jueves, 29 de agosto de 2019

La temida invasión; la pertinaz resistencia…



No son las guerras «barcialeas», pero sí una batalla sin cuartel contra los aguerridos blatodeos invasores del núcleo duro de nuestra intimidad…

Nadie supo en casa cómo atravesaron la más permeable de todas las fronteras habidas y por haber, la de la cocina, pero un mal día apareció la primera en el mármol de la cocina, o mejor dicho, en la madera del mármol de la cocina, ¡gracias a Rodríguez de la Fuente!, porque el mármol es tan oscuro como ellas lo son y la verdad es que se camuflan en él con una eficacia que nos ha complicado muchísimo la labor de erradicación de lo que acabó convirtiéndose en plaga, porque en esta lucha de las dos especies que se disputan el planeta, o los restos de él, ya no se sabe…, la especie humana y la de los blatodeos, vulgo cucarachas, ha de reconocerse que todo apunta a que  estos insectos, más antiguos que nosotros sobre la faz del orbe, llevan todas las de ganar.
Hay quienes dicen que son muy inteligentes. Discrepo. Por una razón inexplicable, porque siempre cuidamos de fregar muy bien la tabla para evitar restos de comida o la figuración olfativa de su remota presencia, desde que aparecieron entre nosotros, los bichejos han tenido una querencia absoluta por esa tabla al costado de la tostadora, del calentador de agua y del exprimidor. Gracias a ella, no había día en que me levantara a preparar el desayuno y la luz de los neones no sorprendiera a alguna, estupefacta, sobre la tabla, momento en el que me abalanzaba sobre ella, con el trapo de cocina recogido al vuelo del borde de la pica,  para exterminarla sin miramientos. La cosa se complicaba si eran pareja de hecho, porque al descender al mármol negro, y a tan temprana hora, mi vista ajada se guiaba más por el movimiento que por la geolocalización, y se iniciaba un seguimiento que, muchos días, concluía con la desesperación de haberle perdido el rastro en un radio de cincuenta centímetros.
La cocina, dentro de lo que cabe, es amplia y son muchos los rincones, los recovecos y los escondites donde estos huéspedes, tan indeseados como prolíficos pueden hallar acomodo gratuito y acogedor. Insisto, a pesar de que los restos de comidas puedan parecer una razón de su presencia, no han sido pocas las veces en que a los exploradores bichejos los he hallado en el grifo de cromo de la pica, en el enchufe de pared -¡en un arrebato de horror, los pulvericé todos a conciencia con el insecticida, porque me figuré que habían construido corredores que las llevaban de unos a otros en los ocho que hay en la cocina!-  o en la superficie brillante del calentador de agua, teniendo restos de su comida que inadvertidamente quedaron sin recoger la noche anterior. Así pues, la extravagancia de su conducta me ha complicado mucho la labor de detección y exterminio, que no ha llegado a su fin sino casi seis meses después de haber hecho acto de presencia y tras haber pasado por momentos muy «delicados» e incluso «desesperados». De hecho, dimos por concluida la contienda cuando cautivos y desarmados los últimos ejemplares invasores, estábamos a punto ya de recurrir a los servicios de una empresa desinsectadora.
No sorprendió, un buen día, que los soberbios ejemplares macizos de su raza reptante mutaran el tamaño y empezaran a aparecer proyectos de…, crías que, como sus mayores, también tenían la querencia de la tabla, como si hubieran recibido información genética del lugar propicio desde donde iniciar su vida propia. Ante la rapidez, cierto día, con que desaparecieron tres de mi vista una mañana, dejé de lado el desayuno y removí todos los obstáculos de la esquina para descubrir los caminos por donde desaparecían de mi vista. Trasladé los objetos a la mesa de la cocina, lo liberé todo y limpié a conciencia y fumigué a discreción… -¡la de insecticida que debo de haber empleado ¡e inhalado! en esta lucha a muerte o asco!-. Una vez todo en orden, comencé a devolver los pequeños electrodomésticos a su lugar, pero, ¡en estas advierto que una cría me aparece en la mesa donde los había llevado!, levanto, entonces, la jarra del calentador eléctrico y advierto que el insectillo se cuela por debajo de la base de la resistencia. Con el asco reprimido me acerco a la pica y, como un poseso, comienzo a golpear la base contra la pica y empiezan a caer crías de cucaracha en número soberbiobíblico y, detrás de ellas, un ejemplar adulto al que consideré la progenitora legal de la camada. Abrí el grifo del agua y me liberé de semejante compañía tan pronto como pude. Después, me llevé la base a la terraza y la rocié con insecticida hasta quedarme a gusto, y la dejé que se secase, antes de poder volver a usarla.
¿Problema resuelto? Lo supe a la mañana siguiente, cuando, al abrir el armario donde guardo el tarro de la avena para el desayuno, un ejemplar adulto se paseó, ufano y atrevido, por la altura del tercer estante, adonde no llego sin la silla o la escalera. Me armé con la vileda y allá me lancé a la caza y captura de la intrusa, que desapareció como por arte de magia. El armario está al lado del frigorífico, lo que indicaba, al parecer, otro posible «cuartel de operaciones» del insidioso ejército enemigo. Separé el armatoste, rocié los bajos, los altos y la maquinaria posterior. A media mañana apareció un ejemplar agonizante en medio de la cocina, perfectamente destacado contra el color claro de las baldosas del suelo. Lo barrí y lo eché a la basura orgánica, naturalmente.  Crucé los dedos por si una cucaracha no hacía verano, tan próximo ya…
A la mañana siguiente, ¡dos frentes simultáneos!: en la madera y en el armario de la harina, la avena, el arroz, etc. Me centré, a duras penas, todo hay que decirlo, en la elaboración del desayuno y, una vez acabado este, con constantes desplazamientos del comedor a la cocina para intentar sorprender a las juguetonas y asquerosas adversarias, iniciamos mi Conjunta y yo una revisión de los «altos» de los armarios. Justo encima del refrigerador, tenemos un pequeño armario donde guardamos manteles y el papel de cocina. Nada más abrirlo, dos robustos especímenes iniciaron una huida que aborté con dos robustos viledazos y una energía propiamente bruceleeana. Por si las moscas, comencé a sacar uno a uno los manteles y, en el pliegue interior de uno de ellos volvió a aparecer otro ejemplar adulto ¡y una auténtica plaga de crías diminutas que más parecían un hormiguero exhumado que otra cosa! Lleno de un asco infinito dejé caer el mantel, abierto al suelo de la cocina y allí mi Conjunta y mi hija iniciaron sendos y contundentes  zapateados de Sarasate para tratar de abortar la huida cobarde de los bichejos inmundos. Desde lo alto de la escalera, como un general atento al desarrollo del combate sugerí la pena por inmersión en la bañera; pero mi Conjunta llevo los manteles, pues al final fueron dos los aquejados del síndrome «hospitalario»; los llevó, decía al lavadero de la galería donde les aplicó el suplicio acuático pero no a todos los efectivos, porque, desde ese día en adelante comenzaron a aparecer en el lavadero, donde hay una estantería en la que se almacenan no pocas toallas viejas, los esforzados militones del temible ejército que se habían liberado de la muerte segura que mi Conjunta había regado sobre ellas. Y sus días me llevó ir detectando a esos proyectos de ejemplares adultos que buscaban refugio, como el que les dio su madre, en las toallas viejas y limpias de la estantería…
Nuestro gozo final solo necesitaba una confirmación al día siguiente para comprobar si, inhabilitado aquel refugio, habíamos acabado con la invasión. Pasaron dos días sin que aparecieran, es cierto, pero al tercero volvieron, ¡y de nuevo a la madera! Nuestra desesperación estaba en relación directa con una decisión que había de tomar, y a la que me resistía, quitar los zócalos falsos de los armarios, sacar todas las bolsas de baldosas de recambio que hay guardadas allí y hacer un fumigación, cuerpo a tierra, de todos esos rincones en los que la imaginación me torturaba con la representación de un hervidero de bichejos dispuestos  vencer la tímida frontera del olor del insecticida. Hube de hacerla, y no quiero pormenorizar el inmenso esfuerzo que, para cierta edad y una rodilla castigada por la operación de menisco, supuso acceder a ese mundo submueblal donde, como un recluta de Objetivo Birmania, me tumbé, aerosol en mano y un pañuelo cubriéndome la cara, para rociar hasta hacer charco…, los casi ocho metros de zócalos…  Me levanté titubeante, como un votante indeciso en día de elecciones, y corrí a la galería a inhalar el aire medio polucionado que aliviara mis pulmones, tratados como si fuera el «gran cucarachón alfa» de aquella purria invasora…

El comentario jocoserio no podía ser otro: Si después de esto, aparece alguna… ¿Alguna! A los tres días, porque sin duda el estómago aprieta a cualquiera y las cucarachas no son una excepción, me encontré con una de las mayores sorpresas que me he llevado en mi vida de desinsectador diletante: abrí el lavavajillas que había dejado haciéndose la noche anterior y ante mi mirada atónita, un prístino cucarachón  de concurso ganadero se escapó de mi vista para meterse por una rendija ¡en el interior de la puerta del electrodoméstico!
Llamé a gritos a mi Conjunta y le indiqué la rendija por donde desapareció el, a esas alturas del relato, ya diplodocus blatodeo, y mi alegría por haber detectado, ¡al fin!, lo que pintaba como el último reducto del temible ejército invasor. En efecto, a la altura de los goznes de la puerta pude introducir un dedo hacia el interior de la puerta del lavavajillas y percibí la fibra de los trapos reciclados que usan como aislantes no solo en este electrodoméstico, sino también en los coches, una suerte de moqueta prensada de origen textil que reconocí enseguida, después de lo de los manteles, como un nido idóneo para las huestes enemigas. ¡Parcas santas lo que llegué a pulverizar esos orificios de acceso y el perímetro total de la puerta, una vez, claro, que hube retirado la vajilla y la cubertería del aparato para evitar una intoxicación de la que no me libré el día que bajé a la trinchera de los zócalos disfrazado de forajido del far west.! Ahora sí que no cabía duda posible: liberados los zócalos, los altillos, despejado el perímetro del frigo, controlado el nido frontal recién descubierto,  ¿había llegado ya la hora de cantar la deseada victoria?

Pues no. Solo dos días, en esta ocasión, pasaron antes de volver a la madera-fetiche sobre la que volví a encontrarme otros dos ejemplares de consideración a los que, lo confieso, más que exterminarlos, deseé poder parlamentar con ellos para negociar una rendición honrosa, pero eficaz, antes de que tuvieran que venir los especialistas con las «perlas» mágicas con que sembró la desinsectadora los bajos de nuestra finca cuando me tocó, como presidente de la escalera de vecinos, acompañarla en su menester, abriéndole todos los accesos posibles para evitar que, finca vieja, hicieran colonias nuevas.
Una vez las cacé al más rudimentario estilo cavernícola, sin que me sirvieran, eso sí, como proteína barata, y tras haber estado a punto de rendirme a la evidencia: me habían derrotado, se me ocurrió que el único nido posible, dada la trayectoria que seguían hasta la madera, y porque a más de una la habíamos pillado a medio camino en la fregadera…, había de ser, de nuevo, el lavavajillas.
Dicho y hecho: sacado de su escondrijo, le di la vuela y descubrí otros dos agujeros traseros por los que me harté de embutir insecticida hasta que, las que allí planearan su resistencia, perecieran en el mar grisáceo del insufrible líquido deletéreo. No contento con ello, lo alcé lo suficiente como para rociar los bajos por si hubiera  algún acceso secreto más, una galería de túneles salvadores que les permitiera burlar mis esfuerzos aniquiladores. Concluida la «limpieza» reintegre a su encastrado lugar el aparato y, desde entonces, como una maldición que me hubieran echado antes de fenecer, no hay día que no entre de buena mañana en la cocina sin hacer una ronda de inspección, presa del terrible augurio de advertir sus rapidísimos y escamoteadores movimientos. Y en esas estamos, toda la Sociedad Limitada que en mi morada habita: extremando la limpieza y centineleando con máxima alerta. De momento, como dije líneas arriba, hemos cantado victoria. Pero no nos fiamos.

2 comentarios:

  1. Divertidísima crónica que he leído alborozado y riendo a mandíbula batiente por los avatares de la lucha antiblatodea. Además, es curioso que en los últimos días he escrito una especie de cuento que se titula La cucaracha para el que tuve que documentarme sobre la vida de esta especie con tan mala fama en nuestra sociedad biempensante. Algunas cuestiones sobre ellas. No son tan fáciles de erradicar, como bien has comprobado, porque se han hecho inmunes a la mayoría de los insecticidas, que más que exterminarlas, las alimentan. Es una especie superviviente que se reprograma y supera nuestras amenazas químicas. Por otro lado, es una especie muy interesante -hay más de cuatro mil clases de cucharachas- porque a diferencia de las hormigas o las abejas forman sociedades democráticas, sin el recurso a una cucaracha reina, o tener esclavos como los zánganos. En el reino de las cucarachas existe la igualdad jerárquica, lo que me hizo sentir simpatía por ellas. Son unos animalejos muy curiosos e interesantes. Hay científicos que han dedicado toda su vida a la investigación de las citadas cucarachas. Entiendo que no os gustara su presencia amenazante como plaga, pero intelectualmente nutren la imaginación literaria. Stephen King tiene un relato magnífico que se titula Las cucarachas haciendo a los enormes ejemplares que existen en la ciudad de Nueva York. Y el ejemplo más preclaro es uno de los libros más divertidos escrito por un autor judío de Praga. ¿Quién no sentiría compasión por el pobre G.S.?

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    1. Vaya, vaya, eso sí que es una coincidencia: tú cucaracheando en la ficción y yo descucaracheando en la realidad... Serán todo lo apasionante que tú quieras, no lo pongo en duda, pero mi resistencia bíblica frente a los animales rastreros se "arrastra" desde que tengo uso de razón y aun antes, y una de las películas más angustiosas que yo he visto en mi vida fue La revolución de las ratas, en 1971, de Daniel Mann. Salí conmocionado del cine, bastante más que de La noche de los muertos vivientes, por ejemplo, aunque menos que de La matanza de Texas, es verdad. En fin, me alegra haberte hecho pasar un buen rato en este género de crónicas domésticas con sentido del humor que practico de vez en cuando.

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