viernes, 2 de mayo de 2025

La suspensión.


 El largo viaje hacia la noche total.

 

          Que los tiempos van acelerados y las certezas descarriadas no hay más que verlo en cómo se suceden las previsiones de suministro energético para un país a medida que pasan simplemente los lustros. El gas era el futuro, aunque lo importáramos a granel. Las plantas nucleares generadoras de electricidad «limpia» y barata, con la oposición de los ecologistas, estaban llamadas a resolvernos el futuro, hasta que llegó el desastre y el horror de Chernóbil, que vino a sentenciar de muerte ese tipo de energía en Europa, por más que los avances científicos en esa industria hagan imposible el tan temido como pseudocientífico Síndrome de China. Las energías renovables, solar y eólica, bendecidas por los ecologistas, parecen ser las llamadas a sustituir las demás fuentes, pero, curiosamente, cuando el sistema eléctrico peninsular ha «tirado» más de estas, ha llegado una descompensación, que no sobrecarga, que ha dejado a oscuras toda la península durante más de siete horas, según las zonas. Fue un día extraño. Mágico, desde el unto de vista literario. Dramático, desde las necesidades de electricidad de decenas de miles de enfermos que dependen de ella para sobrevivir, mi propio hermano, recién salido del hospital, entre ellos, y por quien me interesé en cuanto pudimos volver a usar los mensajes de guásap, mucho antes de que el teléfono volviera a conectarnos oralmente.

          Al margen de las averías, propias de una red cuyo mantenimiento los proveedores descuidan, para mejorar los beneficios, lo habitual en Barcelona era que la luz nos abandonase cuando, como hemos dicho coloquialmente siempre de los días de tormenta, ens pixen dos ocells. Para cortes de suministro más prolongados, he de volver a los años 60 de mi primera adolescencia cuando nos preocupaban más los cortes de la señal de televisión desde el repetidor de la Sierra de Aitana y nos endosaban aquella obra maestra del arte abstracto geométrico que conocimos con el nombre de «carta de ajuste», que propiamente los cortes de luz, a los que para las necesidades básicas, sabíamos cómo hacerles frente. Será por eso que en mi casa jamás han faltado palmatorias con su vela de rigor y linternas con pilas, del mismo modo que siempre tengo una radio con pilas cargadas, lo que, ya en casa, nos permitió recibir algunas informaciones de la magnitud del suceso. Y por eso mismo, haciendo una extrapolación, no me pasé al eléctrico total al cambiar de coche y escogí el híbrido no enchufable (y en parte por los precios).

          Estaba tomando un café con mi amigo J. y se nos fue la luz en el humilde local diminuto. Por suerte soy amigo de llevar siempre dinero conmigo en papel y monedas, y pagué sin mayor inconveniente; costumbre, esta del «líquido», que al día siguiente del apagón renovaron millones de ciudadanos, al parecer, dadas las colas que había en los cajeros automáticos y en los bancos. Mi amigo M. hubo de desistir de realizar una gestión en el banco por ese motivo. Tardamos tres minutos en oír el nombre del zar Putin como única explicación posible, de labios de un viandante que se dirigió a nosotros con esa teoría. El día era luminoso y caluroso, por lo que el centro de la ciudad se lleno enseguida de gente que se instalaba en las calles como si estuvieran en un zoco árabe, en un merado medieval o en el ágora ateniense. A esas concentraciones se sumaron casi con entusiasmo los miles de turistas que tienen invadida Barcelona desde hace muchos meses y que, a diferencia de nosotros, más precavidos, visten de verano riguroso.

          Como la batería de mi portátil estaba llena, pude trabajar con total normalidad y, de vez en cuando, me acercaba al transistor familiar para oír alguna explicación por parte de los ineptos que nos (des)gobiernan. Escribo esto cuatro días después y aún brilla por su ausencia, la explicación; pero desde la Moncloa ya se han sacudido cualquier responsabilidad y, por las últimas declaraciones de la responsable (vía puerta giratoria) de Red Eléctrica Española, Beatriz Corredor, Registradora de la propiedad…, los españoles debemos estar agradecidos de que haya sucedido un percance como el sufrido…

          Cuando llego la luz, con fuertes vivas a Edison en toda la casa, nos dimos cuenta de que en Madrid, donde apuraba las horas sin su oxígeno mi hermano, aún seguían a oscuras, lo mismo que en Badalona. Ni cortos ni perezosos, dada la incomunicación absoluta con la madre de mi Conjunta, de 98 años y galopando para los 99… Decidimos hacer caso omiso de la recomendación de no coger el coche y nos desplazamos hasta Badalona para confirmar que la mujer estaba bien atendida y no le faltaba de nada. Ahí comenzó al viaje fantasmagórico por una ciudad en la que no todos los semáforos funcionaban, y los guardias urbanos ordenaban ciertos cruces con las varas de luz, y una autovía que venía a representar poco menos que el descenso a los infiernos. ¡Cuánto agradezco que mis conciudadanos no hicieran mi mismo caso omiso!, porque, sin excesivos contratiempos nos plantamos en el barrio de Artigas —que no el Artigues que los talibanes de la Particularidad se empeñaron en estampar en las paredes de la estación de metro—, aparqué el coche y a las oscuras más oscuras que hacía tiempo que no veía, mi Conjunta, precedida por la luz de la linterna del móvil, ascendió hasta la vivienda de su madre, a quien encontró ya plácidamente acostada. Dada la legendaria inseguridad del barrio, preferí dejar mi móvil en el coche y esperé frente al portal el descenso de la buena hija. Pasó un coche de policía y temí seriamente que se detuvieran a pedirme la documentación, como me la pedían, durante el franquismo,  por cualquier zona del centro de Barcelona, como cuando nos detuvieron a cuatro amigos en el Paseo de Gracia y hube de recurrir a la condición de militar de mi padre como aval —a pesar de nuestra apariencia jipiosa— para evitarnos ni quiero imaginarme qué.

          Una cosa es conducir despacio, y otra, muy distinta, el ritmo de explorador de las tinieblas con que me desplazaba por la ciudad, sin levantar ninguna sospecha, porque, ciertamente, algunos cruces se me antojaron muy peligrosos, pero nadie iba más rápido que yo, lo que permitió ejercer el civismo de ceder el paso con absoluta nobleza.

          Al llegar de nuevo a casa, pudimos comprobar que los teléfonos seguían sin podernos comunicar con los demás, lo que añadió no poca inquietud a las horas nocturnas en las que ya habíamos entrado. El mayor alivio, para mí, fue recibir la noticia, vía guásap, de que a mi hermano le había llegado la luz casi a las 22’00 h y podía conectar el aparato del oxígeno. Luego nos plantamos ante Limónov, de Kirill Serebrennikov, y el patetismo excesivo de las imágenes delirantes nos impiden disfrutar del espectáculo. Si ese payaso fascistoide se nos atragantó, ¡para que hablar, en mi caso, del autócrata que tardó sus buenas cinco horas y media en salir a decir que todo muy bien y que la culpa es del tato y que patatín y patatán, y que si quieren ayuda que me la pidan…!

          En el colmo de las invenciones que pudieran dar fe de lo sucedido, ¿podría entrar la de una campaña muy encubierta, ¡fundida!, en pro de la natalidad en España, en horas tan bajas como las propias estaciones eléctricas…? O tiramos de la ficción o la realidad tan mísera nos va a consumir los pocos fusibles de la razón que nos permiten seguir viviendo, la verdad sea dicha…