lunes, 28 de diciembre de 2020

Una pesadilla y una proposición de ley...

 

Una propuesta legal de resarcimiento por la "vida perdida" y por el maltrato psicológico padecido.


    Esta noche pasada he sufrido una pesadilla a la que le he puesto fin, porque me precio de tener el mando único del sueño desde que comprobé, en una pesadilla que me libraré de revelar jamás,  la enorme carga onerosa de sufrimiento que puedo uno ahorrarse. Así pues, cuando todo se pone entre la vida y la muerte, o entre el descrédito de la desesperación y la vergüenza de la cobardía, emerjo al mundo consciente, pongo fin al asunto, me levanto, voy al lavabo y vuelvo a la cama casi exultante por el doble alivio, el fisiológico y el psicológico. No puedo gobernar lo que ocurre en mis sueños; pero puedo evitar que el tamaño de los estragos me devaste. Ignoro por qué diablo estaba yo en una oficina de la Administración, a requerimiento de esta,  sufriendo la inhumana dilación de ser atendido durante más de dos larguísimas horas. Lo que es irrefutable es la frivolidad con que, después de ese martirio de la espera,  y estar yo, literalmente, subiéndome por las paredes, algo bien propio de los sueños, como nadie ignora, el funcionario -¡y yo lo fui durante siete largos años en una Delegación Provincial de Hacienda!- se ha limitado a decirme que no podía atenderme porque me faltaba no sé qué requisito del diablo que le ha sido casi imposible precisar, y, como en el viejo artículo de Larra, me emplazaba a que volviera otro día, cuando parecía claro y manifiesto que se me quitaba de encima en vez de corregir cualesquiera omisiones que, con la tecnología digital, a buen seguro podía subsanar, máxime habiendo sido yo citado por ella. Mi irritación ha sido de las que, tópicamente, no hay palabras para describirla, porque el incendio corporal, la explosión oral *invectodespectiva y la indignación gestual con signos amenazadores de carácter universal -al fin y al cabo el cine mudo es un arte universal, ajeno a la babel de lenguas que caracteriza a nuestra especie- dejaban bien clara la amenaza que suponía mi presencia para el funcionario descortés, elato y soberbio. Con todo, la férrea represión ejercida sobre mi persona ha hallado gracias a ojos del sentido común y me he dedicado a reflexionar de qué modo podría ponerse coto legal al abuso de la Administración sobre los administrados. Teniendo en cuenta que lo de la ventanilla única y la universalidad de los datos que obran en poder de las Administraciones deberían facilitar la vida de los ciudadanos y no entorpecerla, se me ha ocurrido pedirle a un grupo parlamentario, específicamente al más sensible a estos requerimientos, el de Ciudadanos, partido de la Ciudadanía, la elaboración de un  proyecto de ley que tipificara legalmente el abuso de poder de la Administración en su relación con los administrados, de modo que pudiera pedirse una indemnización por el "tiempo de vida robado" en el trato con ella, así como por el "maltrato psicológico recibido" por esa actitud. Nadie ignora que realizar cualquier trámite en cualquier Administración es algo así como entrar en un laberinto en el que, a fuerza de perderlo miserablemente, parece que el Tiempo o no exista o esté gobernado por la mentalidad sádica de quienes deberían ser representantes del pueblo y "facilitadores" de su vida, no un obstáculo para la misma. Quiero entender que la posibilidad de cuantificar los daños en función del tiempo objetivamente "perdido" en las dependencias administrativas obligaría a una diligencia que actualmente es inexistente, sabiendo que la denuncia comportaría una sanción económica que, a la larga, podría mermar lo suyo la recaudación tributaria. ¡El verdadero sueño idílico, no el que yo tuve, es la posibilidad, así mismo, de cuantificar el daño psicológico que se le inflige -todo un vicepresidente del Gobierno es incapaz de distinguir entre dos verbos tan cariñosos como infringir e infligir, pero esto no lo he soñado, sino que lo he *vigiliado-al ciudadano que no recibe la atención debida en su calidad de sostenedor tributario de los propios funcionarios que lo atienden. 
    Pues ya está. A algunos les parecerá una minucia, pero la promulgación de ese derecho podría incorporarse al próximo programa electoral del partido para hacer saber a los ciudadanos cómo puede llegara cambiar su relación con la Administración, y cómo esta se vería obligada, so pena de ser denunciada y acaso condenada gravosamente para las arcas públicas, a no hacerle perder a los administrados ni un minuto de su vida, de su valioso tiempo irreemplazable, si perdido, amén del sufrimiento psicológico que ello comporta, y del que, por mor de mi pesadilla, doy inequívoca fe. Para los escépticos, recuerdo que en el programa del CDS de Adolfo Suárez se incorporó la supresión del Servicio Militar Obligatorio, tal y como estaba diseñado, ¡muy torpemente!, desde tiempos del franquismo, cuando ningún otro partido hablaba del asunto ni, por supuesto, lo consideraba una prioridad. Y, sin embargo, aquella inclusión y los debates que generó acabaron convenciendo al gobierno socialista de entonces de la necesidad de poner fin a una "mili" controvertida que ahora, ¡vaya por dónde!, parece que echemos en falta, dada la mentalidad *taifesca que se está creando en la población española. En fin, aquí queda ese proyecto de ley como sugerencia onírica y política.

domingo, 27 de diciembre de 2020

«Manifiesto de un traidor a la patria», de Albert Boadella

 


La necesidad constante de abrir la hemeroteca… Un lúcido y divertido artículo «confesional» de Boadella en El Mundo, a 10 de marzo de 2005. 

Confieso que mientras no los conocí, yo fui uno de ellos. Aboné su terreno con mi propia ignorancia. Llegué a creer fanáticamente en la versión victimista de la historia que habían elaborado otros ignorantes como yo, aunque ellos con mayores atenuantes, ya que trabajaban con intereses a plazo fijo.

En ciertos momentos, estuve también deseoso de pasar cuentas con el enemigo natural de Cataluña. Incluso aproveché alguna oportunidad para ello. Un día puse sobre el escenario un puñado de miembros de la Benemérita metamorfoseados en gallinas y descansando en las barras de su morada avícola.

Obviamente, la juerga invadió la sala. Así, exhibiéndolos para mofa y befa del respetable, me sentía compensado de tantos supuestos agravios ¿A ver quien nos devolvía la vida del president fusilado? ¿Y la tortura y la cárcel de Pujol? ¿Y la persecución de nuestra lengua? ¿Y el maldito Felipe V? ¿Y la prohibición de participar en el botín de las Américas? ¿Y el contubernio de Caspe?

Si todo resultaba tan claro y la razón estaba de nuestro lado, ¿quién me mandaba desertar del lugar que me pertenecía por historia, por territorio, por sentimiento e incluso por raza? ¿Cómo pude abandonar aquel calor incestuoso de la tribu? ¡Y pensar que ahora podría estar de ministro de cultura en el tripartito…!

 

Con el tiempo he llegado a la conclusión de que solo una auténtica nimiedad fue la causa que arruinó mi brillante futuro tribal. Francamente se me hacía difícil soportar de mis conciudadanos esta mueca que hacen con los labios y que pretende dibujar una sonrisa cómplice entre la elite patriótica.

Las sonrisas, en esta latitud del Mediterráneo norte no han sido nunca sonrisas relajadas y espontáneas; analizándolas con cierto detalle, da la sensación que mientras se mueve la boca se aprieta el culo. Pero aquellas sonrisitas condescendientes (máxima expresión del hecho diferencial) aquellos guiños de etnia superior, ciertamente, tuvieron la virtud de exasperarme. Son muecas crípticas, reservadas solo a los que ostentan el privilegio de pertenecer al meollo del asunto. Se trata, de una contraseña indicativa de los preconcebidos nacionales y que también, obviamente, compromete al mantenimiento de la omertá general.

Estas sonrisitas, ahora triunfantes, pueden encontrarse hoy al por mayor, y muy bien remuneradas, en las tertulias de la tele Autonómica. Aunque tampoco hay que mitificar sus contenidos. Acceder al código está al alcance de todos, es algo así como:

“Je, je, queda claro que no tenemos nada que ver con ellos, je, je, nosotros somos dialogantes, pacifistas y naturalmente, más cultos, je, je, je, más sensatos, más honrados, más higiénicos, más modernos, je, je, si no hemos llegado mas lejos, je, je, ya sabemos quiénes son los culpables, je, je,je”.

También parece lógico que ganándome la vida sobre la escena, fuera precisamente un detalle expresivo el detonante capaz de conducirme hacia otra óptica del tema ¡Pero qué sensación de ridículo cuando uno descubre que, sin enterarse había estado trabajando gratuitamente, para la Cosa Nostra!

Un día, a finales de los años 60, tuve que ir precisamente al templo económico de la Cosa Nostra, camuflado entonces bajo el reclamo de Banca Catalana. Intentaba aplazar una obsesiva letra que gravitaba sobre el precario presupuesto de Els Joglars. Miseria naturalmente. Allí, me rebotaban de un despacho a otro, hasta que quizá convencidos de que también nos movíamos en el meollo de la cosa se dignaron acompañarme a la tercera planta donde estaba la madriguera del Padrone Signore Jordi.

Apareció entonces un milhombres bajito y cabezudo, cuyas maneras taimadas culminaban en la más genuina sonrisita diferencial. Parecía todo un profesional de la condescendencia y la mueca críptica. Sin mayores preámbulos, acercó su enorme testa al dictáfono, y pasando de todo recato, ordenó a su secretaria que le trajera el dossier Joglars. ¡Me quedé petrificado! Media docena de titiriteros dedicados entonces a la pantomima, cuyo único capital consistía en nuestros panties negros, merecíamos todo un dossier. El asunto se ponía emocionante. ¡Nos tenían bajo control!

Lamentablemente, no tuve tiempo de imaginarme demasiadas fantasías sobre el sofisticado espionaje, porque mientras aquel cofrade catalán del doctor No simulaba examinar atentamente el dossier, uno de sus incontrolados tics hizo resbalar sobre la mesa la totalidad del contenido. Eran dos recortes de prensa sobre nuestras actuaciones mímicas en un barrio de Barcelona. Nada más. Ya jugaban a ser nación con servicio secreto incluido.

Automáticamente comprendí la magnitud de la tragedia, y algún tiempo más tarde acabé constatándola cuando aquel notable bonsai del dossier fue elegido hechicero de la tribu después de atracar el Banco, y endosar el marrón a los enemigos naturales de la patria.

¡Esta era la contraseña esperada por el país! La ejemplar hazaña cundió por todos los rincones, y bajo el lema: ¡Ara es l’hora, catalans!, que en cristiano viene a ser: “Maricón el último”, los elegidos se lanzaron sin piedad al asalto del erario publico, con un éxito sin precedentes.

Ciertamente, es poco agradable pernoctar cada día en un territorio en el que te sientes cada vez más autoexcluido. Cuando no se tienen recursos suficientes para ser emigrante en la Toscana, quizá lo más sensato, sería pedirle asilo a Rodríguez Ibarra o Esperanza Aguirre. Porque, de seguir aquí, al margen de la cosa uno debe imponerse terapias de distanciamiento, de oxigenación, de sarcasmo, de mucho vino, de gritos desaforados en la ducha…en fin, es necesario crear una estrategia de choque para no preguntarse constantemente si vale la pena interpretar el ridículo papel de Pepito Grillo.

En cierta manera los envidio. Debe ser formidable, escuchar diariamente el vocablo “Cataluña” 10, 20, 30.000 veces en los medios provinciales, y en vez de ponerse histérico blasfemando sobre la puta endogamia nacionalista, uno pueda seguir pensando que esta Cataluña a la que se refieren, es la tierra prometida.

Es admirable ser un poder fáctico con el prestigio de los perseguidos. Ser gobierno y oposición a la vez. Es fantástico, ostentar el título de Honorable por ser el más hábil encubriendo expolios. Ser nacionalista y además de izquierdas. Ser… tan… tan humanista-progresista-pacifista que cuando te asesinan a tu padre, como el pobre Lluch, al día siguiente, pides diálogo con los criminales ¡Eso ya es la leche de la exquisitez!

No digamos ya ser del Barça, ser de Esquerra Republicana, ser Cruz de Sant Jordi y reclamar el Archivo de Salamanca… Bueno, y oficializar manchas catalanas y ser Tapies ¡Eso ya es el súmum!

O sea, que vivir en este país y pertenecer a la cosa nostra es lo más cercano a la virtualidad del Nirvana. No tiene riesgo alguno y además, es tan fácil, que hasta los recién llegados en patera se enteran rápidamente de qué va el asunto aquí. Por eso, en mis momentos bajos, sigo preguntándome: ¿Cómo pude ser tan insensato de autoexcluirme del festín? ¡Y todo por una puñetera sonrisa étnica.

 

Albert Boadella es director de la compañía Els Joglars. El año pasado rechazó la Creu de Sant Jordi que le fue ofrecida por la Generalitat catalana .

El Mundo, 10 de marzo de 2005 

lunes, 21 de diciembre de 2020

La España templada.

 

Un artículo político. Una necesidad nacional. 

         Hace tiempo escribí un panfleto, La España vulgar, en el que quería, por vía indirecta, elogiar la España contraria, esto es, la España sensata, trabajadora, creativa, solidaria y ajena a las memeces de la corrección política que amenaza con convertirnos a todos en súbditos, a nuestro pesar, de un poder dictatorial que imponga las sandeces y los desvaríos de unas minorías dispuestas a comprar el voto con los dineros públicos en forma de ayudas directas no al desarrollo y a  la iniciativa creadora individual, sino a la sumisión y a la pigricia. Tenía previsto escribir otro que se titulase La España ilustrada, a modo de réplica al publicado, pero otros menesteres me han distraído de ello, de ahí que, con este artículo para Ataraxia Magazine, quiera remediar en parte mi propia incuria.

         Estamos inmersos en una situación política que, de un día para otro, a la que se llegue al desafío de la desobediencia como acto político, puede degradar tanto nuestra democracia, que los deletéreos efectos de la «moción destructiva» van a ser juego de niños, si comparados con todos esos disparates de las nuevas ideologías excluyentes que se empeñan en polarizar todo lo polarizable, no dejando ni un centímetro cuadrado de terreno para establecer un espacio de acuerdo que nos permita, desde el respeto exigible a las posiciones legitimas y constitucionales de cada cual, llegar a acuerdos.

La convivencia, pues, es lo que está amenazado, no las conquistas sociales de tantos años de democracia, el más largo periodo de estabilidad democrática y progreso que ha tenido jamás en su Historia nuestro país. Corremos el riesgo, por lo tanto, de echar por tierra este brillante legado y volver a enfrascarnos en una dialéctica de rechazos, exclusiones y exorcismos que no permita ni siquiera compartir los mismos significados de las mismas palabras que han servido a no pocas generaciones, antes de la presente, para entenderse y salvar, mediante el consenso, situaciones tan imprevisibles como el fin de la dictadura de Franco, por ejemplo o el paso de una economía autocrática a una economía libre, homologable con la de nuestro ámbito continental.

         Ahora mismo, ya, incluso echar las cuentas de la enorme responsabilidad que en el actual estado de cosas ha tenido la ambición personal de un líder como Pedro Sánchez, que ha antepuesto la obtención del Poder, con esa mayúscula con que él suele ostentarlo, al establecimiento de un programa de gobierno que «responda» a las necesidades de «todos» los ciudadanos, independientemente de a quiénes hayan votado, se vuelve  algo absurdo o despreciable: estamos al borde del abismo, y es el abismo, como sostenía Nietzsche, el que nos está mirando a nosotros, y revelándonos el horror de una parálisis, alimentada por esa soberbia de la gobernación, al margen de los medios con que se ejerce, que no son otros que la semilla aciaga de la discordia.

Hay, sí, como entre las tres Gracias, un despreciable concurso de belleza electoral, y la manzana de Eris no nos va a traer nada que no sea el equivalente de la Guerra de Troya, porque aquí no nos cuesta dividirnos entre los tirios y los troyanos del dicho para armar la marimorena y perder cuanto la Transición del 78, un ejemplo de tolerancia, consiguió para todos los españoles, en términos de paz y prosperidad, ahora seriamente amenazadas. Da igual si las mentiras continuas de un líder sin carisma, la soberbia encarnación de la mediocridad pequeñoburguesa disfrazada de radical de izquierdas, nos ha traído hasta este borde abismático. De lo que se trata, y con cierta urgencia, es de apartarnos de él, de dar seguros pasos hacia atrás que nos permitan recomponer lo más parecido a una situación política que no esté alimentando de forma constante el enfrentamiento, porque no son los partidos quienes pierden estos o aquellos votos, sino el propio sistema en su conjunto, con el hastío de los votantes que reniegan de una democracia que, como se ha visto en la pandemia, nos ha traído diecisiete carísimas superestructuras de poder incapaces de coordinar una línea de actuación clara e indiscutible -desde el punto de vista científico-; diecisiete autonomías que solo nos han demostrado el altísimo grado de ineficacia administrativa a que se puede llegar en un país tan relativamente pequeño como el nuestro y tan lleno de soberbias nacionalistas infumables, xenófobas y autoritarias.

         Hemos de procurar reconducir la situación hacia la consecución de una «España templada» que evite la visceralidad, el insulto, la demasiado extendida argumentación ad hominem y, sobre todo, que no trate de imponer un discurso ideológico como verdad «establecida» e irrefragable, porque creerse en posesión de la verdad histórica no supone sino alimentar con munición muy sensible una batalla que no se ha de dirimir con leyes en el BOE, sino con debates en la sociedad que, a través de la racionalidad, consiga ir creando lo que todos entendemos como un consenso colectivo de mínimos sobre nuestra propia Historia, sobre nuestras tradiciones, costumbres e incluso sobre nuestra lengua, porque, de no hacerlo, va a llegar un momento en que los usos lingüísticos se habrán distanciado tanto que se nos va a convertir el español, en España, en dos lenguas extrañas la una a la otra, a fuerza de pelearnos para establecer la primacía de un sentido u otro de los conceptos habituales con que solemos polemizar, discutir o agredirnos, que de todo hacemos.

         Ahora mismo la agitación y la propaganda han sustituido el sereno reflexionar y la serena exposición de ideas sobre nosotros y nuestra realidad que nos permitan afrontar la seria situación en que nos está dejando la pandemia, a pesar de las ayudas que la UE pueda haber arbitrado para ayudar a todos los países. Al margen de esas ayudas, está claro que nuestra situación económica debería de haber promovido una suerte de Pactos de la Moncloa que el actual gobierno ha sido incapaz de convocar y alentar para favorecer ese acuerdo «de mínimos» que permitiera a todas las fuerzas políticas sentirse corresponsables y copartícipes. Si la responsabilidad de todos nuestros males, desde el lado de la soberbia, se han materializado en la construcción de un relato de la «vuelta del fascismo», ¡hasta con si ridículo y correspondiente «¡No pasarán!», que ya caracterizara Marx en el 18 Brumario!, y de la parte adversa se ha cometido la osadía de achacar a la responsabilidad del archiincompetente Gobierno de coalición la responsabilidad de todas y cada una de las muertes de la pandemia, qué duda cabe de que se han zanjado, apuntalado y entarimado, las trincheras desde las que va a hablar la irracionalidad del fuego a discreción en vez del análisis sosegado, matizado y racional que requiere nuestra actual situación. Templemos (acepciones 1,2,5 y, metafóricamente, 7 y 15) nuestros necios ardores heteróclitos, destemplemos los tambores apocalípticos y, más allá de las concepciones cada vez más divergentes sobre lo que ha de ser España, busquemos el clásico denominador común que una, al menos, a la gran mayoría de ese 80% de españoles que quiere seguir siéndolo, con el preceptivo respeto a las minorías que acepten, dentro del marco legal de nuestra Constitución, y sin intentar violarlo, su condición de tales y, por supuesto, su legitimidad para aspirar o a formar parte de esa amplísima mayoría, sumándose, o a sustituirla, legalmente, por otra.

         Entiéndaseme, no intento simplemente loar las virtudes de un pactismo a ultranza que salve las discrepancias y los conflictos que han de ser, en democracia, el pan nuestro de cada día. Abogo, en todo caso, por desistir del emponzoñamiento deliberado y consciente de la convivencia como arma de acción política, Tenemos una larguísima historia de guerras civiles, de desencuentros, de enfrentamientos, de descalificaciones, de insultos, de amenazas, de venganzas por todos los medios imaginables…; pero a ello quiso poner fin la Constitución del 78, a la que apelo -incluidas las reformas imprescindibles que han de tener el aval del consenso mayoritario- para que detengamos el más que peligroso deslizamiento, sobre todo desde las diferentes instancias de gobierno, municipal, autonómico y central, hacia un clima irrespirable que propicie lo que espero que solo desee una minoría, aunque, ¡por primera vez desde el 78!, esas minorías estén incomprensiblemente ejerciendo el poder desde los más altos puestos del Gobierno de la nación.

         La invasión de las redes públicas por la agitación y propaganda política, mezclando de un modo muy desafortunado los niveles de reflexión y aun de expresión con las comprensiblemente humanas expansiones individuales de quienes no tienen acceso al poder ejecutivo, lo único que ha hecho ha sido crear una confusión un matalotaje que no ha llevado a la «elevación» intelectual de quienes *exabruptean o embisten, a falta de armas con las que razonar, sino al pandemonio actual en el que, para gritar más alto -en vez de hablar más sensato, con el riesgo de pasar desapercibido-, la política -los políticos, principalmente- se ha hundido en la ciénaga deletérea de la visceralidad y la bronca.

         Y en esas estamos. ¡Ojalá se esté preparando ya, para las próximas elecciones, tanto en Cataluña como en España, la verdadera «España templada» que nos devuelva la dignidad de ciudadanos educados, respetuosos, tolerantes, cultos, libres e iguales en los derechos y en los deberes! ¿Quién es capaz de no apuntarse a ella?

lunes, 7 de diciembre de 2020

Crónicas de Robinson desde Laputa (VI)

Olla de grillos o pandemonio infernal: la política de rompe y rasga...


      ¡Menuda escandalera la de esos torileños a cuenta de una epidemia bastante más aseadita que la que se desató en mi Inglaterra natal justo al año de haber llegado yo a este mundo y cuyo relato fingidamente escrito a pies para que os quiero de los hechos -nada que ver con el relato que tuve la inmensa fortuna de leer no hace mucho, La peste, pergeñado, ¡quién lo diría!, por un francés- es hijo legítimo de quien a mí me dio a luz para que yo, llevado de la mano por él, diera noticia de mi insólita aventura en el reino de mi isla! Y tras la admiración  descanso, porque la placidez de la ingrávida Laputa tiene eso: se te van las proposiciones una tras otra sin freno ni ganas de echárselo, de como discurren, toboganeras -permítaseme la licencia- , de la mente relajada a los dedos menesterosos. ¡Y qué gentil airecillo me sube al viso por el abaniqueo de la pluma en su desplazamiento por el papel! Aquello, según oí relatar, porque fue la conversación de muchos siglos, sí que fue una peste como Dios manda, que las manda siempre en mala hora, porque los efectos, al menos los de aquella, fueron tremebundos. Hoy, como ayer, el remedio es el mismo, ¡y seguramente el único!: el confinamiento: cada uno en su casa y la peste en la de nadie, ¡al despoblado! Todos, en su momento, nos hicimos lenguas de aquella villa inteligente, Eyam ha por nombre,  en la que se encerraron en casa e inventaron un sistema de torno para comprarles a los agricultores las viandas con que mantenerse en el encierro. Los torileños iniciaron el suyo con la alegría deportiva de lo desconocido, ¡venga aplausos, ingenio, risas y picaresca para pasear perros de peluche!, pero a la vuelta de tres meses, el lindo Don Digodiego que los gobierna proclamó a los veinte vientos la victoria sobre el esférico bicharraco lleno de trompetas ¡y allá que se desparramaron por la geografía física patria los lugareños! para disfrutar de un país del que, por mi paso de la frontera con Francia, no guardo yo buen recuerdo, pero que, visto desde este encumbrado mirador, es digno de visitar y de admirar, pudiendo competir con nosotros mismos, con los estirados franceses y con los joviales italianos. Dios Nuestro Señor fue generoso con los países, ciertamente, y, por mucho que haya pueblos que se consideren "elegidos" por Él, en todos hay bellezas innúmeras que admirar y elogiar. Están tan entretenidos los torileños en despedazarse, a cuenta, observo, de las dos tendencias básicas que dicta la experiencia para estas realidades: la centrifuga y la centrípeta, que observan los avances de su pandemia entre encolerizados y desesperados, como si la ira los protegiera del contagio maléfico. ¡Todos tienen razón!, ergo... nadie la tiene toda, pero lo poco que se tenga de ella ¡hay que ver con que repertorio de amenazas de toda laya se blande contra los adversarios o enemigos!, porque la ingenuidad jamás ha de usurpar la lógica prudencia ni la certera sindéresis: la especie humana, y creo que hablo con suficiente experiencia contrastada, ha hecho de la enemistad un seguro de vida: la desconfianza salva vidas, la confianza las pierde.  Junto a esa lucha en que el desgobierno de una coalición contra natura ideológica iba acumulando cadáveres en la más terrible de las contabilidades sociales, se libraba otra batalla, la de las cuentas que udieran asegurar la supervivencia, durante el resto de la legislatura, de un empeño político para transformar de arriba abajo el país, lo que no dejaba fuera ni siquiera la simpática y sobria figura de su rey, tan bien plantado, es decir, la monarquia. Algo cromwellianos son, ciertamente, quienes desgobiernan Torilandia; pero no está todo dicho al respecto. Al fin y al cabo, cualesquiera cuentas que aprueben solo son, como dicen por ahí abajo, «un brindis al sol », porque, habiendo optado por la vida en vez de por la economía o por ambas, con estrategias de combate mejor ideadas, o, en su caso, simplemente «ideadas», Torilandia no sería, como ahora por desgracia lo es, un país al borde de la quiebra económica y dependiente de su confederación con el resto de países europeos -entre los que, aún no sé si por suerte o por desgracia, no ha de contabilizarse  Inglaterra-, para salir del paso con una dádiva que proteja a quienes, y ya veremos hasta cuándo dura esa ayuda, lo están perdiendo todo, es decir, lo poco que tenían. Como en Laputa vivimos en algo así como un Estado de excepción, en el mejor de los sentidos de la expresión, y la calma social y política de la que disfrutamos es envidiable, la contemplación de lo que ocurre en Torilandia levanta pasiones entre los aficionados teóricos al arte de la política, porque raras veces en un mismo país se manifiestan fuerzas tan contrarias a la permanencia o la desaparición del propio país con arreglo, además, a doctrinas ampliamente condenadas por la Historia, tras las terribles experiencias del complejo siglo XX, tan paradójico: progresos en todos los campos de la invención y atrasos en el de las relaciones sociales e internacionales.  La vida es lucha continua, eso está claro, pero es raro el país en el que unos han de defenderlo frente a otros conciudadanos, que no compatriotas, cuyo objetivo es destruirlo. Reduzco de forma fácil el planteamiento de lo que ahí abajo ocurre porque la red de mentiras, imposturas, falsos testimonios, pretensiones, medias verdades y disparates demenciales da, de hecho, para una discriminación muy, pero que muy morosa, para la que, aun teniendo ganas, que para escribir nunca me faltan, faltaríanme, si acaso, los sufridos lectores que hubieran de seguirla. La sensación de desolación que produce la reclusión de los individuos en sus moradas, como frágiles animales temerosos que se agazaparan en sus madrigueras, cambia el panorama de los pueblos, ciudades y comarcas de modo tan lastimoso que la sensatez aconseja esperar un tiempo prudencial antes de echarle otra ojeada a ese país en el que, como dijo uno de sus poetas: torileño que vienes al mundo, te guarde Dios, una de las dos torilandias ha de helarte el corazón...