lunes, 28 de marzo de 2022

La guerra léxica; la muerte real.


La batalla entre la libertad y el agitprop..

    Se comienza llamando guerra a la invasión del dictador Putin y se acaba asumiendo que si se contribuye a la defensa de Ucrania estamos poniendo al mundo al borde de la tercera guerra mundial e incluso de una guerra nuclear. Me perdonarán mis limitaciones, pero no lo acabo de entender.  Si mientras Putin alineaba tropas y armamento al otro lado de las fronteras de Ucrania, Europa y otros aliados de Ucrania hubieran hecho lo propio, invitados por el gobierno ucraniano, ¿se hubiera lanzado tan alegremente al ataque Putin, sabiendo que hubiera habido una fuerza similar a la suya enfrente? De hecho, la precaria paz mundial que hemos vivido, sin entrar ahora en las guerras que, por unas u otras razones, siguen aún librándose sin tantos aspavientos de la comunidad internacional, como la del Yemen, ¿no se ha debido al equilibrio del miedo?, ¿a saber que un enfrentamiento no contemplaría vencedores y vencidos, sino solo vencidos? ¿Por qué no se ha procedido de la misma manera y se ha dejado a Putin que invada Polonia..., perdón, Ucrania, con una justificación teórica que se le abren las carnes de la indignación a quienes la escuchan? Las políticas agresivas de hecho cuentan con el factor sorpresa del bis dat qui cito dat (Quien golpea primero, golpea dos veces), lo cual parece poner en tela de juicio cualquier reacción del mismo tenor a esa iniciativa sanguinaria, porque, aunque las batallas no llegan con toda su crudeza a nuestros televisores, los muertos van apareciendo y se suman en nuestra conciencia como el más lamentable retrato de nuestra cobardía, a la que los dirigentes mundiales suelen llamar prudencia

    Como se advierte, y desde que cruzaron las fronteras al amparo de la Z del viejo caballero español émulo de Robin Hood, estamos en presencia de una batalla verbal que se libra en todos los frentes, Rusia incluida, donde ya pasan de 15.000 los detenidos por protestar contra la agresiva demencia del dictador. Desde tan lejos como España lo está de Ucrania, lo que nos ha sorprendido a todos es que el ejército ucranio, ayudado con armamento menor de quienes quisieran ver formar parte al país de la UE, ha sido capaz de resistir más de un mes al que se ufanaba de ser una máquina de guerra imparable, el mismo prestigio del que se vanagloria la dictadura china. Eso, hasta el momento, es el acontecimiento más decisivo de cuanto ha ocurrido, y determinará el rumbo de la invasión y la resistencia ucraniana, así como el agravamiento de las sanciones a Rusia para que, desde el interior, sus ciudadanos comprueben que su dictador particular los lleva al desastre, no a la pírrica gloria malentendida de aplastar a sangre y fuego a un país vecino.

    Como ya ocurrió con  la triste guerra de los Balcanes, la UE, que asistió paralizada a las matanzas cometidas por los serbios, está jugando un papel menor y sobre todo retórico: infatigable defensa moral, pero sin ningún compromiso material en soldados y armas que contribuirían a equilibrar las fuerzas y a conceder a Zelenski unas perspectivas de independencia total de Rusia que ahora peligran, porque ya habla de ceder parte del país, el este, y Crimea a las fuerzas invasoras, de modo que asegure el resto como país independiente. 

    Es cierto que las sanciones están actuando en la retaguardia rusa, pero no lo es menos que la inflamada retórica del nacionalismo puede convencer fácilmente a las personas más simples de los sacrificios que han de hacer para que la camarilla putiniana siga disfrutando de sus privilegios, aunque no ya de seguir enriqueciéndose, como hasta ahora, porque el mundo les ha dado la espalda; pero mientras Alemania y Francia no salgan de su calculada prudencia respecto de Putin y del suministro del gas ruso, difícilmente acabará de materializarse en toda su dimensión el alcance de esas sanciones.

    Entiendo que en una situación de conflicto como la que vive Ucrania, haya habido una diáspora como la que estamos viviendo, y es posible que tal fenómeno haya conseguido la plena dedicación de hombres, y no pocas mujeres, al esfuerzo bélico, sin tener que exponer a los suyos al efecto mortal de los bombardeos; pero, hecho no poco a la antigua usanza, sigo suponiendo que en una lucha contra un invasor, todas las fuerzas son necesarias, y que el compromiso total del pueblo soberano ha de organizarse en torno a ese movimiento defensivo contra el invasor. En fin, confiemos en que ese éxodo tenga pronta fecha de caducidad y puedan volver para reconstruir un país que los rusos están tratando de aniquilar material y humanamente.

    He leído bastante sobre la legitimidad rusa para asegurarse la tranquilidad en "su" patio trasero, pero esa dinámica de Guerra Fría quedó abolida con la caída del muro de Berlín, y se supone que estábamos en otra fase de la Historia. El retroceso ha llevado a comparar a Putin con Hitler, aunque él ha invadido Ucrania, como decía en su delirante justificación, para desnazificarla, como si las minorías nostálgicas nazis que haya en Ucrania tuvieran una capacidad de representación política suficiente como para convertirse en una amenaza contra tan poderoso vecino. Hace poco se defendía el "fin de a Historia", y ahora hasta hemos retrocedido un siglo para encontrárnosla con su peor cara posible e imaginable. Nada comparable, sin embargo, a la hipocresía de los socios de gobierno del reciente Antonio Sánchez, quienes poco menos que defendían que, dada la correlación de fuerzas entre Ucrania y Rusia, los primeros debían dejarse invadir y hasta dar las gracias por ello... ¿Cabe mayor traición a los ideales democráticos? Pero la defensa de la poltrona tiene, en nuestro país, una tradición que sobrepasa de largo las exigencias de la dignidad. Percibo una política de percebes prácticamente incrustados en el Poder, y de ahí no hay percebeiros que los arranquen, desgraciadamente. 

    Asistimos al desigual enfrentamiento militar y seguimos en nuestra zona de confort, ignorando qué significa que  un bloque de pisos a doscientos metros de nuestra vivienda  en el centro de Barcelona haya sido destruido por un bombardeo; que no tengamos que ir corriendo a la estación de metro de Universidad para buscar cobijo mientras cruzan las calles las sirenas que nos urgen a hacerlo; que salgamos, temerosos, de nuestra vivienda y no logremos encontrar ni una tienda de víveres donde comprar desde el pan hasta la verdura o una garrafa de agua, porque el suministro ha sido cortado por los bombardeos; ahora arrecia el frío y la lluvia y en las casas nos abrigamos con seis capas de ropa para no quedarnos helados... Sí, la guerra en la televisión puede ser un tristísimo espectáculo, pero recuerda uno el conflicto sirio y recuerda que en él los rusos luchaban junto al dictador, y aquellas escenas de las ciudades destruidas son ahora las cercanas de Ucrania, aunque el antiguo presidente prorruso haya huido en coche (no en el maletero, cono huyó el secesionista catalán que negoció en las cercanías de Putin traernos esta destrucción a Cataluña) a la Rusia de sus amores y sus prebendas. Con lo que no contaba Putin, y podemos estarle profundamente agradecido los demócratas europeos, es que el ejército ucranio estuviera tan bien dirigido y que el presidente Zelenski se haya convertido en un mandatario a la altura de su compromiso con quienes lo eligieron, con muy buen criterio. Su presencia en su puesto de mando marca mucha distancia con quienes, en Europa, ni siquiera asumen sus limitaciones y sus errores.