jueves, 12 de diciembre de 2019

Turismo de proximidad: Cardona, Solsona, Manresa…



Un breve viaje para una profunda satisfacción monumental, histórica y paisajística: tres días por la Cataluña en proceso de despoblación y llena de bellezas.

Hay un turismo de bajo espectro y altísimo provecho que es al que podríamos llamar «turismo de proximidad», es decir, descubrir esos lugares que, justo por estar tan cerca de nosotros, solemos posponer, en la lista de posibles destinos, a los últimos lugares, si es que incluso llegamos a acordarnos de ellos.
Reconozco que el afán de mi Conjunta y mío de conocer toda la red de Paradores de España puede parecer un capricho hasta cierto punto oneroso; pero no es menos cierto que, siendo amigos de su red y aprovechando las frecuentes oportunidades que la red suele ofrecer para convencer a los turistas de que un Parador es un lujo a su alcance, vamos poco a poco sumándolos a nuestra lista para regocijo nuestro y provecho de nuestra afición a conocer España, sin duda uno de los mejores destinos turísticos del mundo.
Cardona, ha sido el destino escogido y ello nos ha permitido, no solo un hospedaje señorial, en el antiguo castillo de los duques de Cardona, enriquecidos por la explotación de su famosa, ¡y al parecer única en el mundo!, majestuosa montaña de sal,  un diapiro -no acabé de aclararme con si sinclinal o anticlinal- excepcional, sino también conocer dicha montaña y la explotación que ha sufrido desde el neolítico hasta casi nuestros días.

La visita a la explotación minera de la montaña la hicimos solos con la guía y nos permitió hacer fotografía  a nuestro antojo, como las que aparecen en este texto intercaladas, además de tratarnos con una amabilidad que rayaba en la obsequiosidad, y que nos permitió sentirnos no como turistas sino como «invitados», lo que acrecienta el disfrute de la visita, por supuesto. Está fuera de toda duda su profesionalidad como experta guía de un fenómeno natural que impresiona a quien estos fenómenos de la naturaleza sea capa de impresionar. El descenso con el minibús hasta la entrada de la mina nos recordó el recorrido del autobús por Doñana, y el recorrido de las galerías que visitamos fue una experiencia extraordinaria.
De alguna manera, estábamos conociendo las dos perspectivas de Cardona: el castillo de la aristocracia en lo alto y, en lo bajo,  la mina donde trabajaban, explotados, primero los siervos de la gleba y, siglos después, cuando la adquirió Explosivos Río Tinto, muchos mineros venidos de Andalucía y Murcia, fundamentalmente.
A la vista de la montaña lateral de ganga que se alza en un lateral de la montaña, creando otra nueva, artificial, con los desechos de la explotación, nos acordamos, por mera asociación, de la playa contaminada en Portmán, llena de metales pesados abocados al mar por las explotaciones mineras de La Unión, muy cerca, curiosamente, del maltratado Mar Menor, ¡el paraíso de mi infancia!, hoy una charca sin oxígeno y casi sin futuro, por los venenos que de las explotaciones agrarias acaban en él.

Fue muy interesante discriminar mediante el paladar las diferenciar entre el cloruro de sodio y las sales de magnesio y de potasio en el interior de la mina, en su «capilla sixtina», que estas cuevas, como cualquiera que se precie, también tiene. La investigación de las cuevas tiene algo de la exploración de un útero simbólico en el que buscamos reproducir la placenta donde se inició la aventura de la humanidad sobre la Tierra.
Sea como sea, lo cierto es que mi Conjunta y yo somos muy “de cuevas” en nuestros viajes, aunque estén tan «urbanizadas» como las de Mallorca.
El castillo/Parador alberga en su recinto la Colegiata de San Vicente, donde el guía nos recordó, para nuestra sorpresa, porque no había cartel ninguno que nos lo recordara, que en ella había rodado Orson Welles, Campanadas a media noche, en la que la Colegiata hacía las veces de la Abadía de Westminster. Tampoco, claro está, había placa ninguna donde se hospedaron Welles y la comitiva de actores del film.
¡Pero aún no han descubierto tantos y tantos escenarios el reclamo turístico que supone la Historia del Cine para muchos aficionados como mi Conjunto y yo! ¡Mucho antes hubiéramos ido al Parador de Cardona si hubiéramos sabido que la Colegiata fue escenario de la película de Welles! En ella hay una inscripción mortuoria que, historiográficamente, deja las cosas bien claras, para los quiméricos deturpadores de la historia del principado.
El pueblo de Cardona tiene una iglesia bien curiosa y atractiva y una plaza mayor que más parece paseo que plaza, llena, como el Ayuntamiento, de recordatorios incívicos de los golpistas que están en prisión. Para los turistas de mirada atenta y cámara en ristre, son muchos los atractivos que salen al paso del paseo por sus calles.
De hecho, hay una bajada directa del castillo hasta casi la plaza mayor muy agradable y que hicimos de noche profunda, con la linterna del móvil para los tramos más oscuros. La  amabilidad de las gentes con quienes tuvimos la oportunidad de hablar, en castellano, por cierto, fue como debe de ser y como ha sido siempre en todos y cada uno de los pueblos de Cataluña donde uno no tropiece, claro está, con los supremacistas y xenófobos que pueden amargarle el día a cualquiera, por descontado. N tuvimos esa desgracia.

Solsona tiene un casco antiguo delimitado por el perímetro amurallado del que aún quedan notables restos y que permiten un recorrido perimetral de la ciudad con cierto encanto.
El día en que llegamos estaban procediendo, muy laboriosamente, a «plantar» el abeto de navidad en una plazuela preciosa. Tiene un precioso paseo arbolado extramuros y comimos, de fábula, en un hotel modernista donde fuimos atendidos como en un restaurante de lujo.
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La catedral, sucinta, pero notable, nos permitió calibrar el poderoso influjo que tiene un obispado en una ciudad y el eco terrible, en forma de pederastia, que se asoma a los mass media y que la ciudad, hermosa y acogedora, con una biblioteca moderna deslumbrante, no debería merecer.

En Información nos sobrecogen con una información terrible: todo el Solsonès tiene solo 15.000 habitantes, 9.000 de los cuales habitan en la capital de la comarca.

Atravesamos pueblos, camino de Sant Llorenç de Morunys, pues, sin apenas almas vivientes en ellos. Pero antes de ello fuimos a visitar el cementerio romántico de Olius, excavado en la roca e integrado totalmente en el paisaje natural del lugar, obra de Bernardí Martorell i Puig en 1916, una visita absolutamente recomendable, así como la iglesia que tiene al lado.
Seguimos el sinuoso camino que bordea el pantano de La Llosa del Cavall y, pasado Sant Llorenç, tras perdernos cuatro veces, logramos llegar al pie del santuario de Lord, desde donde iniciamos el Vía Crucis, por una pared vertical que nos lleva a la cima en veinte minutos de subida desoxigenante que nos hace perderle el respeto al frío que acompaña la caída de la tarde.
 Desde la cima, el Valle de Lord se extiende, con toda su belleza arisca, y el pantano muy al fondo, ante nuestros ojos deslumbrados. Mereció la pena la excusión por territorios prepirenaicos. A la derecha se intuye Berga  el massís de Queralt. A la izquierda, Port del Comte. Volvemos, satisfechos, a nuestro albergue, donde nos afanamos en la lectura y el estudio con idéntico provecho que en nuestra propia casa. Me digo que tendría que pedirles a los de recepción que me vendieran un libro de los que Paradores pone a disposición de sus clientes en las habitaciones: un hermoso volumen con ilustraciones de los textos manuscritos de Walter Benjamin que, imagino, a nadie llamará la atención…, pero me disuaden… No niego que incluso se me pasa por la cabeza la posibilidad de la sustracción,  en aras de la suprema causa de la cultura, pero me disuado…

La visita a Manresa, donde comimos, camino ya de vuelta, fue bastante más interesante de lo que nos podíamos imaginar. La soberbia catedral, obra del mismo arquitecto que proyectó la de Santa María del Mar, nos complugo e incluso descubrimos no pocos detalles tan espectaculares como el grupo escultórico fúnebre de Francesc Mulet, obra de Josep Sunyer. El actual es una réplica exacta del original, en mármol, destruido en un incendio en 2012, provocado por los casi 4000 cirios que ardían a su lado. Nos llamó la atención, junto a la plaza donde está el Ayuntamiento, la visita a una calle medieval. Entramos y la visita resultó serlo a la historia urbanística de la ciudad, que culminaba con el recorrido de una calle medieval conservada en su estado original. La amable cicerone nos entretuvo y nos ilustró, y descubrimos, con ella, que Manresa es la única ciudad en la que siempre se «bajan» las escaleras que comunican sus diferentes niveles de urbanización, porque es una ciudad únicamente con Baixades en el nombre e esas calles que no parece que suban nunca. A la hora de comer, el centro comercial queda vacío de golpe y con oca oferta, por lo que callejeamos hasta descubrir un paseo que nos llevó por la reducida parte «modernista» de la ciudad, aunque un de sus obras, el antiguo Casino, hoy biblioteca es lo suficientemente monumental como para satisfacer el paladar arquitectónico más exigente.
Un día antes, ya no recuerdo a cuento de qué, había yo comentado que hacía siglos que no comíamos una crêpe, algo que, en nuestro viaje a la Bretaña francesa, hicimos casi cada día del viaje. Pues a la entrada del paseo descubrimos un restaurante bretón donde nos sumergimos en una atmósfera totalmente bretona y donde me di el gustazo e dos crêpes, la versión salada y la dulce para el postre. La sopa de cebolla no era muy buena, pero  las crêpes… ¡Por todo lo alto! Nos despedimos de Manresa dejando para otra ocasión la visita a la Cueva de San Ignacio de Loyola, quien tuvo una muy intensa relación con Manresa, algo que figura en su autobiografía y que ha ayudado lo suyo a la promoción turística de la ciudad. Que conste que la visita a la calle medieval la hicimos con una pareja que visita la ciudad cada año, desde hacía no menos de quince…

Lo que me extraña es que no guarden memoria turística de que fue escenario del rodaje de una de las obras cumbres del cine español: Plácido, de Berlanga, allí rodada, cuando en muchos otros sitios explotan esa memoria cultural del cine como un aliciente más para el turismo, como ocurre con la localidad donde se rodó Amanece que no es poco, de Cuerda: Liétor, entre otros, muy próxima a la albaceteñomurciana Hellín.
Qué comodidad, finalmente, la de volver “de viaje” en apenas una hora…
Ya en ella, a la vista de las fotografías pasadas al ordenador y de su contemplación en una pantalla grande, no en el visor de la cámara, se pregunta quien esto escribe si hay viajes cuya crónica no podría reducirse, en realidad, a una sucesión de fotografías con indicaciones referenciales al pie de foto… Algo así se me ocurrió para una suerte de ensayo autobiográfico que aún no he intentado, por supuesto… ¡Ay, pudor, cuántas equivocaciones se cometen en tu nombre!

sábado, 2 de noviembre de 2019

«Cinco horas con Mario», de Miguel Delibes o érase una actriz, Lola Herrera, a una obra pegada.



Lola Herrera/Carmen Sotillo o cuando  la ficción y la realidad desdibujan sus perfiles y el arte teatral sale ganando.

Ha pasado por esta Barcelona de la insurrección supremacista del nacionalismo xenófobo catalanista una actriz como la copa de un pino interpretando una obra/documento sociológico en cuyas representaciones ha estado atareada durante cuarenta años, porque, tratándose de una adaptación al teatro hecha por el autor, Miguel Delibes, de su novela Cinco horas con Mario, este ya dijo que la única Carmen Sotillo posible y deseable era Lola Herrera, con quien esta se ha identificado de tal manera que bien puede decirse que ambos nombres irán siempre unidos en la memoria de los espectadores.
 No solo la de los de la obra de teatro, que ahora ha vuelto a Barcelona después de muchos años, sino también de la de los de la película, Función de noche, de Josefina Molina, cuya idea surgió tras observar la directora cómo la actriz, en una de sus representaciones aquí en Barcelona, cayó desmayada al suelo, presa de la fortísima crisis de identidad que estaba sufriendo merced a la interpretación de una vida que tantas concomitancias tenía con la suya propia.
A partir de ese incidente, se le ofreció a la actriz la posibilidad de realizar una película singularísima en nuestro panorama cinematográfico porque es una terapia matrimonial crudísima y sin tapujos  ni maquillajes entre ella y su marido, Daniel Dicenta. De forma paralela a lo que ocurre con el «desnudamiento» psicosociológico de la protagonista de la obra Carmen Sotillo, quien se revela tal y como es, incluso para su propio horror y no poca vergüenza, por el hecho, para ella inimaginable en otras circunstancias, de expresar intimidades cuya simple elocución la turban profundamente, Dicenta y Herrera tienen, ante las cámaras, una larga conversación en la que, desde la serenidad de los rencores sofocados, van analizando lo que una época muy oscura de la historia de España, la dictadura de Franco, hizo con ellos: una obra de deformación que les provocó no pocos sinsabores, amarguras e incluso una dolorosa separación; aunque lo peor de todo fue la sensación de haber sido expoliados de su verdadero yo, de ignorar cuáles eran, frente a las castradoras exigencias morales de su tiempo, sus auténticas necesidades y sus verdaderos deseos e inclinaciones.
El dolor de enfrentarte a ti mismo desde el despojamiento, de una fachada de ficción que, impuesta por los convencionalismos y las tradiciones exteriores, uno siempre ha confundido consigo mismo, es el verdadero dolor que expresa la protagonista de Cinco horas con Mario, y halla, para que los espectadores lo perciban nítidamente,  en Lola Herrera los únicos acentos, inflexiones, crispaciones, guiños, complicidades y dolores incomparables.
Aunque la actriz dobla actualmente la edad de la protagonista, su presencia en el escenario -el micro, finalmente, se ha convertido en una distorsión que no nos queda más remedio que aceptar, aunque no puede compararse con la magia de la voz natural dominada por un largo ejercicio de la profesión- crea perfectamente la ficción de la mujer joven que asiste a la súbita muerte de su marido,  quien poco menos que le reprocha que la deje en la estacada, con los hijos aún pequeños y sin haber accedido a una estabilidad económica y a un estatus social como el que ella -a la que nunca le faltaron pretendientes-  «merecía» y que él, un catedrático de izquierdas, opositor al Régimen, desdeñaba.
En una representación sin interrupciones, con un ágil ritmo narrativo, el propio de la novela adaptada, Lola Herrera nos ofrece lo que podríamos considerar una suerte de antiepicedio, porque la retahíla de reproches al marido no va a cesar ni un momento. Carmen ajusta cuentas, y entre ellas la primera es la de no haberse sentido «deseada» ni bien tratada, porque en la vida de su marido la carrera, la vocación literaria combativa y la política ocupaban un puesto preeminente que ya le hubiera gustado a ella tener.
La evocación de la admiración de los posibles «rivales» a los que su marido no temía, suma una perspectiva cómica al desarrollo del monólogo y le permite a la actriz un lucimiento merecido, porque la naturalidad de todo el monólogo, en el que hay ciertos motivos recurrentes con los que se busca la complicidad del espectador, como la admiración por los senos turgentes de ella bajo la rebeca de punto cuando pasa por delante del tendero que hubiera sido para ella un partido a la altura de su belleza y de sus aspiraciones, es una de las características básicas de la obra. La rica lengua coloquial de Valladolid es una constante en la obra y un dificultad añadida para los espectadores jóvenes, ¡y más en la CAT sumergida en la demencia educativa del monolingüismo catalán que margina el bilingüismo propio de nuestra sociedad!
Otra de las aspiraciones de la protagonista que da pie a uno de los momentos tragicómicos de la obra es el fuerte deseo de Carmen de tener un Seat 600, lo que le hubiera permitido acceder a un estatus que, al menos, le compensaría de alguna forma por las distracciones, afectivas y sexuales, de su marido. La «aventura» frustrada con un amigo de la pareja, y pretendiente desdeñado por pobretón en los años mozos, Paco, poseedor de un Tiburón Citroën y unos ojazos de actor de cine, además de una sólida posición social, es uno de los grandes momentos de la representación, porque en esa mezcla de respeto al marido y necesidad de autoafirmación, también del deseo sexual, advertimos el drama de la protagonista.
A muchos espectadores jóvenes, desconocedores de lo que era la «vida de provincias» de finales de los 50 y comienzos de los 60 en España les llamará la atención el conservadurismo, incluso el clasismo y aun hasta el racismo de la  protagonista, porque, en efecto, Carmen Sotillo es la representante paradigmática de una España tradicional, conservadora, retrógrada, que también, eso debió de pensar Delibes, tenía que ser oída, porque solo de ese modo podía entenderse una época histórica como la del franquismo. Con todo, en modo alguno podemos considerar a la protagonista una suerte de prototipo, sino un personaje concreto, singular, con una historia muy particular y solo parcialmente extrapolable.
Estamos, pues, no se olvide, en una vieja capital de provincia castellana, lo que en términos actuales llamaríamos, siguiendo el modelo cinematográfico usamericano, la España profunda, aquella que fotografió Cristina García Rodero con arte magistral. Un mundo pequeño, atravesado de aspiraciones menudas, de apariencias, rivalidades y no pocos deseos mezquinos, pero en el que Delibes ha tenido el arte taumatúrgico de crear un personaje redondo cuya exploración íntima acaba dándonos, por elevación, un retrato general del clima moral de un  país. Y ello, insisto, nos llega a través de una representación con una gran economía de medios en la escenografía y una poderosa dicción por parte de Lola Herrera que le concede a la palabra la virtud omnipotente de crear mundos que han tenido siempre en el teatro los actores y las actrices. Sí, en ellos el verbo se hace carne y respira y nos llega como una bendición literal: buena dicción: solo las palabras de Carmen Sotillo llenan la escena, y con ellas cuanto ella ha vivido y vive: el dolor, el amor, la envidia, los celos, la desesperación, la rabia, la humillación, la tentación, la devoción, la pasión, la crítica, el arrepentimiento…
Sí, Carmen Sotillo vive y los espectadores hemos tenido la suerte de que Lola Herrera la hiciera suya y nos la haya vuelto a traer. Cuando acabó la obra no se la aplaudió, sino que se la aclamó, acaso porque ella y nosotros sabíamos que oficiábamos una despedida, y le agradecíamos no solo su magnífica interpretación, sino, también, que hubiera tenido el valor de desnudarse emocionalmente como mujer ante la cámara de Josefina Molina para establecer ese paralelismo entre el personaje y la persona que tanto ha enriquecido esta obra de Miguel Delibes y que tanto nos ha enriquecido a quienes la hemos leído y se la hemos visto representar, padecer y gozar.


martes, 22 de octubre de 2019

Crónicas de Robinson desde Laputa... IV


Donde solo hubo ilusiones antaño, ya no hay votantes hogaño...

Me dije a mí mismo, en uno de esos soliloquios incansables a los que me aficioné en la soledad de mi isla, que hablaría del fatigoso sistema de escaleras, interiores y exteriores que suplen, de algún modo, aquí, lo que en otros mundos son calles planas que permiten pasear sin un doloroso agravio a las rodillas y un sincopado ritmo de la respiración. Estoy tan fatigado, sin embargo, que habré de reservar la digresión para otro momento, porque, ¡aunque parezca inconcebible!, en Torilandia vuelven a ir a las urnas tras haber consumido muchos meses el ganador de las anteriores, en su calurosa primavera, su agobiante verano y su tibio otoño, sin mover ni un dedo para conseguir llegar a un acuerdo con las innumerables fuerzas que han obtenido representación parlamentaria.  ¡Y ello aun disponiendo de un socio preferente!, que ya se ha visto que no "preferido", a juzgar por el resultado final: una pelea parlamentaria en la que se cruzaron humillantes acusaciones de mentir, ningunear, sabotear, etc., esto es, lo que los pocos espectadores que siguen esas aburridas sesiones, diseñadas, parece, para hacerle perder al ciudadano la estimación por la oratoria y el razonamiento, a juzgar por la escasísima destreza en el uso del idioma común que exhiben todos los representantes políticos sin excepción, han entendido perfectamente como una decisión fríamente calculada para ir a una inexistente -en su sistema democrático- "segunda vuelta" electoral en la que acercarse o a la mayoría absoluta o a un resultado apabullante que rinda a los contrarios en su esfuerzo por "condicionar" la confección del futuro gobierno.
 La gama que va de la vergüenza al ridículo y lo impresentable es, sin embargo, muy variada, y podrían clasificarse todos esos representantes políticos en algún que otro lugar por debajo del listón que mide la aptitud mínima para esos menesteres. No tuve yo ni oportunidad ni deseo de seguir esa vida política en la Inglaterra donde nací, de genio tan vivo para estas cosas, tan apasionada, ¡quizás más que para el propio desempeño amoroso!, aunque desde mi privilegiado observatorio he tenido a bien, tanto tiempo después, de observar unas sesiones disparatadas que han llevado incluso a la caída de la PM y a la elección de un payaso insufrible de Oxford como su sucesor, ya veremos hasta cuándo. 
Se me han unido algunos observadores laputanos que, aficionados a la política, ¡muchísimo más que yo, que no soy sino un auténtico diletante, en este campo de verdaderos amateurs!, suelen enseñarme a mirar debidamente las intrincadas vueltas y revueltas de las estrategias políticas que suponen el todo de ese arte, bastante más que las declaraciones programáticas o los estatutos de cada partido en cuestión. La política, por decirlo abruptamente, no tiene principios, es decir, orígenes... Es la realidad más "palpitante", diríamos en lenguaje de cazador que sofoca el pálpito de su propio corazón, cuando emboscado para cazar una alimaña, y, por ende, sin pasado, que podamos concebir. El inimitable arte de la improvisación. Si añadimos que cualquier mínimo o gran suceso exige de esos protagonistas de muy distinta calaña una apostilla inmediata, descubrimos que ni siquiera el futuro, salvo que se difiera la respuesta ad las famosas calendas graecas, forma parte de ese modo de vivir peligroso, banal y, cuando se detenta u ostenta el poder, tan satisfactorio.
Muy pero que muy erosionadas andan las maneras corteses como deberían tratarse los adversarios en ese hemiciclo donde la realidad se desfigura en cada sesión hasta salir en andrajos la pobre a la calle, desfigurada, irreconocible, lastimosa, y aun hasta herida de muerte, presta a desaparecer camuflada tras un simulacro que todos aceptan como válido, a fuer de posibilistas y porque, de otro modo, no saldrían de ese edificio, como no salían de su encierro los personajes de El ángel exterminador. En Laputa, permítaseme esta digresión, no es el menor de los inventos avanzados a su tiempo el del cinematógrafo, que fue redescubierto bastantes años después en París. La perfección del mismo me permite, ahora, andado el tiempo, reproducir películas que han reunido, en esta isla maravillosa, acaso la más interesante filmoteca que nadie haya podido imaginar. En el resto de Lagado no comparten esta afición, pero aquí los cinéfilos abundan tanto como los politólogos. ¡Menuda sorpresa la mía, el día en que conocí el invento! Hasta me ataron  a la silla, por sorpresa, para evitar que saliera corriendo, horrorizado, ante la violenta impresión que le iba a deparar a mis sentidos la artística experiencia. Aguanté con los clásicos nervios de acero con los que la resolución de los problemas de la supervivencia en mi isla me habían caracterizado, pero no niego que el séptimo arte me pareció obra más divina que diabólica, y que la biblia de sus obras cimeras dejaba chica la de la religión que tanto consuelo me deparó en su momento y tanto me consoló y sirvió de refugio cuando estaba abandonado de la civilización.
Andan los criterios sobre la naturaleza de lo sucedido -que el pisaverde y currutaco Pedro Sánchez haya sido incapaz de formar gobierno- tan divididos que, como ya he avanzado, no no ponemos de acuerdo aquí sobre si, en el fondo, desde la misma noche poselectoral del 28 de abril, y dada la cortedad de su victoria, determinó ir a la repetición de elecciones, atendiendo a la parvedad de su cosecha de votos después de haberse mantenido un año de orientación electoral en el gobierno en el que dijo que solo permanecería "lo justo" para convocar enseguida nuevas elecciones. En cualquier caso, entre su inoperancia altiva y el férreo placaje de sus aliados y adversarios, todo acabará resolviéndose de aquí a pocas semanas.
Pero como la realidad no se puede estar quieta, como el diablo, que hasta con el rabo añasca, se ha interpuesto entre las urnas y el doctor Sánchez una suerte de terremoto político que hace imposible averiguar cuál puede ser el resultado de esa convocatoria: la sentencia a los toparcas de Cataluña, una hermosa región de Torilandia, por haber intentado dar un golpe contra el Estado mediante la abolición en su variado y plural territorio de la vigencia de la Constitución para instaurar una república de marcado carácter autoritario, identitario y ultraconservador va a tener una irrefragable importancia en el destino final de la convocatoria. Las penas de cárcel para los instigadores de la rebelión, considerada sedición de forma muy lenitiva por el tribunal, son, con todo, lo suficientemente importantes como para que la reacción de los secuaces de esos toparcas haya desbordado el orden normal de la vida cotidiana y se hayan producido algaradas y enfrentamientos tan violentos contra la policía como no se recordaban desde hacía más de cien años, en su famosa Semana Trágica, una repetición que, a pesar de su dureza, ha calcado la profecía de Marx vertida en su 18 Brumario: se ha repetido como farsa, a pesar, insisto, de lo "aparatoso" de la situación, porque mientras la Trágica fue un movimiento de legítima protesta contra los privilegios de los ricos; la republicana de hora es un movimiento de los ricos para deshacerse de sus responsabilidades solidarias con el resto de los ciudadanos de Torilandia. La hermosa ciudad de Barcelona, de la que alguno de los españoles cautivos a los que yo liberé en mi isla me había hablado, llenándosele la boca de tanta admiración como añoranza, ha sufrido los embates de esas hordas aniñadas pero salvajes, y no está claro que tanto las protestas como los daños obren en pro de la reelección del presidente de gobierno en funciones, quien, además, se ha permitido meter en el juego electoral la situación, con los resultados siempre negativos que tienen tales aprovechamientos de las desgracias.
Intentar saber qué ocurrirá en el futuro ha sido, siempre, una aspiración no solo de los gobernantes, sino de cualquier mortal, que pudiera avanzarse a los planes de la Providencia para sacar buena tajada de tan provechosa información. La forma más ridícula que han encontrado por esos predios peninsulares es la de la encuestas, una apuesta sin más valor ni científico ni supersticioso que la propia de los arúspices que sopesaban en las entrañas de los animales ofrecidos en sacrificio el umbrío mundo de lo por venir. El presidente en funciones tiene incluso un encuestador privilegiado, pagado por el Estado, para que le oriente en el difícil arte de avanzarse al tiempo que tendrá en la navegación, y que, como buen lacayo, suele ser más adulador que hábil escrutador. Con todo, ni esas malas artes adivinatorias les van a servir de nada en esta ocasión, a los políticos que vuelven a dirimir sus diferencias y sus acuerdos -porque entre ellos hasta los acuerdos los separan...- el próximo 10 de noviembre. Está por ver, sin embargo, cuántos de los maltratados votantes a los que tanto se recurre para que ejerzan de árbitros de tan pueriles disputas acudirán a depositar su voto en esas urnas. En efecto: Donde solo hubo ilusiones antaño, ya no hay votantes hogaño...
Tiempo al tiempo y voto a voto...

sábado, 28 de septiembre de 2019

«La tienda de los horrores», dirigida por Àngel LLàcer y Manu Guix, actualmente en el Teatro Coliseum.



Un excelente versión del famoso musical de Menken y Ashman que Frank Oz llevó al cine con inolvidable éxito: una obra políticamente incorrecta y llena de buen humor.

Título: La tienda de los horrores
Música y libreto: Alan Menken y Howard Ashman (sobre el  guion original de Charles Griffith para la película de Roger Corman).
Dirección: Àngel Llàcer i Manu Guix
Escenografía: Escenografía:Enric Planas y Carles Piera
Músicos: Manu Guix y The Veterans.
Actores: Manu Guix, Marc Pociello, Diana Roig, Ferran Rañé, The Sey Sisters, José Corbacho, Victor Gómez, Sylvia Parejo, Bernat Cot, Natán Segado y Raquel Jezequel.


La película de Roger Corman, La tienda de los horrores (1960), con una de las primeras apariciones en pantalla de Jack Nicholson, a título anecdótico, era una obra corrosiva que luego fue llevada, como espectáculo musical a los teatros, de donde volvería después al cine bajo la dirección de Frank Oz y un espléndido reparto, desde el fantástico dentista que compuso Steve Martin hasta el inolvidable Rick Moranis, pasando por  Ellen Greene y Vincent Gardenia, en los papeles estelares. El espectáculo teatral montado por Llàcer y Guix sigue fielmente el modelo de la película de Oz, sobre todo en la definición del protagonista, Seymour, casi una réplica exacta de Moranis, no así Audrey I, que se aparta mucho del original de la película, y en la disposición musical, que sigue al pie de la letra el musical original.
Lo primero que se ha de decir, porque estamos hablando de un musical es que la música en directo que se ejecuta, nada de fakes teatrales como la música pregrabada, enlatada, suena arrolladora, con una calidad de ejecución y de sonido literalmente perfecta. Si al buen hacer del quinteto musical, The Veterans (Oriol Cusó, Jaume Peña, Jordi Franco i Toni Pagès), se le suma la prodigiosa interpretación de la voz de la planta que hace Manu Guix, teclista junto a la banda y director musical del show, tendremos una idea perfeta de la calidad de lo más importante en un musical: las canciones y sus intérpretes. Las componentes del trío The Sey Sisters, que actúan en la trama como el coro de las tragedias griegas, al igual que en el musical original, tienen una presencia vocal contundente, en una línea de soul rítmico al estilo de Arthur Conley y otros, como Sam&Dave, todos ellos cantantes legendarios del soul de la Tamla-Motown. Los dos protagonistas, Marc Pociello y Diana Roig tienen una dicción muy buena que permite al publico entender con claridad las letras; son dos baladistas típicos pero cantan con gusto y sentimiento, siempre muy puestos en sus papeles algo tópicos como corresponde a la sencillez de la historia, por más que estemos hablando de una trama en la que no escasean los asesinatos-alguno de ellos hasta casi justificado…- y otras iniquidades menores, como la explotación del dueño de la floristería, encarnado por Ferran Rañé, quien, como lo hará Corbacho más tarde, en su encarnación del dentista, añaden a la función un tono «arrevistado» muy gracioso y convincente, que sabe arrancar las risas del público. Ellos dos son el contraste tradicional con el resto de los intérpretes, pues son los únicos que no cantan profesionalmente, aunque ha de decirse, en honor a la verdad, que sacan adelante sus temas mucho más que dignamente.
 Corbacho, que hace su aparición por el patio de butacas, tiene un gracioso intercambio de preguntas y respuestas con el público, pura improvisación, que resuelve con gracia y agudeza. El día en que mi Conjunta y yo fuimos a ver la función, asistía también Berto Romero con sus hijos, creí distinguir. ¡Qué pena que Corbacho no se fijara en él! ¡Menudo intercambio de réplicas ingeniosas que nos hubieran deparado!
Enamorado como lo soy del cine musical, de todo él, sin distinción, desde Cantando bajo la lluvia hasta El último cuplé, pasando por Los paraguas de Cherburgo y cientos de otras más, he de reconocer que en modo alguno me esperaba -sobre todo porque las canciones se habían traducido al castellano- que la obra tuviera la calidad que tiene y, sobre todo, que el espectáculo teatral funcionase con el rigor planificado que no deja ni un segundo muerto a lo largo de la hora y media ininterrumpida -¡que vuela como si solo hubiese pasado un cuarto!-, un prodigio de timing llevado a lo que imagino que habrán sido unos ensayos exhaustivos para encajar todas las piezas del rompecabezas que es el movimiento escénico, las canciones y el desarrollo de la trama. Es decir, que se adivina en todo momento la mano férrea de un director que lo ha cuadrado todo a la centésima de segundo para que el espectáculo fluya como fluye, como un torrente de sonido y acción conjuntados a la perfección.
Todo el mundo conoce la historia, porque la película de Oz fue muy famosa, aunque mucho menos la de Roger Corman, de ahí que la máxima expectación gire en torno a si en el teatro se consigue una  «animación» de la planta siquiera en parte equivalente al prodigio de los efectos especiales del cine. Y ahí, pierdan cuidado los futuros espectadores, la planta funciona muy bien, y su animador vocal, Manu Guix, es una de las estrellas del show, porque ha sabido encontrar la pluralidad de registros que exige la planta: desde el cinismo, hasta la seducción, desde el cabreo monumental hasta la ternura, desde el eructo hasta la risa histriónica y, por supuesto, una impresionante «voz negra» para su soul espectacular…
La obra se representa en el Teatro Coliseum y actúan prácticamente a teatro lleno cada día, ¡y dos sesiones, los viernes y sábados!, algo que yo ya creí desterrado de los teatros comerciales. ¡Anda y que no lucharon los actores contra la fatídica «doble sesión»! Y esta obra, además, que exige un desgaste físico inmenso, dado el ritmo casi vertiginoso que sigue el show desde que comienza. Las coreografías no son el fuerte del espectáculo, porque la base del musical son las canciones, pero todas ellas, breves y no muy complicadas, están resueltas con brillante por el elenco de cantantes e incluso por los dos actores teatrales, Ferran Rañé y José Corbacho, que le dan a la obra un empaque de calidad indiscutible, al asumir, no solo el canto, sino el baile, con una profesionalidad encomiable y un gran resultado. No olvidemos que Corbacho procede de La Cubana y que Rañé es un actor todoterreno de prodigiosa versatilidad.
En definitiva, si los espectadores quieren pasar un rato entretenido, lo que antiguamente llamábamos «teatro de evasión», no tiene más que presentarse en la taquilla del Coliseum, porque por el precio de la entrada le garantizan una diversión constante durante una hora y media vertiginosa. ¡No se la pierdan!

sábado, 21 de septiembre de 2019

Los debates ortopédicos: Argèlia Queralt vs. Juan Claudio de Ramón sobre el federalismo.



Una "apertura política" del nuevo curso que ha acabado saliéndose de madre hacia viejas elecciones... 


      Federalistas de izquierda ha reunido a dos comentaristas relevantes de la actualidad política para inaugurar un curso que, a los pocos días de aquel "debate", se ha despeñado por el abismo de una nueva convocatoria que nos llega de la mano de la impotencia del ganador de las últimas, las de abril, para ser investido y formar gobierno. La sensación de interinidad que padecemos desde que apareció snchz en el primer plano de la política nacional sigue acentuándose y ya veremos si no salimos de las próximas, la noche del 10 de noviembre, pensando que muy probablemente iremos a por las terceras..., tal y como los enfrentamiento a cara de perro de la última sesión de investidura invitan a creer que sucederá. Tiempo al tiempo, sin embargo, y a que las urnas vuelvan a hablar, bien, como siempre, porque expresan la verdadera realidad. Otra cosa es que los representantes de la pluralidad sean unos pésimos ejecutores de la voluntad popular, sujeta, obviamente, a su intercesión, ¡no pocas veces muy torcida!
   Puede que a alguien le llame la atención que hable de un debate "ortopédico", pero no dejan, los organizadores del mismo, otra alternativa: una sucesión de monólogos en los que los ponentes van a lo suyo sin tener en cuenta de forma precisa lo dicho por el otro no puede llamarse "debate" sin desvirtuar lo que algunos entendemos por un género vivo de réplicas y contrarréplicas que devuelven al diálogo su verdadero significado. Dicho de otra manera, ¡nadie se ve jamás en un aprieto dialéctico!, con un formato como el escogido por los organizadores. Pero asistí a lo que asistí y en eso centro este breve recuento de lo que sucedió, aun a riesgo de malentender alguna de las posiciones de los ponentes, a quienes separaba algo "imperceptible", pero obrante: la muy distinta "catalanidad" de los "contendientes": una sobrevenida, la de De Ramón, madrileño, quien, por su matrimonio, se declaró "catalán consorte"... y otra, la de Queralt, perteneciente al mainstream del catalanismo digamos, por simplificar acaso en exceso, "de cuna".
 El primer reto que la moderadora presentó a los intervinientes fue si pueden coexistir el federalismo y el nacionalismo. Para De Ramón ambos conceptos son antagónicos. Para él la pregunta debería reformularse: ¿son compatibles el federalismo y el catalanismo?, porque, como lo demostró la apuesta estatutaria de Maragall, el verdadero objetivo era que el Estado fuera "residual" en Cataluña. De Ramón considera que no se dan las condiciones objetivas para el establecimiento del federalismo porque, a su juicio, ello implica una cesión de poderes del Estado con el compromiso de la lealtad de pertenencia a ese Estado.
Queralt defendió la posición clásica del federalismo y añadió que, a su entender, el federalismo permite "gestionar las diferencias entre territorios, y centro las mismas, básicamente, en la lengua y la cultura. Recalcó que su catalanismo no es excluyente y que no entiende que pueda haber independentistas que digan que no son nacionalistas. Y coincide con De Ramón en la imperiosa necesidad de la lealtad recíproca. Defendió que el marco conceptual en CAT es muy distinto según la militancia de cada cual. Un pequeño repaso a ese marco puso de relieve que conceptos como la solidaridad no existen en un estado federado como los Estados Unidos; que conceptos asentados como "España nos roba" no responden a la realidad; la imposibilidad de un referendo; el debate entre si el federalismo h de ser simétrico o asimétrico; que no existe ningún "derecho" a la autodeterminación; la negación del "adoctrinamiento" en el sistema educativo o si se h de reformar el modelo educativo de la inmersión.
   En el único momento verdaderamente "combativo" del debate, De Ramón refutó a Queralt diciendo que el hecho de que el adoctrinamiento no funcione como les gustaría no quiere decir que no exista como tal. Del mismo modo que ve como una anomalía europea el sistema de inmersión que se sigue en el modelo educativo catalán. A su entender, la política de "conllevancia" que defendía Ortega, así como el lograr acuerdos a x años vista, le parecía un fracaso, una derrota cognitiva. No puede haber diálogo, sostiene, porque, desde CT, solo hay un "memorial de greuges". Y, por supuesto, la ausencia de neutralidad de los medios públicos  y el uso partidista de las instituciones públicas no contribuyen a atisbar una solución inmediata al contencioso. A su entender, el federalismo no puede ser igualitario y diverso. El federalismo supone el cultivo de las diferencias, aunque, para que triunfara, debería incorporar una suerte de "mochila básica de derechos", pero ello choca con el postulado del cultivo de las diferencias. ¿Cómo salir del atolladero? De Ramón proponía, frente al liderazgo transaccional, el liderazgo transformacional: olvidemos los viejos esquemas y creemos algo nuevo: la bicapitalidad, por ejemplo, que ya defendiera Maragall en su momento, como defendió la "Europa de las regiones", esa vía torcida para esquivar o compensar el peso de las viejos Estados-nación.
   Queralt coincide con De Ramón en la perversión del concepto de "diálogo", porque, de hecho, lo único que existen son monólogos enfrentados.Defendió la reforma consensuada de la Constitución, de modo que conceptos hoy capitales como el de la unidad de España sean sustituidos por un "pacto de convivencias". Insistió en que el federalismo está desprestigiado desde el nacionalismo porque son proyectos antagónicos. 
   Lo que a este espectador al menos le quedó claro es que, siendo los dos ponentes muy cercanos en cuanto a conceptos básicos de la democracia, la preeminencia de la ley, etc, había un abismo en la concepción que ambos tenían de  qué es o deja de ser CAT, sobre todo porque Queralt hacía girar su concepto en torno a la lengua y a la cultura, como "ejes de identidad" que ya han demostrado, a través del prusés, que solo sirven para romper nuestra comunidad. Quedó en el aire, pues, lo mismo que quedó cuando la presentación del libro de Coll et alii sobre el prusés: ¿Cómo hemos de definir el catalanismo, cuando un movimiento contrarrevolucionario como el prusés lo ha dinamitado? Lo que está claro es que, frente al Estado de las Autonomías, una suerte de "parche" para tratar de "arreglar" lo que en la Segunda República dio más quebraderos de cabeza que satisfacciones, el federalismo, tal y como ha sido formulado en el debate, no parece reunir los consensos básicos para prosperar constitucionalmente.
   Recordemos que, mundialmente, aparte de por la Transición, y al margen de los alicientes turísticos, somos conocidos por el Plan Nacional de Transplantes, cuyo carácter "centralizado" ha permitido su excelencia.
   

domingo, 8 de septiembre de 2019

La isla de Oro y de los Pinos... o el inmenso placer de descubrir mediterráneos...



Por la masificación hacia la abstracción, la ascesis y el paisaje: una vacación en Mallorca.
      
    Escoger Mallorca como destino de vacaciones cae, para muchos, dentro de lo anodino, por ser un destino turístico que no parece ofrecer ya ningún aliciente al visitante, por más que sean millones los que la visitan cada año y se conviertan en una población flotante que lo masifica todo, o casi todo. A Mallorca se iban los recién casados de viaje de bodas, e incluso Los Stop, con Cristina al frente,  pusieron de moda una canción de interminable título de sorteo de Navidad: El turista un millón novecientos noventa y nueve mil, novecientos noventa y nueve... y no sé si financiada por la Cámara de Turismo de la isla; pero a Mallorca fueron George Sand y Chopin, y Rubén Darío y Sorolla y Robert GRaves y...
      En cualquier caso, la elección de este año, decidida, como siempre, a ultimísima hora, tenía algo de desafío: ¿sobreviviremos a la masificación?, ¿tendrá Mallorca los tesoros paisajísticos que dicen que tiene?, ¿podremos verla con ojos de viajeros románticos en vez de con ojos de turista de viaje organizado? Otro reto básico era haber escogido uno de los destinos más consolidados de Europa, y, por ello mismo, uno de los que, en cuanto dices que has estado allí, tus interlocutores cambian de conversación, porque algunos "sofisticados del turismo exótico", no se "rebajan" a hablar sobre destinos tan "de tercera", casi "de pobretones", aunque nos gastamos un modesto dineral, sin hacer nada del otro mundo, además
     Pronto salimos de dudas, una vez sorteados los peligros de las huelgas pertinentes que, cada mes de agosto, le agostan a no pocos turistas la resignada ilusión de sus vacaciones. El aspecto infraestructural en un viaje de vacaciones es determinante, como, por ejemplo, llevarte la sorpresa de haber reservado un coche de alquiler en el que a duras penas caben las tres maletas de los viajeros, además de ellos. La segunda sorpresa es que te alojen, la primera noche, en otro hotel, a cambio de volver la siguiente noche a una suite de lujo, por la molestia: con minipiscina y terraza que daban a la albufera de Alcúdia: ¡un negocio redondo! 

     Aunque las comodidades de la vida de hotel son un vicio al que uno se acostumbra rápido, al margen del opíparo desayuno de rigor, lo nuestro es echar el día on the road en todas las direcciones posibles. De hecho, la mismísima tarde de nuestra llegada ya nos fuimos de excursión a las impresionantes cuevas de Artà, a las que llegamos por los pelos, después de haberme peleado no pocas veces con la voz de Google Maps y su endiabladas indicaciones, pero eso es una lucha que acaso necesite un capítulo, y un ring, aparte... Nada que ver con Her, de Spike Jonze, desde luego, y sí mucho con ¿Quién teme a Virgina Woolf?, de Mike Nichols; en cualquier caso, fueron discrepancias que duraron toda la semana y que nos hicieron conocer  quilómetros y quilómetros de paisaje agrícola mallorquín que, de otro modo, nunca hubiéramos hollado con las ruedas de nuestro Fiat Huevo en versión actualizada del siglo XXI; un paisaje que nos revelaba una inmensa extensión de pujante terreno agrícola donde nuestra imaginación condicionada por los ¿informativos? solo nos hacían representarnos centenares de turistas borrachos y, los más jóvenes, practicando el "balconing". Por mor de la corrección política he de decir lo que me incomodaba, en mis peleas, con la voz de Google Maps que esta fuera de mujer... Les sugiero encarecidamente que vayan alternando de mujer y hombre para facilitar la equidad en el insulto...
       Entramos en Mallorca, así pues, por donde a mí más me complugo; por su  puerta subterránea, y lo cierto es que fue un viaje de poco más de un quilómetro que nos satisfizo totalmente y que, como ocurre en las cuevas calcáreas, potencia la imaginación hasta que esta se desborda y te hace ver en dos piedras, por ejemplo, un Balzac enamorado, tallado por Rodin. 
Se habla de "catedrales" por la majestuosidad de bóvedas a una altura de cuarenta metros, pero para los fotógrafos aficionados, no hay detalle que pase desapercibido. Entramos, eso sí, por la diligencia de una taquillera que, a la carrera, nos llevó hasta el grupo que había iniciado la última visita del día, con una generosidad de "buena gente" exquisita. Un comienzo así, porque las cuevas están en un enclave costero privilegiado, tuvieron su reverso en la cena a que nos invitaron por el trueque de la noche en otro hotel: un buffet inmenso, en un comedor que parecía un campo de fútbol. Suerte que llegamos tarde y "la masa" ya había pasado. Pero las comidas o cenas de buffet sí que merecerían otro capítulo aparte: el de las barbaridades a que podemos llegar frente al exceso de oferta y la ignorancia del límite de las propias necesidades.
   Mallorca forma parte del imaginario colectivo por muchas razones, y no son las menores sus playas, su clima, la sobrasada, la ensaimada y Rafael Nadal, pero cada cual tiene su idioimaginario particular que lo guía hacia unos u otros destinos. Las "calas", esa palabra mágica capaz de movilizar a mi Conjunta  para cualquier penosa expedición, por el gozo de la recompensa, no es el menor peaje que un sólfobo ha de pagar para que el bien común tenga un equilibrio razonable. "Cala" tiene una resonancia del primer día del Génesis, al menos para ella. Y suele ser cierto que cualquier esfuerzo de acceso tiene un recompensa de facto. La de San Vicente, que buscamos por la referencia culta de Sorolla, está "viciada" por un hotel que la divide y la degrada, pero aun así, sigue teniendo el atractivo que llevó a Sorolla a pintarla. 
Pero para quienes buscamos, a veces, rastros de escritores, Deià, y en concreto la tumba de Robert Graves era visita obligada, lo mismo que la que a punto estuve de no poder hacer a las Coves del Drach, en una de cuyas barcas homenajeé a Berlanga y El Verdugo: "Don José Luis Rodríguez; don José Luis Rodríguez", iba yo repitiendo ante la estupefacción de mis compañeros de barca que me tomaron por un grillado..., pero cumplí la promesa que le hiciera a Paco Marín...
   Son muchos los paisajes que hemos visitado, a fuerza de quilómetros arrancados al incómodo Fiat, y de todos ellos guardamos uno u otro recuerdo, como el del costalazo que en la cala de Teià, con piedras cubiertas de algas más resbaladizas que la tradicional cucaña, estuvo a punto de dejarme descostillado, aunque salí con bien del entuerto. Y luego una exquisita limonada con menta que compramos para hacer el camino de regreso en busca de un restaurante me acabó de entonar, aunque el italiano del pueblo, con una cocina de insólita autenticidad para la localidad -no había ingrediente de ella que no hubiera sido traído de Italia- , nos elevó al séptimo cielo de la gastronomía.         
      La sierra de Tramontana, yo soy más montanero que playero, tiene una carretera inverosímil desde Sóller hasta Valldemossa, y echamos de menos no haber sido lo suficientemente previsores como para internarnos por algún sendero de montaña y practicar ese senderismo que tanto nos gusta, a la Sociedad Anónima. Por motivos ecologistas lo hicimos para bajar desde la carretera hasta la cala Torta, donde tuvo a bien la perversa medusa lanzarme una descarga eléctrico-venenosa que aún, a casi un mes vista, aún se dibuja en mi codo como una marca infame. 
       En plena montaña, con el mar a los pies, está el pequeño pueblo donde Graves construyó su mundo y aunque los horarios tan ajustados me impidieron ver la casa, no me impidieron subir hasta la cima del pueblo, donde se ubica el cementerio y desde donde los muertos gozan de unas vistas que les alegrarán con su bendita calma la eternidad. La humildad petrificada, me pareció la tumba de Graves, que fotografié con respeto y admiración. 
    Aunque hemos ido a playas de todo tipo, imposibles, como en la que pintó Sorolla, plácidas, como la de Muros, arriesgadas como la de Deià y salvajes como la de Cala Torta, he de decir que Alcúdia y Pollensa, esta con su tradicional Calvari, 365 escalones de piedra hasta llegar a la ermita que preside la localidad, cumplen con todas las expectativas de lo que le pedimos a una visita turística, iglesias incluidas, sobre todo en Alcúdia, aunque, a partir de las 12h la aglomeración es tan intensa que libran desigual combate la necesidad de admirar el tipismo de las poblaciones y la necesidad de huir de la masa-marabunta a cuya gestación nosotros mismos colaboramos, por supuesto. Si, ¡para colmo!, tienes la desgracia de llegar en "día de mercadillo" -¡la pasión de algunos turistas extranjeros!- las posibilidades de sufrir un taque de ansiedad son elevadísimas.
      Palma tuvo dos visitas, una fallida, cuando quedé con mi sobrina Patricia, -realmente una hermana pequeña, dada la edad a la que mi hermano y su mujer la tuvieron-, su marido Jose Luis y la hija de ambos,Lucía, con quienes, ¡la mejor de las compañías!, acabamos haciendo una expedición hacia el sur para disfrutar de un día de playa y de un arroz soberbio, atravesando paisajes agrícolas muy variados y todos de tranquila belleza; y otra exitosa, que es cuando pudimos visitar la Catedral y uno de los grandes objetivos del viaje: la espectacular capilla de Barceló uno de los últimos artistas geniales de nuestro país. Nada, salvo ciertos detalles arquitectónicos, podía competir en ella con esa capilla, permanente llena de visitantes.

        ¡Suerte que disfruto conduciendo!, quién sabe si por mi afición a las road movies o porque no tuve ni carnet ni coche hasta entrado en la treintena, como corresponde a los trabajadores-estudiantes de mi generación. Conviene aclararlo, porque la excursión a uno de los lugares obligados, el faro de Formentor, le lleva a uno por una maravillosa pero eterna carretera que atraviesa densos y hermosos bosques, pero que hacen eterna, con sus infinitas curvas, la llegada al faro. Una vez allí, la abusiva presencia de los coches para tan pocas plazas de aparcamiento anuncia lo que estuvimos a punto de sufrir, un fenomenal atasco entre quienes quieren llegar y quienes quisimos salir antes de que se iniciara la puesta de sol, que es el objetivo de los peregrinos a tan alejado lugar. La cala de Formentor, cerca del hotel de lujo donde se reunían las autoridades "intelectuales" para fallar los premios que llevan el nombre del faro, llena de barcos y con una isla que cierra, por la izquierda, el horizonte, aunque urbanizadísima, tiene algo de salvaje belleza que aún puede descubrirse a primera vista. 

     La bahía de Pollença, más recogida que la de Alcúdia, tiene, sin embargo, una carretera que la bordea por donde es un placer infinito conducir. supongo que la ausencia de arena en la orilla ha impedido que fuera objeto de la codicia empresarial para explotarla, como sí ha ocurrido con la más extensa de Alcúdia, la zona donde estábamos hospedados y cuya carretera/calle mayor, llena de restaurantes y bazares es una soberbia apología del mal gusto, la masificación y la horterez. La bahía de Pollença invitaba a aparcar el coche y recorrerla a pie, desde luego. En otra ocasión. 
      Mallorca, por lo tanto, es un islón maravilloso cuyo conocimiento no agotan ni siquiera los residentes o los nativos, y, es lo que nos pasó a nosotros, a cada paso descubríamos nuevos retos, nuevas visitas posibles, nuevas rutas, nuevos planes, todo ello para ser hecho con una aplicación rigurosa del slow way of life que preconizan los nuevos gurús de la descontaminación cibernética y de las prisas del progreso que no conduce a ninguna parte. Mallorca  está llena, además, de arte por los cuatro costados, y no siempre, cuando viajas como turista que va por primera vez a un destino turístico, eres capaz de desviarte un poco para ir a su encuentro, urgido, como estás, por la "necesidad" de satisfacer curiosidades básicas. Sí que nos llamó la atención la doble exposición de Picasso y Miró en la estación de Sóller, pero no ha sido este un viaje "de museos", como a nosotros nos gusta, sino de naturaleza y de espacios, urbanos y naturales, y nadie va a regresar más contentos que nosotros de este conocimiento que tendrá repeticiones, de ahora en adelante, porque la sierra de Tramontana, con su impresionante presencia a lo largo de uno de los laterales de la isla es un mundo aún inexplorado, a pesar de la visita a Deià y Valldemosa, donde, por cierto, están los bustos de Chopin, Darío y Rosiñol, pero en ningún momento el de Georges Sand, y eso que le di hasta cinco vueltas al jardín de la Cartuja para evitar, si lo consignaba aquí y ahora, que alguien me desmintiera, pero no, la "estirada" señora que en nada congenió con las nativas, no aparece en ningún rincón del jardín. 
   Justo al llegar a Barcelona, me percaté de un error de planificación: entre los libros que debería haberme llevado, como suelo hacer casi siempre, no figuraba:  uno de Rubén Darío que compré y aún no había leído: La isla de oro. El oro de Mallorca. Como lectura a posteriori, pues, no cabe aquí, pero sí en el Diario de un Artista Desencajado, donde el amable lector podrá hallar una recensión ad hoc. Volveremos.

jueves, 29 de agosto de 2019

La temida invasión; la pertinaz resistencia…



No son las guerras «barcialeas», pero sí una batalla sin cuartel contra los aguerridos blatodeos invasores del núcleo duro de nuestra intimidad…

Nadie supo en casa cómo atravesaron la más permeable de todas las fronteras habidas y por haber, la de la cocina, pero un mal día apareció la primera en el mármol de la cocina, o mejor dicho, en la madera del mármol de la cocina, ¡gracias a Rodríguez de la Fuente!, porque el mármol es tan oscuro como ellas lo son y la verdad es que se camuflan en él con una eficacia que nos ha complicado muchísimo la labor de erradicación de lo que acabó convirtiéndose en plaga, porque en esta lucha de las dos especies que se disputan el planeta, o los restos de él, ya no se sabe…, la especie humana y la de los blatodeos, vulgo cucarachas, ha de reconocerse que todo apunta a que  estos insectos, más antiguos que nosotros sobre la faz del orbe, llevan todas las de ganar.
Hay quienes dicen que son muy inteligentes. Discrepo. Por una razón inexplicable, porque siempre cuidamos de fregar muy bien la tabla para evitar restos de comida o la figuración olfativa de su remota presencia, desde que aparecieron entre nosotros, los bichejos han tenido una querencia absoluta por esa tabla al costado de la tostadora, del calentador de agua y del exprimidor. Gracias a ella, no había día en que me levantara a preparar el desayuno y la luz de los neones no sorprendiera a alguna, estupefacta, sobre la tabla, momento en el que me abalanzaba sobre ella, con el trapo de cocina recogido al vuelo del borde de la pica,  para exterminarla sin miramientos. La cosa se complicaba si eran pareja de hecho, porque al descender al mármol negro, y a tan temprana hora, mi vista ajada se guiaba más por el movimiento que por la geolocalización, y se iniciaba un seguimiento que, muchos días, concluía con la desesperación de haberle perdido el rastro en un radio de cincuenta centímetros.
La cocina, dentro de lo que cabe, es amplia y son muchos los rincones, los recovecos y los escondites donde estos huéspedes, tan indeseados como prolíficos pueden hallar acomodo gratuito y acogedor. Insisto, a pesar de que los restos de comidas puedan parecer una razón de su presencia, no han sido pocas las veces en que a los exploradores bichejos los he hallado en el grifo de cromo de la pica, en el enchufe de pared -¡en un arrebato de horror, los pulvericé todos a conciencia con el insecticida, porque me figuré que habían construido corredores que las llevaban de unos a otros en los ocho que hay en la cocina!-  o en la superficie brillante del calentador de agua, teniendo restos de su comida que inadvertidamente quedaron sin recoger la noche anterior. Así pues, la extravagancia de su conducta me ha complicado mucho la labor de detección y exterminio, que no ha llegado a su fin sino casi seis meses después de haber hecho acto de presencia y tras haber pasado por momentos muy «delicados» e incluso «desesperados». De hecho, dimos por concluida la contienda cuando cautivos y desarmados los últimos ejemplares invasores, estábamos a punto ya de recurrir a los servicios de una empresa desinsectadora.
No sorprendió, un buen día, que los soberbios ejemplares macizos de su raza reptante mutaran el tamaño y empezaran a aparecer proyectos de…, crías que, como sus mayores, también tenían la querencia de la tabla, como si hubieran recibido información genética del lugar propicio desde donde iniciar su vida propia. Ante la rapidez, cierto día, con que desaparecieron tres de mi vista una mañana, dejé de lado el desayuno y removí todos los obstáculos de la esquina para descubrir los caminos por donde desaparecían de mi vista. Trasladé los objetos a la mesa de la cocina, lo liberé todo y limpié a conciencia y fumigué a discreción… -¡la de insecticida que debo de haber empleado ¡e inhalado! en esta lucha a muerte o asco!-. Una vez todo en orden, comencé a devolver los pequeños electrodomésticos a su lugar, pero, ¡en estas advierto que una cría me aparece en la mesa donde los había llevado!, levanto, entonces, la jarra del calentador eléctrico y advierto que el insectillo se cuela por debajo de la base de la resistencia. Con el asco reprimido me acerco a la pica y, como un poseso, comienzo a golpear la base contra la pica y empiezan a caer crías de cucaracha en número soberbiobíblico y, detrás de ellas, un ejemplar adulto al que consideré la progenitora legal de la camada. Abrí el grifo del agua y me liberé de semejante compañía tan pronto como pude. Después, me llevé la base a la terraza y la rocié con insecticida hasta quedarme a gusto, y la dejé que se secase, antes de poder volver a usarla.
¿Problema resuelto? Lo supe a la mañana siguiente, cuando, al abrir el armario donde guardo el tarro de la avena para el desayuno, un ejemplar adulto se paseó, ufano y atrevido, por la altura del tercer estante, adonde no llego sin la silla o la escalera. Me armé con la vileda y allá me lancé a la caza y captura de la intrusa, que desapareció como por arte de magia. El armario está al lado del frigorífico, lo que indicaba, al parecer, otro posible «cuartel de operaciones» del insidioso ejército enemigo. Separé el armatoste, rocié los bajos, los altos y la maquinaria posterior. A media mañana apareció un ejemplar agonizante en medio de la cocina, perfectamente destacado contra el color claro de las baldosas del suelo. Lo barrí y lo eché a la basura orgánica, naturalmente.  Crucé los dedos por si una cucaracha no hacía verano, tan próximo ya…
A la mañana siguiente, ¡dos frentes simultáneos!: en la madera y en el armario de la harina, la avena, el arroz, etc. Me centré, a duras penas, todo hay que decirlo, en la elaboración del desayuno y, una vez acabado este, con constantes desplazamientos del comedor a la cocina para intentar sorprender a las juguetonas y asquerosas adversarias, iniciamos mi Conjunta y yo una revisión de los «altos» de los armarios. Justo encima del refrigerador, tenemos un pequeño armario donde guardamos manteles y el papel de cocina. Nada más abrirlo, dos robustos especímenes iniciaron una huida que aborté con dos robustos viledazos y una energía propiamente bruceleeana. Por si las moscas, comencé a sacar uno a uno los manteles y, en el pliegue interior de uno de ellos volvió a aparecer otro ejemplar adulto ¡y una auténtica plaga de crías diminutas que más parecían un hormiguero exhumado que otra cosa! Lleno de un asco infinito dejé caer el mantel, abierto al suelo de la cocina y allí mi Conjunta y mi hija iniciaron sendos y contundentes  zapateados de Sarasate para tratar de abortar la huida cobarde de los bichejos inmundos. Desde lo alto de la escalera, como un general atento al desarrollo del combate sugerí la pena por inmersión en la bañera; pero mi Conjunta llevo los manteles, pues al final fueron dos los aquejados del síndrome «hospitalario»; los llevó, decía al lavadero de la galería donde les aplicó el suplicio acuático pero no a todos los efectivos, porque, desde ese día en adelante comenzaron a aparecer en el lavadero, donde hay una estantería en la que se almacenan no pocas toallas viejas, los esforzados militones del temible ejército que se habían liberado de la muerte segura que mi Conjunta había regado sobre ellas. Y sus días me llevó ir detectando a esos proyectos de ejemplares adultos que buscaban refugio, como el que les dio su madre, en las toallas viejas y limpias de la estantería…
Nuestro gozo final solo necesitaba una confirmación al día siguiente para comprobar si, inhabilitado aquel refugio, habíamos acabado con la invasión. Pasaron dos días sin que aparecieran, es cierto, pero al tercero volvieron, ¡y de nuevo a la madera! Nuestra desesperación estaba en relación directa con una decisión que había de tomar, y a la que me resistía, quitar los zócalos falsos de los armarios, sacar todas las bolsas de baldosas de recambio que hay guardadas allí y hacer un fumigación, cuerpo a tierra, de todos esos rincones en los que la imaginación me torturaba con la representación de un hervidero de bichejos dispuestos  vencer la tímida frontera del olor del insecticida. Hube de hacerla, y no quiero pormenorizar el inmenso esfuerzo que, para cierta edad y una rodilla castigada por la operación de menisco, supuso acceder a ese mundo submueblal donde, como un recluta de Objetivo Birmania, me tumbé, aerosol en mano y un pañuelo cubriéndome la cara, para rociar hasta hacer charco…, los casi ocho metros de zócalos…  Me levanté titubeante, como un votante indeciso en día de elecciones, y corrí a la galería a inhalar el aire medio polucionado que aliviara mis pulmones, tratados como si fuera el «gran cucarachón alfa» de aquella purria invasora…

El comentario jocoserio no podía ser otro: Si después de esto, aparece alguna… ¿Alguna! A los tres días, porque sin duda el estómago aprieta a cualquiera y las cucarachas no son una excepción, me encontré con una de las mayores sorpresas que me he llevado en mi vida de desinsectador diletante: abrí el lavavajillas que había dejado haciéndose la noche anterior y ante mi mirada atónita, un prístino cucarachón  de concurso ganadero se escapó de mi vista para meterse por una rendija ¡en el interior de la puerta del electrodoméstico!
Llamé a gritos a mi Conjunta y le indiqué la rendija por donde desapareció el, a esas alturas del relato, ya diplodocus blatodeo, y mi alegría por haber detectado, ¡al fin!, lo que pintaba como el último reducto del temible ejército invasor. En efecto, a la altura de los goznes de la puerta pude introducir un dedo hacia el interior de la puerta del lavavajillas y percibí la fibra de los trapos reciclados que usan como aislantes no solo en este electrodoméstico, sino también en los coches, una suerte de moqueta prensada de origen textil que reconocí enseguida, después de lo de los manteles, como un nido idóneo para las huestes enemigas. ¡Parcas santas lo que llegué a pulverizar esos orificios de acceso y el perímetro total de la puerta, una vez, claro, que hube retirado la vajilla y la cubertería del aparato para evitar una intoxicación de la que no me libré el día que bajé a la trinchera de los zócalos disfrazado de forajido del far west.! Ahora sí que no cabía duda posible: liberados los zócalos, los altillos, despejado el perímetro del frigo, controlado el nido frontal recién descubierto,  ¿había llegado ya la hora de cantar la deseada victoria?

Pues no. Solo dos días, en esta ocasión, pasaron antes de volver a la madera-fetiche sobre la que volví a encontrarme otros dos ejemplares de consideración a los que, lo confieso, más que exterminarlos, deseé poder parlamentar con ellos para negociar una rendición honrosa, pero eficaz, antes de que tuvieran que venir los especialistas con las «perlas» mágicas con que sembró la desinsectadora los bajos de nuestra finca cuando me tocó, como presidente de la escalera de vecinos, acompañarla en su menester, abriéndole todos los accesos posibles para evitar que, finca vieja, hicieran colonias nuevas.
Una vez las cacé al más rudimentario estilo cavernícola, sin que me sirvieran, eso sí, como proteína barata, y tras haber estado a punto de rendirme a la evidencia: me habían derrotado, se me ocurrió que el único nido posible, dada la trayectoria que seguían hasta la madera, y porque a más de una la habíamos pillado a medio camino en la fregadera…, había de ser, de nuevo, el lavavajillas.
Dicho y hecho: sacado de su escondrijo, le di la vuela y descubrí otros dos agujeros traseros por los que me harté de embutir insecticida hasta que, las que allí planearan su resistencia, perecieran en el mar grisáceo del insufrible líquido deletéreo. No contento con ello, lo alcé lo suficiente como para rociar los bajos por si hubiera  algún acceso secreto más, una galería de túneles salvadores que les permitiera burlar mis esfuerzos aniquiladores. Concluida la «limpieza» reintegre a su encastrado lugar el aparato y, desde entonces, como una maldición que me hubieran echado antes de fenecer, no hay día que no entre de buena mañana en la cocina sin hacer una ronda de inspección, presa del terrible augurio de advertir sus rapidísimos y escamoteadores movimientos. Y en esas estamos, toda la Sociedad Limitada que en mi morada habita: extremando la limpieza y centineleando con máxima alerta. De momento, como dije líneas arriba, hemos cantado victoria. Pero no nos fiamos.