jueves, 12 de abril de 2018

Dos días de distancia y sosiego: Valencia como salida...


Las comparaciones son odiosas; viajar a Valencia, escapando del odio secesionista, un oasis incomparable...

Uno viaja poco y cuando puede hacerlo escoge destinos que, por su cercanía al lugar de residencia, Barcelona, no parecen, a priori, tener muchos alicientes para los "verdaderos" viajeros, esos que necesitan leguas al cuadrado para sentir la experiencia del viaje. Reconozco que para quienes viajamos como Xavier de Maistre por nuestra celda/habitación día tras día, un discreto viaje a Valencia es una aventura tan exótica -en su planteamiento- como para otros un viaje a Papúa Nueva Guinea. Un viaje familiar, además, tiene algunos alicientes que reformulan el concepto de "aventura", porque concertar los intereses de tres personas distintas y un solo presupuesto verdadero para dos días y medio de actividades, no es tarea fácil, que conste. El objetivo era Valencia, cercana y compleja, distinta y muy próxima, una Comunidad en la que hemos pasado muchos veranos familiares junto al Peñón de Ifach, con gloriosas ascensiones al mismo con las criaturas en los hombros..., y en la que están los orígenes paternos de mi Conjunta. Cuando han pasado más de 30 años sin visitar de nuevo una ciudad, nada puede estar más claro que esa ciudad va a ser tan distinta que, salvo los "monumento imperecederos", todo lo demás te parecerá "nou de trinca". La urbanización de las orillas del Turia es el caso paradigmático, con el gran complejo futurista que alberga muy cerca ya de la desembocadura y que atrae a los turistas tanto o más que el Modernismo arquitectónico barcelonés. Ni siquiera se nos había pasado por la imaginación que Valencia fuera capaz de atraer un turismo masivo, al estilo del de Barcelona, de ahí nuestra sorpresa cuando nos vimos inmersos en la  marabunta de visitantes que lo ocupábamos todo, a todas horas y con una tenacidad visitante a prueba de bombas. Comparar ciudades es absurdo. Cada una tiene su personalidad, y a veces la de no tener ninguna, que ya sucede. Instalarse en la capital valenciana en un hotel cómodo y funcional, bien comunicado por el metro, permite al turista saber de inmediato que está en "otro" lugar muy distinto del "agitado" por los demonios nacionalistas con tendencia golpista. En Valencia -tópica ciudad de las flores...- se disfrutan todos los colores, frente al amarillo canario con que se han empeñado en vestir Cataluña los supremacistas, para mortificación de quienes asociamos dicho color con lo que se asocia tradicionalmente: los celos, la traición y los esquiroles, en el lado de los sentidos negativos, claro.
Desde la estación y la plaza de toros, hasta la maravilla de su incomparable Mercado Central de Abastos o la Lonja de la seda, pasear por la ciudad de Valencia, a pesar de la masificación turística, tiene un punto de relajación que se ha vuelto casi imposible en Barcelona, una ciudad no sé si ya definitivamente crispada, por mor de la intolerancia supremacista de los xenófobos nacionalistas aldeanos.
Sufrimos durante los dos días un viento con aire justiciero que, por las noches, en un decimocuarto piso, envolvía la habitación, pegándose a los cristales de la fachada, a medio camino entre el sudario y el cobertor de sofá. Alejarse de ciertos conflictos aunque sea durante breve tiempo, como en este viaje, permite oxigenarse, liberarse de la sutil presión ambiente que intenta hegemonizar la vida ciudadana a todos los niveles, políticos, sociales, deportivos, lúdicos, artísticos... Nada quieren que se escape del chapapote amarillo/amarillista que pretende, en vano, ¡por suerte!, inundarlo todo y se queda, ¡y cómo no!, a medias, e incluso diría yo, a ojo de buen cubero, que a una cuarta parte... Pasear por Valencia, por lo tanto, ha sido un placer, una recompensa, un premio extraordinario en la lotería del sosiego anímico y en la del placer estético. Nos hubiera vustado coger el tranvia para ir a la Malvarrosa, pero una inoportuna huelga nos privó del placer literario, pero no de disfrutar, gracias al autobús, de las playas a las que abría las ventanas de su palacete Blasco Ibáñez cuando en él se alojaba. Decimos que Barcelona ha recuperado la playa. En Valencia, puede decirse que la playa ha conquistado una ciudad... Como siempre, un creador pega la oreja a las conversaciones para coger el pulso de la calle. Y en esa encuesta de urgencia, y en unos espacios poco propensos, todo se ha de decir, advierte, no sin sorpresa, el restringidísimo uso del valenciano en la vida cotidiana, algo que ya recuerda de los veranos en Calpe. En cualquier caso, lo que se nota, a pesar de las posibles luchas políticas que pueda haber de fondo, que haylas, una distensión ciudadana que no se ve alterada por los ramalazos de intolerancia con que en Barcelona sufrimos el delirio del prusés en pos de la quimera. Nos hemos sentido, los tres viajeros, cada uno de forma diferente, muy libres y relajados en nuestra efímera estancia. España es un país en el que se come bien en cualquier parte, y en la playa de la Malvarrosa hubiera sido un delito de lesa majestad no hacerlo. Aunque costó, por la fiesta y por la hora, encontrar un sitio sin reserva previa, lo logramos y triunfamos, gastronómicamente, aunque con un clásico modesto: el arroz negro y fritura de calamares, de unos calamares que se deshacían en la boca de puro tiernos. A mi Conjunta y a mí nos supo mal no tener tiempo para ir al IVAM, porque somos amigos de los cementerios, como diría Ramón Gómez de la Serna, y también hubiéramos añadido con gusto algún espectáculo de ópera en la Ciudad de las Artes, pero entendimos que eso requiere ulteriores visitas aún más rápidas y concretas. Visitamos, sí, la Catedral, y mereció la pena, siquiera fuera por contemplar la escultura del mal ladrón, ese del que todo el mundo ignora su nombre de pila, frente al recordado Dimas del buen ladrón: Gestas, se llamaba el orgulloso desgraciado. Como buenos turistas -siempre despierto a quien conmigo vaya diciendo que el turismo es un trabajo duro y que, donde quiera que estemos, hemos ido a trabajar...- no pudimos dejar de tomarnos la sacrosanta horchata en la horchatería a la que contemplan casi tres siglos de existencia, aunque de poco fue, porque el buen tiempo fresco amenazaba con impedírselo a mi Conjunta -un delicado sistema térmico complejísimo...-, aunque yo -un basto aguantar carros y carretas térmicas- me la hubiera tomado. Viajar sin lujo pero con comodidad es una recompensa que nos merecemos todos.  Los amantes de la lectura, además, lo agradecemos.  Aparcado Galdós durante esos días, en los tiempos muertos de las esperas solía avanzar en el segundo volumen de Antonio de Torquemada: Jardín de flores curiosas, que contrastaba, con sus ficciones geográficas, con la verdad de tomo y lomo de una ciudad llena de Historia por todos sus rincones.  Tuvimos a suerte de ser jornada de puertas abiertas del Palau de la Generalitat y pudimos ver una espectacular y poderosa escultura/chimenea de Benlliure sobre el Infierno de la Divina Comedia que he colgado al final de esta evocación. El hecho de que la avenida por la que circunvalamos la ciudad para llegar al hotel -gracias al exacto gps de nuestra hija- se llamara De los Hermanos Machado nos trajo inmediatamente a la memoria el paso del poeta republicano por la ciudad, y a mi Conjunta y a mí no nos pareció mal que ambos hermanos estuvieran unidos en el homenaje, como ellos lo estuvieron emocionalmente en vida, aunque no políticamente, pero esta distancia jamás menguó aquella cercanía íntima. Valencia está comenzando a comerle el terreno a nuestra hermosa ciudad Condal, y, poco a poco, la amabilidad de la ciudad levantina se va convirtiendo en un destino turístico que permite esquivar el desagradable brote nacionalista de unos jóvenes agitadores que amenazan con hacer imposible la vida tranquila en la ciudad, y que tienen al turista como enemigo, y a quienes no son de su secta como potenciales objetivos de sus represalias. Poco a poco vamos volviendo  a donde parece que las autoridades de nuestro Ayuntamiento se sienten cómodas: las barricadas y la agitación pseudorevolucionaria. Esperemos que no acaben trayéndonos el pistolerismo de los años 30 del pasado siglo... Son muchas, pues, las razones que nos han permitido disfrutar durante dos días de la vida de una ciudad hermosa, limpia, dinámica y sosegada: un más que posible destino en caso de que la demagogia populista del nacionalismo ultraconservador catalanista nos empujara a abandonar nuestra ciudad, desde luego. La conclusión es que no tardaremos otros 30 años en volver, seguro. Sé que nunca iría en Fallas, eso sí, pero, fuera de ellas, me imagino que cualquier época del año es buena para dejarse caer y callejear y leer y empaparse de un ritmo de vida humano, muy humano, y cordial, muy cordial. Y, finalmente, para un par de filólogos enamorados del cantar de Mio Cid, Valencia es parte de ese recorrido que  incluyó nuestra visita, en su tiempo, a Santa Gadea o al monasterio de Cardeña.