jueves, 29 de agosto de 2019

La temida invasión; la pertinaz resistencia…



No son las guerras «barcialeas», pero sí una batalla sin cuartel contra los aguerridos blatodeos invasores del núcleo duro de nuestra intimidad…

Nadie supo en casa cómo atravesaron la más permeable de todas las fronteras habidas y por haber, la de la cocina, pero un mal día apareció la primera en el mármol de la cocina, o mejor dicho, en la madera del mármol de la cocina, ¡gracias a Rodríguez de la Fuente!, porque el mármol es tan oscuro como ellas lo son y la verdad es que se camuflan en él con una eficacia que nos ha complicado muchísimo la labor de erradicación de lo que acabó convirtiéndose en plaga, porque en esta lucha de las dos especies que se disputan el planeta, o los restos de él, ya no se sabe…, la especie humana y la de los blatodeos, vulgo cucarachas, ha de reconocerse que todo apunta a que  estos insectos, más antiguos que nosotros sobre la faz del orbe, llevan todas las de ganar.
Hay quienes dicen que son muy inteligentes. Discrepo. Por una razón inexplicable, porque siempre cuidamos de fregar muy bien la tabla para evitar restos de comida o la figuración olfativa de su remota presencia, desde que aparecieron entre nosotros, los bichejos han tenido una querencia absoluta por esa tabla al costado de la tostadora, del calentador de agua y del exprimidor. Gracias a ella, no había día en que me levantara a preparar el desayuno y la luz de los neones no sorprendiera a alguna, estupefacta, sobre la tabla, momento en el que me abalanzaba sobre ella, con el trapo de cocina recogido al vuelo del borde de la pica,  para exterminarla sin miramientos. La cosa se complicaba si eran pareja de hecho, porque al descender al mármol negro, y a tan temprana hora, mi vista ajada se guiaba más por el movimiento que por la geolocalización, y se iniciaba un seguimiento que, muchos días, concluía con la desesperación de haberle perdido el rastro en un radio de cincuenta centímetros.
La cocina, dentro de lo que cabe, es amplia y son muchos los rincones, los recovecos y los escondites donde estos huéspedes, tan indeseados como prolíficos pueden hallar acomodo gratuito y acogedor. Insisto, a pesar de que los restos de comidas puedan parecer una razón de su presencia, no han sido pocas las veces en que a los exploradores bichejos los he hallado en el grifo de cromo de la pica, en el enchufe de pared -¡en un arrebato de horror, los pulvericé todos a conciencia con el insecticida, porque me figuré que habían construido corredores que las llevaban de unos a otros en los ocho que hay en la cocina!-  o en la superficie brillante del calentador de agua, teniendo restos de su comida que inadvertidamente quedaron sin recoger la noche anterior. Así pues, la extravagancia de su conducta me ha complicado mucho la labor de detección y exterminio, que no ha llegado a su fin sino casi seis meses después de haber hecho acto de presencia y tras haber pasado por momentos muy «delicados» e incluso «desesperados». De hecho, dimos por concluida la contienda cuando cautivos y desarmados los últimos ejemplares invasores, estábamos a punto ya de recurrir a los servicios de una empresa desinsectadora.
No sorprendió, un buen día, que los soberbios ejemplares macizos de su raza reptante mutaran el tamaño y empezaran a aparecer proyectos de…, crías que, como sus mayores, también tenían la querencia de la tabla, como si hubieran recibido información genética del lugar propicio desde donde iniciar su vida propia. Ante la rapidez, cierto día, con que desaparecieron tres de mi vista una mañana, dejé de lado el desayuno y removí todos los obstáculos de la esquina para descubrir los caminos por donde desaparecían de mi vista. Trasladé los objetos a la mesa de la cocina, lo liberé todo y limpié a conciencia y fumigué a discreción… -¡la de insecticida que debo de haber empleado ¡e inhalado! en esta lucha a muerte o asco!-. Una vez todo en orden, comencé a devolver los pequeños electrodomésticos a su lugar, pero, ¡en estas advierto que una cría me aparece en la mesa donde los había llevado!, levanto, entonces, la jarra del calentador eléctrico y advierto que el insectillo se cuela por debajo de la base de la resistencia. Con el asco reprimido me acerco a la pica y, como un poseso, comienzo a golpear la base contra la pica y empiezan a caer crías de cucaracha en número soberbiobíblico y, detrás de ellas, un ejemplar adulto al que consideré la progenitora legal de la camada. Abrí el grifo del agua y me liberé de semejante compañía tan pronto como pude. Después, me llevé la base a la terraza y la rocié con insecticida hasta quedarme a gusto, y la dejé que se secase, antes de poder volver a usarla.
¿Problema resuelto? Lo supe a la mañana siguiente, cuando, al abrir el armario donde guardo el tarro de la avena para el desayuno, un ejemplar adulto se paseó, ufano y atrevido, por la altura del tercer estante, adonde no llego sin la silla o la escalera. Me armé con la vileda y allá me lancé a la caza y captura de la intrusa, que desapareció como por arte de magia. El armario está al lado del frigorífico, lo que indicaba, al parecer, otro posible «cuartel de operaciones» del insidioso ejército enemigo. Separé el armatoste, rocié los bajos, los altos y la maquinaria posterior. A media mañana apareció un ejemplar agonizante en medio de la cocina, perfectamente destacado contra el color claro de las baldosas del suelo. Lo barrí y lo eché a la basura orgánica, naturalmente.  Crucé los dedos por si una cucaracha no hacía verano, tan próximo ya…
A la mañana siguiente, ¡dos frentes simultáneos!: en la madera y en el armario de la harina, la avena, el arroz, etc. Me centré, a duras penas, todo hay que decirlo, en la elaboración del desayuno y, una vez acabado este, con constantes desplazamientos del comedor a la cocina para intentar sorprender a las juguetonas y asquerosas adversarias, iniciamos mi Conjunta y yo una revisión de los «altos» de los armarios. Justo encima del refrigerador, tenemos un pequeño armario donde guardamos manteles y el papel de cocina. Nada más abrirlo, dos robustos especímenes iniciaron una huida que aborté con dos robustos viledazos y una energía propiamente bruceleeana. Por si las moscas, comencé a sacar uno a uno los manteles y, en el pliegue interior de uno de ellos volvió a aparecer otro ejemplar adulto ¡y una auténtica plaga de crías diminutas que más parecían un hormiguero exhumado que otra cosa! Lleno de un asco infinito dejé caer el mantel, abierto al suelo de la cocina y allí mi Conjunta y mi hija iniciaron sendos y contundentes  zapateados de Sarasate para tratar de abortar la huida cobarde de los bichejos inmundos. Desde lo alto de la escalera, como un general atento al desarrollo del combate sugerí la pena por inmersión en la bañera; pero mi Conjunta llevo los manteles, pues al final fueron dos los aquejados del síndrome «hospitalario»; los llevó, decía al lavadero de la galería donde les aplicó el suplicio acuático pero no a todos los efectivos, porque, desde ese día en adelante comenzaron a aparecer en el lavadero, donde hay una estantería en la que se almacenan no pocas toallas viejas, los esforzados militones del temible ejército que se habían liberado de la muerte segura que mi Conjunta había regado sobre ellas. Y sus días me llevó ir detectando a esos proyectos de ejemplares adultos que buscaban refugio, como el que les dio su madre, en las toallas viejas y limpias de la estantería…
Nuestro gozo final solo necesitaba una confirmación al día siguiente para comprobar si, inhabilitado aquel refugio, habíamos acabado con la invasión. Pasaron dos días sin que aparecieran, es cierto, pero al tercero volvieron, ¡y de nuevo a la madera! Nuestra desesperación estaba en relación directa con una decisión que había de tomar, y a la que me resistía, quitar los zócalos falsos de los armarios, sacar todas las bolsas de baldosas de recambio que hay guardadas allí y hacer un fumigación, cuerpo a tierra, de todos esos rincones en los que la imaginación me torturaba con la representación de un hervidero de bichejos dispuestos  vencer la tímida frontera del olor del insecticida. Hube de hacerla, y no quiero pormenorizar el inmenso esfuerzo que, para cierta edad y una rodilla castigada por la operación de menisco, supuso acceder a ese mundo submueblal donde, como un recluta de Objetivo Birmania, me tumbé, aerosol en mano y un pañuelo cubriéndome la cara, para rociar hasta hacer charco…, los casi ocho metros de zócalos…  Me levanté titubeante, como un votante indeciso en día de elecciones, y corrí a la galería a inhalar el aire medio polucionado que aliviara mis pulmones, tratados como si fuera el «gran cucarachón alfa» de aquella purria invasora…

El comentario jocoserio no podía ser otro: Si después de esto, aparece alguna… ¿Alguna! A los tres días, porque sin duda el estómago aprieta a cualquiera y las cucarachas no son una excepción, me encontré con una de las mayores sorpresas que me he llevado en mi vida de desinsectador diletante: abrí el lavavajillas que había dejado haciéndose la noche anterior y ante mi mirada atónita, un prístino cucarachón  de concurso ganadero se escapó de mi vista para meterse por una rendija ¡en el interior de la puerta del electrodoméstico!
Llamé a gritos a mi Conjunta y le indiqué la rendija por donde desapareció el, a esas alturas del relato, ya diplodocus blatodeo, y mi alegría por haber detectado, ¡al fin!, lo que pintaba como el último reducto del temible ejército invasor. En efecto, a la altura de los goznes de la puerta pude introducir un dedo hacia el interior de la puerta del lavavajillas y percibí la fibra de los trapos reciclados que usan como aislantes no solo en este electrodoméstico, sino también en los coches, una suerte de moqueta prensada de origen textil que reconocí enseguida, después de lo de los manteles, como un nido idóneo para las huestes enemigas. ¡Parcas santas lo que llegué a pulverizar esos orificios de acceso y el perímetro total de la puerta, una vez, claro, que hube retirado la vajilla y la cubertería del aparato para evitar una intoxicación de la que no me libré el día que bajé a la trinchera de los zócalos disfrazado de forajido del far west.! Ahora sí que no cabía duda posible: liberados los zócalos, los altillos, despejado el perímetro del frigo, controlado el nido frontal recién descubierto,  ¿había llegado ya la hora de cantar la deseada victoria?

Pues no. Solo dos días, en esta ocasión, pasaron antes de volver a la madera-fetiche sobre la que volví a encontrarme otros dos ejemplares de consideración a los que, lo confieso, más que exterminarlos, deseé poder parlamentar con ellos para negociar una rendición honrosa, pero eficaz, antes de que tuvieran que venir los especialistas con las «perlas» mágicas con que sembró la desinsectadora los bajos de nuestra finca cuando me tocó, como presidente de la escalera de vecinos, acompañarla en su menester, abriéndole todos los accesos posibles para evitar que, finca vieja, hicieran colonias nuevas.
Una vez las cacé al más rudimentario estilo cavernícola, sin que me sirvieran, eso sí, como proteína barata, y tras haber estado a punto de rendirme a la evidencia: me habían derrotado, se me ocurrió que el único nido posible, dada la trayectoria que seguían hasta la madera, y porque a más de una la habíamos pillado a medio camino en la fregadera…, había de ser, de nuevo, el lavavajillas.
Dicho y hecho: sacado de su escondrijo, le di la vuela y descubrí otros dos agujeros traseros por los que me harté de embutir insecticida hasta que, las que allí planearan su resistencia, perecieran en el mar grisáceo del insufrible líquido deletéreo. No contento con ello, lo alcé lo suficiente como para rociar los bajos por si hubiera  algún acceso secreto más, una galería de túneles salvadores que les permitiera burlar mis esfuerzos aniquiladores. Concluida la «limpieza» reintegre a su encastrado lugar el aparato y, desde entonces, como una maldición que me hubieran echado antes de fenecer, no hay día que no entre de buena mañana en la cocina sin hacer una ronda de inspección, presa del terrible augurio de advertir sus rapidísimos y escamoteadores movimientos. Y en esas estamos, toda la Sociedad Limitada que en mi morada habita: extremando la limpieza y centineleando con máxima alerta. De momento, como dije líneas arriba, hemos cantado victoria. Pero no nos fiamos.

sábado, 10 de agosto de 2019

«El hijo de la Africana», de Pau Guix.




Un documento en primeras personas del singular (sic) que explica desde el catalanismo constitucionalista una visión de Cataluña antagónica de la del  sectarismo xenófobo e identitario del totalitarismo secesionista.

Sí, sé que requiere una explicación esa expresión tan rara de «en primeras personas del singular», pero es sencillo darla: Pau Guix ha tenido el detalle de solidaridad y de buen gusto de rodearse de un montón de voces singulares que prologan y epilogan su libro, de tal modo que, más allá del corpus central de sus lúcidos artículos en defensa de una visión de Cataluña plenamente constitucional, el lector encontrará un nutrido coro de voces muy significativas en ese campo constitucional que, dejando casi heroicamente de lado sus propios proyectos personales, ha consagrado buena parte de sus días a luchar públicamente contra el movimiento totalitario que ha intentado, saltándose la legalidad constitucional, construir un nuevo Estado, la República catalana, desmembrándola del Estado español.
Hay libros que se singularizan desde el título, cuyo impacto en la atención de cualquier lector lo destaca sobre el resto. Eso es lo que ocurre con este El hijo de la Africana1, de Pau Guix, que, aun siendo absolutamente denotativo, tiene todo el aire de título de una novela romántica. A estas alturas, desde su fecha de publicación, nadie ignora ya que el título responde a una dolorosa realidad familiar del autor, hijo de un catalán de Vic y de una murciana de Cartagena, a quien la rama familiar del marido acabó bautizando, con ese desprecio sumo del supremacismo xenófobo del catalanismo más cerril, como  «la Africana». Hoy, sin embargo, su hijo saca pecho de aquel desprecio y convierte el mote en bandera de dignidad frente al movimiento neofascista y totalitario que se ha apoderado del catalanismo identitario que ha pretendido construir una República más allá de las leyes y ella misma sin más leyes que las de la arbitrariedad, negando la división de poderes y estableciendo el pensamiento único. Estamos, así pues, en una suerte de ajuste de cuentas que, para bien de los lectores, y para bien de la Historia, porque este libro tiene mucho de documento de incalculable valor para los historiadores que tengan que enfrentarse a este conato de «fascismo posmoderno», según se define en uno de los artículos, va más allá de lo familiar y se adentra de lleno en el terreno de lo sociológico, la politología, la propia Historia y algunos conceptos elementales de Derecho Constitucional.
Son muchos los prologuistas del libro, desde Antonio Robles, a quien se debe otro libro fundamental en el campo de la Literatura de Resistencia al totalitarismo nacionalista: Extranjeros en su país, publicado, por necesidades de la presión social adversa, con el pseudónimo Azahara Larra Servet, de inequívocas referencias clásicas, hasta Félix Ovejero, Joan Ferran, Josep Ramon Bosch, quien nos recuerda un texto de  Joan Cortada (Cataluña y los catalanes, 1860): ¿Qué es Cataluña? ¿Qué somos los catalanes? ¿Qué papel representamos en la familia española? (…) los catalanes nos sentimos hermanos del resto de los españoles y deseosos de unirnos en la nación española (…) es difícil, si no imposible, hallar en nuestros tiempos una nación compuesta de elementos tan heterogéneos como la española, pasando por  Manuel Manchón, Miquel Escudero, Sergio Fidalgo, Ramón de España o Miriam Tey, quien acaba de perfilar con nitidez lo que el título viene a significar: «El hijo de la africana» es todo un título, más que un título, una titulación, una designación, un denominación de origen, una acreditación, una certificación, una diplomatura, una jerarquía, una categoría, una dignidad concedida al más linajudo estilo nobiliario y acabando en Augusto Ferrer-Dalmau, quien resume a la perfección el punto de partida y de llegada del libro: Somos un pueblo comprometido desde siempre con el ideal de la unidad que articuló la Corona de Aragón y que impulsó la unión con Castilla  y los demás pueblos de España para construir nuestra nación común.
Los artículos del libro van precedidos de una pequeña contextualización firmada por Sergio Fidalgo, editor del libro, que permiten ubicar exactamente cada uno de los artículos en los diferentes momentos de este «proceso» tan kafkiano y agotador que nos ha obligado a vivir la clase política secesionista aupada al poder de la Comunidad gracias a la pasividad de los diferentes gobiernos centrales, primero el de Mariano Rajoy y, después, el de Pedro Sánchez.
Aparecidos en diferentes medios periodísticos, sobre todo digitales, los artículos no son crónicas de sucesos que todos conocemos, sino, en su mayoría, brillantes reflexiones y análisis de un momento histórico que jamás creímos que llegaríamos a vivir, dada la perversión política y moral del mismo, tanto como para acercarse, como defiende el autor, a ese «fascismo posmoderno» directamente emparentado con los movimientos totalitarios europeos de los años 30, de infausto recuerdo, prueba de lo cual es, por ejemplo,  lo que ocurre el 16 de diciembre de 2015:  El periodista Xavier Grasset entrevista a Carles Sastre en la televisión pública catalana, el terrorista del Ejercito Popular Catalán (ÉPOCA) que asesinó al industrial barcelonés José María Bultó. Sastre fue presentado como sindicalista y exdirigente de Terra Lliure. Sastre, nº 15 de la lista de la CUP por Lérida en las autonómicas de 2012, fue entrevistado con la excusa de ser uno de los firmantes de un manifiesto a favor de un acuerdo entre Junts pel Sí y la CUP. De igual manera, es prueba manifiesta de la deriva irracional de ese Movimiento Nacional, que terroristas condenados como Arnaldo Otegi, sean escogidos por los militante de esa aberración para hacerse fotografías con él, ¡no muy cerca de Hipercor, por cierto, donde ETA asestó uno de sus golpes más sanguinarios a la sociedad catalana!  Como Pau Guix, un hombre dedicado profesionalmente al arte en la vertiente teatral, es persona de vasta y profunda cultura, los lectores tendrán una recompensa extraordinaria con la lectura de este libro, porque la denuncia, como es el caso, no está reñida con la altura intelectual, y los referentes que aparecen en el libro, desde los clásicos como Cicerón hasta autores recentísimos como Fukuyama, pasando por todo tipo de referentes teatrales, cinematográficos, historiográficos, etc., que contribuyen a «adensar» la reflexión,  a cargarla de un «peso específico» que la ennoblece y le confiere una capacidad de persuasión notabilísima. Se trata, en el fondo, de buscar los mejores argumentos «de autoridad», y Pau Guix nutre de ellos su libro con una facilidad envidiable. Tiene, además, el autor, la «gracia» de la titulación, lo que permite al lector,  desde el mismísimo título, intuir por dónde irán los caminos de su reflexión. ¿O no sucede así cuando leemos títulos como estos: La máscara de la muerte estelada; Danzando en la oscuridad; V de vergüenza: el secuestro de la fiesta de todos; El huevo de la serpiente; La insoportable levedad de Mas; Scaramouche y el gato de Schrödinger; Hannibal ad portas; Cautivos del mal…, que remiten a referencias culturales que, antes al menos, solían ser de «dominio común», aunque no estoy ya tan seguro de que muchos lectores compartan las «fuentes» que nutren el mundo referencial del autor: Poe, Von Trier, Bergman, Kundera, Welles, casi pueden ser considerados unos perfectos desconocidos para según cuáles generaciones.
Desde una concesión impecablemente democrática y constitucionalista, sumada a un liberalismo canónico teñido de la más virtuosa socialdemocracia, Pau Guix, como miembro roto de nuestra sociedad catalana, tras la decisión traumática del nacionalismo identitario y xenófobo de establecer dos comunidades bien diferenciadas e identificadas, una de las cuales, la de los «colonos» ha de ser sometida a la de los «auténticos catalanes», remedo de aquellos «auténticos finlandeses» en los que parecen haberse inspirado, además de en los «españoles como Dios manda» del franquismo del que tantas cosas han heredado, por más que lo nieguen, y al que saludaron, tras la Guerra Civil del 36, como una auténtica bendición social; Pau Guix, decía, aplica su sólida formación y su fino entendimiento a desmontar la ficción del secesionismo, su deriva totalitaria, Fascismo posmoderno y nacionalismo se titula uno de los artículos, así como a ridiculizar cuanto de escandalosamente vergonzoso hay en un movimiento populista que bebe directamente, con sus coreografías de masas, sus desfiles con antorchas y su escalofriante uniformidad  de pensamiento, en las fuentes funestas que todos recordamos con horror. No en vano se pregunta -y se responde-: Pero, y en Cataluña, ¿qué tipo de fascismo estamos sufriendo actualmente? Partiendo de un sesgado nacionalismo, de carácter fuertemente identitario reduccionista, vulgar, inculto, manipulador, de clientelismo, xenófobo y excluyente, podemos afirmar que hemos involucionado de un firme fascismo posmoderno a un fascismo tradicional, con banderas, propaganda, concentraciones y signos identitarios hasta en los calzoncillos (¡sí, los venden con la estelada!).
Indirectamente, el libro es, también, una antología preciosa de aforismos políticos, filosóficos y sociales que, a modo de recompensa para el lector, van apareciendo al hilo del discurso y aquilatando, en su sintética expresión, largas cadenas de reflexión o descripción que nos ahorra el autor para dinamizar una lectura que hacemos con total delectación, y ello hasta el punto de echar de menos, por puro placer, alguno eslabones más de esas cadenas.
Nadie piense que Guix nos va a descubrir un continente ignoto, porque sobre el «maleït procés» prácticamente y se ha dicho todo lo que se ha de decir en puridad y en buen sentido democrático, pero el valor de testimonio personal que tiene el libro, sumado al poder de los argumentos que emplea, más un inexcusable sentido del humor sin el cual sería dificilísimo poder hacer frente a tanta sinrazón como a la que él y todos en general nos hemos de enfrentar, convierte El hijo de la Africana en un valioso documento de lectura imprescindible, si se quiere tener una idea cabal de lo que el secesionismo ha significado en términos de violencia política y social, de quiebra de una comunidad y de disparate continuo al que solo las urnas, con una mayoría constitucionalista nítida, pondrán fin. Asistimos ahora a un reordenamiento del espacio catalanista, pero todas esas jugadas de corto alcance se verán abocadas al fracaso si no volvemos a construir el edificio de la convivencia social desde unas bases concertadas entre las muy diferentes concepciones de Cataluña que actualmente conviven en un mismo territorio. Al hilo de los diferentes artículos emergen retratos que nos permiten comprender no solo donde estamos, sino de dónde venimos, como es el caso de la racista expresidenta del Parlamento catalán, Carme Forcadell: La señora Forcadell, orwelliana Ministra de la Verdad del excluyente régimen nacionalista catalán, no parce tener de por sí la suficiente capacidad intelectual como para redactar una hoja de ruta hacia el odio y desde el sentimiento sin recurrir a copiar algún teyo preexistente, como por ejemplo, la hoja de ruta golpista de Largo Caballero de 1934, de título Instrucciones socialista ara iniciar la Sublevación armada contra la República que se organizaba en 73 puntos -incluía tomar el control de las radios, ciudades, carreteras, etc.- y ya saben ustedes a lo que nos condujo ese apocalíptico desenfreno. El punto 35 decía textualmente: «Además de instruirse convenientemente para el momento de la acción, se encargarán de facilitar a la Junta local los hombres y domicilios de las personas que más se han significado como enemigos de nuestra causa, o que puedan ser más temibles como elementos contrarrevolucionarios. Estas personas deben ser tomadas en rehenes al producirse el movimiento, o suprimidas si se resisten.
Pau Guix asume también en su libro la función de eficaz debelador contra el secesionismo, desmontando las ficciones históricas de un nacionalismo irredento que nació, como quien dice, hace tres días, frente a la lectura heroica y milenaria con que suelen tergiversar los hechos los estalinistas historiadores de partido de la secesión. Desde la «fiesta nacional» del 11 de setiembre: El primer acto de conmemoración del once de septiembre, según recoge en 2001 Joan Esculies en su artículo El origen de la Diada, fue «la misa oficiada en la barcelonesa parroquia de Santa Maria del Mar, junto a la Fosa de las Moreras, en honor a los mártires muertos, que se celebró el once de septiembre de 1886», lo que hace patente dos hechos: 1) que es una reinvención tardía e interesada de la Historia, perpetrada desde un movimiento más romántico que científico; y 2) que la Iglesia ya estaba incomprensiblemente contaminada con este virus nacionalista radical que tantos años hemos sufrido en Cataluña y para el cual no acaba nunca de encontrar una medicina efectiva, hasta el lamentable espectáculo humano de quienes, desde su condición de charnegos buscan ganarse estupendamente la vida adulando a sus amos y renegando de sus orígenes, como es el caso mediático de ese pobre hombre que ha de luchar más con sus propias limitaciones individuales que con su apellido:  El «charnego» Rufián se ha convertido indiscutidamente en el nuevo taxón en la clasificación de esa especie que parece brotar como a mala hierba en algunos rincones de nuestra amada Cataluña, que actúa con mayor virulencia que os catalanes de ocho apellidos, y que anhela hacerse fiel servidor del poder secesionista que tiene secuestradas a nuestras instituciones, y que busca, cual perro sumiso y faldero, la integración en el «nou país» y su sustento personal, cual limosna, pidiendo un perdón cuasi ancestral por su «charneguería» y que trata de diluirse así en el magma informe pero unificado de los nuevos catalanes en su versión 2.0 que poblarían esa Ítaca secesionada por la que tan desesperadamente suspiran sus amos, pasando por la «falsificación» de la verdadera orientación española del
Llamamiento a los catalanes de Rafael Casanova para defender España en la Guerra de Sucesión, en el famoso bando hecho público en  1714 desde el Portal de Sant Antoni, a 11 de setiembre, a las 3 de la tarde: y llama a las armas a todos los habitantes a fin de derramar gloriosamente su sangre y su vida por su Rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España. Allá donde Pau Guix pone su atención, advertimos enseguida o una impostura o un simulacro: desde la bandera con que quieren relegar la tradicional «senyera»:  El trapo estelado no es más que la bandera del primer partido fundado en 1922 por Francesc Macià, Estat Català (Estado catalán), insurreccionalista y de ideología combativa y violenta, análoga a la del contemporánea Sinn Féin irlandés; hasta el uso deleznable que ha supuesto que bajo la bandera de la independencia -esa bandera estelada cuyo autor firmaba como VICME, Viva la Independencia de Cataluña y Muera España- el presidente Mas ha querido ocultar la realidad de su pésima gestión, sin olvidar, por supuesto, los aberrantes fundamentos racistas que han servido de cimientos a un edificio ideológico cuyo revival en pleno siglo XXI tiene mucho que ver con la amenaza de la «globalización» y con ese fin de la Historia que predijo Fukuyama:  una vez enterrados comunismo y fascismo, las contradicciones que encontramos en la sociedad liberal son (además de aquella insoluble de las clases sociales) la religión y el nacionalismo. Ese nacionalismo vergonzoso es el defendido por los secesionistas, herederos directos de Pompeu Fabra y otros prohombres del nacionalismo catalán, [ quienes] claramente inspirados por las teorías del Dr. Robert, propusieron la creación de la Sociedad Catalana de Eugenesia a través del Manifiesto para la conservación de la raza catalana, una raza que consideraban dañada por culpa de los castellanos invasores, afirmando que era necesario «asentar las bases científicas de una política catalana de la población» para mantener pura esa inexistente raza de barretina. Recordemos que Pompeu Fabra es algo así como un icono nacionalista intocable, quien, de todas las variedades del catalán que se hablaban en el Principado, creó una norma que prescribía los usos correctos, usualmente las soluciones lingüísticas más alejadas de la cercanía natural entre el castellano y el catalán; porque, para los secesionistas, «el castellano mata» y como defienden los de Koiné, con una consejera al frente, Laura Borràs, el castellano, una de las dos lenguas propias de Cataluña, se debería prohibir.
         Estamos, pues, ante una obra necesaria y de obligada lectura, que no defraudará a nadie. Ramón de España, cáustico comentarista de los disparates políticos y sociales del procés, escribe un magnífico epílogo que sirve a su vez de prólogo a dos artículos de la Africana, la madre de Guix. De España, en homenaje a la marginada, nos recuerda unas palabras de Manuel Cruells  que son pintiparadas para el caso de la madre de Pau, ¡y para tantísimos otros!, de hecho, para más de la mitad de la población catalana actual:   Al admitir quiérase o no a esta excesiva masa de forasteros (…) los tenemos y no los podemos evitar, tampoco los podemos sacar; además es una mano de obra que necesitamos; por tanto los hemos de digerir, aunque a veces nos resulten indigestos. Ni tan solo podemos evitar que aumenten. Dos escritos de la madre de Guix nos dejan clara la posición de esta ante la situación actual, pero me quedo con las últimas palabras del segundo, para cerrar esta defensa de la Constitución y de Cataluña, entendido como parte inseparable de España: Sois todas unas chicas maravillosas, pero siento que entre nosotras se ha roto la emoción de ser amigas y compartir vivencias. ¡Esa quiebra, aquí constatada, es el triste fruto de 7 años de agitación y propaganda supremacista que no lleva, a día de hoy, visos de acabar, para nuestro mal y el de toda España! Pau Guix no se reprime a la hora de hacer recaer sobre Mariano Rajoy buena parte de la responsabilidad de la inacción gubernamental que ha propiciado que las cosas llegaran al extremo al que llegaron, golpe de estado incluido, si bien es cierto que ha sido la pasividad de los diferentes gobiernos centrales, desde que se acabaron las mayorías absolutas de Felipe González, las responsables del chantaje continuado de las minorías vasca y catalana para que pudiera haber un gobierno en Madrid. Y en esas estamos, sin que la llegada trilera al poder de Pedro Sánchez haya hecho mucho por mejorar las cosas. En todo caso, los lectores han de saber que el libro de Pau Guix se encuadra en una serie de publicaciones, en libro, en diarios digitales, de movimientos sociales como Societat Civil Catalana y otros que se han atrevido a plantar cara en serio al Movimiento Nacional destructor que busca hacernos comulgar con las ruedas de molino embusteras del secesionismo. Insisto, un libro imprescindible para saber y para poder opinar con fundamento, ¡y de amenísima y provechosa lectura!

Guix, Pau: El hijo de la Africana. 2017. Ediciones Hildy. Barcelona