No
son las guerras «barcialeas», pero sí una batalla sin cuartel contra los
aguerridos blatodeos invasores del núcleo duro de nuestra intimidad…
Nadie
supo en casa cómo atravesaron la más permeable de todas las fronteras habidas y
por haber, la de la cocina, pero un mal día apareció la primera en el mármol de
la cocina, o mejor dicho, en la madera del mármol de la cocina, ¡gracias a
Rodríguez de la Fuente!, porque el mármol es tan oscuro como ellas lo son y la
verdad es que se camuflan en él con una eficacia que nos ha complicado
muchísimo la labor de erradicación de lo que acabó convirtiéndose en plaga,
porque en esta lucha de las dos especies que se disputan el planeta, o los
restos de él, ya no se sabe…, la especie humana y la de los blatodeos, vulgo
cucarachas, ha de reconocerse que todo apunta a que estos insectos, más antiguos que nosotros
sobre la faz del orbe, llevan todas las de ganar.
Hay
quienes dicen que son muy inteligentes. Discrepo. Por una razón inexplicable,
porque siempre cuidamos de fregar muy bien la tabla para evitar restos de
comida o la figuración olfativa de su remota presencia, desde que aparecieron
entre nosotros, los bichejos han tenido una querencia absoluta por esa tabla al
costado de la tostadora, del calentador de agua y del exprimidor. Gracias a ella,
no había día en que me levantara a preparar el desayuno y la luz de los neones no
sorprendiera a alguna, estupefacta, sobre la tabla, momento en el que me
abalanzaba sobre ella, con el trapo de cocina recogido al vuelo del borde de la
pica, para exterminarla sin miramientos.
La cosa se complicaba si eran pareja de hecho, porque al descender al mármol
negro, y a tan temprana hora, mi vista ajada se guiaba más por el movimiento
que por la geolocalización, y se iniciaba un seguimiento que, muchos días,
concluía con la desesperación de haberle perdido el rastro en un radio de cincuenta
centímetros.
La
cocina, dentro de lo que cabe, es amplia y son muchos los rincones, los
recovecos y los escondites donde estos huéspedes, tan indeseados como prolíficos
pueden hallar acomodo gratuito y acogedor. Insisto, a pesar de que los restos
de comidas puedan parecer una razón de su presencia, no han sido pocas las
veces en que a los exploradores bichejos los he hallado en el grifo de cromo de
la pica, en el enchufe de pared -¡en un arrebato de horror, los pulvericé todos
a conciencia con el insecticida, porque me figuré que habían construido corredores
que las llevaban de unos a otros en los ocho que hay en la cocina!- o en la superficie brillante del calentador de
agua, teniendo restos de su comida que inadvertidamente quedaron sin recoger la
noche anterior. Así pues, la extravagancia de su conducta me ha complicado
mucho la labor de detección y exterminio, que no ha llegado a su fin sino casi
seis meses después de haber hecho acto de presencia y tras haber pasado por
momentos muy «delicados» e incluso «desesperados». De hecho, dimos por
concluida la contienda cuando cautivos y desarmados los últimos ejemplares
invasores, estábamos a punto ya de recurrir a los servicios de una empresa
desinsectadora.
No
sorprendió, un buen día, que los soberbios ejemplares macizos de su raza
reptante mutaran el tamaño y empezaran a aparecer proyectos de…, crías que,
como sus mayores, también tenían la querencia de la tabla, como si hubieran
recibido información genética del lugar propicio desde donde iniciar su vida
propia. Ante la rapidez, cierto día, con que desaparecieron tres de mi vista
una mañana, dejé de lado el desayuno y removí todos los obstáculos de la
esquina para descubrir los caminos por donde desaparecían de mi vista. Trasladé
los objetos a la mesa de la cocina, lo liberé todo y limpié a conciencia y
fumigué a discreción… -¡la de insecticida que debo de haber empleado ¡e inhalado!
en esta lucha a muerte o asco!-. Una vez todo en orden, comencé a devolver los
pequeños electrodomésticos a su lugar, pero, ¡en estas advierto que una cría me
aparece en la mesa donde los había llevado!, levanto, entonces, la jarra del
calentador eléctrico y advierto que el insectillo se cuela por debajo de la
base de la resistencia. Con el asco reprimido me acerco a la pica y, como un
poseso, comienzo a golpear la base contra la pica y empiezan a caer crías de
cucaracha en número soberbiobíblico y, detrás de ellas, un ejemplar adulto al
que consideré la progenitora legal de la camada. Abrí el grifo del agua y me
liberé de semejante compañía tan pronto como pude. Después, me llevé la base a
la terraza y la rocié con insecticida hasta quedarme a gusto, y la dejé que se
secase, antes de poder volver a usarla.
¿Problema
resuelto? Lo supe a la mañana siguiente, cuando, al abrir el armario donde
guardo el tarro de la avena para el desayuno, un ejemplar adulto se paseó,
ufano y atrevido, por la altura del tercer estante, adonde no llego sin la
silla o la escalera. Me armé con la vileda y allá me lancé a la caza y captura
de la intrusa, que desapareció como por arte de magia. El armario está al lado
del frigorífico, lo que indicaba, al parecer, otro posible «cuartel de
operaciones» del insidioso ejército enemigo. Separé el armatoste, rocié los
bajos, los altos y la maquinaria posterior. A media mañana apareció un ejemplar
agonizante en medio de la cocina, perfectamente destacado contra el color claro
de las baldosas del suelo. Lo barrí y lo eché a la basura orgánica,
naturalmente. Crucé los dedos por si una
cucaracha no hacía verano, tan próximo ya…
A la
mañana siguiente, ¡dos frentes simultáneos!: en la madera y en el armario de la
harina, la avena, el arroz, etc. Me centré, a duras penas, todo hay que
decirlo, en la elaboración del desayuno y, una vez acabado este, con constantes
desplazamientos del comedor a la cocina para intentar sorprender a las
juguetonas y asquerosas adversarias, iniciamos mi Conjunta y yo una revisión de
los «altos» de los armarios. Justo encima del refrigerador, tenemos un pequeño
armario donde guardamos manteles y el papel de cocina. Nada más abrirlo, dos
robustos especímenes iniciaron una huida que aborté con dos robustos viledazos
y una energía propiamente bruceleeana. Por si las moscas, comencé a sacar uno a
uno los manteles y, en el pliegue interior de uno de ellos volvió a aparecer
otro ejemplar adulto ¡y una auténtica plaga de crías diminutas que más parecían
un hormiguero exhumado que otra cosa! Lleno de un asco infinito dejé caer el
mantel, abierto al suelo de la cocina y allí mi Conjunta y mi hija iniciaron sendos
y contundentes zapateados de Sarasate
para tratar de abortar la huida cobarde de los bichejos inmundos. Desde lo alto
de la escalera, como un general atento al desarrollo del combate sugerí la pena
por inmersión en la bañera; pero mi Conjunta llevo los manteles, pues al final fueron
dos los aquejados del síndrome «hospitalario»; los llevó, decía al lavadero de
la galería donde les aplicó el suplicio acuático pero no a todos los efectivos,
porque, desde ese día en adelante comenzaron a aparecer en el lavadero, donde
hay una estantería en la que se almacenan no pocas toallas viejas, los esforzados
militones del temible ejército que se habían liberado de la muerte segura que
mi Conjunta había regado sobre ellas. Y sus días me llevó ir detectando a esos
proyectos de ejemplares adultos que buscaban refugio, como el que les dio su
madre, en las toallas viejas y limpias de la estantería…
Nuestro
gozo final solo necesitaba una confirmación al día siguiente para comprobar si,
inhabilitado aquel refugio, habíamos acabado con la invasión. Pasaron dos días
sin que aparecieran, es cierto, pero al tercero volvieron, ¡y de nuevo a la
madera! Nuestra desesperación estaba en relación directa con una decisión que
había de tomar, y a la que me resistía, quitar los zócalos falsos de los
armarios, sacar todas las bolsas de baldosas de recambio que hay guardadas allí
y hacer un fumigación, cuerpo a tierra, de todos esos rincones en los que la
imaginación me torturaba con la representación de un hervidero de bichejos
dispuestos vencer la tímida frontera del
olor del insecticida. Hube de hacerla, y no quiero pormenorizar el inmenso
esfuerzo que, para cierta edad y una rodilla castigada por la operación de
menisco, supuso acceder a ese mundo submueblal donde, como un recluta de
Objetivo Birmania, me tumbé, aerosol en mano y un pañuelo cubriéndome la
cara, para rociar hasta hacer charco…, los casi ocho metros de zócalos… Me levanté titubeante, como un votante
indeciso en día de elecciones, y corrí a la galería a inhalar el aire medio
polucionado que aliviara mis pulmones, tratados como si fuera el «gran
cucarachón alfa» de aquella purria invasora…
El
comentario jocoserio no podía ser otro: Si después de esto, aparece alguna…
¿Alguna! A los tres días, porque sin duda el estómago aprieta a cualquiera y las
cucarachas no son una excepción, me encontré con una de las mayores sorpresas
que me he llevado en mi vida de desinsectador diletante: abrí el lavavajillas
que había dejado haciéndose la noche anterior y ante mi mirada atónita, un prístino
cucarachón de concurso ganadero se
escapó de mi vista para meterse por una rendija ¡en el interior de la puerta
del electrodoméstico!
Llamé
a gritos a mi Conjunta y le indiqué la rendija por donde desapareció el, a esas
alturas del relato, ya diplodocus blatodeo, y mi alegría por haber detectado,
¡al fin!, lo que pintaba como el último reducto del temible ejército invasor.
En efecto, a la altura de los goznes de la puerta pude introducir un dedo hacia
el interior de la puerta del lavavajillas y percibí la fibra de los trapos
reciclados que usan como aislantes no solo en este electrodoméstico, sino
también en los coches, una suerte de moqueta prensada de origen textil que
reconocí enseguida, después de lo de los manteles, como un nido idóneo para las
huestes enemigas. ¡Parcas santas lo que llegué a pulverizar esos orificios de
acceso y el perímetro total de la puerta, una vez, claro, que hube retirado la
vajilla y la cubertería del aparato para evitar una intoxicación de la que no
me libré el día que bajé a la trinchera de los zócalos disfrazado de forajido
del far west.! Ahora sí que no cabía duda posible: liberados los zócalos,
los altillos, despejado el perímetro del frigo, controlado el nido frontal recién
descubierto, ¿había llegado ya la hora
de cantar la deseada victoria?
Pues
no. Solo dos días, en esta ocasión, pasaron antes de volver a la madera-fetiche
sobre la que volví a encontrarme otros dos ejemplares de consideración a los
que, lo confieso, más que exterminarlos, deseé poder parlamentar con ellos para
negociar una rendición honrosa, pero eficaz, antes de que tuvieran que venir
los especialistas con las «perlas» mágicas con que sembró la desinsectadora los
bajos de nuestra finca cuando me tocó, como presidente de la escalera de
vecinos, acompañarla en su menester, abriéndole todos los accesos posibles para
evitar que, finca vieja, hicieran colonias nuevas.
Una
vez las cacé al más rudimentario estilo cavernícola, sin que me sirvieran, eso
sí, como proteína barata, y tras haber estado a punto de rendirme a la
evidencia: me habían derrotado, se me ocurrió que el único nido posible, dada
la trayectoria que seguían hasta la madera, y porque a más de una la habíamos
pillado a medio camino en la fregadera…, había de ser, de nuevo, el lavavajillas.
Dicho
y hecho: sacado de su escondrijo, le di la vuela y descubrí otros dos agujeros
traseros por los que me harté de embutir insecticida hasta que, las que allí
planearan su resistencia, perecieran en el mar grisáceo del insufrible líquido
deletéreo. No contento con ello, lo alcé lo suficiente como para rociar los
bajos por si hubiera algún acceso
secreto más, una galería de túneles salvadores que les permitiera burlar mis
esfuerzos aniquiladores. Concluida la «limpieza» reintegre a su encastrado
lugar el aparato y, desde entonces, como una maldición que me hubieran echado
antes de fenecer, no hay día que no entre de buena mañana en la cocina sin
hacer una ronda de inspección, presa del terrible augurio de advertir sus rapidísimos
y escamoteadores movimientos. Y en esas estamos, toda la Sociedad Limitada que
en mi morada habita: extremando la limpieza y centineleando con máxima alerta.
De momento, como dije líneas arriba, hemos cantado victoria. Pero no nos
fiamos.
Divertidísima crónica que he leído alborozado y riendo a mandíbula batiente por los avatares de la lucha antiblatodea. Además, es curioso que en los últimos días he escrito una especie de cuento que se titula La cucaracha para el que tuve que documentarme sobre la vida de esta especie con tan mala fama en nuestra sociedad biempensante. Algunas cuestiones sobre ellas. No son tan fáciles de erradicar, como bien has comprobado, porque se han hecho inmunes a la mayoría de los insecticidas, que más que exterminarlas, las alimentan. Es una especie superviviente que se reprograma y supera nuestras amenazas químicas. Por otro lado, es una especie muy interesante -hay más de cuatro mil clases de cucharachas- porque a diferencia de las hormigas o las abejas forman sociedades democráticas, sin el recurso a una cucaracha reina, o tener esclavos como los zánganos. En el reino de las cucarachas existe la igualdad jerárquica, lo que me hizo sentir simpatía por ellas. Son unos animalejos muy curiosos e interesantes. Hay científicos que han dedicado toda su vida a la investigación de las citadas cucarachas. Entiendo que no os gustara su presencia amenazante como plaga, pero intelectualmente nutren la imaginación literaria. Stephen King tiene un relato magnífico que se titula Las cucarachas haciendo a los enormes ejemplares que existen en la ciudad de Nueva York. Y el ejemplo más preclaro es uno de los libros más divertidos escrito por un autor judío de Praga. ¿Quién no sentiría compasión por el pobre G.S.?
ResponderEliminarVaya, vaya, eso sí que es una coincidencia: tú cucaracheando en la ficción y yo descucaracheando en la realidad... Serán todo lo apasionante que tú quieras, no lo pongo en duda, pero mi resistencia bíblica frente a los animales rastreros se "arrastra" desde que tengo uso de razón y aun antes, y una de las películas más angustiosas que yo he visto en mi vida fue La revolución de las ratas, en 1971, de Daniel Mann. Salí conmocionado del cine, bastante más que de La noche de los muertos vivientes, por ejemplo, aunque menos que de La matanza de Texas, es verdad. En fin, me alegra haberte hecho pasar un buen rato en este género de crónicas domésticas con sentido del humor que practico de vez en cuando.
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