura práctica y persevera en ella sin dejarse arrastrar por
desviaciones que solo buscan arruinar una estrategia de dominación del objeto.
Llegamos tarde, mal y con
el sobrecosto de un taxi hasta el hotel en el quinto infierno. La isla es
pequeña, sí, pero viendo cómo sube el taxímetro durante casi 40 quilómetros, la
sensación subjetiva es que uno viaja de Barcelona a Cádiz… El segundo viaje,
este en guagua, desde Playa Blanca hasta el aeropuerto, para coger el coche de
alquiler que por el retrase del avión nos fue imposible recoger en Avis, aunque
otras compañías, Herz, por ejemplo, sí que esperaban a sus clientes retardados
por Vueling…; ese viaje en guagua, parando en todos los pueblecitos de la costa
antes de llegar al aeropuerto, sí que ha sido un auténtico bus turístico, a
juzgar por el repaso a todas las poblaciones que ha hecho y que le hemos de
agradecer. Ya en posesión del coche, y con las oportunas recomendaciones de la
amable azafata de la agencia de Información y Turismo, nos hemos lanzado a la
aventura del mercadillo en Teguise, en la que nos hemos sumado al torrente de
turistas hasta colapsar la pequeña villa llena de encanto . Hemos comido
regular, un local regentado por extranjeros, y, después hemos salido hacia
Harías, una travesía excepcional, porque hemos atravesado un puerto de unos 700
metros, con una carretera estrecha y, en algunos tramos, envuelta en nubes
bajas, colgadas de las laderas de la montaña que aportaban un toque casi
invernal a un día brillante, soleado y caluroso, en términos generales. La
subida y el descenso me recordó, sobre todo, la bajada del Teide por La
Orotava, en Tenerife, más pronunciada que esta, pero esta igualmente ofensiva
para los indigestos vértigos de mi Conjunta ni, en segunda edición, para los de
nuestra hija. En Harías, otro pueblo blanco más, pero vacío de animación,
queríamos visitar la casa famosa de César Manrique. Y lo conseguimos, aunque
dimos un vuelta tremenda, porque seguimos las indicaciones para los coches.
Teníamos poco tiempo, pero lo exprimimos bien. Es extraño que lo más famoso de
una artista plástico no sea ninguna de sus obras y sí su morada, diseñada hasta
el último rincón con magnífica disposición de diseñador de interiores, aunque
se crucen estilos muy distintos en el interior y peque de cierto recargamiento.
En cada pieza, en cada esquina, desde los techos hasta los muebles, pasando por
todo la cachivachería propia de un espacio íntimo habitado y exhibido, hay una
voluntad de composición artística indiscutible. Ello no quita, claro está, que
haya una cierta topicidad en los gustos del mansionista, con una cocina estilo
inglés que desmerece totalmente de la arquitectura nativa en que se inspira la
casa. Los baños externos acristalados son un
prodigio luminoso muy propio de ese exhibicionismo inherente a la
concepción museística que preside el diseño de la casa. La parte central de la
sala, dedicada a la chimenea impetuosa, incrustada en una pared toda ella de
piedra volcánica, invita a sentarse, encender el fuego, por amor al fuego,
jamás por la temperatura, y compartir una seductora conversación… con el libro de
turno. Seguimos la ruta y, también en tiempo de descuento, llegamos al Mirador
del Río, desde donde contemplamos, a nuestro antojo, la sugestiva isla
La
Graciosa, en la parte norte de Lanzarote. Como estreno oficial de las vacaciones,
recorrimos la isla de sur a norte y de norte a sur, del Mirador hasta Playa
Blanca, donde un súper abierto nos facilitó aprovisionarnos de fruta y yogures
para la cena. Los alrededores del apartotel
están diseñados para consumidores de bonos turísticos que incluyen la
estancia y la playa justo enfrente del alojamiento; pero el paseo junto al mar
es muy agradable. Hemos llegado hasta el puerto y hemos sacado, con antelación,
los billetes del ferry para ir a Fuerteventura, donde Unamuno fue transterrado,
porque para ser desterrado, propiamente, tendrían que haberlo enviado fuera del
territorio nacional, lo que no es el caso. Hay, sí, destierros judiciales fuera
de unos límites municipales o regionales, pero el clásico destierro, como el de
los liberales del XIX, implica haber de huir al extranjero. Una mañana
tranquila a la que seguirá la visita al Timanfaya, a ver qué da de sí… Pues ha
dado mucho, ya lo creo, porque el solo hecho de conducir por el Parque Nacional
entre extensiones inacabables de piedras volcánicas, lava y ceniza es un placer
absoluto, místico. Llegados al punto de acogida de visitantes, hemos
transbordado a un autobús que nos ha llevado por el interior del Parque
Nacional, en una visita que rendía pleitesía a los cráteres reventados a fuerza
de expulsar tanto fuego, tanta lava, tantos piroclastos, hasta transformar el
paisaje de un modo tan abrupto como hermoso. Le viene a uno a la memoria el
axioma literario antirromántico de Breton: La
belleza será convulsa o no será, quien, por cierto, visitó y se enamoró de
Tenerife, presidida por el Teide…
He tenido la sensación, atravesando este
paisaje en autobús, de desplazarme en el Pathfinder
de la NASA, y a buenos entendedores… Es cierto que he echado de menos que nos
permitieran un esparcimiento caminador en algún punto del recorrido, pero van
los viajes tan pautados y son las rutas por donde circulan los autobuses, las
guaguas, tan estrechas, que resulta del todo imposible hacer algo así sin
provocar un considerable desorden. Para calibrar la geotermia del lugar, hemos
asistido a una demostración del poder calórico del terreno que pisábamos a
escasos metros bajo nuestros pies. Un aporte de paja introducido en un hoyo de
escasa profundidad, enseguida ha provocado un incendio de amplias y
espectaculares llamaradas. Una parrilla dispuesta sobre un pozo seco de unos
quince metros de profundidad, permite asar la carne a una temperatura entre
180º y 250º, lo que añade un plus de tipicidad inigualable al restaurante donde
se sirven tales viandas cocinadas con el fuego del infierno, literalmente. De
regreso hacia el apartotel, hemos ido a visitar Los Hervideros, una excavación
del mar en la roca y en la que, con marea impetuosa, se advierte un fenómeno
singular: el agua trepa por los huecos horadados en la roca y sale bramando al
exterior a modo de géiseres como el que el empleado del Timanfaya provoco
artificialmente echando agua en un tubo de metal hundido unos 10 metros en la
tierra. Una breve visita a las salinas de la zona han puesto punto y final al
recorrido turístico de hoy. ¡Y mañana más…! Un destino turístico ha de tener,
además de los alicientes básicos: buen clima, sol, playas inmaculadas y una
gastronomía envidiable, algunos atractivos entre exóticos e idiosincrásicos que
permitan al turista ciertos extremos de exageración que le ayuden a salir del
paso social con el clásico: “pues ve tu el año que viene y compruébalo con tus
propios ojos”.
Quizás el tubo volcánico que formó el volcán La Corona hace
20.000 años a lo largo de seis quilómetros bajo tierra, más otro y media que se
adentra en el mar no acabe de tener la grandeza de ciertas cuevas prehistóricas
que están en la memoria de todos, españolas y francesas, pero, en sus dos versiones,
la rústica y la doméstica, la segunda, obra de Manrique y un colaborador suyo,
da de sí lo suficiente para rendir la pleitesía de la visita a ambas cuevas.
Como es natural, el viaje subterráneo de un quilómetro por un espacio apenas
tratado tiene una naturaleza más cercana al estado original. El segundo, Los jameos
(palabra guanche para “abertura”) del
agua, son un ensayo de acción estética sobre un medio natural espectacular
que, sin dejar de ser efectista, peca más de cuidada escenografía que de otra
cosa, aunque se ve con gusto, insisto. En el remate de la jornada, que entraba
en el bono de visita, el Jardín de Cactus, obra, ¡como no!, de Cesar Manrique,
ha resultado ser la sorpresa del día, al menos para mí, porque lo mío es
auténtica pasión por los jardines botánicos. Este, dada su especialidad, su
monocultivo, no se puede comparar con la joya que es el de Tenerife, que aún
“obra” en mi memoria -y en mi Colección Particular de fotografías-; pero en la
medida de su dedicación exclusiva a los cactus tenía el aliciente de mostrar la
diversidad dentro de una sola especie: la más resistente al calor abrasador y a
la ausencia de lluvia, es decir, estamos hablando de la categoría de los “resistentes”,
de ahí que me sienta tan cercano a ellos; cactus, por otro lado, perfectamente
protegidos para defenderse de depredadores, humanos, animales o vegetales que,
de otro modo, acabarían con la especie en un decir amén.
El espacio diseñado
por Manrique tiene estructura de anfiteatro y en las paredes hay terrazas por
las que se puede pasear y admirar especies de menor tamaño. El efecto que
produce el abigarramiento de ejemplares es el de una “selva” de cactus, lo cual
es una novedad, ciertamente. Pasear por sus bien trazados senderos a la
búsqueda de los cactus más exóticos sí que se puede conceptuar como “safari
vegetal”, y el éxito me ha acompañado, porque si no he “cazado” fotográficamente
unos veinte hermosos ejemplares que sumaré a mi archivo de árboles no he cazado
ninguno.
La parada para comer la hemos hecho en Punta Mujeres, donde he entrado
acompañado por dos, como salvoconducto. Lo “típico” del lugar son las piscinas
marinas entre naturales y artificiales que festonean la línea de mar del pueblo
y le otorga una personalidad muy propia. Nos han recordado las espectaculares
de Garrachico, en Tenerife, espléndidas. Y mañana a Fuerteventura, con el
recuerdo del trasterramiento de Unamuno por su oposición a la dictablanda de
Primo de Rivera. Salto de isla, de Lanzarote a Fuerteventura, con el ánimo de
ver la casa-museo de Unamuno en Puerto Cabras, hoy Puerto del Rosario.
Cualquier museo tiene algo de falso y de gato por liebre, y uno nunca tiene la
seguridad de que todos los objetos expuestos formaran parte del día a día del
don Miguel universal, uno más del coro de Migueles que han dado gloria a la
lengua y al país. Siguiendo una tradición que inicié, si no recuerdo mal, con
la Divina Comedia en Florencia, en
esta ocasión he querido releer “in situ” los sonetos del libro de De Fuerteventura a París, 66 sonetos,
algunos de ellos comentados, que reflejan lo que fue el exilio forzado de
Unamuno en la pobre y lejana Fuerteventura de 1924. El contraste entre aquella
isla y la de hoy, desarrollada gracias al turismo es escalofriante, por lo que
algunas fotos permiten constatar.
Unamuno se hospedó en un hotel a cuya azotea
solía subir por unas escaleras desde el patio central para darse baños de sol
completamente desnudo, situación en la que leía obras como las de Galdós, a
quien “redescubre” en aquella estancia a la que lo llevó su pasión política y
su rechazo a una monarquía que no tardaría mucho en caer, tras las elecciones
municipales de 1931, que alumbraron la instauración de la Segunda República, de
tan triste recuerdo: un auténtico episodio de locura política que acabó como acabó,
por la responsabilidad de todos. Después de comer en El Cangrejo Colorao una sama
a la espalda exquisita, hemos vuelto al camino a lomos de nuestro Citroën “cactus”,
que diríase bautizado para uso exclusivo de las Canarias. Sobre la lectura, ya
me extenderé en otros espacios más apropiados. Hemos hecho “a imitación de don
Miguel”, por supuesto, una excursión a la primera capital de la isla,
Betancuria, nombre que homenajea al conquistador de la isla, Jean de
Bethencourt, normando. Como nos dijo la guía del museo/casa de Unamuno,
Betancuria son “cuatro casas”, pero arracimadas alrededor de la iglesia y con
un sabor antiguo y auténtico difícilmente hallable en otros rincones de la
isla. Finalmente, ante de regresar al ferry, hemos ido a ver las playas salvajes
de dunas, cuyo trazado completo estaba impracticable porque una productora, la
de la película Wonder Woman, había
pagado para reservarse esa parte de la isla durante quince días… El tramo que hemos
visto, con todo, permite figurarse el resto inaccesible. Ambos viajes en el
ferry han tenido el placer de las travesías cortas, como la que hicimos de
Tánger a Algeciras, hace algunos años. Y mañana sí que, al parecer, ¡no me
escapo de la playa, del día de playa, para ser más exactos! Lo meto aquí, sin
su espacio, porque he olvidado dónde lo vi, pero las tapas de las alcantarillas
están hechas en Aranda de Duero, que ya es decir… Como contrapunto, y por
imperativo de mi Conjunta, hoy tocaba día de playa que, al final, ¡gracias a
Hermes!, se ha convertido en día de playa y de senderismo, porque hemos
visitado el espacio natural protegido
El papagayo, al final de la isla, más
allá de Playa Blanca. Hemos tenido que llegar por un sendero de tierra lleno de
baches que me ha hecho temer lo mío por el coche de alquiler. Llegados con bien
y con tensión, ese espacio mezclaba un paisaje desértico, acantilados y playas
en calas de desigual tamaño pero con excelente arena blanca y unas aguas frías
y transparentes que el cuerpo sudoroso ha agradecido tras la caminata, de promontorio
en promontorio, descubriendo playas paradisíacas a nuestros pies. Lo bueno de
un día así es que desaparece el concepto de “rentabilidad turística”, que, se
quiera o no, teniendo el tiempo tasado, se desarrolla automáticamente en el
visitante. Hemos tenido la suerte, además, de podernos instalar en una franja
de sombra donde guarecernos del sol acosador y aplicarme, yo, a la lectura
curiosa del libro de Frederic Lenoir, Du
bonheur, que encontró mi hija, huérfano, en un banco del aeropuerto de
Barcelona y que yo, por esos azares que me entusiasman, he convertido en mi
libro de vacaciones. Lo leo en francés, por supuesto -aunque en toda mi vida
solo he hecho un curso de un mes, intensivo, en la EOI-, y estoy aprendiendo
mucho sobre el idioma, cuyas fórmulas frasísticas voy desmenuzando con
inequívoca pasión filológica, que es lo mío, que fue mi profesión y sigue
siendo, hoy, mi pasión.
Penúltimo día isleño y hoy tocaba playa matutina y
visita a la casa de Saramago y de Pilar del Río, su segunda esposa. Recordemos
que Saramago se instala en Lanzarote cuando Cavaco Silva busca que se prohíba
en Portugal una novela del autor: El
evangelio según Jesucristo. El matrimonio y unos cuñados compraron un
terreno y aprovecharon, en la parte alta de la zona de Puerto del Carmen, en
Tías, para construir dos viviendas adosadas. Después del Nobel decidieron
habilitar junto a la casa un edificio que sirviera de biblioteca para los
15.000 volúmenes de la pareja y como despacho del autor.
Tercera casa de
artista que visitamos en este viaje. La de Saramago, que falleció en 2010,
guarda aún un efluvio cordial del personaje, aunque, por la visita guiada, se
intuye que se trataba de un personaje tímido, silencioso, amante del
recogimiento y, sobre todo, muy amigo de que no le robasen su tiempo de
escritura, ese “que aprieta”, como solía decir. Me ha impactado ver la cama
donde murió, después de desayunar. Se encontró mal y quiso volver a acostarse,
ya para morir, mientras oía su nombre repetido, “José, José, José…”, de labios
de su mujer. No era infrecuente, al decir de la guía, que si alguien llamaba a
la puerta, saliera él mismo a abrir y, según costumbre de hondas raíces
humildes, invitar a un café a quien llegaba a su morada. La casa está diseñada
con gusto y sentido utilitario de los espacios, lo que no priva de hallar en
ella todo un arsenal de recuerdos, pinturas, colecciones de diferente
naturaleza, plumas, caballos, etc., y esos objetos propios, íntimos, que van
jalonando la vida de un artista y la de cualquier hijo de vecino. Nos han
explicado cómo fueron haciendo la casa poco a poco e incluso cómo uno de los olivos
llegó a ella traído por Saramago en una maceta entre las piernas, en el avión.
12 años después, el mismo olivo se alza majestuoso en la entrada de visitantes.
Aunque tiene colección de plumas, escribía en el ordenador. En el primer
estudio, el de la casa, comenzó y acabó Ensayo
sobre la ceguera. Cuando murió, estaba releyendo La montaña mágica, de Mann, entre otros. En su despacho he visto
una edición estándar de Antonio de Guevara, Menosprecio
de corte y alabanza de aldea, y, en una mesa del salón, donde los sofás, El político, de Gracián. Era devoto de
Pessoa, per no se me ocurren dos escritores mas disímiles por intereses,
estilo, personalidad e ideología. Nos hemos dejado aconsejar por una sobrina de
la mujer y por la guía, y hemos ido al restaurant La Ermita, donde, de tapas,
hemos comido muy bien. Después de dar un paseo bajo un sol inclemente por la
parte antigua del Puerto del Carmen, un espacio ultramasificado, pero aún
presentable, hemos escogido otra recomendación de la guía: no perdernos la visita
al volcán El cuervo, donde Sebastião Salgado les hizo una foto maravillosa a
Saramago y su mujer, por cierto. Tras una caminata a través del mar de lava del
Parque Nacional del Timanfaya, la visita ha sido espectacular, casi
sobrecogedora. No dejaban encaramarse a la ladera del volcán muerto, pero, al
dar la vuelta al cono, hemos descubierto que podía visitarse por dentro y nos
ha llenado de alegría el descubrimiento. Impresiona figurarse lo que debió de ser, en su momento,
el siglo XVIII, semejante explosión. A la vuelta hemos pasado por los
cultivados viñedos de La Geria en plenos terrenos volcánicos, lo que, al
parecer, confiere a la uva una especial dulzura y, por lo tanto, un vino
particularmente seco. Y para “casa”, a darnos un bañito en la piscina, el
primero y el último, una buena ducha y una copiosa cena de fruta, queso, jamón
y yogur. Y mañana, ya de volandas para casa, la verdadera, adonde tengo enormes
ganas de llegar. Último día en Lanzarote. Desayuno copioso y playa, tras haber
hecho las maletas. La playa, excelente. El agua, con cubitos de hielo. Un
comidón exagerado, un arroz negro para trescientos, no para tres…, y después a
cargar el coche y de visiteo hasta que se haga la hora de devolverlo y de
facturar el equipaje.
Hemos ido al Golfo, a ver lo que es un cráter abierto
frente al mar y un sucinto lago en el fondo del volcán, producto de las aguas
del mar que han penetrado vía subterránea, con un color verde esmeralda
producido por las algas que lo colonizan. [Muy a posteriori, en casa, recordé
que Almodóvar había rodado en Lanzarote su película Los abrazos rotos, y sí,
ya he visto que sale el charco de Los Clicos en El Golfo].
El pueblo, minúsculo
y hermoso; las playas, abruptas y casi inaccesibles. Subiendo a un mirador, un
buen costalazo tras patinar en un resalte y para “empatar” con la caída
horizontal de mi Conjunta esta mañana en una roca “jabonosa” junto a la orilla.
Dejamos para el final Arrecife y tuvimos la mala fortuna de llegar en día
festivo del patrón de la ciudad, San Ginés, según nos informó un pizpireto camarero
italiano al lado de la iglesia consagrada al santo. La ciudad, entre horrorosa
y casposilla, al menos la parte vieja que visitamos, nos dejó quejosos.
Esperábamos algo más, desde luego. Con poco o nada que hacer, nos tomamos un
refresco e hicimos tiempo para regresar al aeropuerto, dejar el coche, facturar
y, ¡por suerte!, salir a nuestra hora. Aunque llegamos a las 2’30h, nuestro
hijo tuvo el gran detalle de venir a buscarnos con el coche…, lo cual fue,
propiamente, un broche de oro a un viaje que nos ha seducido totalmente, y que
repetiremos, sin duda, si el tiempo y la salud acompañan…