miércoles, 4 de septiembre de 2024

Fuertev(i)entura, el descubrimiento; Lanzarote, el descanso.

Reivindicación del turista en estos tiempos de estigma e impostura.

          Confieso que me ha costado lo mío planificar las minivacaciones a que las responsabilidades de todo un año me hacían acreedor, no tanto por la ausencia de destinos cuanto por el rechazo que la figura del «turista» suscita entre cierto pensamiento mágico-siniestro que cree poder prescindir alegremente de una bendición económica que supone casi el 13% del PIB de nuestro país, dotado como pocos, por sus bellezas naturales, monumentos históricos, gastronomía y tradiciones populares seculares a atraer visitantes. Con esa prevención en mente, y tras dos semanas de intensa dedicación familiar, mi Conjunta y yo decidimos escoger algo que pudiéramos descubrir y algo que, ya conocido, nos permitiera la vida muelle del descanso merecido.

          Nos repartimos, así pues, entre Fuertev(i)entura y Lanzarote. Cualquiera que haya viajado por Fuertev(i)entura entenderá el paréntesis que hace honor a una característica climática, el viento, que nos acompañó incansablemente a lo largo de los cuatro días que estuvimos en la isla acaso menos turística de todas las del archipiélago, pero que, para nosotros, fue todo un descubrimiento, fundamentalmente por nuestra inveterada afición a las playas salvajes en las que no siempre la contemplación estética va acompañada de la satisfacción sensual del baño reparador. Instalados en el norte, en El Cotillo, un pequeño pueblo en plena expansión turística, pero aún tranquilo y con mayoritaria población nativa, no tardamos ni siquiera medio día de aclimatación para iniciar recorridos que nos llevaran a ver los atractivos de la isla, como el famoso volcán apagado Calderón Hondo, hasta cuyo cráter llegamos tras una excursión en la que nos vimos literalmente «asediados» por ardillas cuya presencia, dada la ausencia de arbolado en muchísimos quilómetros a la redonda, nos intrigó lo suyo. Como todo tiene una explicación, somos los odiados turistas, al parecer, los que alimentamos a esa especie invasora cuyos primeros ejemplares llegaron en 1965 que han crecido hasta el millón actual, en toda la isla, pues las volvimos a ver en la otra punta de la larga isla, Morro Jable, quizás la parte más turística, aunque con playas extraordinarias y quilométricas capaces de albergar cien veces más el número de turistas actuales. 



Nuestra base de operaciones norteña tenía suficientes alicientes, como el impresionante Parque Natural de las Dunas de Corralejo donde nuestro amigo Eolo nos impidió el baño, pero nos permitió la caza fotográfica. Ahí tampoco, a pesar de algunos edificios turísticos lamentables, sentimos que, como turistas, fuéramos mal recibidos, algo que no ocurrió en ningún momento en los ocho días que estuvimos en las islas. 



Nada que ver con otros espacios menos amplios y masificados como la Costa Brava catalana, con calas como la de Aigua Blava, con control de acceso, al estilo de lo que ocurre en ciertas calas de las Baleares, de Palma e Ibiza. En Fuertev(i)entura es raro sentirse en un destino masificado, excepción hecha de la parte sur, de Morro Jable, adonde se llega tras un largo viaje por carreteras de toda condición y paisajes bien hermosos. En el paseo marítimo de Morro Jable fue donde descubrimos que Willy Brandt fue de los primeros mandatarios europeos en descubrir la isla, todavía en tiempos de Franco, y hay fotos de la Guardia Civil del dictador rindiendo honores al Todopoderoso líder de la socialdemocracia alemana y europea, el padrino de Felipe González, a cuyo partido, el PSOE, ayudó económicamente, del mismo modo que proyectó internacionalmente la figura del joven líder sevillano. Brandt convivió con los pescadores e hizo excursiones turísticas a lomos de asnos por tortuosos caminos de tierra. Y siempre fue fiel a los encantos de esta isla que, geológicamente, fue la primera en emerger de este archipiélago con el que se asocia el mito platónico de la Atlántida.



          Cada isla es distinta, y en Fuertev(i)entura conviven dos paisajes de opuesta tonalidad: el oscuro de las piedras volcánicas, como las costas próximas a El Cotillo, el paraíso, por cierto, de los turistas en caravana que se extienden por todas esas costas salvajes de piedras, como las muy hermosas que rodean el Faro de Tostón, y el blanquecino amarillento de las dunas que, en según qué lugares, cruzan las carreteras sin llegar a impedir el tránsito, aunque, en tiempos de vendaval, bien pudiera ser que ocurriera. Los pueblos de la isla que fuimos conociendo, con edificios que usualmente no sobrepasan las dos alturas, se extienden hermosos y limpios como manchas blancas sobre el terreno, si vistos desde la lejanía, y en sus desérticos centros de población destaca una idéntica estructura en los templos y el poco movimiento de personas, y daba igual la hora. Si en algún espacio se tiene sensación de relajación y ausencia absoluta de estrés, es en localidades como La Oliva, Antigua, Tindaya, Casillas del Ángel o Pájara. Corralejo, con su puerto, donde tomamos el Ferry para pasar a Lanzarote ya tiene más estructura de pueblo costero al uso de España, pero, aun así, es incomparable con localidades similares de la península como la masificada Mazarrón en la hermosa costa de Águilas, otro de esos descubrimientos, el parque natural de Cabo Cope y Puntas del Calnegre, que justifican el turismo por nuestro país en justo reconocimiento a sus bellezas.

          Cuatro días dan mucho de sí, pero con ellos no se agota una isla cuya costa occidental, excepto El Cotillo, hubimos de dejar para otra ocasión que, si la salud no lo impide, figura ya entre los proyectos a medio plazo; máxime si, tras las excursiones del día, descontamos las horas de retiro que nos gusta dedicar al descanso, la lectura, la cena frugal de fruta y yogur en la habitación del hotel (muy acogedor el que escogimos al azar, Hotel Coral Beach, con un trato exquisito y unas instalaciones renovadas y cómodas) y, si se tercia, alguna película de Filmin en el móvil…





          A Lanzarote fuimos como jubilados usamericanos a Miami: sol, playa, descanso y confort. Por primera vez en cincuenta y un años de viajes, tras haberlos hecho de todo tipo; camping con tienda canadiense; remolque, pensiones, hostales, hoteles y apartamentos, quise darle una alegría a mi Conjunta y escogí, para la calma chicha de la playa a la que no faltamos un solo día de los cuatro que en él estuvimos, un hotel de cinco estrellas, con una parte de la instalación reservada solo para adultos, es decir, sin familias con niños ni mascotas…, con su piscina privada y dos tanques de jacuzzi… El «club» selecto incluía un té espléndido, con tres bandejas de «nutrientes», desde lo saldo hasta lo dulce, y, después,  barra libre de bebidas. Como siempre nos pasa, solo un día usamos el servicio de té, y ninguno el de las bebidas, pero la tranquilidad de una habitación con salita y una terraza donde leer con absoluto silencio nos pareció impagable. En el fondo, se trataba de un lujo a imitación del de la jet, pero a la altura de la clase media que, alguna vez, hace el esfuerzo para llegar adonde usualmente ni se le ocurre ir. Por cierto, en esos días coincidimos en el hotel y, después, en un restaurante, con un inconfundible ministro canario de Rajoy. La Playa Dorada, aun siendo de las pocas «blancas» de los alrededores, y de tener numerosos bañistas, permitía estar de forma holgada, y, a mí, refugiarme junto a unas rocas que proyectaban su sombra para poder seguir la entretenida lectura del libro sobre los lugares comunes de Léon Bloy, aun escociéndome que representara, indirectamente, en esos días, a la figura del burgués a quien desprecia, insulta y de quien abomina a lo largo de todo el libro, si bien he de decir que el violento escritor se refiere más a la mentalidad burguesa filistea, de la que, ¡por suerte!, creo andar lejos.

          La necesidad de descanso, la pereza que promueve el confort y nuestra excelente predisposición hacia el dolce far niente ilustrado no impidieron que hiciéramos una breve excursión a pie hasta los acantilados de la Playa Papagayo, ubicada en el  Parque Natural de los Ajaches. Podríamos haber ido uno de los días, pero la comodidad del paseo de quince minutos del hotel hasta Playa Dorada      nos convenció de ahorrarnos una buena caminata cuyo retorno, dado que, por precaución, no solemos estar más de una hora en la playa, hubiera sido, bajo el sol justiciero que tuvimos los cuatro días, un auténtico calvario. La belleza de esas playas vírgenes es, per se, motivo suficiente para acercarse a ellas, y hay quienes las califican como las playas más bellas de España, que ya es decir, con las playas que tenemos la suerte de disfrutar en nuestro privilegiado litoral.

                               

          Salí con la prevención del turista molesto que contribuye a la degradación del territorio, pero desde el mismísimo primer día que aterrizamos en Fuertev(i)entura supe que mi generosidad en el gasto contribuía poderosamente al desarrollo y mejora del nivel de vida de las personas que viven en él. Y eso siempre me ha parecido que un turista responsable ha de hacerlo: ser generoso en el gasto. Para tan pocos días como uno está conociendo realidades distintas de la propia, no se puede ni se debe escatimar. Lo segundo que ha de hacer el turista consciente es respetar los entornos y no contribuir ni a su suciedad ni a su degradación, y tratar de dejar la menor huella posible de su paso, excepción hecha de las fotografías que tan hermosos lugares como estas dos islas invitan a coleccionar abundantemente.

          Dejamos a otros el turismo de aventura. La nuestra ha sido ver con ojos vírgenes espacios también vírgenes y poco frecuentados, sin perder de vista la civilización de la urbanidad y el respeto. Amigos tenemos que han estado viniendo a las islas año tras años y han pasado por todas las del archipiélago, y no me extraña.

 

 Finalmente, una curiosidad estética: un detalle de la primera estación del Vía Crucis pintado sobre piedra volcánica:


y una imagen de adonde nuestro amor a la lectura siempre nos lleva: 






martes, 6 de agosto de 2024

La mirada suspendida de las postrimerías.


El homo faber frente a la impotencia última.

Cuando se llega a cierta edad, usualmente pasados los noventa, y el cuerpo apenas responde ya a la posibilidad de mantener una actividad cotidiana reparadora, la mirada de las personas sedentes se gira hacia un vacío fronterizo con el olvido y con recuerdos muy escogidos, aunque confusos, precisos como el detalle magnífico de un novelista decimonónico y, a menudo, anodinos como el tiempo que se abre ante uno en su cruel repetición del aburrimiento eterno en que se acaba teniendo la certeza de sobrevivir con un esfuerzo tan descomunal como pasivo.

Cada persona es un mundo, pero cuando la ausencia total de formación, salvo la de la escuela de la vida, que no todos aprovechan del mismo modo, nos deja solos ante las horas, sin tener «nada que hacer», aunque se ansíe salir del impedimento general de un  cuerpo que ni fuerzas para levantarse del asiento tiene, el ánimo se ensombrece e incluso aparece el enfado, porque ese «no hacer nada» es la más agresiva señal de que solo vivimos ya para esperar la muerte que nos continúe el descanso, porque, en esas condiciones, las siestas eternas son el refugio frecuente de quien no está para pocos ni muchos trotes.

Hay destinos que no se escogen, aunque se crea la bella ficción de que todos, sin distinción, somos portadores del libre albedrío. Imaginemos una vida sin instrucción, lindante con el analfabetismo y con nulo interés inveterado en cualquier cosa que traspase los férreos límites del círculo familiar o la alienación de Tele 5, pongámosle noventa y siete años encima y pensemos cuál será su sentimiento de la vida, limitada por severas carencias físicas.

Es difícil la convivencia, en esos casos, porque la persona, como un disco rayado, repite sus cuatro frases de rigor hasta la extenuación, y han de ser correspondidas porque allí no hay una «comunicación», sino una función fática del lenguaje, y la compasión y el respeto obligan a eso y a más. No se trata del Alzheimer, infinitamente más cruel que la leve demencia senil de la que acaso nadie nos escapemos, pero no anda lejos del terrible tormento el relativo autismo que no sale del mundo mínimo que puede expresar la persona de esa edad y condiciones.

«Acompañar» es palabra inoperante, porque, en realidad, tal persona «exige» la presencia constante a menos de medio metro del familiar de turno, y si no es así, incluso puede provocarle una crisis de llanto tremebundo, porque la sensación real y física de «abandono» es punzante como una herida de arma blanca. No es fácil ese acompañamiento que no es tal, sino la preocupación por la criatura sin edad a la que volvemos cuando alcanzamos edades tan avanzadas, porque se la ha de cuidar casi como a un bebé, pero cuidándonos mucho de respetar la poca o mucha autonomía que le quede a la persona, cuyos arrebatos de ira, además, suelen dejar a los cuidadores al borde del llanto: la ingratitud legendaria de los niños es un espejo de la de los ancianos. Y el mito del anciano afable, sonriente, dulce y respetuoso, pues eso, que tiene más de mito que de realidad. Ya lo decía Machado, que «no todas las canas son venerables»; pero en estos casos de longevidad extrema está en juego el instinto de supervivencia, porque la persona «teme» realmente por ser abandonada como un recién nacido en la puerta de una iglesia.

Cuando se quiere respetar la voluntad de una persona de no ser llevada a una residencia geriátrica, sus familiares han de ser conscientes de la vida que hipotecan en aras de complacer ese deseo, porque, de repente, la propia vida desaparece para convertirse uno en mera herramienta del bienestar del otro. En términos cristianos hablaríamos de «sacrificio», y quienes sean personas religiosas incluso agradecerán tener un menester que afiance sus méritos ante el Juez del Alto Tribunal, llegado el momento; para los agnósticos solo cabe hablar de «compromiso», que se aceptará en uno u otro grado en función de la propia historia: no siempre las relaciones padres-hijos avalan que los hijos hagan por los padres lo que los padres no hicieron por sus hijos. Lo habitual, con todo, es hacer más, bastante más, de lo que la evaluación del debe y el haber acredita.

La mirada de la persona anciana que, imposibilitada de mantener un rico intercambio de pareceres con sus allegados, se abisma en un silencio rencoroso y decepcionado, no es fácil de contemplar sin una inmensa compasión, aunque nada se pueda hacer por remediarla. A veces causa espanto, contemplar, de soslayo, la fiereza de una mirada que solo se lamenta de que no haya nadie que la aparte de la monotonía del vacío; sobre todo cuando sus imposibles interlocutores son amantes del silencio o la lectura. El ceño se frunce y los labios se crispan, y, de tanto en tanto, unos ojos muy abiertos tropiezan con los tuyos y parecen decirte: «¡Bueno, nadie me va a entretener! ¡Voy a tener que seguir sentada en este sillón como un trasto inútil? ¡Pues vaya, qué ingratos! ¡Pues si no queréis estar conmigo, llevadme a mi casa y no me obliguéis a estar aquí!»

En ese momento sonríes, antes de seguir con la lectura de la prensa, y no tardas en percatarte de que el sueño profundo ha vuelto a llevarse a la persona al ensayo intenso del porvenir…

martes, 23 de julio de 2024

Del PODER a los poderes…

 
 


No tan viejas reflexiones sobre el Poder, anteriores al ejercicio autocrático que está haciendo el PSOE de él en nuestros días, laminando la separación constitucional de los mismos.

 

Todos los partidos políticos, sin distinción, aspiran a conseguir el PODER (sic, sí, porque en el imaginario de todos ellos siempre se ha escrito con mayúsculas, para hacerles creer a los electores en la pervivencia de uno de los atributos de la divinidad, instancia a la que los partidos sustituyen desde una óptica laica, la omnipotencia), aunque, como aspiro a mostrar en esta reflexión, en la realidad que cae fuera de los discursos, los eslóganes y las menguadas ideologías que por él compiten, el poder se ha de escribir con las humildes minúsculas de andar por casa.

Aún escuece entre el electorado, creo yo, el repertorio de promesas incumplidas por el PP apenas fue elegido, con desinformada ilusión, por once millones de votantes. El poder, del que Podemos ha hecho recientemente «marca» electoral, no se reveló, en el caso del PP, con suficiente fuerza como para materializarse de modo que casaran las promesas y los hechos. La famosa derrota convertida en medalla: «Hemos hecho lo que se tenía que hacer» (traducido: «hemos hecho lo que nos han dicho que hagamos»), no puede ocultar el trecho inmenso que hay entre lo prometido a los votantes y lo incumplido; entre la demagógica concepción del poder y su discreto, banal y gris ejercicio.

          El para qué, la finalidad de ese legítimo objetivo que es la conquista del poder, sería lo que marcaría las diferencias entre los partidos, si bien, como muestra la presente legislatura, ni siquiera una mayoría absoluta ha sido capaz de conseguir que viéramos la magnífica cola de pavo real de ese poder anunciado, y que se ha venido ejerciendo de tal manera que lo único que se ha conseguido ha sido empeorar las condiciones de vida de los votantes con menos recursos, y manifestarse en ámbitos de la vida social en los que ninguna necesidad había de que se ejerciera, como la ley mordaza, la de montes y costas para facilitar la especulación o la afortunadamente fallida del aborto. Y sin que se ejerciera para atajar el drama de los desahucios, por ejemplo.

«Cuando lleguemos al PODER…», anuncian y/o prometen los líderes bonanovistas de todos los partidos con un entusiasmo solo parejo a su ingenuidad y/o a su mendacidad; pero los electores descubrirán que  aquello que Guerra prometió con frase desgarrada: «El día en que nos vayamos, a España no la va a conocer ni la madre que la parió», no fue más que eso, una frase más, poco lúcida, del repertorio de las muchas que han jalonado la historia de nuestra democracia actual, porque la ineficacia de la acción política en España es algo que, en efecto, se conoce desde la madre que la parió, como la Historia ha dejado sentenciado.

Lo propio sería hablar de «poderes», como cuando nos referimos a la estructura del estado: legislativo, ejecutivo y judicial. Porque lo propio del poder en este primer tercio del siglo XXI es su atomización, su reparto, no diré que impecablemente democrático, pero sí incontrovertiblemente real, lo cual permite un ejercicio del mismo acorde con la creciente complejidad de nuestras sociedades, poco hechas al ordeno y mando vertical de una mayoría parlamentaria, y menos aún si esta es absoluta. De hecho, esta realidad: «mayoría absoluta» –que en nuestro país ha sepultado gobiernos de González y de Aznar, y va camino de hacer lo mismo con el de Rajoy– en modo alguno puede entenderse como «poder absoluto», que es lo que los usufructuarios de la misma a veces han tenido la tentación de pensar. Y de ahí los choques ácidos, y a veces hasta virulentos, con el poder de los administrados.

Desde esta perspectiva, que todos somos poder, en diferente grado de intensidad, fuerza y representatividad, resulta difícil entender el afán de algunos depositarios de esos «poderes» en transformarse en instancias políticas que sacrifican el poder social conseguido, a veces con loables esfuerzos, para aspirar a la conquista de ese PODER desde el que se nos promete «cambiarnos la vida», con ademanes de ordeno y mando…, como si cada cual no fuera el autor del guion de su propia vida. Hay, en el fondo, una concepción ingenua y romántica en esa creencia transformadora del poder, una ficción de la que, a todos los políticos, les despiertan los convenios internacionales, la implacabilidad de las leyes (como Syriza acaba de comprobar) y los límites de la Constitución. Claro que es cierto que escribir los acuerdos del Consejo de Ministros en el BOE es una demostración inapelable del ejercicio del poder, pero no siempre ese hecho implica siquiera que lo allí escrito se cumpla, se traduzca en la observación de una conducta.

El ejemplo más patético de la añeja concepción del poder político lo encarna el escasamente honorable Presidente Mas y su corte de secesionistas de campanario de aldea. Ni siquiera lo establecido con pomposa solemnidad de república bananera en el DOGC puede tener capacidad de obligar a los ciudadanos, máxime si anda por medio un Tribunal Constitucional que te marca los límites reales del ejercicio del poder, como recién lo acaba de hacer el Tribunal de Garantías Estatutarias. Perseverar en el anuncio e intento de cumplimiento de medidas anticonstitucionales no puede llevar sino, al margen del desprecio jurídico, al más espantoso de los ridículos. Si consideramos la proyectada DUI, deberíamos de inventar una tercera clasificación: mayúsculas, minúsculas y ¿párvulas?, para considerar la naturaleza de ese nuevo poder al que los defensores de la tal aspiran.

Michel Foucault fue un brillante analista de las relaciones de poder en la sociedad occidental, y a él se debe un concepto «la microfísica del poder» que nos es útil para entender que las relaciones verticales de poder han sido sustituidas por relaciones horizontales, aún escasamente comprendidas y/o valoradas por unos políticos que viven todavía en el sueño antiguo del Príncipe maquiavélico; pero plenamente ejercidas por la ciudadanía a través de movimientos espontáneos (o no tanto) en defensa de bienes y/o derechos. Por todo ello es por lo que resulta incomprensible la insistencia de actores políticos como Podemos, por ejemplo, en un mantra, el de la «toma del PODER» —o su angelical versión de «asaltar los cielos»—, mediante el que se aspira a lograr la instauración de unos ideales que chocan abiertamente con los nuevos poseedores de ese poder.

El viaje del poder absoluto a su absoluta atomización exige que nos adaptemos a una realidad cambiante que hace tiempo que se llevó por delante, como un tsunami, añejas concepciones del ya inexistente PODER.

lunes, 22 de julio de 2024

La inteligencia que escoge otros países de Europa.

 


 


 

¿Podemos hablar de los jóvenes españoles que trabajan en Europa como de «emigrantes»?


      El hecho de haber tenido un hijo trabajando en Alemania, en Múnich, me ha llevado a reflexionar sobre un argumento de política «nacional» que no acabo de entender: ciertas fuerzas políticas de izquierdas esgrimen como un fracaso del gobierno el hecho de que nuestros jóvenes hayan de buscar en Europa un puesto de trabajo que nuestro sistema parece incapaz de ofrecerles. Dejo de lado, ahora, el terrible problema entre la inadecuación de la formación y las necesidades del sistema productivo, una rémora para el progreso económico que no se ha querido (o podido) solucionar en todos los años que llevamos de democracia, y me centro en esa concepción «nacionalista» que afecta a la totalidad de las fuerzas políticas españolas, encerradas en los asfixiantes límites de nuestro país y renunciando a la proyección continental de los individuo que está en el ADN del proyecto europeo. 

A partir de nuestra entrada en la UE, oficiada con la mayor de los solemnidades, porque significaba devolvernos al mainstream de un proyecto continental del que la dictadura de Franco nos apartó durante casi 40 años, nunca más se me volvió a ocurrir que esa Europa en la que se nos recibía con entusiasmo, algún recelo y enorme generosidad —algo que conviene recordar para los olvidadizos antieuropeístas—, seguía siendo para los españoles «el extranjero», ese mundo «peligroso», así lo satanizaba el franquismo,  de más allá de los Pirineos, adonde se había de viajar para ver El último tango en París o comprar los libros de El Ruedo Ibérico.

Desde antes de aquel día, la frecuentación de la literatura y el pensamiento europeos, desde Joyce hasta Sartre, pasando por Shakespeare, Baudelaire, Svevo, Kierkegaard, Nietzsche, Ionesco, Hegel o Leduc, y la necesaria visión de las obras de los cineastas europeos, desde Bergman hasta Rossellini, pasando por Murnau, Gance, Lang, Dreyer, Renoir o Hitchcock —la lista, como la anterior, sería inacabable...—, ya nos había convertido, a los opositores al Régimen (a los antiespañoles...) en europeos de pro. Entrar en Europa era, pues, algo así como el regreso del hijo secuestrado por facinerosos.

Desde esta perspectiva, así pues, ¿cómo es posible entender que mi hijo, por ejemplo, que trabajaba en Múnich con europeos de cinco o seis países diferentes,  que hablaba allí en catalán, castellano, francés e inglés esté «en el extranjero»? ¿Qué estrecho concepto atávico de lo «extranjero» se alberga en las mentes valderramanianas a las que entristece la lejanía de «lo propio», de la «patria» de ese «emigrante» con su «rosario de dientes de marfil»? Me estremece siquiera pensarlo.

Aquella juventud del  "cincel y de la maza" por la que suspiraba Antonio Machado, para liberarnos de la que "ora y embiste", es esa que ha roto las fronteras y ha convertido el continente en nueva patria, algo que ni siquiera algunos gobiernos han acabado de entender todavía, condicionados aún por la idea miserable del nacionalismo más reductor y frustrante, y prisioneros de una diplomacia que sigue rindiendo culto al ídolo obsoleto de la patria chica, en vez de colaborar sin reservas para la creación de los Estados Unidos de Europa y plantar cara a amenazas reales que pretenden convertir el continente en un actor secundario en la escena internacional. De acuerdo con este pensamiento, resulta inexplicable la alianza anglo-franco-alemana con China para la creación de una alternativa al FMI, en vez de haber potenciado el Banco Central Europeo y haberle dado libertad de movimientos para la creación de esa alternativa en nombre de todo el continente. ¡Los viejos ídolos, que nunca acaban de morir del todo!

            Fuimos a visitar a nuestro hijo y puedo confirmar que, a pesar de los notables diferencias culturales entre Alemania y España,  me he sentido en aquella ciudad, como un muniqués más. Y eso que, para un catalán antisecesionista, visitar la cuna del movimiento nacionalsocialista tiene, he de reconocerlo, un morbo añadido... Hice abstracción de ello y me fijé en lo que una visita tan corta, de dos días, permite. Se trata de una ciudad con los mismos habitantes que Barcelona, pero con un urbanismo "amigo", podríamos decir. Pocos edificios sobrepasan las cuatro alturas y, salvo en el centro, el resto de la ciudad tiene unas calles con muy reducido tráfico, un uso tan general como tradicional de la bicicleta, un respeto sacrosanto a las señales de tráfico y un uso peatonal de la ciudad tan cívico como generoso. Que sea la capital mundial de la cerveza en modo alguno significa que la ebriedad se perciba como una «normalidad» del paisaje humano, a diferencia de lo que ocurre en Barcelona. A este observador de la vida común y corriente le llamó mucho la atención la religiosidad católica de la ciudad y la fácil coexistencia de las identidades bávara y germánica, y eso que todo lo bávaro se exhibe como motivo turístico de primer orden. En el ámbito de la cultura, sin embargo, eché de menos, como mínimo, la existencia de dos estatuas que no pude hallar —lo que no quiere decir que no existan, aunque muy escondidas han de estar, a fe...—, una de Ludwig II, el llamado Rey loco, wagneriano de pro; y otra de Thomas Mann, que más me pareció el «hijo odiado» de la ciudad que el «hijo predilecto» al que se le hace entrega de las llaves de la villa. En todo caso, y tras tantas lecturas sobre la República de Weimar y el ascenso del nacionalsocialismo, no deja de ser una alegría que la ruta turística llamada del III Reich hable de los infamous places de aquel movimiento diabólico. De hecho, la casa donde se alojaba Hitler fue convertida en un cuartel de policía para evitar el turismo nostálgico, y su casa natal austríaca es, hoy en día, un centro para el estudio de la multiculturalidad. Por lo demás, Múnich es una ciudad llena de contrastes, como, por ejemplo, que en el llamado Parque de los Ingleses, un espacio que recuerda mucho el Hyde Park londinense,  el Ayuntamiento haya instalado una ola artificial de la que disfrutan, como se aprecia, los surfistas.

                                         


 


           


No sé si mi posición es un poco panglossiana, pero ¡me cuesta tanto concebir que Europa sea para mí «el extranjero»! Hasta encontré, desde mi condición de crítico cinematográfico, una joya que aquí en nuestro país ha desaparecido: los carteles pintados en los cines de estreno. Una profesión artesanal que poco a poco fue cayendo en el olvido y que antes adornaba nuestras principales avenidas con una pintura mural de altísima calidad. A ver si verlos en el resto de Europa anima a recobrar esa vieja artesanía que en modo alguno molestaba ni afeaba nuestras calles.


 


Nota: "La familia Bélier", de Éric Lartigau la vi algún tiempo después en casa y nos divirtió hasta la carcajada...

martes, 25 de junio de 2024

La lexicografía como evasión de la degradación política actual.

 

El Diccionario cheli, de Francisco Umbral, o la crónica de uno de los argots de la España de la Transición.

 

          ¡Qué fatiga! ¡Qué desolación!  La desmedrada vida política española ha alcanzado tal nivel de degradación merced al Todovalismo ejercido por el perdedor de las dos últimas elecciones de ámbito nacional —lo que lo ha llevado a renegar de sus propios principios y a «comprar» el cargo de Presidente de Gobierno gracias a una amnistía inmoral con la que ha conseguido el respaldo en su investidura de siete votos de los enemigos de nuestra Constitución y de España, a la que permanentemente denominan “Estado represor”—, que se ha vuelto imposible tratar de participar desde la sindéresis en un festival constante de shitprop que deja a la altura de los párvulos al fundador de la técnica: Joseph Goebbels. «Ultraderecha» son alas deletéreas de B52 bien provistas de bombas de neutrones que despliega el entramado gubernamental para laminar cualquier oposición a los infinitos desmanes antiinstitucionales que nos está siendo dado ver, ante la pasividad de la oposición, que no pasa nunca a la acción y se contenta con la hermana pobre del shitprop: las declaraciones de condena.

Es evidente que la inacción social es una losa excesiva para tratar de contrarrestarla con el ejercicio del razonamiento individual, de ahí que sea comprensible el desistimiento que acomete al bienintencionado crítico de nuestro tiempo, y que lo lleva a refugiarse en lecturas que, solo en parte, le permiten distanciarse del fango que el Poder esparce a su antojo para que, sin ser Dinamarca, mucho, en puridad, esté podrido en España. Lo del husmo insufrible sería una inferencia legítima a partir de la expresión favorita del dedificado presidente del muy podrido Tribunal Constitucional. No de otro modo se explica, al margen de otros asuntillos creativos de poca monta…, que haya dilatado tanto mi aparición en esa Provincia tan irredenta como abandonada la tenía. Y he de volver pronto a visitarla para recordar que hay una iglesia de Gaudí, la llamada Cripta Güell, que amerita una visita, por la inmensa inventiva que desplegó el arquitecto en ella, lo mismo que el resto de la colonia fabril, modelo del capitalismo con supuesto «rostro humano» del siglo XIX. No puede hablarse propiamente de «depresión», una vez que se conoce la sobrecogedora dimensión de ese trastorno anímico, pero sí de espíritu «derrotado» por el agresivo, incívico e inmoral Todovalismo que, sin escándalo social mayoritario, va transformando nuestra realidad constitucional en «otra cosa» que tiene más que ver con degradas realidades políticas del otro lado del Atlántico que con nuestra innegable incardinación europea.

          Desde siempre la labor intelectora, en su esencial variante lectora, ha sido un refugio consolador frente a la adversidad de los tiempos; también la escritura creativa, y, en menor medida, esta práctica de la divulgación, no por modesta, por humilde, menos necesaria. En cualquier caso, un texto tan heterodoxo como un diccionario de argot es, per se, una lectura desafiante frente a la mediocridad cultural «de partido» cuyo agitprop políticamente correcto vuelve irrespirable la atmósfera cultural del país donde haya prosperado a la sombra de las subvenciones en flor. Con la misma heterodoxia del autor, Francisco Umbral, quien no duda en exhibirla desde el prólogo: Diccionarios no he consultado nunca ninguno. El de la Academia no lo he visto jamás, este intelector demediado y asfixiado por el olor a cadaverina de nuestra tristísima vida política, tan cercana a la hipocresía moral del nepotismo franquismo, ha decidido hurgar en la contradicción del autor y leer este diccionario hecho de retales y «a como saliere», y la justificación teórica es de lo mejorcito del libro: Literatura es el discurso imprevisible, y el autor deja claro que como él no sabe hacer otra cosa que «literatura», este Diccionario del cheli, por fuerza ha de ser, también, literatura, uno de los mejores capítulos del vasto conjunto de la «comunicación»: Comunicarse no es contar cosas importantísimas o de última hora, sino establecer unas redes léxicas que van envolviendo a todos los presentes, uno o varios, y reteniéndolos mágicamente, sostiene Umbral, y lo defiende en la práctica con un ejercicio de recopilación de sus propios textos que van morcillando (permítaseme el argot teatral, nada cheli) la estructura propia del diccionario, de suyo breve, porque, al decir del autor, el cheli no son más allá de unas docenas de palabras y el verdadero chelismo no está en las voces, sino en la sintaxis.

          Umbral se acerca al cheli desde el homenaje a Ramón Gómez de la Serna, a quien invoca en el epígrafe que abre la obra: La palabra no es una etimología sino un puro milagro. Y a ello va a dedicarse a lo largo de unas cuantas páginas, más hijas del compromiso editorial que de una voluntad de investigación lexicográfica de quien jamás se acerca a los diccionarios. ¿Qué tiene, entonces, el cheli, que tanto llame la atención de Umbral como para escribir un diccionario! Los orígenes del cheli, según el autor, son la cárcel, la droga y el rock. Sus hablantes, y el argot mismo están en una caverna de Platón que hay en los cinturones industriales, burlando y viendo pasar las sombras de una vida que creen más real, es decir, se trata de lenguaje ritual y de clan que opera sobre palabras preexistentes a las que «resignifica». «Repristinar» es verbo que usa también Umbral para definir la acción del cheli sobre el lenguaje del que se alimenta, como es el caso poético de «calcos», que vale por «zapatos nuevos», y que a Umbral le parece un caso admirable de creación poética, puramente de Vanguardia, porque en esta aprendimos que cuanto más lejana esté la referencia entre los objetos que se toman como elementos de comparación, más se acentúa la poesía del hallazgo verbal.

          El autor, célebre cronista de la vida española de la Transición, fue el inventor de un uso periodístico cuya paternidad todo el mundo le reconoce: las negritas de Umbral, que salpicaban sus crónicas como una suerte de acta notarial de quienes formaban parte de la realidad que no podía dejar de oírse ni de verse ni de leerse. Aunque esa práctica periodística le deparara un aura de cierta frivolidad, Umbral es autor de algunas novelas y textos verdaderamente inmortales, entre los que escojo dos de imprescindible lectura: Leyenda del César visionario y el estremecedor diario íntimo Mortal y rosa, de las que el interesado intelector puede hallar reseña en Diario de un artista desencajado. Que Umbral estuvo en todos los cotarros y «movidas» de su época lo atestigua el fino oído atento a la aparición de lenguas y argots que acaban definiendo una época. Sí, el cheli es argot marginal, pero tan ligado a la cultura, a esa «movida», que es para Umbral el más hermoso participio creado por el cheli, que por fuerza había de acabar interesando al autor, siempre abierto a todas las manifestaciones sociales, antisociales, artísticas y, en suma, socioculturales, en la medida en que acaban definiendo una época. Recordemos, a modo de ejemplo, que «loro», que vale «transistor» y también, en «estar al loro», «prestar atención a algo o a alguien», lo popularizó un alcalde muy popular y que no tenía nada de cheli, Enrique Tierno Galván, quien dictó unos maravillosos bandos que merecen lectura por su estilo y contenido. Él fue quien, en un festival de música en el Palacio de los Deportes, incitó a los madrileños a «colocarse», otro vocablo del cheli, y disfrutar de la música: «¡Rockeros, el que no esté colocado que se coloque, y al loro!», lo cual, dicho con 66 años y vistiendo un traje de chaqueta estilo cruzado nos da a entender la impregnación social de un argot en el que el autor de este diccionario veía reflejada gran parte de su presente.

          Más allá del vocabulario listado, donde los lectores de cierta edad —que tantos, piadosamente, se apresuran a disfrazar de «incierta»— tropezaran con obras del cheli tan conocidas como «basca», «abrirse», «chorvo», cuyo femenino es siempre «jai», ¡jamas «chorva»!, «marcha», y derivados como «marchosos», momento en el que Umbral hace una distinción muy graciosa entre «marchosos» y «muermos» —otra voz del cheli, tomada de otros argots, y en este caso nada menos que de la veterinaria…—: en doble columna opone unos a otros y baste la oposición Rollings vs. Pecos para entender correctamente qué ha de entenderse por marchosos y muermos…, «passar y «rollo», finalmente, las reconocerán los intelectores como dos auténticas «marcas» del cheli: la primera la define Umbral como el passar es una agresión inmóvil;, y la segunda es la gran palabra ómnibus del cheli: servía para casi todo;  y con otras casi desconocidas, al menos para mi menda,  como «Bisontefield», que jamás ni he oído ni leído, aunque tendría que revisar la edición exenta de Las Cassettes de Mac Macarra —obra del historiador Emilio de la Cruz Aguilar—, a ver si por allí apareciera…; algunas procedentes de épocas anteriores a la Transición como «Ostraspedrín», procedente de los tebeos franquistas de los personajes Roberto Alcázar y Pedrín, y, para Umbral. la única palabra compuesta del cheli; o la que el autotr considera su única aportación al cheli: «latinoché»… Más allá, decía, del inventario concreto de voces, que no sigo desvelando para que los lectores de este ameno diccionario que recoge memoria histórica de un tiempo político con el que la República Federal de Nacionalismos Hispánicos, o cosa asín…, quiere acabar, puedan disfrutar de lo que no creo, según la edad, que constituya novedad alguna; más allá, insisto, Umbral despliega, entre los muchos materiales que ha allegado para la construcción de su obra por entregas, un arsenal de citas de autores de relumbrón que ha de sumarse a ciertas radiografías de la época que incluyen, por ejemplo, un análisis de Alaska y los Pegamoides, de Ramoncín, a quien Umbral considera el cheli rockero más legal de su tiempo, o un curioso análisis, a propósito de «carroza», de la novelística críptica de quien fue, en su tiempo, valiéndose de su éxito literario entre los jóvenes ingenuos, un cinegético depredador sexual: José Luis Martín Vigil. En ese capítulo de las reinonas/carrozas, recoge Umbral la anécdota de Gide:

Le preguntaron una vez a André Gide:

—¿Por qué corre usted siempre detrás de su propia juventud?

Y contestó:

—No sólo detrás de la mía.

Menos novedoso es el retrato de un Elvis Presley enganchado hasta la sobredosis final a la droga, quien fue, paradójicamente, condecorado por Nixon como «Agente honorífico de la brigada antinarcóticos».

          Llama la atención la calificación de argot «casto» que predica el autor del cheli. De hecho, solo recoge una muestra «orejas» que vale «tetas: un hallazgo irónico. En inglés, sin embargo, del que el cheli toma voces como «Flais», en la expresión «Por si las flais», o uno de los más conocidos del argot: «Flipar»; en inglés, decía,  las orejas son nalgas, como el título de la película de Stephen Frears: Prick up your ears… la biografía del dramaturgo Joe Orton, que aquí se tituló con el incomprensible: Ábrete de orejas…, si no se estaba al cabo de la calle del modismo inglés.

          Es afición poco llamativa, y hasta un cierto punto extravagante, la lectura de diccionarios, pero muy gratificante, sobre todo cuando son tan personales como este de Umbral, como lo fue, a su manera, el de María Moliner y como lo son el de Bierce, el de José Luis Coll o el de Flaubert: un mundo en el que el intelector se pierde a conciencia para regresar «repristinado» al innoble contacto con el Todovalismo campante, y trayendo siempre consigo alguna defensa más contra la ominosa extensión de la nesciencia y la alienación. Si en los tiempos del franquismo se decía que o nos salvábamos todos o no se salvaba nadie, ahora está claro que de esta marea del
Todovalismo sectario que todo lo arrasa, uno tiene el deber moral de salvarse a sí mismo y ayudar, en la medida de sus posibilidades, a que otros hagan lo propio.

 

domingo, 11 de febrero de 2024

Banquetes de jubilación.

 


El temido género de las despedidas públicas.


Hay dos subgéneros de la oratoria, las despedidas a los difuntos o epicedios y las despedidas por jubilación, que retan al ingenio y al corazón a partes iguales, según el grado de relación o parentesco que se tenga con los homenajeados. Las primeras, sobre todo, exigen una fortaleza y una presencia de ánimo que no requieren las segundas, más festivas y de relativo menor compromiso. Una es el adiós definitivo; la otra, un hasta luego y que te vaya bonito. A lo largo de la vida solemos vernos en el compromiso, quienes somos aficionados a la escritura, de dar un paso adelante y tratar de estar a la altura de las circunstancias. En los momentos dolorosos cuesta mucho más, pero, según y cómo, en los momentos festivos la exigencia se multiplica. Al fallecido no le llegan nuestras palabras emocionadas; el homenajeado las bebe sorbo a sorbo con una conciencia crítica que nos interpela hasta la raíz del ingenio. 

Teníamos en mi último Instituto un «profesor», residuo de aquel cuerpo de profesores educados en la Academia Nacional de Mandos José Antonio, a los que, con la llegada de la democracia, habían decretado «cuerpo a extinguir». Licenciado en Derecho y amante del cine, se pasaba los días en la garita de la conserjería y, como toda tarea, se encargaba de vigilar a los expulsados y, por la tarde, a los castigados. La envidia de los demás, con 20 horas sobre las dos «cuerdas» vocales cada día, estaba más que justificada, pero, en ningún caso, la inquina hecha cuestión personal y el menosprecio humano que sufría por parte de casi todos. Como en mi modesta bonhomía son principios sacratísimos la cordialidad y la cortesía, siempre, desde que nos conocimos, nos llevamos bien. Él era un gigante de casi dos metros y voz de bajo profundo; yo, una tachuela vivaracha de voz aflautada. Llegó el día, sin embargo, en que nuestro inquilino de la garita decidió jubilarse y la Junta Directiva no encontraba a nadie que le escribiera la despedida en nombre de sus casi compañeros, porque las distancias de todos con él se medían en metros de espesor de nieve, aunque su política de oídos aireados y bien comunicados, por uno le entraba y por el otro le salía, cualquier malicia que le llegara, le permitían hacer su vida tranquila y cobrar tan ricamente a final de mes; como no encontraban a nadie, se dirigieron a mí para hacerle los «honores». Llegó el momento, en el banquete de las jubilaciones y quedó para el final un adiós que, dada su afición, compartida conmigo, me pareció «de justicia», aunque, una vez leído, ¡qué mal les sentó a algunos colegas tan paleoizquierdistas como sin escrúpulos! Helo aquí, que viene saltando por las montañas de los archivos olvidados…:

               F***, te felicitamos de corazón por la singular singladura 2012, una odisea del tiempo que te llevará quién sabe si a los agrestes hielos de Los dientes del Diablo, a las impetuosas aguas africanas de La reina de África o a las bulliciosas calles del Nueva York donde quizás Travis Bickle (Are you talking to me? Are you really talking to me?) te podría enseñar lo que esconde el glamour de La ciudad que nunca duerme, por donde se pasea el Cowboy de medianoche, pero también Ellos y Ellas (a pesar de que Brando desafine más que yo). Estoy convencido de que te gustaría hacer el viaje en La diligencia, por polvoriento que fuera el camino, dada la excelente compañía del reparto, pero también estoy seguro de que te gustaría llegar como quien tú eres, El hombre tranquilo que jamás se ha sentido, frente a los alumnos, Solo ante el peligro ni ha perdido con ellos Los mejores años de nuestra vida. Encargado de docilitar a los Rebeldes sin causa, siempre me ha parecido que tu presencia le daba un cierto aire inglés a nuestra septuagenaria institución, e incluso, con la reciente adquisición R*** del universo Nespresso, me ha parecido, a veces, que destilaba la conserjería, un delicado aroma a Té y simpatía. Desde la conserjería, donde tenías El nido de las águilas, has visto una y otra vez, en los tempranos anocheceres invernales, La jungla de asfalto en su más peculiar manifestación, incluso con el blanco y negro lleno de sombras compactas y sorprendentes, y descarnados destellos luminosos. En ese reducido espacio, junto al señor Á*** me parecisteis siempre Dos hombres y un destino: velar por la integridad de nuestra venerable y achacosa institución. Hasta es posible que desde esa especie de Puente sobre el río Kwai que acabas de volar en mil pedazos liberadores, hayas sentido un Vértigo desasosegante al contemplar, desde La ventana indiscreta que da al parque, el ataque de Los pájaros contra las cotorras en esa lucha descarnada que tienen por el escaso pan que les dejan y que resolvería con total autoridad, como lo hace en los aeródromos, El halcón maltés o el granadino halcón peregrino... Lo que te deseamos quienes te despedimos hoy de tu vida laboral, ¡ese Oscuro objeto del deseo! para muchos de nosotros…, es que no te veas jamás Atrapado en el tiempo de un solo día, por mucho que se aprenda en él, sino que pases Una noche en la Ópera, que pruebes La sopa de ganso, que nunca te comas Las uvas de la ira, sino las indigestas de muchos Años Nuevos, que sientas la emoción de vivir Con la muerte en los talones, que Adivines quién te viene a cenar, que hagas Los viajes de Sullivan y que des La vuelta al mundo en ochenta días… Los que nos quedamos te deseamos que nos recuerdes no como Lo que el viento se llevó, sino como quienes te hemos conocido como el imperturbable Atticus de Matar a un ruiseñor, un señor del derecho y el adorable Fronkostin de El espíritu de la Colmena, alguien que, saliendo de aquí, sabrá, más aún que estando dentro, ¡Qué bello es vivir!

 

 

viernes, 9 de febrero de 2024

Murakami, corredor de fondo.



Vidas muy relativamente paralelas o coincidencias de largo aliento...

 

          Confieso que aún no he leído ningún texto literario de Murakami, pero acabo de leer un librito suyo sobre una materia que domino desde hace años: la carrera de fondo y la competición de maratón. Sí he visto adaptaciones cinematográficas de sus obras: Burning, de Lee Chang-Dong; Drive my car, de Ryûsuke Hamaguchi y Tokio Blues, de Trn Anh Hùng. El librito me lo regalaron mis sobrinos Alberto y Ruth, pero hasta ahora no había encontrado el hueco para leerlo, en parte porque, por exceso de intuición que me pierde, «sabía» que no me iba a decir nada nuevo, como así ha sido, en efecto. Con todo, me lo he pasado bien y por eso quiero recomendarlo tanto a corredores como a escritores y, sobre todo, a quienes reúnan ambas condiciones. Escribir y correr son, siempre lo he tenido claro, carreras de larga distancia, sobre todo lo segundo. Ser ha de tener una excelente forma física para sobrevivir a ambos retos. Murakami, en su librito de encargo, escrito un poco a salto de mata, hace honor a ambos, porque sabe que, como dice el viejo dicho: Pain in inevitable. Suffering is optional.

 «Correr te forja», nos viene a decir Murakami —razones para seguir corriendo no hay más que unas pocas, pero si es para dejarlo, hay para llenar un tráiler—, e incluso llega mucho más allá, porque como inevitablemente mezcla su vida literaria con su vida corredora, nos dice que en mi caso, la mayoría de lo que sé sobre la escritura lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana. De un modo natural, física y práctico. Y su manera de entender ambas dedicaciones es idéntica porque, como ha afirmado desde el comienzo: En la profesión de novelista (al menos para mí) no hay victorias ni derrotas. Paralelamente, sabe que en la práctica deportiva, a pesar de que él se considere un corredor «corriente y moliente», incluso mediocre, del montón, lo importante es ir superándose, aunque solo sea un poco, con respecto al día anterior. Porque si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ese no es otro que el tú de ayer.

          Murakami empezó a correr a los 33 —yo empecé a los cuarenta y dos para que coincidiera mi edad con la distancia que había de recorrer— y llegó a su apogeo a los cuarenta y cinco —yo llegué a los cincuenta y uno, cuando, a mucha distancia de Murakami, acabé el maratón en tres horas y nueve minutos, mientras que él anduvo siempre en torno a las tres horas y treinta minutos; pero cuando el 2004 intenté el inevitable asalto a las tres horas, y estaba a punto de caramelo para conseguirlo, se cruzó el atentado del 11 de marzo y en el entrenamiento de ese aciago día me lesioné seriamente en el gemelo y, aunque corrí lesionado el maratón, lo acabé, cojo, en 3’38”, ¡qué tiempos y heroicidades!—. Él suele correr oyendo música, de rock y a veces jazz, y entre sus grupos preferidos están Red Hot Chilli Peppers, Beck o Credence Clearwater Revival, entre otros. Yo suelo correr a solas con mi cuerpo, oyendo sus muchas reacciones y evaluando constantemente la respiración, los avisos de sobrecarga y todos esos mecanismos que nos permiten correr con una u otra intensidad y aprovechamiento.  En lo que sí coincidimos ambos es en no pensar más que en correr, aunque no es extraña que durante la carrera tengamos muchas reflexiones de carácter literario sobre lo que estemos escribiendo u otras consideraciones intempestivas que nos apartan de la concentración que la carrera exige. El esfuerzo de la competición, sin embargo, no admite más devaneo mental que estar atento a las reacciones propias del cuerpo, como cuando él corrió de Atenas a Maratón sin haber caído en la cuenta de lo que significaba una hazaña así en el verano ateniense, cuando, como él señala aquí lo de sudar la gota gorda no existe, pues el sudor desaparece mucho antes de que le dé tiempo a formar una gota. […] Por fin llego a la meta. No siento de ningún modo la satisfacción de haber logrado nada. Lo único que hay en mi cabeza es la sensación de alivio por no tener que correr mas. […] Con tanta sal, parezco una salina humana. Con todo ese sufrimiento, hizo un magnífico tiempo, 3’51”, del que puede sentirse orgulloso.

La personalidad del corredor de fondo se ajusta perfectamente a la idea de sí que tiene Murakami, porque su individualismo y su querencia por la soledad y el silencio lo hacen absolutamente compatible con una dedicación que se ha de practicar, aunque no necesariamente, en soledad, como a él y a mí nos gusta hacerlo: correr solo y a solas contigo mismo es un momento de privilegio en nuestras vidas. Como él dice: que yo sea yo y no otra persona es para mi uno de mis más preciados bienes. Las heridas incurables que recibe el corazón son la contraprestación natural que las personas tienen que pagar al mundo por su independencia. Murakami reconoce que no le importa estar horas y horas sin hablar con nadie o escribiendo o corriendo, que lo considera su manera natural de estar en el mundo, y que no ve ningún mérito en algo que busca instintivamente. Con todo, se casó muy joven, a los veintidós, yo me conjunté a los veinte, y su modo de mantenerse fue abrir un bar de ambiente que le exigía una dedicación total y relacionarse con los demás.

Cuando decide convertirse en novelista, así lo relata él, comienza a escribir y pasa muchas horas sentado y fumando, ¡hasta sesenta pitillos al día! —antes de empezar yo a los 42, fumaba en pipa y tenía tan asociada la lectura y la escritura a la pipa que, cuando decidí, por el esfuerzo de la carrera, dejar de fumar, creí que no volvería ni a leer ni a escribir en mi vida, y eso que yo fumaba en pipa y no me tragaba el humo…—, pero tras acabar su novela La caza del carnero salvaje, y tras haber engordado por el sedentarismo que exigía la escritura, decide ponerse a correr cada día. Correr le sirvió para dejar de fumar, lo que convirtió, según nos dice, en a él, una especie de símbolo de la ruptura con mi vida anterior. Murakami no se engaña, como tampoco lo hace ningún corredor auténtico: No soy un corredor de los buenos, pero al menos tengo una gran capacidad de resistencia. Es uno de los pocos dones de los que puedo presumir. De hecho, incluso llega a defender que el hecho de correr cada día se convierte para en él en un hábito decisivo para mi salud mental.

          El esfuerzo, la voluntad de perseverar en él y las amenazas que la buena forma física sufre permanentemente, las cifra Murakami en la leyenda que lee cada vez que entra en el gimnasio al que va en Tokio: «EL MÚSCULO SE ADQUIERE CON DIFICULTAD Y SE PIERDE CON FACILIDAD, LA GRASA SE ADQUIERE CON FACILIDAD Y SE PIERDE CON DIFICULTAD». Es una verdad desagradable, pero es la verdad. Así lo escribe, como debe de estar escrito donde lo lee, con las mayúsculas de las verdades irrefutables.

          El hecho de haber decidido con su mujer no tener descendencia y de haber tenido la fortuna de triunfar en las Letras desde muy pronto le han permitido a Murakami observar una carrera de corredor mucho más cómoda que la mía, por ejemplo, quien, con dos hijos, una profesión dura y exigente, en tiempo y desgaste humano, la docencia, y con infinidad de requerimientos familiares de todo tipo, bastante hago con haber llegado de momento a los 26 maratones e infinidad de carreras de medio maratón, muy buena parte de ellas y de ellos en compañía de un amigo tan perseverante y excepcionalmente dotado, física e intelectualmente, como Josep Oliver. Correr en compañía de un sabio es lo único que podría envidiarme Murakami a mí, me parece. Por esa condición suya, y por sus compromisos de conferencias por todo el mundo, Murakami tenía entre sus objetivos el maratón de Nueva York, mítico para los corredores, aunque más lo sea el de Boston, que Murakami ha corrido hasta en siete ocasiones, siendo él un habitual de los entrenamiento por las orillas del Charles River. Y en su libro escoge ese maratón para recordarnos algo con lo que los maratonianos convivimos con cierta dignidad: la decadencia. Cuando el cuerpo, por la edad o el desgaste de tantos años, no funciona como en sus mejores épocas y los tiempos se van alargando hasta la ofensa. Lo describe con palabras que todos hemos dicho en una u otra ocasión: Hasta el kilómetro veinticinco aproximadamente pude seguir la liebre, pero después me resultó imposible. Me fastidia reconocerlo, pero las piernas me dejaron de responder poco a poco. Mi ritmo decayó gradualmente. Me adelantó la liebre de las tres horas y cincuenta minutos, y luego también la de las tres horas y cincuenta y cinco minutos. La cosa se ponía fea. Pero de ninguna manera iba a permitir que me adelantara también la liebre de las cuatro horas. […] Tampoco esta vez conseguí bajar de las cuatro horas, aunque por muy poco. Era su vigesimocuarto maratón. Pero a eso estamos hechos y tratamos de resistirnos a «colgar las zapatillas». A mi derecha, desde donde escribo, giro la vista y veo, colgados con chinchetas en la estantería más próxima todos los dorsales de mis maratones, sudados, arrrugados, llenos de una historia personal solo comparable, acaso, con la derrochada en mis historias, y sueño que, en cuanto recupere algo la forma que las cascadas rodillas me niegan, volveré a acercarme a las tres horas y media de aquellos buenos tiempos de la segunda juventud…

          Murakami también lo tiene claro: Supongo que, mientras mi cuerpo me lo permita, aunque esté viejo y achacoso, y aunque la gente de mi entorno me sugiera cosas como «Señor Murakami, ¿no cree que sería hora de ir dejándolo? Ya tiene usted una edad, ¿eh?», seguiré corriendo. Aunque mis tiempos empeoren más y más, estoy seguro de que pondré en ello el mismo empeño y esfuerzo que hasta ahora (e incluso, en ocasiones, más que hasta ahora). Eso es. Me digan lo que me digan. Está en mi naturaleza.

          De hecho, y es algo que muchos fondistas, por amor a la variedad en la que está el gusto hacen, Murakami ha experimentado otras alternativas: la carrera de ultrafondo y el triatlón. De la primera sacó una experiencia que otros hemos tenido con el simple maratón en delicada salud: El acto de correr se hallaba ya en un ámbito que rozaba casi lo metafísico. Primero estaba el acto de correr y luego, como algo inherente a él, mi existencia. Corro, luego existo.

          Y ahí seguimos: corriendo y escribiendo y corriendo y escribiendo y corriendo y escribiendo…