jueves, 30 de diciembre de 2021

Crónicas de Robinson desde Laputa (VII)

 

No hay legislatura que cien años dure, ni Todovalismo que no supure el pus de su inminente pudrimiento...


    Lo peor que podía pasar ha pasado: en Torilandia se han acostumbrado a la pandemia, y la resignación a acabar contagiados, todos, discurre en progresión directa a las transformaciones del virus para escapar de los remedios de laboratorio que buscan plantarle un Vade retro, Virunás en todo semejante a la vieja higa con que se anatematizaba la presencia del diablo, que siempre se las arreglaba para hacer acto de presencia y seducir, como íncubo o como súcubo, a las débiles voluntades de escasa fe en los recursos ilimitados del Señor. Que el mal siempre triunfa no es una opinión extrapolada de la ambigua experiencia de lo real, sino una constatación científica, pero de la ciencia seria, no la de los nigromantes y charlatanes que pretenden hacer pasar por sabiduría cuatro ensalmos de grimorio.

    Para colmo de males están experimentando una revolución social que consiste en  sustituir los hechos por las declaraciones y estas han ido adquiriendo un perfil tan agresivo que fácilmente las palabras se confunden con dagas, dardos y puñales, prestos, todos ellos, a recibir en sus perfiles acerados el destello deletéreo de la luz lunar cuyo palor se desliza por ellos para embutir su helor paradójico en la herida que abren en la carne viva, algo menos viva, todo sea dicho, después de la agresión. Todo Torilandia parece haberse convertido en un ágora de dagas voladoras untadas con el curare que nada cura y todo lo mata. Los ecos de las voces han acabado teniendo más densidad que estas, y todo, políticamente, se fía al rebote en los muros que cierran esa ágora, de modo que se repitan machaconamente los más simples enunciados. Es una pelea desigual, y estéril. Aquí en Laputa se hacen cruces todos de que realmente los pobres torileños hayan de escoger entre tan menguados representantes como no les va a quedar más remedio que hacer cuando llegue el momento oportuno. Como aquí el tiempo pasa de manera muy diferente de como transcurre en la Tierra, a nosotros nos parece que están casi a punto de volver a las urnas; pero allá abajo desde el (des)gobierno que los rige ignoran cuándo se acabarán los tiempos felices de su duración, incertidumbre que a la oposición le ha caído como una piedra de molino sobre sus esperanzas de que pasen lo  más velozmente posible, ¡como si estuviera en sus deseos lograrlo!

    Ni siquiera el movimiento de líderes que han renunciado a su capacidad de influir en la vida del país desde posiciones de poder, como ha sido el caso de un vicepresidente que "ha salido de naja", esa estupenda expresión popular de los torileños para describir a los cobardes que rehúyen sus responsabilidades, ha logrado "animar el cotarro", ¡otra que tal baila!; como si el virus maléfico hubiera abortado toda capacidad de respuesta a la incongruencia (des)gubernamental; como si el miedo se hubiera apoderado de todo el mundo y nadie se atreviera a plantar cara, más allá de los insultos de rigor, a la incoherencia de la disparatada coalición de desgobiernos.

     Mi experiencia  me dice que el miedo es el mejor aliado de quien gobierna, por eso la tranquilidad social permite al usuario habitual de los bienes del Estado a título privado pavonearse de la solidez de su posición política, si bien sabe, como lo saben todos los torileños, que está en manos de aliados capaces de humillarlo desde un supremacismo de carácter étnico que no se consentiría, no ya solo en mi Inglaterra natal, sino tampoco en ninguno de los grandes países de la Europa milenaria, ¡y menos aún en la Balnibarbi con la que Laputa está íntimamente imantada! Literalmente incomprensible para todos los laputienses es un juego político como el de Torilandia,  en el que unos luchan por hacer desaparecer el Estado en el que medran y otros se inhiben a la hora de defenderlo, fiándolo todo a que ellos llevan las riendas del Leviatán.

    Reducir la política, que ha de servir a la sociedad para el progreso material y espiritual de esta, a los mediocres personalismos que se exhiben en Torilandia no puede por menos que decepcionar a cualquier observador, cualificado o no, de esa realidad picaresca en la que se persigue, sobre todas las cosas, salir beneficiado a toda costa, siguiendo al pie de la letra el verso de uno de sus eximios poetas, Luis de Góngora y Argote: Ande yo caliente y ríase la gente..., autor de un poema que, antagónico del místico de San Juan de la Cruz, al que, pasado el tiempo se dio en llamar Cántico espiritual, siempre me ha recordado el momento de mi naufragio: Soledades, una recreación de la Naturaleza desde la sensualidad más exquisita; y siempre me pregunté si alguna vez, además de en la Corte, de donde poco provecho sacó, vivió don Luis como  náufrago absoluto, pero jamás desesperado.

    Discúlpeseme, desde mi ignorancia, ese recuerdo de las Letras españolas que con tanta delectación humana y divina he acabado leyendo, porque cuando regresé al seno de la Iglesia, tras la lectura de la Biblia, El cantar de los cantares fue lectura consoladora donde las hubiera, y la paráfrasis del frailecico abulense un auténtico éxtasis.

    Esa pandemia que asuela a los torileños va durando ya bastante más de lo que las pestes nos azotaron a nosotros, pero lo chocante y significativo del asunto es que ni quienes gobiernan ni quienes son tan mal gobernados parecen haber aprendido nada de lo sucedido, y todo se va en un tejer y destejer, como el de la reina que esperaba a otro náufrago tan ilustre como yo, aunque mayor en prez; un reiniciarlo todo cada pocos meses en un vaivén pendular que desconcierta las ánimas, apoca los espíritus y demuele las esperanzas... No son los tiempos, sin embargo, los que están en crisis, sino los hombres y sus menguadas luces para la acción de gobierno, y ese es mal de difícil remedio, porque las  nuevas generaciones tienden a hacer buenas a las anteriores, como nadie ignora, de lo que se sigue la otra epidemia nostálgica, la de los consensos de la Constitución del 78, que ahora se añoran con dulce delectación dolorida...

    Sursum corda!, abatidos torileños: no hay legislatura que cien años dure ni Todovalismo -al decir de uno de sus menguados ingenios- que  el potente reflector de la luz del sentido común, auspiciado por la Razón, no descomponga. Ardo ya en deseos de que el horizonte de tan bello país se libre de las nubes de esa estantigua amedrentadora de la corrección política, que tantas horas de franca diversión, por sus salidas estrafalarias, nos ha deparado aquí en la serenísima Laputa a todos los observadores de ese espacio singular en los arrabales de Europa, pero sobre esos disparates, que merecen observación aparte, volveré otro día.

    

martes, 7 de diciembre de 2021

«I me mine» or the hard and loving relationship with the English language…

 


An old, but unhelpful, life pal that always has cheated me with the promise of the impossible fluency... (Esbozo autobiográfico)

 

         Tan pronto como a mis 10 años, los militares del colegio donde me inicié en el antiguo Bachillerato decidieron que las nuevas generaciones habían de abandonar el francés y educarse en el inglés, al que le veían bastante más futuro que al francés que habían estudiado mis hermanos mayores, lo que ameritaba una intuición de primera, dado el declive de la francofonía que hemos podido constatar después.

Mi primer profesor fue el señor Abril, quien se empeñó, jocosamente para nosotros, en que lo llamáramos Mr.April, and so we did. Lo recuerdo como un jovencísimo Luis Varela con gafas metálicas e indiscutible, para todos los de la piara discente, «aire británico», con un vestuario impecable, porque todos aprendimos ese año que nuestro Taylor is rich, cuando aún ni sabía yo que los trajes los hicieran los sastres…. Medía sus pasos, sus palabras y era insólitamente cortés, atento y un punto afectado. De él solo conservo una anécdota escatológica. Siéndome imposible tragar un denso gargajo, no se me ocurrió otra cosa que escupirlo en el pasillo y taparlo piadosamente con un trozo de papel. Mr.April caminaba por los pasillos enseñándonos vocabulario. Al llegar al papel se empeñó en que supiéramos que para «recoger un papel del suelo» habíamos de emplear el verbo To pick up. For instance, this one… y señaló el trozo de papel caído a mis pies. Dobló su erguida columna hasta coger el papel con los dedos mientras repetía, haciendo con la mano izquierda el gesto de que repitiéramos con él:  I pick this paper up «¡Pero quien ha sido el marrano que…!», cambió súbitamente de lengua para asegurarse de que se le entendía a la perfección…,y no tardó, claro está, en asociar mi cercanía con la tropelía, por lo que, ¡una vez más!, recorrí the long and winding road until the Principal’s room

Los discos en inglés fueron, pronto, mi contacto más frecuente con el idioma de Samuel Johnson, a quien aún tardaría más de cincuenta años en conocer… Elvis Presley, Chubby Checker, The Beatles, Bill Haley and his Comets, The Rolling Stones… comenzaron a sonar en nuestra casa en esos mismos años, si no antes, porque la hermana de mi primo Carlos trabajaba en Nueva York y nos proveía,  aunque la impronta de Mr. April guarda para mí el aura del primer contacto con el inglés. Cuando llegó la televisión bien pudiéramos haber tenido alguna oportunidad pedagógica de aproximarnos al inglés de forma sistemática, pero durante los duros años del franquismo fue imposible tal uso social de la televisión. Para enseñarnos las «Leyes fundamentales del Movimiento»  sí que nos endilgaron Crónicas de un pueblo; pero para aprender inglés las familias habían de gastar el dinero que no tenían, y la mía, numerosa, menos aún.

Amante de la música, y con relativa habilidad para el canto, no tardamos mi hermano pequeño y yo en formar un dúo a imitación del famoso de  Simon and Garfunkel, allá por los 16 o 17 años, aunque incluíamos muchas canciones de otros artistas en nuestro repertorio. La necesidad de imitar bien el original y desbrozar las letras para entenderlas me fue de mucha ayuda. Como el Colegio Mayor Siao-Sin, donde residía a título de deportista de semiélite, no de universitario, acogía a estudiantes usamericanos, no tardé en intentar mantener rudimentarias conversaciones llenas de expresiones «aindiadas», con infinitivos y mucha gesticulación manual,  con esos amables y afectuosos colegiales, lo que contribuyó a darme cierta soltura para salir del paso.

Como en la carrera escogí catalán e italiano, mi siguiente contacto, al acabarla, fue ganar en buena lid con otros aspirantes, una plaza de lector de español en Boston, para lo cual me preparé con un curso de tres meses en el IEN, ya desaparecido, de Barcelona, en la calle Vía Augusta, donde incluso llegué a actuar con mi hermano. Compañera mía de curso era la ya desaparecida Montserrat Roig, cuyo inglés era bastante más flojo que el mío, que ya era decir.

Como el mundo es de los osados, allá que me fui yo a hacer las Américas, concretamente la usamericana, con estupendos deseos y parvas realidades. Mi inmersión en el idioma: radio, prensa, televisión, cine, novelas, ensayos, etc., y conversaciones en cualquier sitio con cualquiera, me fueron ayudando a orientarme, de forma no académica en el enrevesado idioma de marras. Recuerdo epifánico de aquella instancia fue la visión de un clásico, To have and have not, de Howard Hawks, del que salí emocionado por haberla comprendido casi totalmente ¡sin haber necesitado en ningún momento traducir cada frase al español! Puede decirse que me dejé llevar y la recompensa fue extraordinaria. Justo lo contrario ocurrió, sin embargo, cuando, en mala hora, se nos ocurrió, a mi Conjunta y a mí, ir a ver Tess, de Polanski, ambientada en los condados rurales de Dorset,  Inglaterra. ¡Salimos del cine sin haber entendido ni jota!, y nos afiliamos inmediatamente a la malignidad de Bernard Shaw de que Inglaterra y Estados Unidos son «dos países separados por un mismo idioma». Y aún hoy, en mi curso actual en la EOI sigo teniendo more difficulties for  Brittish English. Far more than for the American  English.

De mi aventura americana me traje una inmensa facilidad para la lectura en inglés y muy relativa para el listening comprehension, y fui perdiendo, con el paso del tiempo, la escasa fluidez que conseguí en aquel año de las American Lights… Me dio de sí incluso para atreverme con algunas traducciones sencillitas, pero, como pasa con cualquier idioma, la falta de uso lo oxida considerablemente. Algo de acicate tuve cuando, para completar méritos, hice un cursillo de unos meses para aprobar el tercer curso de la EOI, que ameritaba un títulejo estupendo para sumar puntos para el concurso de méritos para acceder a la condición de catedrático. Y volvió a habitarme el olvido, aunque he seguido practicándolo continuamente: mucha lectura; películas en versión original, con subtítulos en inglés, y ocasionales conversaciones turísticas. Ahora, por purita envidia de mi Conjunta, que filigranea su inglés en C1, he decido ponerme, por primera vez en mi vida, a aprender algo de los rudimentos gramaticales de la lengua, razón por la que me he incorporado a las clases del cuarto curso de la EOI, sin pretender apelar a los deslavazados conocimientos que tengo para ver si salto algún curso, sino partiendo del posterior a la acreditación que obtuve en su día.

Y aquí estoy, perfectamente dispuesto a seguir disfrutando del aprendizaje de una lengua que, como para la mayoría de compatriotas, es siempre una asignatura eternamente pendiente. Luis Merlo ha inmortalizado con magnífico humor el sempiterno «inglés nivel medio» que, según él, hemos creado los españoles, para envidia del mundo entero. No es cuestión de parafrasearlo, sino de ir a verlo aquí para pasar un *estupendous momen

Propiamente, nadie puede decir que «sabe» inglés, porque esa sabiduría incluye tantos requisitos que muy pocos lo cumplirían todos, no solo en España, sino incluso abroad. Como todas las lenguas, es intrínsecamente bella y tiene, como especial virtud, una capacidad para el neologismo que en el español, por ejemplo, nos cuesta lo suyo aceptar. Pensemos en un texto del muy denostado Unamuno, Almas de jóvenes, en uno de cuyos párrafos incluye nada menos que dos neologismos y un localismo salmantino: *oribería, *videzuelas y cogüelmo…

Todas las lenguas están llenas de triquiñuelas, de false friends, de apócopes, de simplificaciones, de términos familiares, comfy, sin ir más lejos,  de usos complejos que nos sorprenden tanto como nos irritan, pero que, a la postre, cuando se las ama tanto, influido acaso porque se ha estudiado a fondo la propia, su aprendizaje constituye una de las grandes pasiones de la vida. Welcome to Paradise!, al de Milton, a los infiernos empedrados de Johnson y al Manhattan Transfer de Dos Passos, entre miles más.

jueves, 21 de octubre de 2021

Una carta-documento sobre el estado actual del sistema educativo.

La educación por de dentro y frente al agitprop de los poderes públicos propiciadores de la devastadora corrección política.


Haber trabajado treinta y cinco años en la enseñanza no te enseña a conocerla bien, pero hay cosas que no te pasan desapercibidas. Puede ser que tantos años de servicio no te permitan tener una opinión fundada sobre un sistema educativo, pero hay cosas que  es imposible no percibirlas. Cuando en Cataluña se impulsó una reforma educativa del sistema, auspiciada por el gurú de la pedagogía  César Coll, quien, al parecer, ha impulsado también la última reforma educativa del gobierno de Pdr Snchz —según su propia estrategia comunicativa, porque darle un buen bocado distorsionador al código expresivo es una marca distintiva de quien (des)gobierna—, fue opinión unánime de los profesionales que se estaba «egebeizando» la Secundaria, algo que, años después se hizo patente cuando, la «nueva secundaria» incorporó dos cursos de la antigua EGB y los maestros con una licenciatura en la especialidad se incorporaron a los institutos, teniendo aquellos dos cursos en «propiedad», algo que, pasados unos años, perdió su vigencia y ambos cursos pasaron a ser los dos primeros de los cuatro de la nueva ESO que desde aquella Reforma se imparte. En aquel momento auroral de la Reforma, la distinción entre asignaturas obligatorias y optativas permitió que el alumnado eligiera casi el 40% de su currículo, lo cual en modo alguno subió la calidad del sistema, sino que inició el camino para rebajarla no pocos escalones, porque, como pronto se advirtió, las «optativas», aunque diseñadas con la mejor intención de «abrir» los horizontes intelectuales de los discentes, devinieron auténticas y tradicionales «marías» que restaron muchas provechosas horas de aprendizaje en materias troncales. La LOE de 2006, de infausta memoria, trajo la consagración de la ESO y ahí seguimos, aunque con las correcciones y contracorrecciones de los partidos o coaliciones que llegan al poder, porque si algo caracteriza nuestro sistema educativo es la imposibilidad de todas las fuerzas políticas para ponerse de acuerdo en garantizar un sistema que no esté dominado por la perspectiva ideológica de quienes gobiernan, quienes tienden a ver la enseñanza más cómo un instrumento para sus fines clientelares que como una necesidad de los discentes para forjarse un futuro.

Viene esta breve introducción a cuento de una carta que acabo de recibir de mi buen amigo J, a quien le habían concedido una plaza de interino para todo el curso en el instituto donde él estudió en su momento, lo cual añadía cierta ilusión matizada a la concesión. Ha tardado un suspiro en percatarse de que, con su sudado doctorado de Historia a cuestas —no como el regalado y sableado a y por quien nos (des)gobierna a lomos de los conjurados en la célebre moción de censura destructiva—, su sensibilidad artística —excelente novelista— y su sentido del decoro y de la dignidad no podía seguir colaborando en esa obra de destrucción masiva de las esperanzas de los alumnos en que se ha convertido nuestro sistema educativo al servicio de las instancias de poder que se suceden en el gobierno de esta pobre España larriana, donde educar es, ¡en el siglo XXI!, llorar desconsoladamente de impotencia ante una desfiguración del hecho educativo de tal magnitud que en todos nuestros centros educativos debería inscribirse sobre el dintel de las puertas de acceso: Vosotros que entráis, abandonad toda esperanza. Sorprende el triunfalismo de las autoridades respecto de lo que se les está ofreciendo a quienes sus ingresos no les permiten buscar alternativas, y aunque en el profesorado funcionario hasta hace poco había unos controles de acceso que garantizaban la inequívoca calidad de quienes accedían al sistema, se ha comenzado a extender, al menos en Cataluña, la potestad de las direcciones de los centros para «escoger» perfiles que se escapan del sistema de acceso mediante concurso-oposición, lo cual puede acabar llevándonos a la vieja arbitrariedad del amiguismo que se dio en las postrimerías del franquismo cuando tantos profesores se necesitaban y no había oposiciones para cubrir las vacantes. En fin, aquí lo importante es la carta de mi amigo J, no estas consideraciones casi técnicas que la preceden. Conviene, así pues, concederle la palabra para que nos llegue el retrato objetivo de lo que el sistema educativo puede ofrecernos en estos tiempos en que (des)gobierna la corrección política con toda su fuerza destructiva…

 

 

Querido Juan, tengo dos noticias, ya sabes, una buena y otra mala. Empezaré por la última: he renunciado a la plaza de interino en el instituto. Y la buena es que menos mal que renuncié. Puede parecer un galimatías, pero en mi cabeza tiene sentido. El caso es que hacía 11 años que no daba clase en Secundaria, y lo que me encontré fue un patio de recreo a lo bestia: chavales desbocados, horarios imposibles, mucha más carga lectiva; muchísimas más reuniones con todo el mundo, con los padres, con el Departamento de Orientación, con Jefatura de Estudios, con el Departamento de Historia, con los alumnos, con los bedeles…; guardias increíbles como vigilante de pasillo; clases de 1.º y 2º de ESO (sí, ya sé que también son parte de Secundaria, pero es que, cuando estuve la última vez, en los institutos había maestros que se encargaban de estos cursos, y ahora no); 9 grupos de clase, ¿te lo puedes creer? Y entre ellos solo uno de 2.º de Bachillerato. Por si fuera poco, en una clase tenía dos chavales con hiperactividad, y en otra uno con trastorno grave de la personalidad. Y todo eso sin apoyo. Y, además, reuniones de evaluación interminables por las tardes, donde cada uno se presentaba con su cadaunada. Y, lo peor de todo, profesores tan añudos como yo pero si cabe más infantiles que sus alumnos, o completamente desmotivados, desnortados. Comparé los libros de texto que me dieron con los que conservaba de entonces y, ¡sorpresa!, a mismo curso y misma asignatura, muchas más fotos, textos descafeinados y actividades de risa…

Puede que pienses que soy un blando, o que no vivo en la realidad, pero no se parece en nada a lo que viví hace 11 años, te lo aseguro. Así que pensé que yo no soy capaz de fingir tanto y tan seguido, y que no podía aportar nada digno a este mundo educativo en el que solo prima, como en la propia sociedad de la que es reflejo, la inmediatez, lo último, lo nuevo, por más que sea tan efímero que al segundo siguiente nadie se acuerde de lo que ha visto, oído o sentido (quizá porque en realidad no sienten ya nada), y que sigan buscando, como si les fuera la vida en ello, lo siguiente, tan vacío e intrascendente como lo anterior.

Renuncié, sí, y pienso que es la mejor decisión que he tomado nunca. Renuncié al sueldo mejor, a la estabilidad durante todo del curso, a la comodidad de estar al lado de casa… Pero también a dejar de ser yo, a mimetizarme con el entorno, un enjambre de imbéciles que detesto, al paripé de me duele esto o aquello para justificar una baja cobarde… Prefería dejarlo, mandarlo a la mierda y volverme a mi oscura oficina a seguir tramitando papeles en una burocracia que detesto pero que, en el fondo, comprendo mejor que ese mundo de la educación que se me hace tan extraño.

 Así que, Juan, amigo mío, aquí estoy, de nuevo, una vez más, en el camino… Siento que este correo sea solo una descarga de adrenalina, pero es que todavía tengo ansiedad por lo que he pasado. Te prometo que la próxima vez no hablaré de mi libro…

Un fuerte abrazo

         Ténganla presente cuando la ninistra del ramo aparezca en televisión loando la excelencia cuyo rastro están contribuyendo a hacer desaparecer de un sistema en el que, a lo largo de esos treinta y cinco años de dedicación, he conocido los mejores profesionales gobernados por los más mediocres gestores que imaginarse pueda.

         Siempre traigo a colación, cuando del sistema educativo se habla, el único gesto congruente de un ministro del ramo, el de Ángel Gabilondo, el único ministro que renunció expresamente a imponer «su» reforma educativa sin consenso. Ello no llevo a la reflexión de que deberían sentarse en una mesa de diálogo para lograr un consenso que evitara tanto vaivén en el sector y fijara prioridades que todos aceptaran—aunque sí la crean para asegurarse la permanencia en el poder, invitando a ella a quienes niegan los más elementales principios democráticos, como la primacía de la ley, por ejemplo—, sino que alentó, con el cambio de poder, otra nueva ley que ha traído, con el nuevo cambio de poder, otra que anula la anterior, et sic de cæteris, ¡ay!, para nuestro mal

¿Irremediable? De momento todo pinta que sí, a juzgar por la carta de J. Aquí queda, y le agradezco su generosidad para autorizar su publicación, aunque sea en un lugar tan apartado como el de este cajón de sastre que es Provincia mayor que el mundo eres.


jueves, 14 de octubre de 2021

El covid19, crónica de una relación.

El covid y yo: el  extraño encuentro de la diana y la flecha.

         Cuando empezó todo, allá por los albores de 2020, justo cuando los rumores sobre la propagación del nuevo virus se movían entre la burla, el cachondeo, el famosísimo un caso o dos del inefable escudo del presidente del gobierno, y la ceguera gubernamental ante el peligro de las celebraciones  multitudinarias del 8 de marzo -luego se supo que se habían marginado informes oficiales en los que se alertaba de dicho peligro-, me negué en redondo a permanecer en casa sin salir a la calle bajo ningún concepto, salvo caso de necesidad. Puedo decir que he bajado antes del confinamiento y  ya decretado este -ahora sabemos que violando impunemente la Constitución- cada día. Si no a comprar, que también, a recoger el diario en el quiosco. Aún recuerdo cómo una patrulla de los mossos que me vio caminando por la Gran Vía, y era yo el único viandante a esas horas de la mañana,  paró el coche y se dispuso poco menos que a venir a acorralarme con malévolas intenciones, poco antes de que izara yo, por encima del seto que separa la calzada de la acera, el diario, abortando en seco su conato represivo. Le he tenido mucho respeto al contagio, siempre, y por eso he extremado en todo momento las precauciones: mascarilla, distancia, guantes durante mucho tiempo y uso del desinfectante cada dos por tres. Capítulo aparte sería el de la desinformación gubernamental, por no llamarlo engaño, y el de la incompetencia a la hora de dar los pasos adecuados para luchar contra la pandemia, hasta que descubrieron el recurso mágico y anticonstitucional de encerrarnos a todos y privarnos de nuestros derechos constitucionales, en un ejercicio de arbitrariedad y despotismo difícilmente igualable. 

        Las vicisitudes por las que socialmente hemos pasado requerirán algún día una serena crónica que ponga los puntos sobre las íes de las responsabilidades de cada cual, porque, a día de hoy, tengo la impresión de que hay muchas que deberían de ser investigadas criminalmente, porque no se puede achacar solo a la pandemia la mortalidad que nos ha dejado destrozados, amén de diezmados, sobre todo en esa franja de la población a la que los poderes públicos más deberían de haber mimado, porque el trato que las sociedades dispensan a sus mayores revelan bien a las claras el grado de civismo de dichas sociedades. Mal que bien, hemos ido aguantando el tipo a pesar de aquellas *chusquerías con que el presidente de gobierno, más pendiente de colgarse las medallas de las buenas noticias que de ser honesto y leal para con los ciudadanos, nos lanzó a "disfrutar" de los paisajes y la gastronomía de España para acabar poco menos que lamentándolo con el incremento de muertes subsiguientes. Y ni siquiera los dos funerales masónicos "de Estado" borran la incuria con que el poder político ha desoído los avisos del sentido común, traducidos en demasiadas muertes que podrían haber sido evitadas. 

        Cuando ya parecía que todo discurría muy próximo a la vieja normalidad -¡menuda imbecilidad presidencial lo de la "nueva normalidad"!- y se relajaban las medidas de protección, vuelvo de unas breves vacaciones y, tras más de un año de hurtarme al contagio del deletéreo virus, mi hijo, ignorante de que había sido contagiado, me lo transmite en apenas un día de contacto, porque tres de sus compañeros de oficina dieron positivo y tuvieron síntomas inequívocos. Como lo acompañé al aeropuerto a las cinco de la mañana, no hay duda de que en ese trayecto en el coche sufrí la invasión del "bicho", porque mi Conjunta, en el análisis que nos hicimos la unidad familiar, después de haber dado él positivo, a la vuelta de su viaje a Ámsterdam, salió negativa, pero yo di positivo.

      Heme, pues, encerrado diez días interminables en mi habitación para respetar la cuarentena y evitar contagiar a nadie. Comiendo en la cocina mientras mi Conjunta lo hacía en el comedor, y yendo yo con mi pistola desinfectante borrando todo rastro de mis huellas por la casa, como cualquier delincuente en el espacio donde ha cometido un delito. Si la vejez ya dota de una cualidad de pergamino las manos de los jubilados, el uso del gel hidroalcohólico las sutiliza hasta convertirlas en delicadas manos de cera, muy parecidas a las de alabastro de las estatuas de las vírgenes. ¿Lo peor del encierro? La  insufrible soledad de las noches celibatas para quien disfruta del contacto íntimo del lecho compartido, convertido en necesidad vital. A mi insomnio tradicional, he añadido una cierta ansiedad que, algunas noches, me ha llevado a levantarme de madrugada para recorrer como el clásico animal enjaulado los breves límites de nuestro dormitorio, entonces solo mío, para mi mal. Lo más significativo de mi encierro ha sido la ausencia total de síntomas de ningún tipo, ni fiebre, ni tos, ni dolor de cabeza, ni dolores musculares... Mi hijo, que hacía su propio confinamiento en la habitación de al lado, tampoco tuvo el menor síntoma. A mitad de la cuarentena di en pensar si no se habían equivocado y me habían dado a mí un positivo equivocado y quien iba antes que yo en la toma de muestras andaba por ahí con un flamante negativo contagiando a tirios y troyanos... ¿Lo mejor, aparte de los compromisos familiares que me ha ahorrado? Que he dispuesto de un precioso tiempo para asistir a la difícil gestación del último capítulo de una novela de mi querido Dimas Mas, en la que el muy insensato lleva trabajando la friolera de 25 años, lo cual le ha hecho perder toda esperanza de que tanto tiempo haya servido para algo útil. Pero como ahí sigue él; ahí le he asistido yo con entusiasmo, pero sin conocimiento, tratando de no estorbar...

No soy un convencido absoluto de la bondad de las vacunas que se han conseguido saltándose protocolos que, sin pandemia, hubieran sido prohibidas hasta cumplirlos a rajatabla; pero desde que nos aseguraron, quizás con más fe que ciencia, que eran un remedio eficaz, no dudé en pasar por el aro y vacunarme, cruzando los dedos, por supuesto, para no caer en el tanto por ciento despreciable de cuantos tendrían efectos adversos irremediables o dramáticos. Astra-Zeneca fue la que me tocó, por edad, y, después de haber dado positivo, estoy por levantarle un discreto altar a la eficacia, a juzgar por la suavidad con que me he sufrido la invasión del virus. Ignoro si mi condición de deportistas, especialidad fondista fondón, ha contribuido algo a la ausencia de síntomas, pero nunca está de más robustecer la salud, imagino. No quiero entrar en esa dialéctica de  los antivacunas y los provacunas, porque parece que cae todo del lado de la fe más que de las pruebas científicas. Que de los primeros hayan hecho bandera los seguidores de la extrema derecha y antidemócratas en general, como los seguidores de Trump, no necesariamente ha de evitarnos discernir entre quienes lo son por convencimiento racional y quienes se afilian a las teorías conspiratorias al estilo de Los protocolos de los sabios de Sión que tanto ayudaron a Hitler a llegar al poder... Algún amigo tengo antivacunas y yo cruzo a mi vez los dedos para que tenga la suerte de no "pillar" el virus en un cambio de rasante sin darse ni cuenta de que le llega con los aerosoles de algún desaprensivo infectado que se pone la cuarentena por montera o que ignora serlo, lo cual es bien normal, como he tenido ocasión de comprobarlo con mi propio hijo.

        Aún seguimos inmersos en la pandemia, y mi contagio en los acaso estertores de la misma, teniendo yo sumo cuidado de no ser contagiado, dada mi relación con mi suegra y mi madre, ambas de 94 años, es prueba inequívoca de que cualesquiera precauciones son pocas, y de que hemos de perseverar en ellas aún por un tiempo indeterminado. Ahora andan recetando una tercera vacuna para personas con cierta fragilidad ante el contagio, y uno de mis hermanos, aquejado de leucemia, ya la ha recibido. Viendo la efectividad de las dos que me han puesto, no creo que me arriesgue a esa tercera, la verdad...

        Supongo que estos largos tiempos de pandemia han sido tiempos extraordinarios, de excepción, y que cada cual tendrá una visión de ellos en función de sus condicionamientos personales, pero quienes estamos hechos al trabajo intelectual como realización vital, estos tiempos no han sido muy distintos de los comunes y corrientes, excepto que nos han aliviado la presión de la vida social y familiar y hemos podido dedicar más horas a nuestra afición estudiosa y a la cinefilia que a algunos nos es congénita desde que llegamos a la edad de la razón. No en balde pertenezco a la primera generación de niños televidentes de España..., y el cine, desde sus inicios, ha sido una de las bazas fundamentales de la televisión, como lo fueron las series, aunque algunos jóvenes crean que son un invento actual.


sábado, 28 de agosto de 2021

Los vestigios y el vuelo de la imaginación: Tarragona romana.

Un recorrido por  Colonia Iulia Urbs Triumphalis Tarraco, la primera urbe magna romana fuera de Italia.

Está claro que la cercanía no es un incentivo para el turismo «de proximidad», y prueba de ello es el tiempo que ha pasado desde una lejana primera visita superficial a la Imperial Tarraco y esta de ahora, con uniforme de turista profesional que busca una visita guiada para oír de labios del «experto» los mil y un detalles que le pasan desapercibidos al turista ignaro y accidental.

Lo primero, viajar sin prisa, a 90 km/h, por el primer carril, aun habiendo de «sufrir» la incomprensión de algún camionero que, en vez de adelantarte, te hace luces para que espabiles, porque se les ocurre que igual es que te has dormido, hasta que salen del error y te adelantan con suma facilidad. Como la inteligencia del vehículo, llevando el regulador de velocidad activado, se acompasa a la del vehículo que te precede, se viaja con total relajación, prestando atención ya a la música, ya a la conversación inteligente de la copilota. Tarragona, además, está «a tiro de piedra» de Barcelona y no tiene ningún sentido pisar a fondo, y menos en estos tiempos de precios al alza en todas las fuentes de energía, particularmente la luz, bajo un gobierno socialcomunista, pero eso sería motivo de otra reflexión, no de una crónica turística.

El gran aparcamiento municipal a pie de muralla es una bendición para los sufridos usuarios del caballo privado, y, por su precio, bien merece la pena usarlo. Tiene, además, unos servicios muy limpios, a fuer de poco usados, imagino, donde practicar las necesidades básicas, antes de la maratoniana jornada que comienza a escasos metros de la entrada al recinto histórico. Antes de iniciar el recorrido, conviene comprar una botella de agua grande bien fresquita. Agosto en Tarragona es una réplica muy romana de lo que les cayó a los de Pompeya…

Ante una gran maqueta se nos explica lo que luego habremos de visualizar con la imaginación y gracias a los restos que nos indican la magnitud de la urbe y de los tres espacios centrales, de arriba abajo, el templo a Júpiter, la plaza porticada con las oficinas administrativas y un poco más abajo el circo, reducido, de unos 300 metros de largo, donde competían las cuadrigas para solaz de los espectadores. El guía nos ilustra sobre la grandeza de Roma y de Tarragona como una de las tres grandes urbes mediterráneas del Imperio, junto a Córdoba y Mérida, aunque con la preeminencia de haber sido la primera fundada fuera de Italia. En el resumido apunte histórico, se me queda el dato de la decadencia de la ciudad tras el desinterés musulmán por la ciudad, lo que convierte Tarragona durante casi trescientos años en una ciudad poco menos que fantasmal: esa imagen de una ciudad que, como pasó en 1348, hubiera sido abandonada por el temor a la peste bubónica, se me graba en la imaginación durante no poco rato en el que el guía sigue desgranando las «peculiaridades» de la ciudad, dejando clara en todo momento su adhesión al romanismo y haciendo un elogio de su relativa tolerancia frente a la rigidez de los monoteísmos que vendrán después. Parte decisiva de  la historia de la ciudad es el martirio, En el año 275, de los santos Fructuoso, Augurio y Eulogio, quemados vivos en el Anfiteatro, donde, más tarde, los cristianos erigirían una iglesia en honor de quienes en esa arena pagana fueron sometidos al tormento del fuego.

Quizás, por la novedad de su descubrimiento, hasta cierto punto «reciente», en términos históricos, el circo, que ocupa buena parte de la zona central de la actual ciudad antigua, constituye un vestigio que para los aficionados a Ben-Hur —por más que la película se aparte mucho de la verosimilitud de las auténticas carreras de cuadrigas de la época romana— no deja de ser una gozada tremenda. Recordemos, ya puestos, que los obeliscos que se situaban a ambos extremos del circo para indicar donde debían girar los carros se denominaban «meta», y de ahí nos viene a nosotros la denominación de la llegada de no pocas pruebas deportivas. La visita incluía un sugestivo recorrido por las galerías subterráneas por donde los espectadores accedían a las gradas, un largo pasillo abovedado lleno de pequeñas salas laterales donde se suponía que habría todo tipo de «servicios», desde la bebida y la comida hasta la prostitución y las apuestas.

Mientras que en Pompeya apenas entra en juego la imaginación, dada la perfecta conservación de tantos restos como dejó incólumes la gran erupción volcánica, en esta entretenidísima visita a la Tarraco romana, hemos de recurrir a su auxilio para, mediante la memoria cinematográfica, arqueológica y pictórica, hacernos una idea lo más aproximada posible a la realidad de aquellas construcciones en aquellos lejanos siglos. Del circo salimos directamente al Anfiteatro, muy «castigado» no solo por el paso del tiempo, sino también por la acción destructiva de la ingeniería civil para tender la línea de ferrocarril que no respetó nuestro patrimonio. No se trata de que echen abajo media ciudad antigua para descubrir los restos romanos, desde luego, pero, poco a poco, el guía ya nos indicó que el Ayuntamiento va comprando inmuebles deteriorados para demolerlos y excavar, a fin de «completar» cuanto se pueda del perímetro de un circo por el que ha galopado nuestra imaginación con ardoroso ímpetu.

El Anfiteatro, que ahí estamos ahora, atravesado por los restos de la iglesia que se erigió en medio, exige, si cabe, a pesar de la conservación del perímetro, más imaginación que las otras ruinas. Atravesado de pasarelas para facilitar la visita, se rompe mucho el posible encanto de los vestigios, y la visita bajo un sol de justicia rigurosa a la hora del aperitivo puede calificarse como de leve tortura.

El descanso gastronómico en el Palau del Baró fue, sobre todo, una recompensa para mí, porque los entrantes, carpaccio de bacalao, gambitas a la plancha de Deltebre y mejillones con salsa romesco, del mismo sitio, estaban deliciosos. El arroz, un rossejat al que solo le faltaba algo de su propio nombre, ese socarrimat que a mí tanto me gusta, ganó sabor a fuerza de reposo, de modo que, al servirnos por segunda vez, subió muchos enteros en la cotización gastronómica. El menjar blanc que descubrimos en Tortosa fue un decoroso punto final a la comida. Y, tras una búsqueda infructuosa de nuestro ejemplar de El País, ¡en una ciudad de más de cien mil habitantes!, buscamos refrigerio en una visita, también guiada, a la catedral, el único arzobispo «Primado» de España, junto con el de Toledo, aunque más antiguo que este. Lo primero que se ha de reconocer es la sólida formación de los guías, tanto el de la empresa Itínere como el que nos hizo la visita de la catedral, cuyas explicaciones tenían siempre ese deje escéptico de quienes se acercan a lo religioso como un vestigio histórico, más que como una creencia aún viva en la sociedad, ¡menos mal!, porque tengo para mí que la historia de las catedrales nos interesa más a los escépticos que a los creyentes, y discúlpeseme la leve maldad del comentario.

Volver a Barcelona con idéntico modo de conducción lenta fue un merecido descanso tras una jornada dedicada a esa dura profesión del turismo profesional que tanto te permite conocer teniéndolo tan cerca. De hecho, sigo pensando que aún nos quedan pendientes esas vacaciones en Barcelona mudándonos a un hotel para apuntarnos a todas las visitas que o por desidia o por acidia aún tenemos pendientes: desde las cloacas de la ciudad hasta los refugios antiaéreos, pasando por algunos museos, como el arqueológico, que aguarda «su» visita…

Y a modo de despedida, nos quedamos con el buen sabor de boca de un edificio modernista de Jujol que promete, acaso, el descubrimiento de una Tarragona modernista que ignoramos, aunque algún ejemplo señero vimos, hace milenios, en Reus... 



jueves, 29 de julio de 2021

Viaje al corazón del agua desatada: Parque natural del Monasterio de Piedra.

 

¡Un locus amoenus! de inexcusable visita deleitosa.    

Estaba convencido de que mi Conjunta y yo éramos los únicos españoles que quedábamos por visitar el Monasterio de Piedra y su espectacular Parque Natural, todo ello un lugar de interés monumental de primer orden. A cualesquiera amigos a quienes he preguntado si habían ido me responden lo mismo: allá por el pleistoceno de sus vidas…, porque cuando algo me entusiasma tantísimo, corro raudo a llevar una buena nueva que, para la mayoría es un pasado lejano y, por lo que me ha llegado, algo envuelto en brumas, de tal manera que este recordatorio bien puede servirles a ellos para renovar la visión original que tuvieron con la actual que deberían hacer, porque el espectáculo merece visitas recurrentes, dado el microclima y la belleza perenne del espacio. Teniendo la familia repartida entre Madrid y Barcelona, siempre he echado de menos no parar, de camino, para satisfacer algunos deseos paisajísticos o monumentales. Ello me llevó a proponerle a mi Conjunta, para cuando podamos, un viaje de Madrid a Barcelona parando en cuantos pueblos jalonan la ruta, aunque tardemos diez o quince días en llegar de uno a otro destino.

En este último viaje se ha cumplido uno de esos deseos largamente acariciados, porque «Monasterio de Piedra» siempre ha resonado en mi memoria como una deber sistemáticamente esquivado. ¡Por fin me he quitado la espina! Y confieso, de grado, que hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto de un espacio natural como lo he hecho con este Parque del Monasterio que me ha cautivado totalmente. El agua, los ríos, las cascadas, la vegetación que la rodea, el sonido bravío de las corrientes o de las cataratas, el silencio de los visitantes que atienden más a las fotografías que a dejarse empapar de la compañía de un agua generosa, fresca, cantarina, calma y desatada, pródiga y siempre benefactora, a cuyo lado los cuerpos vibran con la energía y el dinamismo propio del agua que busca su cauce hacia otros ríos o hacia el lejano mar que intuye en su esencia, del mismo modo que en su pureza trasparente se acuerda de su origen nuboso.

El Parque Natural, cuidadísimo, sin que se note, por la rústica urbanización de los senderos, una intervención agresiva de la mano todopoderosa de los diseñadores de jardines, tiene un microclima que convierte el paseo de sobremesa —tras el hambre aliviada en tan buen restaurante como el del hotel que ocupa buena parte del antiguo monasterio desamortizado— en una exquisitez espiritual, más que en un recreo corporal. Caminar por sus senderos, sujetos a continuas bifurcaciones que invitan a desandar las señales establecidas, y a gratamente perderse por las umbrías invitaciones, es dejarse llevar por una sucesión de cascadas y torrenteras que lamiendo las piedras con esa delectación que por ellas sienten las aguas corrientes sorprenden al caminante y lo invitan a leer en el espléndido libro abierto de la Naturaleza mayúscula, la que provoca el pasmo, como la contemplación, desde el interior de la cueva, de la Cola de Caballo que cae durante cincuenta metros con un caudal que, si bien ínfimo en comparación con el de Iguazú, Niágara u otras maravillas del mundo, le basta a un urbanita como yo para abrir la gruta del bostezo de su admiración  rendida, porque la imaginación hace el resto...

Los gestores del Parque han tenido también la delicadeza de colocar junto a cada atracción bautizada («Lago del Espejo»; «El baño de Diana»; «La peña del Diablo»; «Cascada de la Cola de Caballo», etc.) una fotografía antigua de cada una de ellas, de modo que el visitante puede viajar en el tiempo casi al estado del mismo en que lo «descubrió» Juan Federico Muntadas Jornet, quien heredó el Monasterio y lo convirtió en albergue, del mismo modo que «ajardinó» con espíritu romántico el entorno del río Piedra, legando para generaciones venideras un ejemplar único de turismo ecológico que hemos de agradecerle profundamente. Atento al tradicional espíritu emprendedor catalán, Muntadas fue el primero en establecer una piscifactoría, adelantándose mucho a su tiempo. El hombre fue, además de poeta, autor dramático y novelista. Lo que está claro es que su capacidad visionaria para convertir el entorno del río Piedra en una atracción para los visitantes le ha granjeado nuestra estimación eterna, porque una visita a «su» parque es una de las mejores visitas turísticas que cualquiera se puede plantear, sobre todo cuando arrecia el calor. Imagino que instalarse en el hotel y pasear libremente por el Parque, invitaría a dejarse acompañar por la lectura como alto reparador en esos paseos, pero cuando se visita por primera vez, desviar la vista del espectáculo de la Naturaleza mayúscula a las minúsculas de cualquier texto, por laureado que sea, es poco menos que un insulto a la belleza. No descarto una visita en que pueda conciliar ambas visiones, desde luego; pero tiene primacía, de momento, esa otra visita, siempre postergada, a la hospedería del Monasterio de Veruela, siguiendo los pasos de Gustavo Adolfo.

Es obvio que cualquier rincón de ese espacio privilegiado invita a llevárselo fotografiado, para guardar memoria viva de todos ellos; pero nada comparable a la impresión indeleble que dejan en la memoria y en el corazón la morosa contemplación de las infinitas formas caprichosas que dibuja la naturaleza, con efectos tan destacados como el de esas rocas cubiertas de musgo acamado por el viento creado por la impetuosa caída del agua… Caprichosos son los caminos del agua, y ánima de escultor hay en su impetuosidad dichosa, por eso no hay dos cascadas iguales ni el agua discurre de la misma manera por cada uno de los manantiales que forma el río. Las rocas por las que se despeña el agua imprimen geometrías muy distintas a esas caídas, y de ahí la sensación de novedad permanente en cada nuevo rincón que descubrimos.

La visita del claustro del Monasterio y de la iglesia aneja en ruinas tiene, por supuesto, su propio interés cultural, aunque no pueda competir con la belleza de la Naturaleza casi propiamente en estado salvaje. Con todo, parece un destino escrito el de que fundaran el monasterio monjes de Poblet y de que, una vez desamortizado por Mendizábal, fuera a parar a manos de la familia Muntadas, catalana, a cuyo hijo, Juan Federico, debemos la «creación» de un espacio natural que exige una inaplazable visita —aunque nosotros nos hayamos demorado nuestros buenos treinta años o más en hacerla— y aun revisitas frecuentes.

Lo mejor de la visita al Monasterio de Piedra es el asombroso placer que depara algo tan simple como el contacto con la naturaleza sorprendente de un río, el Piedra, capaz de haber autoesculpido el poema apasionado de sí mismo.









miércoles, 7 de julio de 2021

Un capítulo magistral de «Vida privada», de Josep Maria de Sagarra.

La iniciación sexual prostibularia de un cachorro aristocrático barcelonés de los años treinta… 

Me complace, en esta suerte de crestomatía de lo mejorcito que voy leyendo, ofrecer a los lectores curiosos un texto exquisito de  lo que fue una obra maldita, Vida privada,  de Josep Maria de Sagarra,  Premio Crexell en 1932, y que la censura franquista y las clases benestants barcelonesas impidieron que se reeditase hasta 1966, una anomalía cultural de primera magnitud.  Quizás sea este, a mi parecer, el mejor capítulo —aunque la obra está divida en dos partes, no en capítulos— de una novela densa y escrita con un estilo que parangona en justicia el de Josep Pla. Si toda la novela es una denuncia clara de la hipocresía de la aristocracia catalana venida a menos y de la ida al más de los servilismos históricos, este capítulo —cuya estructura redonda permite aislarlo, porque inicia la presentación de un personaje nuevo en el desarrollo de la trama—  que aborda la primacía del deseo sexual sobre cualesquiera otras inclinaciones humanas, es tan actual que bien pudiera decirse que continúa siendo aplicable a nuestro presente.

Estoy seguro de que los lectores que no dominen el catalán pueden leerlo con total facilidad, con la ayuda de cualquier diccionario bilingüe que les satisfaga las muy escasas dudas léxicas que se les puedan plantear. En tiempos proclives a la hermética prosa del noucentisme, el catalán de Sagarra es como un trago de agua clara y fresca que nos resarce de aquellos enrevesados delirios de apartarse cuanto se pudiera de la más mínima semejanza con el castellano. Si no se atreven a esta inmersión estéticamente refrescante, siempre pueden consultar la traducción que José Agustín Goytisolo y Manuel Vázquez Montalbán hicieron para la editorial Anagrama. Mi amigo Paco Marín me confesaba el poco entusiasmo que le suscitó la lectura traducida de la obra, y estoy convencido de que, de haberla leído en el brillante catalán original de la misma, quizás hubiera sido otra su percepción. En todo caso, entremos en el texto de Sagarra, que a eso hemos venido aquí…

Los propietarios de los derechos sobre la novela bien podrían acusarme de abusar del "derecho de cita", por supuesto, pero quiero creer que se entiende que mi único propósito al ofrecer aquest tast exquisit de la novela es buscarle los muchísimos lectores que merece.

 

 

«Al carrer de Barberà acabaven de matar un home. Ell havia vist dos policies com el duien al dispensari; al mig de les pedres, la sang calenta i trepitjada havia passat de les vàlvules d’un cor a les soles de les sabates i de les espardenyes anònimes. La profanació de la sang humana és una cosa que no castiguen els codis del països moderns. Aquell dia al carrer de Barberà hi havia bastant sang profanable, i és que els criminals usen de vegades unes bales massa impúdiques. La gent, a la porta del dispensari, feia aquella cara vulgar, esgrogueïda i encofirnada que fa el públic de Barcelona quan assassinen un home al mig del carrer.

Ell havia sentit els trets mentre baixava l’escala, quan els graons usats i envilits tenien com una elasticitat de cautxú a les plantes dels seus peus. Els trets en aquell moment li semblaven una cosa impossible; ni va sospitar que ho fossin, i seguí baixant l’escala, i en ésser al marc de l’entrada, es va trobar amb la visió d’un home mort, a cavall de dos policies, i les corredisses, els escarafalls i l’amuntegament del públic.

En una altra ocasió, aquell espectacle gratuït se li hauria clavat a la carn com una mossegada inconscient, sense ganes de ferir-lo ni de perjudicar-lo. Però en la situació que ell es trobava, li feia l’efecte que el crim era premeditat, perquè precisament en sortir d’aquella entrada ell es trobés amb els ulls del mort i amb els pòmuls ocres dels policies.

Tenia divuit anys i acabava d’abandonar un prostíbul: per primera vegada havia anat amb una dona.

De l’espectacle del carrer ja en tenia prou; el que havia vist era com una taca d’aquests àcids que no s’esborra fàcilment. A cinquanta metres del dispensari, es reconstruïa la mòbil indiferència dels rostres, de les sabates, de les gorres i les camises. Camí de la Rambla, les parets i les botigues s’anaven tornant grises i reservades com un que s’arregla les mànigues i els punys després d’una baralla. A la boca del carrer de la Unió, les tauletes de l’Orxateria Valenciana suaven el sucre, les suflés y la modèstia de quatre generacions. Eren les set de la tarda i feia una calor sobtada de mes de juny, amb envelat de boires.

A la Rambla, el que a ell li semblava més humà i més comprensiu eren els clavells rebentant a les parades de les floristes, i les boles dels ventre dels pardals enforquillades a les branquetes dels arbres.

Almenys aquests éssers no li escopien a la galta l’agressiu egoisme dels ulls que passaven. Ulls a milers. La Rambla anava plena. Amb aquella inconsciència, aquella manca de compassió i aquell escoltar només les veus pròpies que dona el caminar per la Rambla a qualsevol hora del dia. La gent no tenia cap culpa si se’l mirava com un de tants, sense preocupar-se no poc ni molt de qui era ni del que li acabava de succeir.

Va seure a la terrassa d’un cafè i va demanar una cervesa; a la butxaca li quedaven vuitanta cèntims: just per a la cervesa i la propina.

En la vida dels homes hi ha un moment que s’acostuma a mantenir amagat entre boires de por i de vergonya i que, si se’n fa baladreig, és un baladreig entre companys, insincer, infantil i pintat de grolleria. Passen els anys i l’home distret, inconscient o carregat de suficiència, procura situar el moment al que fem al·lusió en les zones de la infelicitat, allí on els actes perden gust i color i s’accepten com a fades eventualitats de la nostra existència. NO se sap de cap il·lustre acadèmic, de cap solemne professor ni de cap conferenciant de modo que hagi escollit aquest moment com a tema d’una dissertació davant d’un públic selecte. I, a desgrat d’això, aquest moment inconfessable té tanta purulència, tanta malenconia condensada o tanta joia nua, que sèrie difícil, posats a ésser sincers —si és que els homes poden ésser sincers—, que en trobéssim un altre que l’igualés en intensitat. És el moment en el qual un xicot verge venç la por que sigui i es lliura a totes les conseqüències d’un prostíbul.

És inútil que les camises més fortes, les converses més metafísiques, que el negre entusiasme soviètic i els himnes més esqueixats d’ultratomba intenten apartar-nos de la mil·lenària vibració del sexe. És inútil que un bon to intel·lectual o eclesiàstic, en referir-se a la qüestió sexual, evoquin les imatges de la pantera, del porc, de la serp o del gripau. La carn nua de Siegfried saltarà sempre per damunt de les flames quan es tracta de caçar la pell de Brunilda adormida. I això sempre serà l’eix al voltant del qual rodarà l’home de tots els climes, la feble canya que pensa, que deia aquell asceta sublim dels budells arruïnats, foll per les idees abstractes.

La vida sexual, segons les persones, pot ésser d’un gris limfàtic o d’una musculatura tensa policolor, al·lucinant; però sempre, fins en els més imaginatius i els més hàbils, quan s’arriba a la plenitud i a la maduresa, la vida sexual té un aire de costum i de rutina. La grandesa poètica d’aquesta vida sexual, allí on manté tot l’imprevist i tot l’interès dramàtic, és en el moment de la iniciació i de la descoberta.

Els poetes, els predicadors i els sapastres de cabell esclarissat parlen de l’adolescència com de l’or del nostres camí pel món, com de l’edat envejable amb tot el suc per definit i encarrilar, com si fos el vestit més ple de flors i d’esperances que hem aguantat damunt els ossos. Allí on no hi ha experiència, ni sentit de responsabilitat, ni pèrdues econòmiques i calculades i madures incisions de ganivet, no pot haver-hi dolor. Això és acceptat per la literatura acadèmica i pels pares de família; l’imberbis juvenis que definia Horaci encara és la definició vigent quan s’ha de apreciar el trist estudiant universitari, el trist afeccionat de rugby, el trist enflairador de prostíbuls, el tris hipòcrita de tot davant de les preguntes paternes, que només té disset anys i una confusió vermella i negra en forma de monstre que no pot desplaçar-se de la zona del pubis, de la zona del cor o de la zona del cervell.

L’adolescent riu i salta i balla, però ningú no vol veure la tristesa sexual de l’adolescent; ell mateix se’n dóna vergonya, i no la confessarà a ningú; i quan hagin passat els anys afirmarà que aquella tristesa sexual és una mentida.

En les hores solitàries de l’adolescent les descobertes vénen (sic) de mica en mica; la innocència i la limitació nostra —més pedants en aquella edat que en cap altra— volen cargolar els bigotis de la malícia, volen fer feure que no s’espanten de res, i el cor va palpitant com la fulla d’un trèmol. Les lectures tenen l’eficàcia mòrbida de les masturbacions; els somnis són mes plens d’alcohol aleshores que en cap altre moment de la vida i els únics somnis brutalment poètics són els de l’adolescència. Somnis que es vengen directament de la covardia de la carn inexplorada, amb el gel a l’esquena i el fàstic de les pol·lucions nocturnes; pol·lucions sense entusiasme, sense alegria, moltes vegades com un càstig. Nec polluantur corpora, diu un agre himne litúrgic, que resen els sacerdots catòlics quan s’acosta la primavera.

Les piscines, els esports, els besos materns i les quatre punxes negres dels que administren els exercicis espirituals no són un contrapès prou fort per combatre l’erecció salvatge. Vénen (sic) els companys desaprensius, perquè entre els adolescents també n’hi ha de purament gàstrics que es mengen les preocupacions com si fossin un cove de cireres, i els companys desaprensius riuen amb el seu impudor de la por dels preocupats, de llur covardia o de llur castedat voluntària. Moltes vegades el remordiment acompanya el deliri de la imaginació, i els dies passen sense que es decideixi res. La copa modelada en el pit tremolós d’Helena és la copa que serveix per a totes les begudes; aquell inexistent cristall perfecte és el que topa a tot arreu amb les dents de l’adolescència. El tòtem fàl·lic de les tribus més remotes és el mateix tòtem dels col·legis i de les universitats actuals. A l’adolescent li han volgut fer creure en l’existència del pecat; li presenten el cas concretament, amb les horribles conseqüències materials. Certes pedagogies empren imatges convincents: no s’estan de projectar al viu les catàstrofes de les malalties secretes, amb les secrecions més repugnants, les deformacions i els dolors més intolerables. Però no hi fa res; ve un moment que passa la vergonya o la covardia; la temptació es massa cruel, i la pell nua de Siegfried saltarà per damunt de totes les flames.

Per arribar a aquest moment, l’adolescència ha begut el fel de la tristesa i de la confusió. Per aquest moment no la prepara ningú amb vels solemnes, ni amb corones de roses, ni amb incens (sic) màgic. Hi arribarà d’amagat, a l’igual que si fes un crim, afectant la indiferència, però amb les vísceres com batalls de campana. L’adolescent no podrà triar cap figura sublim, cap decoració de Venusberg; s’ajupirà potser a les peles de taronja del carrer mes vil i al tuf d’amoníac d’una cantonada; no tindrà més remei que perforar l’ombra de l’escaleta que estigui al nivell de la reduïda suma de plata que ell porta als dits. És tristíssim, però és així mateix; la revelació de la vulva d’Helena arriba per aquests camins. Tot ho sabem; de tal vulgar que és, i per fer veure que no hi donem cap importància, procurem confeccionar un nus de corbata ben correcte i escrivim uns versos que fan plorar les senyores més gelatinoses.

L’adolescent que perfora l’ombra per primera vegada de la vida se’n pot riure dels nostres versos i de les nostres corbates; ell accepta com una gràcia celestial el somriure d’una dona que es guanya la vida amb l’ofici més canalla que existeix. Aquella dona és la guardadora del tresor, és la que el fa passar a la saleta del prostíbul i la que li presenta les tres deesses. L’una amb combinació verda, l’altra amb combinació groga i l’altra amb combinació vermella. Aleshores, en un dels cinquanta mil prostíbuls infectes del mon, es repeteix el judici de Paris. La poma que duu aquest Paris torturat per oferir a la més bella de les tres és tot el misteri de la seva adolescència, tot el seu desig comprimit vergonyosament. Paris tria d’una manera ràpida i febrosa, amb unes ulleres entelades de sang, i una hora de fisiologia mercantil, en la qual ella hi posa una ànima tan indiferent com la vianda a la brasa que serveix per apagar la fam del pelegrí apassionat, ell, l’adolescent, d’una manera inexperta i càndida, escolta per primer cop la fatal simfonia del sexe, que l’arquet del diable toco grollerament damunt les cordes tibants dels nostres nervis.

Quan passin els anys, l’adolescent podrà exigir, podrà ésser cruel i idiota amb elles i amb ell mateix; però la temperatura de la primera vegada no li permet res d’això. El ventre de la més ínfima de les prostitutes pot ésser construït en aquella ocasió pels més tendres pètals de les més tendres roses, com el ventre de Cloe sota la inexperta envestida de Dafnis.

I pot ser —perquè aquestes paradoxes inútils són tota la teranyina de la qual estem penjats— que la darrera de les prostitutes, davant del Dafnis inhàbil de totes les èpoques, de la manera més mecànica i més rupestre, segregui un fons de pietat humana i una assiduïtat aparentment canalla, però que té una barreja de servil i de maternal, una combinació d’àngel i de bèstia, dintre de la qual l’adolescent enfebrat s’hi senti tan a prop de les estrelles, que mai de la vida cap amor ni cap pell de dona no li podran oferir una escala més alta. Quan passi el temps, l’adolescent, fet home, no hi voldrà saber res; oblidarà la seva Cloe anònima de les pessetes que siguin —molt poques, naturalment—, la seva primera Cloe. Suposarà com la infàmia més vil valorar la intensitat de la primera aventura sobre la intensitat i la pompa de posteriors amors molt més literaris. I és possible que el que ell tingui per una infàmia sigui la veritat, aquella que els homes no volen confessar mai, perquè l’orgull no admet les paradoxes inútils.

El xicot que havia sentit dos trets que assassinaven un home en el carrer de Barberà, i que després destinava tot el seu capital al topazi escumejant d’una trista cervesa acabava de viure aquest moment tèrbol i poètic de la nostra existència. Com Paris, havia triat entre les tres deesses una italiana de cint-i-cinc anys, sòrdida, d’aquelles que tenen els pulmons dintre una cisterna i només respiren vegetacions claveguerils (sic), però que els contactes efímers i constants no li havien pogut esclafar un pit de sirena, ni li havien cremat als ulls dues violetes humides delicadament hospitalàries.

Ell tenia divuit anys i li va fer vergonya confessar la veritat, però ella la va comprendre perfectament. Si la xicota no hagués tingut pressa li hauria fet els honors, però en aquella casa del carrer de Barberà hi havia feina i gent que s’esperava. La prostituta es limità a deixar lliure l’embadaliment del xicot, sense gens de protesta, i a untar els llavis d’aquella tendresa freda i servil que tenen els morros dels rumiants (sic).

El fet de tenir una dona nua per a ell tot sol, en una cambra closa, sense testimonis, sense censors, sense estar-se de res, el feia tornar boig. Els dos anys d’indecisió i, més que altra cosa, de por a una malaltia repugnant, grinyolaven caninament damunt d’un coixí de carn castigada que tenia la forma d’una dona. La criatura egoista anava darrere de la venjança contra els escrúpols, darrere de la revelació del goig. No veia res, només escoltava les sensacions, constatava la secreta harmonia nerviosa que va naixent en un ritme cafre, fins arribar als violins desesperats de l’espasme que moren en un acord lent i desinfladíssim (sic). La biologia explica amb tota la fredor aquestes coses, que el pudor més elemental procura callar; però ell, ambles ungles clavades a la carn d’Helena i amb els ulls abocats al pou de la seva mirada, en aquell crescendo que per primer cop a la vida li anava rebotent els pulmons contra la paret de les costelles, esborronar de la sensació inesperada, no lo li feia vergonya res, i desitjava fer un crit llarg, que el sentís tothom, el seu crit d’alegria de mascle de divuit anys, que té una dona per a ell tot sol, encara que sigui una dona de les que a les nits s’enganxen al gec esfilagarsat d’un bastaix, encara que sigui només que per una hora, encara que sigui en un prostíbul, no hi feia res; aquestes coses no comptaven per aigualir el seu crit; el llençol més infame, la pell més marcada d’esclavitud poden reproduït tots els mites.

I ell, després del desig de cridar, després de la gran descoberta, s’anà cordant la camisa, amb els dits tremolosos, volent contestar les paraules acanallades d’ella amb altres paraules acanallades d’home fet, de personatge que ja en torna; però el cor, encara ple de vi del seu entusiasme, li anava esguerrant les paraules amb síl·labes de criatura, inexpertes i lluminoses.

A l’escala va sentir els trets, i va veure aquell home mort que duien dos policies, en el precís moment que ell, generosus puer, es pensava que acabava de prendre possessió de la vida. Després, escurat de butxaca, amb els llavis emblanquits de la bromera de la cervesa, el seu cervell infantil superposava imatges contradictòries: unes mitges de gasa, el xarol de la gorra d’un policia, la sang de les pedres del carrer, un raspall de les dents colorit amb dentífric de color de sang, la inexpressió sabonosa de l’aigua del bidet, l’americana bruta de l’home penjant dels braços dels dos guàrdies, el sexe d’ella i la boca del mort, i tot això projectat damunt de la mòbil cortina de la Rambla, damunt d’aquell fons de rostres mecànics, de galtes de cautxú, d’ulls amb destí nebulós, damunt de la vida anònima, vulgar i inexplicable.

L’amor i la mort de costat com en el preludi de Tristan; un amor baratíssim, vergonyós; un criminal ínfim assassinat per un altre criminal; tot dintre un barri de purulència, i dintre el seu cor de divuit anys, protegit er una americana tenyida de negre, una americana aprofitada, perquè ell duia dol del seu avi. Feia sis mesos que el va veure estirat amb un uniforme descosit pel darrere i amb unes solapes arnades de serí vermell. El seu avi! Un ésser d’un clima molt llunyà. El seu avi, mort, era una figura de cera, un ninot repulsiu; no va impressionar-lo gens; però aquell mort del carrer de Barberà sí, era autèntic, tenia els ulls oberts i el cabell ple de sang.

Va pagar la cervesa. En un pis del carrer de Pelai l’esperava un company seu, amb l’Anàlisi Matemàtica, perquè aquella criatura de divuit anys estudiava a l’escola d’Arquitectura, era comunista i es deia Ferran de Lloberola.»