miércoles, 16 de febrero de 2022

Dublín, un viaje al corazón de Azar.

 


Entre la devoción joyceana, el irlandesismo de John Ford y la épica lucha contra Inglaterra por la independencia, un contacto emotivo con la isla verde y hospitalaria.  

            Desde la llegada de la pandemia no habíamos viajado, mi Conjunta y yo,  más allá de los límites peninsulares. Ahora, con motivo de ir a ver a nuestra hija, que perfecciona su inglés para desempeñarse adecuadamente en su trabajo como profesora de Primaria, en esa especialidad, hemos tirado de los ahorros pandémicos para darnos el gustazo de pasar una semana en Dublín, un destino ideal para dos amantes de las ciudades con pedigrí literario y artístico. Ha sido un viaje preparado por Azar con todo lujo de detalles, porque ignorábamos, cuando nuestra divinidad predilecta escogió la fecha, que, durante nuestra estancia en la capital de Irlanda, se celebraría el centenario de la publicación del Ulises, tal día como el 2 de febrero de 1922, fecha, así mismo, del nacimiento del autor en 1882. Tras habernos pateado la ciudad los dos primeros días, llegó el 2 y nosotros, en nuestro recorrido joyceano, que bien podríamos haberlo hecho ese día como cualquiera de los otros siete,  comenzamos por el Belvedere jesuítico donde estudió, y del que vimos salir a un alumno, acompañado por su padre, con una expresión traumatizada que nos dejó acongojados. Caminaba el larguirucho y escuálido chaval como si pisara sobre nubes, mientras su padre, llevando del cuadro una bicicleta, lo escoltaba en silencio y quién sabe si compunción o decepción. Seguimos después hasta el cercano museo, al que quisimos ir aun a sabiendas de que, por la información de Google, sabíamos que estaba cerrado. Allí estábamos, solos, de pie, frente al edificio en el que hubiéramos pagado casi cualquier precio para entrar, de haber estado abierto. Antes de alejarnos, en busca de otros destinos ulisianos, de repente, para nuestra estupefacción, se abrió la puerta del museo y un joven vestido informalmente se nos acercó, con aires inequívocos de secta secreta y complicidad intuida para preguntarnos si éramos admiradores y lectores de Joyce, a lo que respondimos afirmativamente con entusiasmo. Nos invitó, entonces, a asistir a un brunch y a la celebración del centenario de la novela a partir del mediodía, entonces eran las 10'00h. Nos apuntó en un cuaderno y garantizamos nuestra asistencia. Una vez que, justo antes de viajar a Dublin supimos que se celebraba el centenario, por los artículos aparecidos en los diarios, tomé la decisión de comprar un ejemplar del Finnegan's Wake y empezar a leerlo así que sobrevoláramos tierra irlandesa, y, de hecho, lo llevaba conmigo en la mochila permanentemente, durante nuestra visita, para ir avanzando en su lectura, una práctica sobre la que ya escribí aquí. O sea, que si el joven sectario nos hubiera pedido una contraseña de nuestra vinculación a la secta de devotos lectores del hermético escritor, bien hubiera podido yo producir -valga el anglicismo- el libro para satisfacción del joven anfitrión que nos invitó, un poco al estilo, me pareció, de los speakeasies de Chicago durante la tormentosa ley seca. 

            No nos alejamos mucho de nuestro objetivo, y cuando decidimos enfilar nuestros pasos hacia él, no tardé en identificar a dos personas de avanzada edad con las que aventuré que coincidiríamos en la celebración, como así resultó ser. Los devotos lectores somos cofradía fácilmente identificable, y cuando nos cruzamos por la calle, sabemos reconocernos apenas hemos cruzado la mirada, como si lleváramos impresas en los ojos los miles de páginas por las que hemos viajado. La casa de estilo georgiano en la que entramos con todas las bendiciones de los anfitriones albergaba en la planta baja el buffet prometido y en la primera planta una exposición de pinturas sobre algunos capítulos del libro hechas según el estilo de distintos autores, Otto Dix, El Bosco o Dalí entre ellos. Más tarde, hubo una lectura expresivísima de un capítulo del Ulises, imagino que a cargo de un actor de teatro, a juzgar por el dominio de la voz y los recursos dramáticos empleados, pero doy fe, compungidamente, de que apenas llegué a entender sino un 10% , ¡como mucho!, del texto recitado en aquella sala medianamente abarrotada en la que apenas se oía, lo cual se sumaba a mis sólidas carencias en el listening, a las que trataba de poner remedio oyendo cada día, en el hotel, las noticias de la BBC, pero ha de reconocerse que ese inglés no es el inglés nuestro de cada día. A la lectura le siguió el recital musical con esas canciones tradicionales irlandesas que aparecen siempre en cualquier película de Ford para que quienes las canten acaben llorando de nostalgia y un fragmento del Don Giovanni de Mozart muy bien cantado por el tenor y la soprano que nos habían deleitado con las canciones tradicionales. Sobrevolaba la ceremonia un aire de complicidad en la devoción que, sin duda, iba mucho más allá de la propia obra literaria de Joyce, actualmente un icono de la ciudad, para bien o para mal, aunque ya se sabe que los escritores representativos de un pais tienen el dudoso mérito de acabar siendo los menos leídos, ¡y a nadie le sorprendería que en España el 80% de los españoles confesará no haber leído el Quijote! ¡Pues imaginemos el Ulises o el Finnegan's Wake! Algunos de los asistentes, llevados por el hábito del Bloomsday, que se celebra el 14 de junio de cada año, se vistieron a la moda de 1904, como una suerte de folclore que daba vistosidad al acto, pero también, en parte, lo trivializaba como factor turístico, por más que nosotros, en obligada condición de tales, hemos seguido también parte de ese recorrido y hemos comido en el David Byrne -aunque ha desaparecido del menú el sandwich de gorgonzola...- y hemos visitado la Sweny's Chemist donde adquirimos la preceptiva pastilla de jabón de limón, tras seguir atentamente las explicaciones de las anécdotas del propietario, quien incluso nos cantó una canción tradicional gaélica y nos dijo que tenía mucha relación con España, Valencia y Barcelona, donde vive parte de su familia.

            Dublín es una ciudad dividida por el río Liffey y en la que uno se orienta enseguida, a partir del eje central que supone la calle O'Connell, el espacio central que ocupa en ella el Trinity College, con visita obligada a la vieja biblioteca, y dos parques muy próximos, el victoriano Stephen's Park y el Merrion Square, junto a la casa natald e Oscar Wilde. Tanto en el primero como en el segundo hay dos estatuas de Joyce y de Wilde, 



aunque menos conocida es la de Joyce que alberga el jardín interior del lujoso Merrion Hotel, donde entramos para mi mortificación futura, porque el contraste con nuestro Castle Hotel, el más antiguo de Dublín, con una decoración decimonónica, pero con unos ventanas antiguas de madera por las que se colaba el frío más desconsiderado, y un baño de Hostal de pueblo, me insinuaba ya el camino del ahorro futuro para nuestra vuelta ni se sabe cuándo a una ciudad tan acogedora.

        El turismo es un trabajo como cualquier otro, y sus practicantes han de saber que no se les pueden pegar las sábanas, aunque el reparto en turnos del desayuno es una estupenda obligación para espabilarse y disponer de horas de visita que siempre se quedan cortas. ¡Menos mal que sin salir de nuestra propia calle, en sentido oeste, hay museos como la Hugh Lane Gallery tan estupendos, en continente y contenido, que te ahorran caminatas! Lo recorríamos como siempre, tasando la belleza en cuanto tropiezas con ella, hasta que descubrimos que en su interior se conserva el estudio del pintor Francis Bacon, trasladado desde Londres, pieza por pieza, y reinstalado fielmente en este museo. Aunque hay cinco cuadros de Bacon, espectaculares como todos los suyos, es su estudio la mejor obra de arte que se puede contemplar, porque responde al precepto literario de Lope:  oscuro el borrador y el verso claro

Parece imposible que el pintor pudiera desenvolverse en el caos en el seno del cual trabajaba, pero una colección de fotografías de su vivienda en el edificio donde tenía el estudio nos habla bien a las claras del austero modo de vida del artista, unas dependencias que, actualmente, hasta rechazarían algunos sin techo si se las facilitaran los servicios sociales del Ayuntamiento. 

        En el avión leí una sucinta guía de Dublín de la que subrayé todo aquello que debíamos ver, aunque nuestra especialidad turística es patearnos la ciudad para que nos salgan al azar los sitios que nos llaman la atención. Es cierto que guiar guía bien una guía que te ahorra tiempo, pero la satisfacción de ir descubriendo en el acto de visitar tiene también sus encantos. Christ Church, que hallamos cerrada a los visitantes, nos permitió saber, sin embargo que Handel estrenó El Mesías en ese recinto y, en la calle, por un numeroso coro, para celebrar la antigüedad de la primera calle dublinesa Fishamble Street, construida por los vikingos para unir el río con el mercado. Pero nuestro objetivo no era esa catedral, sino la de San Patricio, donde trabajó más de 30 años el otro escritor dublinés cuya fama debería de preceder a la del mismísimo Joyce, Jonathan Swift. 

Allí se encuentra su máscara mortuoria, parecidísima al rostro de Pepe Isbert, por cierto, y el púlpito de madera con ruedas que él hacía que se desplazara por el templo para despertar a quienes se dejan arrullar por sus predicaciones... Allí se puede leer el epitafio que bien debería incitar a sus lectores a extender tal acto a sus obras inmortales: «Aquí yace el cuerpo de Jonathan Swift, deán de la catedral, en un lugar en que la ardiente indignación no puede ya lacerar su corazón. Ve, viajero, e intenta imitar a un hombre que fue un irreductible defensor de la libertad.» De hecho, es sorprendente la afinidad que podemos encontrar entre la obra de Swift y la de Joyce, e imagino que la ironía y la facilidad para los juegos verbales forman parte de ella.

        Es muy agradable pasear por Dublín, y eso que nosotros hemos ido en un mes, febrero, propenso a los cielos plomizos, el viento helado y las lluvias impertinentes, pero, con todo, se trata de una ciudad muy animada, universitaria y centro privilegiado para el estudio del inglés como segunda o tercera lengua. La práctica del lunch, entre 12'30 y 14'00 anima la ciudad y llena sus muchos restaurtantes, algunos tan históricos, ¡e historiados!,  como el Bank, situado en el que fuera sede del Banco de Irlanda, y en todos los que estuvimos comimos con enorme placer a un precio relativamente asequible.

Como recorrimos de este a oeste más de diez quilometros de la ciudad, nuestras suelas son testigos de ese placer urbano, ¡y eso que pasamos muy cerca del Phoenix Park!sin siquiera descubrirlo, porque llegamos hasta la cárcel de Kilmainham, donde un amabilísimo portero nos indicó, tras tan larga caminata nuestra, que se habçia de hacer reserva on-line, y que probáramos para el día siguiente. Lo hice, pero estaba ya todo lleno. Le indiqué que al dçia siguiente viajábamos a Cork y que nos sería imposible. Sucedió, eso sí, lo inesperado. Mientras leíamos un cartel turístico sobre la cárcel para interés de caminantes, el mismo amable portero vino corriendo hasta nostros y nos dijo que se habían producido dos cancelaciones y que, en consecuencia, podíamos entrar, que la visita comenzaría en breves momentos. ¡Benditas cancelaciones! La visita a la cárcel es un curso acelerado de historia patriótica sobre la independencia de Irlanda, en efecto ¡nada que ver en modo alguno con la patochada catalana del prusés, un sainete miserable orquestado a beneficio de las élites políticas nacionalistas para seguir esquilmando los presupuestos dentro del Estado español!—, pero también sobre la historia sin más de Irlanda y sobreel carácter de una institución represiva que, sin embargo, una vez fuera de uso, ha servido de escenario cinematográfico para peliculas como The italian job, En el nombre del padre o Michael Collins. Conviene ir  bien abrigado para la visita, si se visita en invierno, porque el viento helado que te acompaña es glacial, en modo alguno infernal. La representación de las celdas donde se hacinaban unos presos que estaban sometidos a un regimen de circulación del aire que impedía la propagación de enfermedades infecciosas era ciertamente escalofriante. En esa visita se nos habló pormenorizadamente de la época de la hambruna provocada por el mildiú de la patata, a partir de 1845, cuando el país perdió un millón de vidas y otro millón de emigrados,y cuando la gente delinquía para ser detenida y poder alimentarse. Supongo que será la norma, pero tuvimos un guía cuya dicción inglesa era de una claridad absoluta, como si siguiera el modelo del inglés de la BBC, lo que nos permitió seguirlo con provecho y placer, porque se veía que el hombre disfrutaba hablando.
Quizás esa visita, de las muchas que hicimos en Dublín y alrededores, sea de la que más grato recuerdo tengo, aunque le haga competencia la excursión que hicimos a los acantilados de Moher, en el este de la isla, junto a la ciudad costera y universitaria de Galway. Solo por darme pereza acostumbrarme a conducir por la izquierda, y por los peligros que un despiste suponían, renuncié a alquilar un coche para ir a ver el escenario de El hombre tranquilo, de Ford, Cong, bautizado Innisfree por el cineasta, según un poema de Yeats. Queda pendiente para otra visita. En ese vbiaje tuvimos la suerte de tener un conductor y guía fuera delo común. Un derroche de simpatía y amenidad que nos hizo disfrutar del viaje, e incluso nos cantó canciones tradicionales irlandesas, invitándonos a sumarnos al coro de la de Molly Malone. En los acantilados, donde el guía nos advirtió de que el tiempo cambiaba cada cinco minutos, tuvimos, en efecto, la experiencia de pasar del sol a la lluvia yal granizo casi sin solución de continuidad. El viento casi huracanado impedía el paso y, al girarme la cámara hacia la espalda sin yo advertirlo, creí que me la había arrancado. Ni que decir tiene que cualquier fotografía en aquellas condiciones era un desafío a la congelación de las manos, pero no me arredré por elo y pasee por la cimas de los acantilados para conseguir las mismas fotografías que todos los turistas sacan ese esos acantilados majestuosos. Al fondo, entre nieblas, se adivinaba el perfil de las Islas de Aran, caras a cualquier cinéfilo que haya visto el impresionante documental Man of Aran, de Robert J. Flaherty, uno de los grandes documentales de la Historia del Cine. Aunque Galway le promete mucho al visitante, nuestra visita fue tan breve que apenas tuvimos tiempo más que para recorrer el centro comercial de ciudad.


    
    

Nuestra segunda gran excursión, en ferrocarrilesta vez, fue al sur de la isla, a Cork. Tanto hacia el este como hacia el sur, no hay grandes diferencias en el paisaje, si bien hacia el sur se alzan algunos reluieves montañosos completamente ausentes en el viaje al este. La partición mininifundista del terreno se debe al empeño de los terratenientes ingleses de evitar cualquier competencia por parte de los  nativos, a los que explotaron hasta la saciedady más allá. En Cork reservé desde Barcelona una visita guiada de carácter  histórico.  Nuestra sorpresa mayúscula consistió en que éramos los únicos turistas interesados en ese tour. La guía, una mujer amable y empapada hasta la médula de la historia de la ciudad, nos convirtió en objeto prioritario de su saber, e intento transfundírnoslo a una velocidad propia de una edición abreviada de la enciclopedia británica, y todo ello, además, deteniéndonos en rincones castigados por un viento helado que si a ella no la privaban del uso de la lengua, a nosotros nos cortaba la respiración... De vez en cuando intercambiábamos alguna que otra pregunta y respuesta, pero como llevaba consigo un aspirante a sucederla enfocó la visita para que el aspirante no periera ni una coma de su copiosa información. Una lástima, porque lo que podría haber sido una relajada visita se nos convirtió en un auténtico turf al más puro espíritu del Gran National. Y lo cierto es que apenas dejamos espacio de interés en la ciudad sin su cumplida referencia histórica. Un clásico ejemplo de inadecuación. Nuestro unánime asentimiento constante deberia de haberle indicado que confundía los términos de la visita, pero ahí aguantamos, como tres valientes, la catarata de datos para los que, ciertamente, no estábamos preparados. 

    Si visitamos la biblioteca antigua de la Trinity, no dejamos de hacer lo propio con la biblioteca pública más antigua de Irlanda, la Marsh's Library, contigua a la catedral de San Patricio y dirigida, en tiempos, por el propio Swift, aunque en ella se sentaron para trabajar dos autores muy disímiles: Joyce y Bram Stoker, quien buceó en los fondos de la misma para la confección de su Drácula y de otros libros relacionados con las artes nigrománticas. Todo ello nos fue relatado por una amabilísima trabajadora de la institución, a quien debimos de caerle en gracia, por nuestro vivísimo interés por todo lo relacionado con los libros y su almacenamiento, una afición que hubiera comprendido así que hubiera traspasado el umbral de nuestra modesta vivienda y hubiera tropezado con un muro de libros en forma de corchete que ocupa todo el vestibulo de entrada, en buena parte de cuyos estantes, además, se apilan los libros para doblar la capacidad de dichas baldas. 

  Sí, por supuesto, la célebre valle Grafton, núcleo comercial, junto a la calle Henry, fueron visitadas convenientemente, y con todos los tiempos atmosféricos imaginables. Callejeando desde la residencia de nuestra hija hasta el centro, descubrimos un edificio que no figuraba en la guía que adquirí en Barcelona y que, de haberlo hecho, me hubiera llevado a rendirle visita el primer día denuestro medineo: el mercado de flores y verduras, un edificio de ladrillo rojo con esculturales entradas y unos dibujos con ladrillos de diferentes colores muy en la linea de lo más parecido al estilo mudéjar de Teruel, mutatis mutandis. De mi predilección por los mercados ya he dejado noticia en diferentes pasajes de esta Provincia, pero reconozco una inclinación muy íntima a esos lugares del trato social nuclear. Y ello a pesar de que trabajé tres días como repartidor de fruta por los mercados de Madrid, llevando a la espalda siete y ocho cajas sostenidas por una correa que aseguraba en la frente, para ganar una miseria, todo sea dicho de paso, aunque la lección social aprendida allí la considera una de las más importantes de mi vida.

        Hemos caminado tanto que, como no podía ser de otro modo, nos ha pasado facturta ambos. A mi Conjunta, un tobillo descarnado; a mí, un esbozo de contractura en el sóleo.  Por eso era una delicia recogernos a una hora insólita para nuestra vida corriente, hacia las siete u ocho de la tarde, y disfrutar de la habitación, del inglés de la BBc, aunque también de los canales irlandeses, y de la lectura. Reconozco que me quedé abstraído durantesu buena media hora en un programa del canal en gaélico al que le puse los subtítulos para, como hago con cualquier lengua nueva que oigo, tratar de descubrir ciertos aspectos reconocibles o emparentados con el resto de lenguajes europeos. Por un prurito nacionalista, en los trenes y autobuses, la preeminencia de la información es del gaélico, pero en la vida cotidiana no creo recordar haberlo oído en ningún sitio. Romanticismos y regiones. Es cierto que hay núcleos, como las islas de Aran, donde domina el gaélico, ciertamente, pero, por lo que leí al repecto, el uso no va más allá del 25% de la población, algo más que el vasco, por ejemplo, y menos que el catalán. 

        La última excursión, a fuer de modesta, porque llegamos al destino con el tren de cercanías en menos de media hora, fue a Sandycove, en la costa. ¿Qué se nos perdió allí? Visitar otro museo de Joyce, también cerrado al público y que, como el de Dublín, abrió excepcionalmente el día del centenerario de la novela: Martello Tower.

En ella vivió Joyce una semana y ella es el escenario del inicio de la aventura de Stephen Dedalus en el Ulises. El pueblecito de costa nos recibió en una mañana soleada, una luz extraña durante nuestra estancia en Dublín. Junto a la torre, una playita recoleta contemplaba el baño ¡en febrero!, de varios bañistas aguerridos cuya contemplación en las imaginamos que frías aguas del mar nos metieron el más afilado de los fríos en el cuerpo. De alguna manera, Sandycove nos recordaba a Sitges, aunque su frente marítimo no era tan extenso, pero se trataba, también, de una zona residencial.
No había nuchos visitantes que buscaran, como nosotros, la torre, pero tuvimos ocasion de cruzarnos con no pocas personas que hablaban en español, algo que, en Dublín, era tan frecuente que nos planteamos si ese destino es el mejor para «
soltarse» en el uso del inglés, porque incluso en tiendas y en restaurantes se nos agtendió rápidamente en nuestra lengua, contra nuestra voluntad de querer practicarlo.

            Si los turistas somos pesados con el álbum fotográfico, hacerse pesado por escrito es imperdonable. Renuncio, pues, a seguir troceando nuestra visita, si bien me guardo el derecho a añadir o restar en función de las reacciones que me lleguen. Hicimos tantas foografías, que aún mi Conjunta no ha tenido tiempo de vaciarlas en la memoria externa del ordenador. Ello significa que no podré ilustrar esta crónica sino con algunas que tomé con la cámara del móvil.

            Hemos regresado con tan buen sabor de boca, que imagino en el futuro no muy lejano otra visita, porque hemos vuelto con la sensación de haber añadido un hito más a nuestra geografía emocional, quizás cuando acabe el enmarañado, divertidísimo y obra maestra de la imaginación y el ingenio,  Finnegan'sWake, si él no acaba antes conmigo...

P.S.Quizás debido al viaje a Berlín que tenemos pendiente desde hace tantos años, a mi Conjunta no se le cayó «Berlín» de la boca durante nuestros días allí... Y así va Azar escribiendo el plan de nuestros destinos turísticos.



lunes, 14 de febrero de 2022

Leo Strauss o el arte de leer: un breve apunte sobre el rigor hermenéutico.

Los arduos caminos de la comprensión de los otros salvaguardando el respeto a la verdad: los fundamentos del trabajo intelectual serio, riguroso, objetivo.

Comprender las palabras de otro hombre, vivo o muerto, puede significar dos cosas diferentes, que por el momento llamaremos «interpretación» y «explicación». Entendemos por «interpretación» el intento de verificar qué dijo el hablante y cómo comprendía en realidad lo que dijo, sin tener en cuenta si expresó esa comprensión de manera explícita o no. Entendemos por «explicación» el intento de verificar las implicaciones de sus enunciados de las cuales no tenía conciencia. Por consiguiente, advertir que una declaración determinada es una ironía o una mentira corresponde a su interpretación, mientras que advertir que una declaración dada se basa en un error o es la expresión inconsciente de un deseo, un interés, un prejuicio o una situación histórica corresponde a su explicación. Es obvio que la interpretación debe preceder a la explicación. Si esta no se basa en una interpretación adecuada, no será la explicación del enunciado que se debe explicar, sino una ficción de la imaginación del historiador. Es también obvio que, dentro de la interpretación, la comprensión del significado explícito de un enunciado debe preceder a la comprensión de lo que el autor sabía pero no dijo explícitamente: no podemos advertir o, en todo caso, no podemos probar que un enunciado es una mentira antes de haber entendido el enunciado en sí mismo.
         La comprensión cierta, demostrable, de las palabras o los pensamientos de otro hombre se basa, forzosamente, en una interpretación exacta de sus declaraciones explícitas. Sin embargo, «exactitud» significa cosas diferentes en diferentes casos. Algunas veces, la interpretación exacta requiere sopesar con cuidado cada palabra usada por el hablante, mas esa cuidadosa consideración sería un procedimiento muy inexacto en el caso de una observación casual de un pensador o un hablante poco riguroso. Por lo tanto, a fin de saber qué grado o tipo de exactitud se requiere para la comprensión de un escrito dado debemos, ante todo, conocer los hábitos de escritura del autor. No obstante, puesto que esos hábitos solo llegan a conocerse de verdad a través de la comprensión de la obra del autor, parecería que al principio no podemos hacer otra cosa que guiarnos por nuestras ideas preconcebidas sobre su carácter. El procedimiento sería más sencillo si hubiera un modo de verificar la manera de escribir de un autor antes de interpretar sus obras. Es opinión generalizada que las personas escriben como leen. Por norma, los escritores cuidadosos son lectores cuidadosos, y viceversa. Un escritor cuidadoso desea que se lo lea con cuidado. Solo puede saber qué significa ser leído con cuidado por haber hecho él mismo lecturas cuidadosas. La lectura precede a la escritura. Leemos antes de escribir. Aprendemos a escribir mediante la lectura. Un hombre aprende a escribir bien al leer bien buenos libros y al leer con sumo cuidado libros escritos con sumo cuidado. Por consiguiente, podemos adquirir cierto conocimiento previo de los hábitos de escritura de un autor si estudiamos sus hábitos de lectura. La tarea se simplifica si el autor en cuestión se refiere en forma explícita a la manera correcta de leer libros en general o de leer un libro en particular que ha estudiado con mucha atención. Spinoza dedicó un capítulo de su tratado a la cuestión de cómo leer la Biblia, que él había leído y releído con sumo cuidado. Para decidir cómo leer a Spinoza, deberíamos echar una mirada a sus reglas para leer la Biblia.
         «La historia de la Biblia», tal cono Spinoza la concibe, consiste en tres partes: a) conocimiento exhaustivo del lenguaje de la Biblia; b) compilación y ordenamiento lúcido de los enunciados de cada libro bíblico respecto de cada tema significativo, y c) conocimiento de la vida de todos los autores bíblicos, de sus caracteres, su estructura mental e intereses; conocimiento de la ocasión y el tiempo de la composición de cada libro, de sus destinatarios, de su suerte, etc.

La formulación que hace Spinoza de su principio hermenéutico («todo el conocimiento de la Biblia debe deducirse exclusivamente de la propia Biblia») no expresa con exactitud lo que de hecho exige.

Así, la interpretación de la Biblia no consiste en entender a los autores bíblicos exactamente como ellos se entendían a sí mismos, sino en entenderlos mejor de lo que ellos mismos se entendían. Podemos decir que la formulación espinoziana de su principio hermenéutico no es más que una expresión exagerada y por lo tanto inexacta del punto de vista siguiente: el único significado de cualquier pasaje bíblico es su significado literal, salvo que razones derivadas del uso indudable del lenguaje bíblico exijan la comprensión metafórica del pasaje.

Según nuestro principio, las primeras preguntas que deben dirigirse a un libro serían de esta índole: ¿Cuál es su tema, es decir, cómo lo designó o entendió el autor? ¿Cuál es su intención al ocuparse de ese tema? ¿Qué preguntas plantea a su respecto, o de qué aspecto del tema se ocupa exclusiva o primordialmente?