domingo, 8 de enero de 2023

La vida accidental…

El insólito repertorio de accidentes domésticos que nos tejen los lares, los manes, las larvas y los penates...

 

         No tiene nada que ver con la edad ni con determinadas carencias espaciales o dificultades para la motricidad fina: los accidentes domésticos, de infinito repertorio, no dejan ileso a nadie ni nadie escapa a la acción diabólica de los geniecillos del lugar, sean lares, manes, larvas o penates, pues no son pocos los demonios que se empeñan en divertirse a nuestra costa, diariamente, en lo que se suele concebir como un espacio seguro y libre de todo riesgo: nuestro hogar, y lo llamamos así, y aun le añadimos el garcilasiano «dulce», a pesar de que el origen de «hogar» está en el fuego, uno de los principales enemigos de la incolumidad personal, se manifieste con llama o como simple fuente de calor. Y así, de golpe, acabamos de entrar en la cocina, lugar donde se multiplican hasta el infinito las posibilidades de sufrir los pequeños accidentes que, en no pocas ocasiones, se convierten en «serios» desafíos incluso a nuestra vida, como ocurre si una persona de avanzada edad —eufemismo de «viejo con dificultades motrices»— se cae en el interior del cuarto de baño, otro de los lugares endiablados en los que padecer la agresión de esos diablillos que hacen de nuestro sufrimiento su venenoso placer adictivo: diríase que de nuestros ayes y gritos desgarradores, amén de las lágrimas que concurren si el accidente es agudo, se nutren con tanto provecho como complacencia.

         No hay, en todo hogar, lugar ni rincón donde no anide la posibilidad de una agresión que nos martirice con una sutileza mandarina. Déjese un manojo de cubiertos en el receptáculo donde se secan, al lado de la fregadera, y nótese, de repente, en función de la energía depositada en el acto, cómo el diente de un tenedor entra en la uña del fregador recordándole los hermosos versos del Cantar de Mío Cid…; algo que suele ocurrir cuando adentra la mano para coger los mismos del cajón de los cubiertos y a algún despistado miembro de la familia de dicho hogar se le ha quedado uno orientado hacia la entrada de dicho cajón, en ve de hacia el fondo oscuro del mismo… ¡Cuántas veces no nos han recorrido helados escalofríos el cuerpo al observar las puntas de los cuchillos de cocina en el lavavajillas —por más que los fabricantes recomiendan que no se laven en esos artilugios que tanto nos facilitan la vida doméstica— e imaginar un tropiezo, de los habituales en toda casa, y la consiguiente caída de espaldas sobre ellos, convirtiendo las nalgas en un dolorosísimo acerico…!

         A veces, nuestra laminada memoria inmediatísima favorece esos terribles encuentros, como cuando al abrir la nevera cae un yogur de la inestable torre en que los apilamos para ensanchar la cabida en las mismas y, con la puerta abierta del refrigerador, nos agachamos para recoger los restos del desaguisado y subimos en línea reta y contundente con el occipucio dispuesto a encontrarse en fúnebres nupcias con la puerta abierta…, lo que, en el peor de los casos, nos hace aterrizar sobre los restos del yogur extraviado para lamerlo del mismísimo suelo…, un número de pista de circo que suele amenazar con serio dolor de vientre, del carcajeo que le provoca, a quien siempre da la casualidad que se le ha olvidado algo, vicioso o no, en el abastecido territorio de los fogones. No hablemos ya, por supuesto, de funestas manías, de nebuloso origen desafiante, como la de acercar la palma tersa a la superficie del aceite que se calienta para comprobar el adecuado grado de temperatura para la freidura… De las manías dícense hijos, al parecer de los mitólogos, los manes, lares, larvas y penates, porque, al cabo, juntándose unos con otros, tira más el mal y la risa que propiamente la armonía y la paz, por lo que se cuadruplican los riesgos y mengua en justa proporción la seguridad, la tranquilidad.

         Si no hay silla o esquina de un mueble con el que no se tropiece, cómo no va uno, si trastabilla, a acabar apoyándose en la estantería de los cedés y provocar lo más parecido a la cabalgata de las valquirias, o, en el caso de los anaqueles de la librería, a un pandemonio de las nobles Letras que nos ilustran, provocando la montonera de los autores, pisándose unos a otros los lomos, las cubiertas e incluso las sagradas galerías interiores. ¡Quién no ha abierto la puerta del cuarto de baño justo cuando otro inquilino del hogar, lleno de urgencias evacuadoras, dirige su mano hacia el pomo con la esperanza del inminente asentamiento liberador… O se ha levantado de la mesa, desplazando la silla hacia atrás, en el mismísimo momento en que pasaba el servicial de turno con los platos camino de la fregadera que se quedan, con estrépito de añafiles y panderetas, en el umbral de la cocina…

         Las diferentes horas del día influyen lo suyo en el crecimiento o disminución de los riesgos, aunque nadie está exento del súbito despertar juguetón de esos diosecillos y de su malévola influencia, por supuesto. Por la noche somos más propensos a los malos encuentros, a las encrucijadas y a los tropezones; por las mañanas, a las torpezas de los cuerpos que arrastran aún cierta carencia adormidera, y a la hora de la siesta, cualquier mal encuentro entra dentro de lo previsible, incluso el de caernos de la cama en una siesta agitada de pesadillas facilitadas por los torreznos, la fabada o el cocido…, si no nos levantamos espantados por el rayo y corremos hacia la puerta de entrada, sudorosos, porque nos percibimos envueltos en llamas…

         El uso de los cuchillos, al filetear los ajos y perfilarte las uñas y el hollejo de la yema de la falangeta…; el de los enchufes: ¡esa fraternal conexión electrizante entre el agua del fregadero y la puerta metálica del lavavajillas, teniéndonos como puente, a imitación de las cutres, o de culto, películas sobre el monstruo de Frankestein!; la prenda de ropa que se nos escurre de la mano en los alambres del tendedero cuando corremos en auxilio de la pinza que se nos ha caído por cerrarla en el aire en vez de en la tela, y vemos la pieza de esta caer en majestuoso vuelo planeador hacia el fondo tenebroso del patio de vecindad; el extremo de la sábana con que revestimos la mano para tensarla bajo el colchón sin advertir que vamos a embestir con la uña contra los remaches del cabezal; la bandeja del horno que limpiamos con alardes de malabarista en la fregadera hasta que le damos la vuelta con tan escasa fortuna que el chorro del grifo se dirige hacia nosotros para empaparnos y enfangar el suelo…

         No hay por donde escaparse de la acción tremenda de los diablillos, que jamás aceptan el soborno del culto ni la devoción. Vivimos expuestos a sus trapacerías y nos resignamos con la humildad de quien sabe que ni Securitas Direct ni el seguro de hogar de Santa Lucía, patrona de la buena vista, son capaces de prometernos la seguridad en nuestro propio hogar…

         Resignación, ¡y decoración zen!