Los
tropiezos, las caídas y el planisferio corporal el dolor
Lo vertical, lo erecto, tiene en nuestra
vida una importancia que no sospechamos, y un prestigio que observamos no solo
en nosotros mismos, bípedos implumes,
sino en nuestras obras, y ahí está la arquitectura dando fe de que la
erectilidad es prueba irrefragable de que hacemos bien las cosas, excepción
hecha de aquella mamarrachada de rascacielos horizontal que responde al nombre
de L’Illa, si bien el concepto fue creado por El Lissitzky en 1925, aunque con muy distinta
realización. La misma erectilidad nos parece la más contundente prueba de la
virilidad y «hacer el pino» una demostración de maestría y habilidad que nos
equipara al prodigio erecto de los árboles, sin cuya firme erección sobre el
terreno, bien sostenido en sus ramificadas raíces, a nuestro planeta le sería
imposible sobrevivir. Fe dan de verticalidad los sindicatos de indefinibles
trabajadores, tanto en el Régimen de la democracia orgánica como en el de la
inorgánica, si gobernada, eso sí, por sus fuerzas ideológicas afines o
hermanas. Todo lo vertical, hasta la famosa sonrisa que dio pie a una colección
de relatos eróticos, nos parece un logro de la especie. Y de ello se deriva que
el concepto de «caída», comenzando por la auroral de los únicos habitantes del
Edén, represente la humillación, que no es otra cosa que empaparse de humus,
tierra, en una posición prona o supina que nos llena de vergüenza. ¿Hay algo
más risible o *carcajeable que las caídas de las personas cuando no se
espera que sucedan? Fueron, en su día, el fundamento del cine cómico y del cine
de dibujos, y nadie hay capaz de suprimir ese instinto risueño, que compite, al
entender de Huizinga, con el del amor y la muerte freudianos, cuando contempla
una aparatosa caída de alguien en la calle. El benigno «¡qué costalazo!» suele
pronunciarse con ese brillo en los ojos que preludia la extensión de las
comisuras para trazar la sonrisa obligada por la propia especie ante la
supuesta torpeza de nuestros semejantes, aunque contemplemos el suceso como si
no lo fueran o deseando el espectador no asemejarse en modo alguno al
infortunado. No son pocos los sinónimos de «vertical»: perpendicular, tieso,
derecho, erecto, empinado, escarpado, rígido, erguido, etc.; ni las expresiones
que nos hablan de ir «derecho como una vela», «erguido como un mástil», «tieso
como un palo» o «rígido como un moralista», pongamos por caso. En todos ellos
las connotaciones son positivas. Nada que ver con las caídas, los
desfallecimientos, el privarse o los desmayos, que acusan debilidad, flojera,
falta, en definitiva, de virilidad, caracterizada como lo propio de la erección,
frente al deliquio como forma de la feminidad, según establecen los tópicos
recurrentes. Otra cosa, naturalmente, son los casos individuales que transgreden
esos tópicos manidos.
¿Y a cuento de
qué viene esta suerte de loa de lo erecto? Pues a cuenta del último costalazo
soberbio que me pegué hace dos días, por andar velozmente por la calle justo
cuando comenzaba una lluvia que, mezclada con la suciedad habitual de las calles,
formó una pátina resbaladiza capaz de dar con el cuerpo en el suelo de
cualquier insensato que no anduviera con pies de plomo, sino con los de la
imitación burda de los de Fred Astaire o Gene Kelly. Con espontánea imitación
de las caídas del cine cómico o de los personajes del cine de dibujos, el
resbalón me levantó del suelo hasta ponerme en posición impecable y fugazmente
horizontal, antes de caer a plomo sobre la espalda sin apenas poder poner las
manos para amortiguar una caída que sonó como si hubieran dejado caer un bloque
de mármol de 85 quilos. Como la pierna izquierda se quedó momentáneamente anclada
al pavimento durante el vuelo del cuerpo, el tirón que sufrí en ella me produjo
un dolor aún mayor que el del contacto marmóreo de la espalda con la acera.
Creí que me había roto el ligamento del cuádriceps, y, cuando me incorporé, después de que una
espantada y risueña mujer se acercara a preguntarme cómo me encontraba, tras
haber reganado yo la orgullosa posición erecta, que no ocultaba, por la
suciedad posterior de la camisa y de pantalón, lo sucedido, no dejé de buscar
con la mano el hueco de la rotura en el poderoso ligamento, porque mis
cuádriceps están muy trabajados con las pesas y la carrera. Me alejé del lugar,
tras asegurar a la señora que, de momento, me encontraba bien, pero que, más
tarde, a saber, cuando se enfriase el golpe, cómo me sentiría. No necesité, sin
embargo, que se enfriara, en caliente ya me di cuenta de que tenía media espalda
boqueada, rígida, y que era incapaz de según qué movimientos, aunque llegué
andando por mi propio a casa, de la que distaba unos tres quilómetros. En
Urgencias, al día siguiente, después de una noche torturadora, me certificaron
la hipercontractura, me recomendaron Tramadol y, por lo demás, el clásico ajo y
agua…
El percance,
que ha ido adquiriendo visos de normalidad por la frecuencia con que últimamente
ruedo por los suelos o caigo a plomo, me hizo pensar en ese historial de
caídas, no metafóricas, que todos almacenamos. Acaso la primera fuera, también
a plomo, desde una valla en la que estaba sentado contemplando un partido de
fútbol en la escuela, abatido, al parecer, por una insolación. De esa caída infantil
la memoria dio, por su cuenta, un salto hasta mis 28 añazos, cuando, al salir
del comedor en la Universidad de Tufts, ya empezada la temporada de nieves,
resbalé sobre una placa de hielo y caí exactamente como hace dos días. Ir
abrigado amortiguó la caída y los dolores solo duraron un par de meses… Hace
dos días, aún con calores, apenas llevaba una camisa finísima…., y espero que las
artes mágicas de Antonio, mi fisio, me recuperen en apenas un par de semanas.
Mi afición al
maratón, como no podía ser de otro modo, me ha tumbado no pocas veces en el
duro suelo, como si fueron curas de humildad frente a la soberbia del espíritu competitivo.
Y caídas he tenido en las que he rodado, como haciendo la jocosa croqueta, para
evitar lesiones de cuidado, pero eso ha sido en la pista de atletismo, terreno
favorable para caídas de especialista de cine. Por la calle ya es otro cantar.
Y si se corre de noche, le pasa a uno como a mí cuando metí el pie en el borde
interior del alcorque y acabé dándome un costalazo del que me recuperé con
tanta efusión de sangre que hube de acercarme a una fuente para limpiarme y
presionar la herida hasta que dejara de sangrar, hecho lo cual continué el
entrenamiento, por supuesto. No hará ni un mes que, corriendo por el carril
bici, sin ciclistas a la vista, y pendiente de si me daba o no tiempo a pasar
un semáforo, acabé tropezando contra esas tontas lucecitas que sobresalen del
firme en las esquinas y el rodamiento fue tan infortunado que me atropellé el
propio brazo y estuve inutilizado casi una semana, tirando de mano siniestra
para todo. Más ridícula, con todo, fue la caída en la cinta de correr, en el
gimnasio, por tratar de atrapar el teléfono que se me cayó, donde veía una
película con sumo interés, como bien saben los frecuentadores de El Ojo Cosmológico…,
y ahí sí que, la pierna desnuda, se me quedó atrapada, presionando contra la
cinta que, fiel a su naturaleza rodante, no suspendió el movimiento, y dada la
agresividad del material con que está hecha la cinta, me desolló la pierna desde
la rodilla hasta el tobillo de un modo tan agresivo como el de la garlopa sobre
la madera… Eso sí, recompuesto, seguí corriendo y viendo una película que
exigía eso y más. Este pasado verano, por la inclemencia del firme, lleno de
salientes inadvertidos, sobe todo cuando se camina comentando el paisaje o el
punto de interés turístico pertinente, tropecé y di, de nuevo, con la osamenta
en el firme, si bien me dio tiempo a rodar adecuadamente para evitar daños
mayores. Incluso me comento elogiosamente la caída un señor que se bajó del
coche para auxiliarme: «Hacía tiempo que no veía caer tan bien», dijo,
admirado. Le di las gracias y de ahí no pasó el susto. Un incidente turístico
muy distinto del de mi caída en el bosque de laurisilvas de Tenerife cuando,
intentando arrancar una rama seca de un arbusto en lo alto de un talud, caí de
culo con tan mala fortuna que lo hice sobre mi mano izquierda, que no rompí por
expreso milagro de alguien que me debe de querer bien en el cielo de las
supersticiones. De lo que no me libré fue de ir a Urgencias y de salir casi
escayolado. Ya en la península, me enteré de que, con la mano fuertemente
vendada, me estaba prohibido conducir, pero como, en aquel momento, era el
único conductor de la familia, una semanita estuve conduciendo con esa mano.
Que pueda escribir esto es señal de que hice de la necesidad virtud.
Entre las más
ridículas, sin embargo, ha de contarse la de aquel otro día de lluvia en que,
al salir del Instituto donde trabajaba, y por salvar un charco que se había
formado ante la verja del tren, que solía salvar para cruzar las vías y llegar
hasta el aparcamiento, al otro lado, di un salto, yo creí que hermosamente
felino, pero me debieron flaquear las manos al agarrarme de la verja y caí
hacia atrás sobe el charco, en posición de sentado, y creí que con fortuna.
Volví, ya empapado —lo que quería evitar—, a cruzar a vía y conduje tan
tranquilamente a casa, pero notando un cierto dolorcillo en el cóccix que, en
cuanto se enfrió, y para mi sorpresa e incredulidad, se convirtió en un
tormento de dolor del que no salí en dos meses…
Llevo
coleccionados tantos abatimientos que me cabe la duda de si no he desarrollado
algún complejo de «presa» de invisibles cazadores que se complacen, de tanto en
tanto, en hacerme «besar el suelo» como los perdedores que «besan la lona» en
el cuadrilátero, reacios a aceptar el amaño de la pelea, como Robert Ryan en la
inmortal película Nadie puede vencerme. Algo parecido debe gritar mi
cuerpo, «nadie puede doblegarme», tras levantarme de mis numerosas caídas y
seguir con mi vida, a la espera, sin duda, de algún abatimiento ya escrito;
pero el repertorio de dolores conocido me acredita como experto sufridor
sufrido, porque, salvo las quejas inmediatas del dolor agudo, eso sí, nadie
espere de mí las quejas y los ayes de rigor que hacen insoportable la compañía
de un «caído», ángel o demonio…

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