jueves, 21 de octubre de 2021

Una carta-documento sobre el estado actual del sistema educativo.

La educación por de dentro y frente al agitprop de los poderes públicos propiciadores de la devastadora corrección política.


Haber trabajado treinta y cinco años en la enseñanza no te enseña a conocerla bien, pero hay cosas que no te pasan desapercibidas. Puede ser que tantos años de servicio no te permitan tener una opinión fundada sobre un sistema educativo, pero hay cosas que  es imposible no percibirlas. Cuando en Cataluña se impulsó una reforma educativa del sistema, auspiciada por el gurú de la pedagogía  César Coll, quien, al parecer, ha impulsado también la última reforma educativa del gobierno de Pdr Snchz —según su propia estrategia comunicativa, porque darle un buen bocado distorsionador al código expresivo es una marca distintiva de quien (des)gobierna—, fue opinión unánime de los profesionales que se estaba «egebeizando» la Secundaria, algo que, años después se hizo patente cuando, la «nueva secundaria» incorporó dos cursos de la antigua EGB y los maestros con una licenciatura en la especialidad se incorporaron a los institutos, teniendo aquellos dos cursos en «propiedad», algo que, pasados unos años, perdió su vigencia y ambos cursos pasaron a ser los dos primeros de los cuatro de la nueva ESO que desde aquella Reforma se imparte. En aquel momento auroral de la Reforma, la distinción entre asignaturas obligatorias y optativas permitió que el alumnado eligiera casi el 40% de su currículo, lo cual en modo alguno subió la calidad del sistema, sino que inició el camino para rebajarla no pocos escalones, porque, como pronto se advirtió, las «optativas», aunque diseñadas con la mejor intención de «abrir» los horizontes intelectuales de los discentes, devinieron auténticas y tradicionales «marías» que restaron muchas provechosas horas de aprendizaje en materias troncales. La LOE de 2006, de infausta memoria, trajo la consagración de la ESO y ahí seguimos, aunque con las correcciones y contracorrecciones de los partidos o coaliciones que llegan al poder, porque si algo caracteriza nuestro sistema educativo es la imposibilidad de todas las fuerzas políticas para ponerse de acuerdo en garantizar un sistema que no esté dominado por la perspectiva ideológica de quienes gobiernan, quienes tienden a ver la enseñanza más cómo un instrumento para sus fines clientelares que como una necesidad de los discentes para forjarse un futuro.

Viene esta breve introducción a cuento de una carta que acabo de recibir de mi buen amigo J, a quien le habían concedido una plaza de interino para todo el curso en el instituto donde él estudió en su momento, lo cual añadía cierta ilusión matizada a la concesión. Ha tardado un suspiro en percatarse de que, con su sudado doctorado de Historia a cuestas —no como el regalado y sableado a y por quien nos (des)gobierna a lomos de los conjurados en la célebre moción de censura destructiva—, su sensibilidad artística —excelente novelista— y su sentido del decoro y de la dignidad no podía seguir colaborando en esa obra de destrucción masiva de las esperanzas de los alumnos en que se ha convertido nuestro sistema educativo al servicio de las instancias de poder que se suceden en el gobierno de esta pobre España larriana, donde educar es, ¡en el siglo XXI!, llorar desconsoladamente de impotencia ante una desfiguración del hecho educativo de tal magnitud que en todos nuestros centros educativos debería inscribirse sobre el dintel de las puertas de acceso: Vosotros que entráis, abandonad toda esperanza. Sorprende el triunfalismo de las autoridades respecto de lo que se les está ofreciendo a quienes sus ingresos no les permiten buscar alternativas, y aunque en el profesorado funcionario hasta hace poco había unos controles de acceso que garantizaban la inequívoca calidad de quienes accedían al sistema, se ha comenzado a extender, al menos en Cataluña, la potestad de las direcciones de los centros para «escoger» perfiles que se escapan del sistema de acceso mediante concurso-oposición, lo cual puede acabar llevándonos a la vieja arbitrariedad del amiguismo que se dio en las postrimerías del franquismo cuando tantos profesores se necesitaban y no había oposiciones para cubrir las vacantes. En fin, aquí lo importante es la carta de mi amigo J, no estas consideraciones casi técnicas que la preceden. Conviene, así pues, concederle la palabra para que nos llegue el retrato objetivo de lo que el sistema educativo puede ofrecernos en estos tiempos en que (des)gobierna la corrección política con toda su fuerza destructiva…

 

 

Querido Juan, tengo dos noticias, ya sabes, una buena y otra mala. Empezaré por la última: he renunciado a la plaza de interino en el instituto. Y la buena es que menos mal que renuncié. Puede parecer un galimatías, pero en mi cabeza tiene sentido. El caso es que hacía 11 años que no daba clase en Secundaria, y lo que me encontré fue un patio de recreo a lo bestia: chavales desbocados, horarios imposibles, mucha más carga lectiva; muchísimas más reuniones con todo el mundo, con los padres, con el Departamento de Orientación, con Jefatura de Estudios, con el Departamento de Historia, con los alumnos, con los bedeles…; guardias increíbles como vigilante de pasillo; clases de 1.º y 2º de ESO (sí, ya sé que también son parte de Secundaria, pero es que, cuando estuve la última vez, en los institutos había maestros que se encargaban de estos cursos, y ahora no); 9 grupos de clase, ¿te lo puedes creer? Y entre ellos solo uno de 2.º de Bachillerato. Por si fuera poco, en una clase tenía dos chavales con hiperactividad, y en otra uno con trastorno grave de la personalidad. Y todo eso sin apoyo. Y, además, reuniones de evaluación interminables por las tardes, donde cada uno se presentaba con su cadaunada. Y, lo peor de todo, profesores tan añudos como yo pero si cabe más infantiles que sus alumnos, o completamente desmotivados, desnortados. Comparé los libros de texto que me dieron con los que conservaba de entonces y, ¡sorpresa!, a mismo curso y misma asignatura, muchas más fotos, textos descafeinados y actividades de risa…

Puede que pienses que soy un blando, o que no vivo en la realidad, pero no se parece en nada a lo que viví hace 11 años, te lo aseguro. Así que pensé que yo no soy capaz de fingir tanto y tan seguido, y que no podía aportar nada digno a este mundo educativo en el que solo prima, como en la propia sociedad de la que es reflejo, la inmediatez, lo último, lo nuevo, por más que sea tan efímero que al segundo siguiente nadie se acuerde de lo que ha visto, oído o sentido (quizá porque en realidad no sienten ya nada), y que sigan buscando, como si les fuera la vida en ello, lo siguiente, tan vacío e intrascendente como lo anterior.

Renuncié, sí, y pienso que es la mejor decisión que he tomado nunca. Renuncié al sueldo mejor, a la estabilidad durante todo del curso, a la comodidad de estar al lado de casa… Pero también a dejar de ser yo, a mimetizarme con el entorno, un enjambre de imbéciles que detesto, al paripé de me duele esto o aquello para justificar una baja cobarde… Prefería dejarlo, mandarlo a la mierda y volverme a mi oscura oficina a seguir tramitando papeles en una burocracia que detesto pero que, en el fondo, comprendo mejor que ese mundo de la educación que se me hace tan extraño.

 Así que, Juan, amigo mío, aquí estoy, de nuevo, una vez más, en el camino… Siento que este correo sea solo una descarga de adrenalina, pero es que todavía tengo ansiedad por lo que he pasado. Te prometo que la próxima vez no hablaré de mi libro…

Un fuerte abrazo

         Ténganla presente cuando la ninistra del ramo aparezca en televisión loando la excelencia cuyo rastro están contribuyendo a hacer desaparecer de un sistema en el que, a lo largo de esos treinta y cinco años de dedicación, he conocido los mejores profesionales gobernados por los más mediocres gestores que imaginarse pueda.

         Siempre traigo a colación, cuando del sistema educativo se habla, el único gesto congruente de un ministro del ramo, el de Ángel Gabilondo, el único ministro que renunció expresamente a imponer «su» reforma educativa sin consenso. Ello no llevo a la reflexión de que deberían sentarse en una mesa de diálogo para lograr un consenso que evitara tanto vaivén en el sector y fijara prioridades que todos aceptaran—aunque sí la crean para asegurarse la permanencia en el poder, invitando a ella a quienes niegan los más elementales principios democráticos, como la primacía de la ley, por ejemplo—, sino que alentó, con el cambio de poder, otra nueva ley que ha traído, con el nuevo cambio de poder, otra que anula la anterior, et sic de cæteris, ¡ay!, para nuestro mal

¿Irremediable? De momento todo pinta que sí, a juzgar por la carta de J. Aquí queda, y le agradezco su generosidad para autorizar su publicación, aunque sea en un lugar tan apartado como el de este cajón de sastre que es Provincia mayor que el mundo eres.


jueves, 14 de octubre de 2021

El covid19, crónica de una relación.

El covid y yo: el  extraño encuentro de la diana y la flecha.

         Cuando empezó todo, allá por los albores de 2020, justo cuando los rumores sobre la propagación del nuevo virus se movían entre la burla, el cachondeo, el famosísimo un caso o dos del inefable escudo del presidente del gobierno, y la ceguera gubernamental ante el peligro de las celebraciones  multitudinarias del 8 de marzo -luego se supo que se habían marginado informes oficiales en los que se alertaba de dicho peligro-, me negué en redondo a permanecer en casa sin salir a la calle bajo ningún concepto, salvo caso de necesidad. Puedo decir que he bajado antes del confinamiento y  ya decretado este -ahora sabemos que violando impunemente la Constitución- cada día. Si no a comprar, que también, a recoger el diario en el quiosco. Aún recuerdo cómo una patrulla de los mossos que me vio caminando por la Gran Vía, y era yo el único viandante a esas horas de la mañana,  paró el coche y se dispuso poco menos que a venir a acorralarme con malévolas intenciones, poco antes de que izara yo, por encima del seto que separa la calzada de la acera, el diario, abortando en seco su conato represivo. Le he tenido mucho respeto al contagio, siempre, y por eso he extremado en todo momento las precauciones: mascarilla, distancia, guantes durante mucho tiempo y uso del desinfectante cada dos por tres. Capítulo aparte sería el de la desinformación gubernamental, por no llamarlo engaño, y el de la incompetencia a la hora de dar los pasos adecuados para luchar contra la pandemia, hasta que descubrieron el recurso mágico y anticonstitucional de encerrarnos a todos y privarnos de nuestros derechos constitucionales, en un ejercicio de arbitrariedad y despotismo difícilmente igualable. 

        Las vicisitudes por las que socialmente hemos pasado requerirán algún día una serena crónica que ponga los puntos sobre las íes de las responsabilidades de cada cual, porque, a día de hoy, tengo la impresión de que hay muchas que deberían de ser investigadas criminalmente, porque no se puede achacar solo a la pandemia la mortalidad que nos ha dejado destrozados, amén de diezmados, sobre todo en esa franja de la población a la que los poderes públicos más deberían de haber mimado, porque el trato que las sociedades dispensan a sus mayores revelan bien a las claras el grado de civismo de dichas sociedades. Mal que bien, hemos ido aguantando el tipo a pesar de aquellas *chusquerías con que el presidente de gobierno, más pendiente de colgarse las medallas de las buenas noticias que de ser honesto y leal para con los ciudadanos, nos lanzó a "disfrutar" de los paisajes y la gastronomía de España para acabar poco menos que lamentándolo con el incremento de muertes subsiguientes. Y ni siquiera los dos funerales masónicos "de Estado" borran la incuria con que el poder político ha desoído los avisos del sentido común, traducidos en demasiadas muertes que podrían haber sido evitadas. 

        Cuando ya parecía que todo discurría muy próximo a la vieja normalidad -¡menuda imbecilidad presidencial lo de la "nueva normalidad"!- y se relajaban las medidas de protección, vuelvo de unas breves vacaciones y, tras más de un año de hurtarme al contagio del deletéreo virus, mi hijo, ignorante de que había sido contagiado, me lo transmite en apenas un día de contacto, porque tres de sus compañeros de oficina dieron positivo y tuvieron síntomas inequívocos. Como lo acompañé al aeropuerto a las cinco de la mañana, no hay duda de que en ese trayecto en el coche sufrí la invasión del "bicho", porque mi Conjunta, en el análisis que nos hicimos la unidad familiar, después de haber dado él positivo, a la vuelta de su viaje a Ámsterdam, salió negativa, pero yo di positivo.

      Heme, pues, encerrado diez días interminables en mi habitación para respetar la cuarentena y evitar contagiar a nadie. Comiendo en la cocina mientras mi Conjunta lo hacía en el comedor, y yendo yo con mi pistola desinfectante borrando todo rastro de mis huellas por la casa, como cualquier delincuente en el espacio donde ha cometido un delito. Si la vejez ya dota de una cualidad de pergamino las manos de los jubilados, el uso del gel hidroalcohólico las sutiliza hasta convertirlas en delicadas manos de cera, muy parecidas a las de alabastro de las estatuas de las vírgenes. ¿Lo peor del encierro? La  insufrible soledad de las noches celibatas para quien disfruta del contacto íntimo del lecho compartido, convertido en necesidad vital. A mi insomnio tradicional, he añadido una cierta ansiedad que, algunas noches, me ha llevado a levantarme de madrugada para recorrer como el clásico animal enjaulado los breves límites de nuestro dormitorio, entonces solo mío, para mi mal. Lo más significativo de mi encierro ha sido la ausencia total de síntomas de ningún tipo, ni fiebre, ni tos, ni dolor de cabeza, ni dolores musculares... Mi hijo, que hacía su propio confinamiento en la habitación de al lado, tampoco tuvo el menor síntoma. A mitad de la cuarentena di en pensar si no se habían equivocado y me habían dado a mí un positivo equivocado y quien iba antes que yo en la toma de muestras andaba por ahí con un flamante negativo contagiando a tirios y troyanos... ¿Lo mejor, aparte de los compromisos familiares que me ha ahorrado? Que he dispuesto de un precioso tiempo para asistir a la difícil gestación del último capítulo de una novela de mi querido Dimas Mas, en la que el muy insensato lleva trabajando la friolera de 25 años, lo cual le ha hecho perder toda esperanza de que tanto tiempo haya servido para algo útil. Pero como ahí sigue él; ahí le he asistido yo con entusiasmo, pero sin conocimiento, tratando de no estorbar...

No soy un convencido absoluto de la bondad de las vacunas que se han conseguido saltándose protocolos que, sin pandemia, hubieran sido prohibidas hasta cumplirlos a rajatabla; pero desde que nos aseguraron, quizás con más fe que ciencia, que eran un remedio eficaz, no dudé en pasar por el aro y vacunarme, cruzando los dedos, por supuesto, para no caer en el tanto por ciento despreciable de cuantos tendrían efectos adversos irremediables o dramáticos. Astra-Zeneca fue la que me tocó, por edad, y, después de haber dado positivo, estoy por levantarle un discreto altar a la eficacia, a juzgar por la suavidad con que me he sufrido la invasión del virus. Ignoro si mi condición de deportistas, especialidad fondista fondón, ha contribuido algo a la ausencia de síntomas, pero nunca está de más robustecer la salud, imagino. No quiero entrar en esa dialéctica de  los antivacunas y los provacunas, porque parece que cae todo del lado de la fe más que de las pruebas científicas. Que de los primeros hayan hecho bandera los seguidores de la extrema derecha y antidemócratas en general, como los seguidores de Trump, no necesariamente ha de evitarnos discernir entre quienes lo son por convencimiento racional y quienes se afilian a las teorías conspiratorias al estilo de Los protocolos de los sabios de Sión que tanto ayudaron a Hitler a llegar al poder... Algún amigo tengo antivacunas y yo cruzo a mi vez los dedos para que tenga la suerte de no "pillar" el virus en un cambio de rasante sin darse ni cuenta de que le llega con los aerosoles de algún desaprensivo infectado que se pone la cuarentena por montera o que ignora serlo, lo cual es bien normal, como he tenido ocasión de comprobarlo con mi propio hijo.

        Aún seguimos inmersos en la pandemia, y mi contagio en los acaso estertores de la misma, teniendo yo sumo cuidado de no ser contagiado, dada mi relación con mi suegra y mi madre, ambas de 94 años, es prueba inequívoca de que cualesquiera precauciones son pocas, y de que hemos de perseverar en ellas aún por un tiempo indeterminado. Ahora andan recetando una tercera vacuna para personas con cierta fragilidad ante el contagio, y uno de mis hermanos, aquejado de leucemia, ya la ha recibido. Viendo la efectividad de las dos que me han puesto, no creo que me arriesgue a esa tercera, la verdad...

        Supongo que estos largos tiempos de pandemia han sido tiempos extraordinarios, de excepción, y que cada cual tendrá una visión de ellos en función de sus condicionamientos personales, pero quienes estamos hechos al trabajo intelectual como realización vital, estos tiempos no han sido muy distintos de los comunes y corrientes, excepto que nos han aliviado la presión de la vida social y familiar y hemos podido dedicar más horas a nuestra afición estudiosa y a la cinefilia que a algunos nos es congénita desde que llegamos a la edad de la razón. No en balde pertenezco a la primera generación de niños televidentes de España..., y el cine, desde sus inicios, ha sido una de las bazas fundamentales de la televisión, como lo fueron las series, aunque algunos jóvenes crean que son un invento actual.