miércoles, 3 de agosto de 2022

Crónicas de Robinson desde Torilandia (I)

 


Un viaje intrépido y una experiencia proindivisa…

    «Aún no me lo creo ni yo», que se suele decir cuando alguien toma una decisión de forma improvisada, aunque haya sido precedida de no pocas reflexiones para sopesar los famosos pros and cons, que decimos nosotros. No es fácil saber cuándo se ha acabado un ciclo, una estancia o una fidelidad, como la que yo he guardado a Laputa, donde tanto he aprendido, sobre todo de ese arte de recursos inverosímiles que responde al nombre de política y que siempre me había parecido un entretenimiento de niños ociosos en las horas de recreo sin nada mejor que hacer. Aunque la distancia permite una mayor objetividad, porque uno no se deja llevar por sentimientos que tienen una inverosímil capacidad de arrastre, iba notando yo que mis días en Laputa, a pesar de tantas distracciones festivas, intelectuales y galantes, me pesaban con ese algo de empalizada que tenía mi propia defensa en mi isla, y era de esperar que tarde o temprano deseara acercarme más a Torilandia, no solo porque cualquier objeto de estudio es un poderoso polo de atracción, sino porque el contacto directísimo con la realidad añade, a mi modesto entender, un plus de información y verdad que la distancia no puede salvar.

    Dicho y hecho, a través de un triple salto vital. Ignoro los recursos fantásticos de los que mi anfitrión, en esta Provincia Mayor, se ha servido para hacerme pasar de Laputa a ¡nada menos que Madrid!, sede del retalgobierno de Torilandia, una suerte de patchwork que, al final, ni cubre a los necesitados ni necesita a los cubiertos, pero que se empeña, es lo primero que he oído en cuanto me ha sido dado desayunar en un café de barrio, en gobernar para deshacer una realidad nacional que tantos países han contemplado con envidia desde cuando en su imperio «no se ponía el sol». ¡Qué diferencia tan abismal entre los habitantes de Laputa y los de Torilandia, al menos los de la capital, tan abrasadora, porque el mes de agosto,«puño en rostro», que ya me han dicho, para dar pie a una entretenida conversación de la que he salido con un apelativo, «guiri», que hubiera hecho las delicias de Gabriel Betteredge, el más fiel lector de mi vida que a nadie que haya visto publicada la suya le ha sido dado tener. No sé por qué me acuerdo de él precisamente ahora, en esta nueva estancia en un país como Torilandia tan poco industrioso, y donde mis habilidades no creo que me hagan ganar la reputación que mi solitaria aventura edificó para satisfacción de Betteredge, el más agudo mayordomo del mundo, hecha salvedad de una discreta versión posterior suya que fue Jeeves. 

    Pero yo no estoy aquí para lucir mis mañas ni para hablar de mayordomos, sino para constatar que desde las pasadas elecciones que colocaron el engaño y la mentira en el gobierno de la nación, con absoluto descaro, la vida de Torilandia ha sido un desvivir continuo solo aliviado por la caridad confederal europea sin nosotros, algo, nuestra ausencia de ese proyecto, que solo es comparable a la famosa peste que viví en mi infancia, y que les debemos a cuantos jubilados siguen creyendo en nuestro desaparecido imperio. «En todas partes cuecen habas», es, entre lo que he oído hasta ahora, lo que mejor describe la situación.

    Tras una pandemia contra la que ha luchado con medidas inconstitucionales el pomposo falso solemne que rige los destinos de una patria en serio peligro de desaparición, dadas las tensiones centrífugas generadas por  quienes, ¡paradójicamente!, sostienen al caudillo en su palacete; y después de una crisis que se sobrelleva por dichos fondos europeos, de los que la satanizada extrema derecho les libró de dar cuenta en el Congreso, una diabólica agresión bélica de los rusos a Ucrania ha puesto lo que antes se llamaba, no sé si ahora también, «el tablero internacional», patas arriba y con la seria amenaza, no tanto de la conflagración bélica a escala universal, que también, sino de la catástrofe económica basada en la escasez y la carestía de las fuentes energéticas. Eso si, mientras otros países, a despecho de sus esfuerzos por mejorar el clima global, han decidido volver al carbón y a la energía nuclear, el gobierno del caudillo socialista verde, sostenible, resiliente y autoritario se ha inclinado por racionar el uso de la energía. De momento con recomendaciones; pero no se espera que, apelando a no sé qué compromisos confederales, la cosa pase a mayores y se creen las famosas policías de barrio para denunciar los microusos insolidarios... 

    Sí, sí, no dejo de pensar que deben de pensar ustedes, a su vez, que llevo años en Torilandia, en vez de los escasos meses en los que me he impuesto en esta apasionante disciplina absolutamente fuera de razón que es la política torilandesca ¡a todos los niveles!; pero a lo largo de mi vida creo haber dado sobradas muestras del poderoso ingenio que me anima y de mi indómita capacidad de aprendizaje, ¡algo de lo que se quiere privar, voto a Fénelon, a los estudiantes de Torilandia, a quienes se les hurta acrisolar sus virtudes a través del esfuerzo que lleva al mérito, de cómo se les allana el camino para acabar convertidos en dóciles votantes!; todo ello me permite, así pues, exhibir mis discretos progresos, que confío en superar pronto. Si algo bueno tiene Torilandia es que se improvisan magisterios en cada esquina y púlpitos en cada balcón. Y como yo soy de natural curioso...

    Muchos recuerdan que el gran aficionado a las grandes frases propias de los falsos solemnes, un concepto elaborado por un remoto autor guatemalteco de sonoro y altivo nombre, Augusto Monterroso, quizás menos conocido de lo que debiera ser, pero tan notable que quien llega a conocerlo no puede dejar de frecuentarlo, dejó para la posteridad impresa su gran ambición: Ser recordado por «haber arreglado la economía torilandesca», ¡ahí es nada! Si algo caracteriza decididamente a un clásico «tonto», pariente de los bobos, los necios y los ignaros,  es creer que puede intervenir en lo que de él no depende, porque eso revela la cortedad de sus razonamientos y la escasa lógica con que los formula. ¡Cuánto más discretos suelen ser nuestros gobernantes insulares, a fuer de sincero y sin pizca de chauvinismo execrable! No es mi propósito hacer comparaciones siempre odiosas por definición, sino comprender esta realidad que, vista desde tan cerca, empuja ciertamente a la desazón y la desesperanza: sobra postureo y falta estudio y convicción.

    No entiendo por qué el amable anfitrión de Provincia Mayor ha estimado oportuno que mi primer contacto con Torilandia haya sido en Madrid, porque bien podría haber «naufragado» en cualquier otra parte de tan hermoso territorio: la sofocante Sevilla, la fructífera Murcia, la, al parecer, semiinexistente Teruel, la «explosiva»  Ceuta o la «ardida» Zamora, por no hablar siquiera de la supremacista Barcelona donde tiene el resguardo de su Provincia Mayor, pero no es algo por lo que me haya de interesar. Bien está lo que bien acaba. Y, como se sabe de antiguo, ubi bene, ubi patria, algo de lo que mi propia vida es ejemplo cimero. No pierdo la esperanza, ahora que aquí me hallo, de ir conociendo cuanto necesite conocer, no para convertirme en un «hispanista» o algo parecido, ¡líbreme Elliot!, sino, todo lo más, dada mi fe actual, en un ucrónico George Borrow, aunque tengo para mí que, contra cierta creencia vaticanista, ningún país más descreído que Torilandia, a pesar de los irracionales y absurdos esfuerzos proselitistas a favor del islam que hacen las supuestas fuerzas políticas de izquierdas, avergonzadas de la Reconquista, y dispuestas a ver en la represión de la mujer practicada por los islamistas una revolución feminista, pero eso son trastornos mentales que ya encontrarán su diagnóstico y su medicación, aunque ninguna tan efectiva como apartarlos, mediante los votos,  de los púlpitos gratuitos que da la pertenencia a la estructura del Poder.

    Pues dicho queda, he entrado a saludar y ya me he extendido demasiado. Nos vemos.