domingo, 11 de febrero de 2024

Banquetes de jubilación.

 


El temido género de las despedidas públicas.


Hay dos subgéneros de la oratoria, las despedidas a los difuntos o epicedios y las despedidas por jubilación, que retan al ingenio y al corazón a partes iguales, según el grado de relación o parentesco que se tenga con los homenajeados. Las primeras, sobre todo, exigen una fortaleza y una presencia de ánimo que no requieren las segundas, más festivas y de relativo menor compromiso. Una es el adiós definitivo; la otra, un hasta luego y que te vaya bonito. A lo largo de la vida solemos vernos en el compromiso, quienes somos aficionados a la escritura, de dar un paso adelante y tratar de estar a la altura de las circunstancias. En los momentos dolorosos cuesta mucho más, pero, según y cómo, en los momentos festivos la exigencia se multiplica. Al fallecido no le llegan nuestras palabras emocionadas; el homenajeado las bebe sorbo a sorbo con una conciencia crítica que nos interpela hasta la raíz del ingenio. 

Teníamos en mi último Instituto un «profesor», residuo de aquel cuerpo de profesores educados en la Academia Nacional de Mandos José Antonio, a los que, con la llegada de la democracia, habían decretado «cuerpo a extinguir». Licenciado en Derecho y amante del cine, se pasaba los días en la garita de la conserjería y, como toda tarea, se encargaba de vigilar a los expulsados y, por la tarde, a los castigados. La envidia de los demás, con 20 horas sobre las dos «cuerdas» vocales cada día, estaba más que justificada, pero, en ningún caso, la inquina hecha cuestión personal y el menosprecio humano que sufría por parte de casi todos. Como en mi modesta bonhomía son principios sacratísimos la cordialidad y la cortesía, siempre, desde que nos conocimos, nos llevamos bien. Él era un gigante de casi dos metros y voz de bajo profundo; yo, una tachuela vivaracha de voz aflautada. Llegó el día, sin embargo, en que nuestro inquilino de la garita decidió jubilarse y la Junta Directiva no encontraba a nadie que le escribiera la despedida en nombre de sus casi compañeros, porque las distancias de todos con él se medían en metros de espesor de nieve, aunque su política de oídos aireados y bien comunicados, por uno le entraba y por el otro le salía, cualquier malicia que le llegara, le permitían hacer su vida tranquila y cobrar tan ricamente a final de mes; como no encontraban a nadie, se dirigieron a mí para hacerle los «honores». Llegó el momento, en el banquete de las jubilaciones y quedó para el final un adiós que, dada su afición, compartida conmigo, me pareció «de justicia», aunque, una vez leído, ¡qué mal les sentó a algunos colegas tan paleoizquierdistas como sin escrúpulos! Helo aquí, que viene saltando por las montañas de los archivos olvidados…:

               F***, te felicitamos de corazón por la singular singladura 2012, una odisea del tiempo que te llevará quién sabe si a los agrestes hielos de Los dientes del Diablo, a las impetuosas aguas africanas de La reina de África o a las bulliciosas calles del Nueva York donde quizás Travis Bickle (Are you talking to me? Are you really talking to me?) te podría enseñar lo que esconde el glamour de La ciudad que nunca duerme, por donde se pasea el Cowboy de medianoche, pero también Ellos y Ellas (a pesar de que Brando desafine más que yo). Estoy convencido de que te gustaría hacer el viaje en La diligencia, por polvoriento que fuera el camino, dada la excelente compañía del reparto, pero también estoy seguro de que te gustaría llegar como quien tú eres, El hombre tranquilo que jamás se ha sentido, frente a los alumnos, Solo ante el peligro ni ha perdido con ellos Los mejores años de nuestra vida. Encargado de docilitar a los Rebeldes sin causa, siempre me ha parecido que tu presencia le daba un cierto aire inglés a nuestra septuagenaria institución, e incluso, con la reciente adquisición R*** del universo Nespresso, me ha parecido, a veces, que destilaba la conserjería, un delicado aroma a Té y simpatía. Desde la conserjería, donde tenías El nido de las águilas, has visto una y otra vez, en los tempranos anocheceres invernales, La jungla de asfalto en su más peculiar manifestación, incluso con el blanco y negro lleno de sombras compactas y sorprendentes, y descarnados destellos luminosos. En ese reducido espacio, junto al señor Á*** me parecisteis siempre Dos hombres y un destino: velar por la integridad de nuestra venerable y achacosa institución. Hasta es posible que desde esa especie de Puente sobre el río Kwai que acabas de volar en mil pedazos liberadores, hayas sentido un Vértigo desasosegante al contemplar, desde La ventana indiscreta que da al parque, el ataque de Los pájaros contra las cotorras en esa lucha descarnada que tienen por el escaso pan que les dejan y que resolvería con total autoridad, como lo hace en los aeródromos, El halcón maltés o el granadino halcón peregrino... Lo que te deseamos quienes te despedimos hoy de tu vida laboral, ¡ese Oscuro objeto del deseo! para muchos de nosotros…, es que no te veas jamás Atrapado en el tiempo de un solo día, por mucho que se aprenda en él, sino que pases Una noche en la Ópera, que pruebes La sopa de ganso, que nunca te comas Las uvas de la ira, sino las indigestas de muchos Años Nuevos, que sientas la emoción de vivir Con la muerte en los talones, que Adivines quién te viene a cenar, que hagas Los viajes de Sullivan y que des La vuelta al mundo en ochenta días… Los que nos quedamos te deseamos que nos recuerdes no como Lo que el viento se llevó, sino como quienes te hemos conocido como el imperturbable Atticus de Matar a un ruiseñor, un señor del derecho y el adorable Fronkostin de El espíritu de la Colmena, alguien que, saliendo de aquí, sabrá, más aún que estando dentro, ¡Qué bello es vivir!

 

 

viernes, 9 de febrero de 2024

Murakami, corredor de fondo.



Vidas muy relativamente paralelas o coincidencias de largo aliento...

 

          Confieso que aún no he leído ningún texto literario de Murakami, pero acabo de leer un librito suyo sobre una materia que domino desde hace años: la carrera de fondo y la competición de maratón. Sí he visto adaptaciones cinematográficas de sus obras: Burning, de Lee Chang-Dong; Drive my car, de Ryûsuke Hamaguchi y Tokio Blues, de Trn Anh Hùng. El librito me lo regalaron mis sobrinos Alberto y Ruth, pero hasta ahora no había encontrado el hueco para leerlo, en parte porque, por exceso de intuición que me pierde, «sabía» que no me iba a decir nada nuevo, como así ha sido, en efecto. Con todo, me lo he pasado bien y por eso quiero recomendarlo tanto a corredores como a escritores y, sobre todo, a quienes reúnan ambas condiciones. Escribir y correr son, siempre lo he tenido claro, carreras de larga distancia, sobre todo lo segundo. Ser ha de tener una excelente forma física para sobrevivir a ambos retos. Murakami, en su librito de encargo, escrito un poco a salto de mata, hace honor a ambos, porque sabe que, como dice el viejo dicho: Pain in inevitable. Suffering is optional.

 «Correr te forja», nos viene a decir Murakami —razones para seguir corriendo no hay más que unas pocas, pero si es para dejarlo, hay para llenar un tráiler—, e incluso llega mucho más allá, porque como inevitablemente mezcla su vida literaria con su vida corredora, nos dice que en mi caso, la mayoría de lo que sé sobre la escritura lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana. De un modo natural, física y práctico. Y su manera de entender ambas dedicaciones es idéntica porque, como ha afirmado desde el comienzo: En la profesión de novelista (al menos para mí) no hay victorias ni derrotas. Paralelamente, sabe que en la práctica deportiva, a pesar de que él se considere un corredor «corriente y moliente», incluso mediocre, del montón, lo importante es ir superándose, aunque solo sea un poco, con respecto al día anterior. Porque si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ese no es otro que el tú de ayer.

          Murakami empezó a correr a los 33 —yo empecé a los cuarenta y dos para que coincidiera mi edad con la distancia que había de recorrer— y llegó a su apogeo a los cuarenta y cinco —yo llegué a los cincuenta y uno, cuando, a mucha distancia de Murakami, acabé el maratón en tres horas y nueve minutos, mientras que él anduvo siempre en torno a las tres horas y treinta minutos; pero cuando el 2004 intenté el inevitable asalto a las tres horas, y estaba a punto de caramelo para conseguirlo, se cruzó el atentado del 11 de marzo y en el entrenamiento de ese aciago día me lesioné seriamente en el gemelo y, aunque corrí lesionado el maratón, lo acabé, cojo, en 3’38”, ¡qué tiempos y heroicidades!—. Él suele correr oyendo música, de rock y a veces jazz, y entre sus grupos preferidos están Red Hot Chilli Peppers, Beck o Credence Clearwater Revival, entre otros. Yo suelo correr a solas con mi cuerpo, oyendo sus muchas reacciones y evaluando constantemente la respiración, los avisos de sobrecarga y todos esos mecanismos que nos permiten correr con una u otra intensidad y aprovechamiento.  En lo que sí coincidimos ambos es en no pensar más que en correr, aunque no es extraña que durante la carrera tengamos muchas reflexiones de carácter literario sobre lo que estemos escribiendo u otras consideraciones intempestivas que nos apartan de la concentración que la carrera exige. El esfuerzo de la competición, sin embargo, no admite más devaneo mental que estar atento a las reacciones propias del cuerpo, como cuando él corrió de Atenas a Maratón sin haber caído en la cuenta de lo que significaba una hazaña así en el verano ateniense, cuando, como él señala aquí lo de sudar la gota gorda no existe, pues el sudor desaparece mucho antes de que le dé tiempo a formar una gota. […] Por fin llego a la meta. No siento de ningún modo la satisfacción de haber logrado nada. Lo único que hay en mi cabeza es la sensación de alivio por no tener que correr mas. […] Con tanta sal, parezco una salina humana. Con todo ese sufrimiento, hizo un magnífico tiempo, 3’51”, del que puede sentirse orgulloso.

La personalidad del corredor de fondo se ajusta perfectamente a la idea de sí que tiene Murakami, porque su individualismo y su querencia por la soledad y el silencio lo hacen absolutamente compatible con una dedicación que se ha de practicar, aunque no necesariamente, en soledad, como a él y a mí nos gusta hacerlo: correr solo y a solas contigo mismo es un momento de privilegio en nuestras vidas. Como él dice: que yo sea yo y no otra persona es para mi uno de mis más preciados bienes. Las heridas incurables que recibe el corazón son la contraprestación natural que las personas tienen que pagar al mundo por su independencia. Murakami reconoce que no le importa estar horas y horas sin hablar con nadie o escribiendo o corriendo, que lo considera su manera natural de estar en el mundo, y que no ve ningún mérito en algo que busca instintivamente. Con todo, se casó muy joven, a los veintidós, yo me conjunté a los veinte, y su modo de mantenerse fue abrir un bar de ambiente que le exigía una dedicación total y relacionarse con los demás.

Cuando decide convertirse en novelista, así lo relata él, comienza a escribir y pasa muchas horas sentado y fumando, ¡hasta sesenta pitillos al día! —antes de empezar yo a los 42, fumaba en pipa y tenía tan asociada la lectura y la escritura a la pipa que, cuando decidí, por el esfuerzo de la carrera, dejar de fumar, creí que no volvería ni a leer ni a escribir en mi vida, y eso que yo fumaba en pipa y no me tragaba el humo…—, pero tras acabar su novela La caza del carnero salvaje, y tras haber engordado por el sedentarismo que exigía la escritura, decide ponerse a correr cada día. Correr le sirvió para dejar de fumar, lo que convirtió, según nos dice, en a él, una especie de símbolo de la ruptura con mi vida anterior. Murakami no se engaña, como tampoco lo hace ningún corredor auténtico: No soy un corredor de los buenos, pero al menos tengo una gran capacidad de resistencia. Es uno de los pocos dones de los que puedo presumir. De hecho, incluso llega a defender que el hecho de correr cada día se convierte para en él en un hábito decisivo para mi salud mental.

          El esfuerzo, la voluntad de perseverar en él y las amenazas que la buena forma física sufre permanentemente, las cifra Murakami en la leyenda que lee cada vez que entra en el gimnasio al que va en Tokio: «EL MÚSCULO SE ADQUIERE CON DIFICULTAD Y SE PIERDE CON FACILIDAD, LA GRASA SE ADQUIERE CON FACILIDAD Y SE PIERDE CON DIFICULTAD». Es una verdad desagradable, pero es la verdad. Así lo escribe, como debe de estar escrito donde lo lee, con las mayúsculas de las verdades irrefutables.

          El hecho de haber decidido con su mujer no tener descendencia y de haber tenido la fortuna de triunfar en las Letras desde muy pronto le han permitido a Murakami observar una carrera de corredor mucho más cómoda que la mía, por ejemplo, quien, con dos hijos, una profesión dura y exigente, en tiempo y desgaste humano, la docencia, y con infinidad de requerimientos familiares de todo tipo, bastante hago con haber llegado de momento a los 26 maratones e infinidad de carreras de medio maratón, muy buena parte de ellas y de ellos en compañía de un amigo tan perseverante y excepcionalmente dotado, física e intelectualmente, como Josep Oliver. Correr en compañía de un sabio es lo único que podría envidiarme Murakami a mí, me parece. Por esa condición suya, y por sus compromisos de conferencias por todo el mundo, Murakami tenía entre sus objetivos el maratón de Nueva York, mítico para los corredores, aunque más lo sea el de Boston, que Murakami ha corrido hasta en siete ocasiones, siendo él un habitual de los entrenamiento por las orillas del Charles River. Y en su libro escoge ese maratón para recordarnos algo con lo que los maratonianos convivimos con cierta dignidad: la decadencia. Cuando el cuerpo, por la edad o el desgaste de tantos años, no funciona como en sus mejores épocas y los tiempos se van alargando hasta la ofensa. Lo describe con palabras que todos hemos dicho en una u otra ocasión: Hasta el kilómetro veinticinco aproximadamente pude seguir la liebre, pero después me resultó imposible. Me fastidia reconocerlo, pero las piernas me dejaron de responder poco a poco. Mi ritmo decayó gradualmente. Me adelantó la liebre de las tres horas y cincuenta minutos, y luego también la de las tres horas y cincuenta y cinco minutos. La cosa se ponía fea. Pero de ninguna manera iba a permitir que me adelantara también la liebre de las cuatro horas. […] Tampoco esta vez conseguí bajar de las cuatro horas, aunque por muy poco. Era su vigesimocuarto maratón. Pero a eso estamos hechos y tratamos de resistirnos a «colgar las zapatillas». A mi derecha, desde donde escribo, giro la vista y veo, colgados con chinchetas en la estantería más próxima todos los dorsales de mis maratones, sudados, arrrugados, llenos de una historia personal solo comparable, acaso, con la derrochada en mis historias, y sueño que, en cuanto recupere algo la forma que las cascadas rodillas me niegan, volveré a acercarme a las tres horas y media de aquellos buenos tiempos de la segunda juventud…

          Murakami también lo tiene claro: Supongo que, mientras mi cuerpo me lo permita, aunque esté viejo y achacoso, y aunque la gente de mi entorno me sugiera cosas como «Señor Murakami, ¿no cree que sería hora de ir dejándolo? Ya tiene usted una edad, ¿eh?», seguiré corriendo. Aunque mis tiempos empeoren más y más, estoy seguro de que pondré en ello el mismo empeño y esfuerzo que hasta ahora (e incluso, en ocasiones, más que hasta ahora). Eso es. Me digan lo que me digan. Está en mi naturaleza.

          De hecho, y es algo que muchos fondistas, por amor a la variedad en la que está el gusto hacen, Murakami ha experimentado otras alternativas: la carrera de ultrafondo y el triatlón. De la primera sacó una experiencia que otros hemos tenido con el simple maratón en delicada salud: El acto de correr se hallaba ya en un ámbito que rozaba casi lo metafísico. Primero estaba el acto de correr y luego, como algo inherente a él, mi existencia. Corro, luego existo.

          Y ahí seguimos: corriendo y escribiendo y corriendo y escribiendo y corriendo y escribiendo…

                                


         

viernes, 26 de enero de 2024

El hartazgo, el empacho, la indigestión...

 


La impotencia ante el desmoronamiento de la España de la Transición y la Constitución del 78.

            

 Hay que tener mucho cuajo para poder seguir la actualidad política y mantener la compostura que exige la civilidad. Desde que se torció la realidad que supuestamente iba a librarnos de los seguidores de la degradación democrática que supone la coalición de la mayoría plurinacional, gracias a la indignidad de cambiar los principios por los votos de que ha hecho gala el partido perdedor de las elecciones, ninguna señal de esperanza se le ofrece a quien confiaba en interrumpir un ciclo político que nos está llevando a la extrema fragmentación, a la polarización y a un futuro del que no cabe excluir la violencia política, por grave que sea, la misma que las necesidades de investidura del perdedor electoral están legitimando con la aberración jurídica de una ley de amnistía promulgada por los propios beneficiarios en un trueque infame y perverso que no admite parangón en lo que parecía una democracia consolidada y ahora presenta todas las características de una sociedad en crisis muy profunda, próxima a la descomposición y, se intuye, al advenimiento de enfrentamientos radicalizados que no pueden llevarnos sino al único escenario en que todos saldremos perdiendo: el caos. La puerta de la legitimación de la violencia política la ha abierto el (des)gobierno con su proyecto de amnistía a cambio de votos para seguir manteniéndose en el PODER, aunque no «gobernando», o no sin el plácet de los enemigos declarados de España, de su Estado, de la Jefatura del Estado y de  muchos españoles residentes en los territorios para los que reclaman la independencia a través de un referéndum que el perdedor de las elecciones avalará, si de ello depende seguir en la Moncloa, aparentando que «gobierna».

      Son tantas las tropelías cometidas, las faltas de respeto al ordenamiento jurídico, las mentiras esgrimidas, las falsedades puestas en circulación, las falsas indignaciones, las hipócritas vestiduras rasgadas, el victimismo copiado de los otrora enemigos y ahora deseados como amiguitos del alma, en parodia de camps y «el bigotes», todos ellos, como illa y aragonés queriéndose «un huevo» y parte del otro, los bulos propagados, las faltas de civismo y aun de simple educación, las prepotencias ostentadas, el supremacismo de las falacias continuas…; son tantas las aberraciones políticas representadas por el gobierno del progreso plurinacional que se ha de tener un estómago de serpiente para poder digerir constructos tan demenciales como los que nos quieren hacer tragar como modelo de «normalidad» política y social.

      Reconozco mi hartazgo, mi cansancio, mi abatimiento, mi descorazonado ánimo para soportar agresiones que, hasta la fecha —desde que pdr snchz, así publicitado para su «modernas» huestes secto-totalitarias, se hizo con el poder del exánime PSOE, para pasarlo por la retórica ultra y convertirlo en ariete moral, en «su psoe paradójicamente domesticado en la agresividad», en vez de en partido de gobierno— había seguido con el interés propio de un miembro de la polis; pero la polis se nos ha deshecho como agua en cesto, y ahí está la prueba del tres que es la expulsión del ágora pública de una de las principales fuentes de opinión: el diario el país, con las minúsculas debidas a su felpudismo sectario progubernamental, indigno de sus orígenes y de buena parte de su trayectoria, hasta llegar a bueno, claro. Okupados los espacios políticos de forma tan venezolana, rumoreándose el nombramiento cesarista de la futura responsable de un medio de comunicación del Estado, ahora secuestrado informativamente por el (des)gobierno, con un fiscal «pues ya está», con un presidente del TC entregado en cuerpo y alma a la tranquilidad (des)gubernamental del eximio inquilino de la Moncloa, Su Excelencia pdr snchz, con un letrado del Congreso impuesto por capricho de una presidente que avergüenza con su sectarismo a cualquier lacayo presidencial como el muy ministro, propiamente menestral y fontanero, bolaños, ¿qué queda de lo que antes conocíamos como «juego político»? Estamos inmersos en un extraño juego de líneas rojas elásticas que delimitan un campo al que jamás se ajustan ni los códigos ni las reglas ni las propias prácticas: nos movemos, algunos, con zapatos de suela de cuero en una pista de patinaje, y otros quieren llamar «sistema» a la ventaja de haber salido a la pista con patines de hielo, dispuestos a no reparar en las manos que corten al pasar sobre los caídos…

      El hastío suele engendrar melancolía, pero sentirse hostiado hasta en el carnet de identidad —¡sobre todo en él!— puede provocar la necesidad de respuesta, y cuanto más enérgica, mejor. Y ahí estamos, inmersos en un mar de retóricas hueras que chocan contra las rocas del PODER sin hacer la más mínima mella. El agua horada la roca, cierto, pero en perseverante obra de siglos, no en arrebatado vendaval puntual.

      En el aislamiento de la soledad individual, la persona que contempla cuanto ocurre con el insobornable espíritu crítico con que ha vivido toda su vida se vuelve presa de la desazón, del abatimiento, de la desesperanza, del escepticismo y del bochorno y la vergüenza ajenos, sin que esté en su mano, más allá de algunas quejas repetidas ad nauseam en las redes sociales —¡bendito hombro consolador!—, modificar lo más mínimo el escenario de nuestras desgracias constitucionales, la realidad de nuestra degradación política y su aneja miserabilidad social.

¡Qué solos nos quedamos quienes no hacemos secta sino de la sindéresis!




domingo, 14 de enero de 2024

La crítica privada de un inédito.


 A veces los lectores anónimos regalan sorpresas.

 

            Lo habitual es que las críticas literarias aparezcan cuando las obras se han publicado. Lo extraordinario, que un amable lector, amigo de un amigo del autor, y con quien nunca ha cruzado dos palabras, tenga la bondad y la generosidad de hacerla cuando la obra aún yace en el cajón del escritor, sea novel o no. La crítica especializada, lo sé por experiencia, está llena de «trucos» e imposturas, casi tantos como las concesiones de los premios literarios, de ahí que difícilmente pueda un lector ingenuo hacerse plenamente a la idea de lo que da de sí cualquier obra. Todo juicio crítico responde a la formación estética de quien lo emite, y no hay objetividad posible salvo cuando la obra es mala de solemnidad y concita la unanimidad crítica, como ha ocurrido con el último Premio Planeta, tan fraudulento como literatura y como amañado concurso. Las críticas de lectores anónimos pero con sólida formación académica siempre son estimulantes para los creadores. De hecho, la figura del lector de editorial es clave para discriminar los originales que merecen ser editados, y suelen ser personas de mucha confianza de los editores. Son sonados los casos en que, por alguna lectura insolvente, se han despreciado obras que luego triunfaron entre el público y la crítica. Esta que hoy traigo, a modo de ejemplo de cómo funciona la relación obra-lector en un contexto de ignorancia mutua, y en el caso de una obra inédita, pretende ser una muestra de cómo se puede hacer una lectura desprejuiciada de un «original» sobre cuya fortuna o revés editorial aún está todo por escribir. Piénsese en la ingente cantidad de manuscritos encajonados que nunca caerán bajo los ojos críticos de los lectores de la mayoría de las editoriales, tan sedientos de superventas como ignorantes, en muchas ocasiones, de la calidad literaria, para la que algunos diríase que su frívola lectoría los incapacita.

              No la he traducido, porque entiendo que su comprensión está al alcance incluso de quienes no dominan una lengua tan hermana del castellano, con la que comparte más de lo que las distancia. La crítica, merece la pena destacarlo, adopta el tono epistolar de quien se dirige al amigo del autor.                                     

         Ara mateix acabo de llegir La derrota del persa. Que dir-te? Difícil poder fer una apreciació coherent, solament felicitar l'autor pel seu domini del llenguatge, pel seu ofici —ja he vist al final del llibre la seva autobiografia i no és la primera novel·la que ha escrit, a banda de les seves col·laboracions a revistes especialitzades en crítica literària—, per la facilitat que té en el joc del llenguatge, buscant diferents significats de paraules, substituint una vocal per una altra, per la manera com aconsegueix mantenir l’interès de la lectura a base d'un ritme que no decau en cap moment i si de cas va in crescendo, per la impecable, variada i àgil sintaxi que pren formes diferents segons el personatge o el capítol (com per exemple en el cas dels capítols titulats Estimación subjetiva singular), també pel fons temàtic que s'amaga en el bosc d'un riquíssim llenguatge ple de matàfores, comparacions i descripcions agosarades (seducció de Marga per Faustino).

Dues històries: la de Dario i la de Virginia/Marga. No sé si tenen cap relació, o sí? Primer, abans del desenllaç, pensava jo que, per un cantó Dario era una representació depressiva d'un professor, traumatitzat (ha pegat una forta bufetada a una alumna insolent), desenganyat i descregut de tot, amb pulsions suïcides; per altra banda, Virginia representaria una fanàtica monja assassina de la seva germana (Marga) i el seu amant; salvadora de les seves depravacions sexuals. Però al final, resulta que la monja sols és un personatge d'una malalta mental tancada en un manicomi que explica al seu psiquiatre els seus deliris a més de no ser la tal Virginia sinó Margarita (en fi, un embolic). També Dario va al psiquiatra que suposadament és l'amant de la seva dona, Helena (¿és significatiu els seus noms: Dario, Helena i el psiquiatra Babel?). Dario, a causa d'un infart (volia fer maratons, però el seu cos no era pertinent), és hospitalitzat i aprofita per simular amnèsia: és la seva venjança a un entorn que l'ignorava, doncs a partir de la seva falsa pèrdua de memòria, atrau l'atenció, però per a sentir continus retrets d'Helena, la seva dona.

Potser sigui aquest el factor comú de les dues històries: ambdós personatges fingeixen; una per bogeria; l'altre conscientment sabent potser que la vida humana és pur teatre; que la realitat està composada de màscares i que el temps no existeix, o sinó ¿què és el temps quan un ha perdut la memòria?

Bé, no sé. Estic segur que no encerto la diana, doncs jo també he hagut de fer una marató, interrompuda contínuament, per acabar la lectura. Però gràcies a això no m'ha sortit sang del mugrons ni irritació a l'entrecuix. I puc dir amb tota sinceritat que m'ha agradat La derrota del Persa. Encara que moltes més coses i millors es podrien dir. Serveixi això per demostrar que l'he llegida.

Salut!

Xavier Langa Estadella

martes, 12 de diciembre de 2023

¡No tenemos tiempo para nada!

 

La jubilación, el tiempo, y la *ansiedumbre

 

La percepción del tiempo nada tiene que ver con la vida. Actuar es un proceso independiente de su duración, y lo que experimentamos en su decurso suele medirse en sensaciones, emociones, resultados, desengaños, adversidades, malentendidos y una variada gama de supuestos existenciales que no rozan ni de lejos la contabilidad de ese fondo temporal donde nos recortamos como las siluetas del teatro de sombras contra un fondo luminoso.

La expresión popular «¡no tengo tiempo para nada!», muy corriente entre personas con un acúmulo de responsabilidades que excede la capacidad de una vida para abarcarlas y hacerles frente con el relativo éxito que caracteriza a las empresas humanas, expresa un absurdo que todo el mundo entiende sin ulteriores explicaciones que nadie pide, dando por descontado que todos sabemos lo que significa.

Es creencia social extendida que la jubilación es un estado social en que, tras una vida de no tener tiempo para nada, este va a derramarse como los frutos de una cornucopia, de tal manera que, independientemente de que nuestra vida jubilar atestigüe lo contrario, dispondremos de un «excedente», queramos o no, en el que más de dos y de tres se creerán con «derecho» a organizarte parte de tu vida.

 Ello ha llevado, además de las políticas gubernamentales, a que ciertos hijos se empeñen en explotar a sus padres en el cuidado de sus nietos, porque entienden que les hacen un favor para «distraerlos» de ese calmo mar del aburrimiento que tantos creen que es la jubilación. No entro en la función auxiliar de las pensiones como complemento del sustento de los hijos emancipados o por emancipar, porque esto no trata de lastimosos problemas sociales, sino de una reflexión contra la extendida convicción de que la jubilación es aquel estado en el que una persona no sabe qué hacer «con todo el tiempo del mundo» del que supuestamente dispone.

          La realidad es que, al margen del tiempo que exige el deterioro físico para ser paliado con mejor o peor fortuna, un jubilado, en una gran ciudad y con un nivel de formación universitario, bien puede decir que la carencia de tiempo es un serio factor estresante. Si en edad laboral no se tenía tiempo para nada; en la jubilación se descubre la existencia concreta del tiempo para constatar, lastimosamente, no ya que no disponemos de él para hacer cuanto queremos hacer, sino de que desaparece de nuestro horizonte a una velocidad que la de la luz es cosa de borricos tercos plantados en mitad del camino…

 La juventud ignora el tiempo; la vejez contempla a diario su fugacidad, por más que no se empeñe en modo alguno ni en detenerlo ni en contabilizarlo ni en despreciarlo: lo ve pasar, pero con cierto escándalo, porque el deterioro físico y mental, aunque neguemos su importancia en nuestras vidas, es resultado directo de ese pasar por nosotros, por más que pasemos nosotros nuestra vida alejados de él y di-vertidos, atareados en las mil cosas que nos llevan a negar incluso su existencia.

Por un jubilado al que se le cae el tiempo y la vida encima, una vez que ha dejado de estar «en activo», seremos millones los que, incluso con cierta ansiedad, y desde la felicidad de pertenecer a las «clases pasivas», reconocemos que «¡no tenemos tiempo para nada!». Padezco, voy a considerarlo desde una perspectiva individual, un estrés por hiperactividad que se suma al viejo vicio del insomnio, que me ha hecho muy leído, algo creativo y (¡no todo podían ser ventajas!) algo que más que huraño, pero por el egoísmo pueril de pretender hacer aquello que proclamaba el único artículo de la carta foral que, según Ganivet, sería el ideal jurídico de los españoles: «una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundente: ‘Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana’».

 No es mucho pedir, parece, después de una vida de trabajo, sacrificio y abundantísimo placer de muy diversos orígenes y naturalezas, porque a medida que el periodo de jubilación va contrayéndose, el peso de las limitaciones que imponen los compromisos de todo tipo, sobre todo los familiares, convierten la vida de un jubilado en una hipérbole de la impaciencia. Si a enemigo que huye, puente de plata; a tiempo que huye…, ¿qué? Nada más llegar a casa, después de la despedida de los compañeros, me quité el reló de la muñeca y no he vuelto a necesitarlo. Jamás pregunto la hora, y siempre me sorprende que sea, por lo general, más tarde de lo que imagino que debería ser. Es la consecuencia de no dar abasto; de quedarse siempre con el trabajo en el tintero, la lupa junto al diccionario, la lectura a medias y las películas a punto de acabar, porque ¡siempre! es más tarde de lo que uno imagina que es.

Si algo desaparece de la vida de un jubilado, puedo dar ardiente fe de ello, es la pereza, la pigricia o la acedia (o acidia) —según en qué contexto haya de aparecer…—, porque es lo que tiene el no tener tiempo para nada: uno siempre anda en danza sin dar un paso acompasado, y mil en todas las direcciones de la rosa de los vientos del quehacer individual y colectivo. No se trata tanto de «trabajos» propiamente dichos, sino de tareas, afanes, dedicaciones, impulsos o deseos que nos arrastran con un poder performativo que ya hubiéramos querido tener en los años mozos, cuando sí que uno de los placeres máximos era abandonarse a la pereza con absoluta delectación de potentados. En las edades quinta, sexta y séptima que catalogó San Isidoro de Sevilla en sus amenas Etimologías, no hay desperdicio temporal posible, porque vivimos devorados por la pasión del quehacer, del obrar…

Nuestra sociedad desprecia a los viejos, por más que el paternalismo del poder se llene la boca de «nuestros mayores» y de «memoria histórica» de colmillo retorcido. Supongo que padecemos el mal general de nuestro tiempo: el intento constante de convertirnos en un «colectivo» en el que difuminarnos, anularnos, someternos y exigirnos ya el voto ya la ayuda a quienes, con su desorden político gubernativo impiden el acceso a la vivienda y a la formación de una familia que nos tome el relevo; al fin y al cabo ¿no se considera ya que los jubilados son unos «privilegiados»? Por todo ello, cuanto cada uno de nosotros hayamos de hacer conviene que lo hagamos a título individual, de modo que no nos aplaste la etiqueta de hormigón con que el poder, cualquier poder, nos cataloga al modo de las lápidas, y aunque sepan todos los mentecatos con poder que van a seguir nuestros pasos les guste o no… Si los expresidentes, al decir del verboso Felipe González, son jarrones chinos, ¡imaginemos qué no pensarán de los anónimos jubilados de quienes todo lo que se espera, al decir de la banquera Lagarde, es que la palmemos cuanto antes para aliviar las cuentas del Estado!

Me extraña que haya tenido tanta paciencia como para llegar hasta aquí, porque había dejado a medias la crítica de dos películas clásicas y la extracción de citas de dos novelas superlativas de Balzac, pero se me ha hecho tarde y tengo que dejarlo todo, porque es la hora de la cena… Lo dicho: ¡No tenemos tiempo para nada!

 

         

         

jueves, 30 de noviembre de 2023

«La izquierda traicionada», de Guillermo del Valle.


Reivindicación de la pureza izquierdista clásica frente a la traición de la izquierda gobernante, afanada en perpetuarse en el poder a costa de perder su identidad, sus orígenes y su dignidad.

 

Asistir a la presentación de un libro ha acabado teniendo un no sé qué de firma de manifiestos o de suscripción a una de las cien mil oenegés existentes. Aunque el acto se celebraba en la librería Byron, próxima a mi madriguera, llegué con tiempo para poder sentarme, dada la expectativa generada en las redes sociales y el «tirón» del presentador, Félix Ovejero, experto en traiciones de la izquierda, a quien se sumó, en los sillones presidenciales, la, para mí desconocida, profesora en la Pompeu Fabra, Jahel Queralt, quien abrió el acto.

La pequeña sala se fue llenando poco a poco. Me llamó la atención ser el único lector en una sala llena de móviles activados. Levanté la vista de mi lectura y vi que a ambos lados del espacio las estanterías mostraban libros poco o nada relacionados con el acto político al que mi curiosidad me había llevado: En la pared de la derecha: Aves, Flora, Casas que pueden salvar el mundo, Fender, toda la historia…; en la de la izquierda, verduras, cocina tailandesa, ensaladas, cerveza en casa… Renuncié a buscar secretas galerías que unieran esos títulos con el acto y seguí leyendo hasta que el editor de Península abrió el acto, una vez hubo llegado, con leve retraso, la profesora.  

La profesora hizo una confesión que me extrañó: como pertenecía al ámbito académico, había preferido escribir su intervención, en vez de contarnos de viva voz su experiencia lectora del libro. Con total complicidad, como se debe en estos casos, vino a desvelar parte del contenido, poniendo el énfasis en la manera irracional como la izquierda traidora había regalado a la derecha la bandera izquierdista tradicional de la «libertad». Defendió, así pues, la libertad en el seno de un estado de bienestar robusto en el que la redistribución facilita la equidad. «Sin dinero no hay libertad», resumió algo atropelladamente. Entró en el debate, tan «real» del decrecimiento, a favor del cual estaba, pero sin olvidar la verdadera «realidad»: sin crecimiento no hay generación de riqueza. Reparó, finalmente, en la demonización izquierdista de las grandes empresas y su defensa de las medianas, que son, precisamente, aquellas en las que los trabajadores tienen menos posibilidades reales de ejercer sus derechos.

Félix Ovejero, sin consultar papeles, vino a defender la idea de que la izquierda ha representado siempre una trama de valores, y que la idea básica desde su nacimiento ha sido la de la «emancipación», para convertirnos en dueños de nuestras propias vidas, es decir, justo lo contrario de lo que hace la izquierda gobernante: generar dependencia del poder político de los ciudadanos con menos recursos, una vía populista cada vez más acentuada. Ovejero vino a refutar el izquierdismo de quienes nos pretenden gobernar desde sus postulados por la defensa implícita de las identidades, las religiones y lo que él llamó «el feminismo trastornado». Como era de prever, el capítulo de la relación de esa izquierda con la casta política catalana probaba la traición de una izquierda cuyo plurinacionalismo centrífugo se impone a la reivindicación de lo que nos une como nación y como estado. Contó, además, una anécdota jugosa sobre la exigencia de Pasqual Maragall para que se retiraran 10.000 ejemplares de una biografía en la que se recogía el alivio de la familia, en palabras de su padre, al parecer, con que fue recibida la entrada del franquismo en Cataluña. El propio Pasqual Maragall empezó su carrera municipal a dedo en la BCN de Porcioles.

Finalmente, el autor tomó la palabra y tras las gracias de rigor, pasó a fijar los planteamientos que, como anunció, vertebrarán una opción política a la que se podría votar en las elecciones europeas. Con tono vehemente y verbo enardecido de «viejo» izquierdista ilustrado, Del Valle expuso las traiciones de la actual izquierda gobernante, la infamia de los recientes pactos con la ultraderecha nacionalista catalana y su defensa de los tres viejos principios revolucionarios: libertad, igualdad y fraternidad. Achacó a la izquierda gobernante haber caído en el irracionalismo, por su defensa de la religión, sobre todo e incomprensiblemente la islámica, y de la identidad étnica. El estado, dijo, ha de garantizar la ciudadanía de todo el mundo en libertad e igualdad. Se opuso a lo que él considera un proyecto de segregación de clase, de tintes racistas, encarnado en las identidades regionales, una versión deprimente de la Liga Norte italiana.  Cargó mucho las tintas en la descalificación del plurinacionalismo de ultraderecha y ofreció la concepción de España como el espacio público compartido por todos, criticando, sin ulteriores razones doctrinales, que el estado confederal no garantiza en modo alguno la igualdad de todos los españoles.

Del Valle está convencido de lo que dice, pero por la relativamente escasa audiencia, por lo difícil que en el actual mundo global resulta definir nítidamente un espacio político «de izquierdas», si enfrentado a retos económicos, políticos e incluso éticos, y por cierto mesianismo que intuí en el verbo flamígero del autor, no intuyo que sea fácil que «cuaje» como único partido que represente una opción política que pueda combatir contra el espacio del psoe, por más que el relato de estos sea ya el del insultante populismo bolivariano aliado con el identitarismo xenófobo de los supremacistas nacionalistas. Había algo en su verbo y sus postulados de la vieja socialdemocracia de los inicios de nuestra Transición, cuando Felipe González hizo renegar a su partido del marxismo como método único de interpretación de la realidad, bastante antes del famoso axioma chino del gato, da igual si blanco o negro, pero que cace ratones. Se observan muchos movimientos políticos en la sociedad y mucho me temo que o hay una confluencia generosa de todos en un proyecto común, o volvemos a los «clubes» ideológicos separados por nimiedades y enfrentados entre sí en la más pura tradición de la izquierda revolucionaria. ¡Que Hermes reparta suerte!

Cuando se les dio la palabra a los asistentes, y dada la perentoria necesidad de quien abrió el turno de contarnos morosamente «su» visión sobre todo lo dicho, juzgué oportuno «tocar el dos» y volver al «cau», donde otras exigencias de intendencia familiar me reclamaban. Como en la sala ocupaba primera fila el incombustible y muy ilustrado periodista Xavier Rius, seguro que él podrá ofrecer una visión más ajustada y coherente que estas precipitadas impresiones a vuelapluma. Se la leeré con mucho gusto.

viernes, 10 de noviembre de 2023

Una visión descarnada del periodismo en sus primeros tiempos.

 

La degradación de la prensa durante la Restauración borbónica en Francia, según Balzac.

 

En estos tiempos políticos tan agitados por obra y gracia de la demagogia, el populismo y el agitprop —que raya en *shitprop la mayoría de las ocasiones—, pocos son los medios periodísticos que se libran de esas lacras, y menos aún aquellos que mantengan la sagrada llama de la independencia, el respeto a los hechos y el amor a la verdad, si es que aún queda alguno que pueda ser descrito en esos términos, que no lo creo. Desde mucho antes de la llegada del Gran Divisor a la política española, quien hizo bandera del odio al adversario y la negación del pan y la sal a cuantos no pensaran como él, que vale tanto como decir «su» partido, institución donde primero practicó esta política aberrante del divide et impera, el periodismo español había cavado ya muchas trincheras ideológicas en las que han ido sucumbiendo empresas y prestigios individuales que no han soportado incólumes el paso del ciclón del sectarismo por los medios de comunicación. La llegada de la generación del 15 M a la política arrasó con los consensos sociales con los que habíamos vivido hasta ese momento y que fueron el fundamento y el impulso de la Transición y la Constitución del 78 que la consagraba. Hoy vivimos en un marasmo guerracivilista en el que ni hay líneas rojas, ni verdes ni fucsia ni de ningún color, el Todovalismo lo gobierna toda y nada escapa a sus terribles dictámenes, casi de obligado cumplimiento. A fuerza de legitimar el Poder por el Poder, todo es «bueno» y «legítimo» si lo autoriza y avala; y poco menos que «fascismo» lo que se le opone, lo haga del modo que haga. ¡Qué tiempos aquellos en que el principal analista de la abeceína, Sánchez Ferlosio, escribía en su famosa Tercera! ¡Qué tiempos estos en los que El País pone de patitas en la calle a puntales del diario como lo fue durante cuarenta años Antonio Elorza! La proliferación de diarios digitales, de ínfimo coste y muy diferente alcance, siempre en función de la inversión y la propaganda ad hoc, ha añadido al panorama periodístico una pluralidad de voces que, por la competencia descarnada entre ellas, propia de pelazgas de patios de vecindad, hace muy difícil, si no imposible, distinguir entre unos y otros, aunque la decantación ideológica es la que nos orienta en su clasificación: amarillistas, populistas, de partido, etc. El ruido mediático que soporta nuestra sociedad es de tal magnitud que resulta un ejercicio de «motricidad mental fina» distinguir las voces de los ecos, si bien lo que es innegable es la homogeneidad absoluta en cuanto al mal uso del lenguaje que hacen todos ellos, con titulares que suelen hacer las delicias de los mordaces habitantes de iXlandia, la antigua Gorjeolandia (Twitter para los cool). El panorama que describe Balzac en su monumental obra maestra que es Las ilusiones perdidas nos sirve para percatarnos de que, aunque haya pasado el tiempo, la voz pública, la publicada, presenta ciertas características que no parecen haber cambiado nada a través de los siglos. En fin, no quiero seguir cargando las tintas ni los bytes sobre una profesión que los no profesionales, pero adictos a la información, vamos condenando si no a la desaparición, sí a la nueva modestia en la que tal vez aprendan a elaborar un modelo de periodismo que orille lo sectario y abrace el procomún, los intereses generales.

«El periodismo, en vez de ser una especie de sacerdocio, se ha convertido en un medio en manos de los partidos; de medio ha pasado a ser un negocio; y, como todos los negocios, no tiene ni credo ni ley. Todo periódico es, como dice Blondet, una tienda en la que se venden al público palabras del color que éste quiere. Si existiera un periódico para jorobados, probarían mañana y tarde la belleza, la bondad y la necesidad de los jorobados. Un periódico no está hecho ya para ilustrar, sino para halagar las opiniones. Por ello, dentro de un tiempo, todos los periódicos serán viles, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos; matarán las ideas, las filosofías y a los hombres, y florecerán por eso mismo. Disfrutarán dele privilegio de todo organismo colectivo: se hará el mal sin que nadie sea responsable de ello. […] Napoleón definió este fenómeno moral, o inmoral, como se prefiera, con una frase sublime que le dictaron sus análisis acerca de la Convención: «Los crímenes colectivos no comprometen a nadie». El periódico puede permitirse la más abyecta conducta y nadie se cree personalmente manchado por ella. […] Si el periódico inventa una infame calumnia, finge limitarse a reproducirla, y si alguien se ofende por ello, sale del paso disculpándose por la libertad que se ha tomado. Si se le lleva ante los tribunales, se quejará de que nadie haya venido previamente a pedirle una rectificación; pero ¿y si se la pedís? Entonces os la negará riéndose en vuestras barbas, con la excusa de que no son más que bagatelas. Si su víctima gana la causa, la escarnece, y si tiene que pagar una indemnización cuantiosa, llamará al demandante enemigo de las libertades, del país y del progreso. […] Y en un momento dado puede hacer creer lo que quiera a quienes lo leen todos los días. Luego, nada que le desagrade podrá ser patriótico, y pretenderá tener siempre la razón. […] Con tal de emocionar o divertir a su público, el periódico sería capaz de servir a su padre crudo y condimentado nada más que con la sal de sus chanzas. […] Veremos los periódicos dirigidos primero por hombres honorables, y caer más tarde en manos de los más mediocres dotados de la flexibilidad y bajeza de la goma elástica de la que carecen los grandes genios, o bien en manos de tenderos con dinero para comprar a las plumas más prestigiosas. ¡Ya vemos tales cosas! Pero, dentro de diez años, el primer chaval salido del colegio se creerá un gran hombre, se subirá a la columna de un periódico para abofetear a los mayores que él, y les derribará para ocupar su puesto. No le faltaba razón a Napoleón al amordazar a la Prensa. Apuesto a que, si la oposición llegara al Gobierno, los periódicos que le ha prestado su apoyo le harían acto seguido la guerra si no obtuvieran todo cuanto desean, utilizando los mismos artículos con los que ahora atacan al Gobierno del rey. Y cuantas más concesiones se haga a los periodistas, más exigentes se volverán estos. Los periodistas de prestigio consolidado serán sustituidos por otros hambrientos y pobres. La herida es incurable, será cada vez más maligna, cada vez más enconada, y cuanto mayor sea el mal, más tolerado será hasta el día en que reine la confusión en la prensa debido a su proliferación, como en Babilonia. Todos nosotros sabemos muy bien que los periódicos irán más lejos que los reyes en lo que a ingratitud se refiere, más lejos que el sucio negocio especulativo y abusiva, y que consumirán nuestras inteligencias vendiendo un tercio de nuestra materia gris; pero todos nosotros escribiremos en ellos como esos mineros que explotan una mina de plata, a sabiendas de que morirán en ella. 

                         Todo periódico es, como dice Blondet, una tienda en la que se venden al público palabras del color que éste quiere. […] Un periódico no está hecho ya para ilustrar, sino para halagar las opiniones. Por ello, dentro de un tiempo, todos los periódicos serán viles, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos, matarán las ideas, las filosofías y a los hombres, y florecerán por eso mismo. Disfrutarán del privilegio de todo organismo colectivo: se hará el mal sin que nadie sea responsable de ello. […] El periódico puede permitirse la más abyecta conducta y a nadie se cree personalmente manchado por ella.»

[Las ilusiones perdidas, Balzac]