El largo viaje hacia la noche total.
Que los
tiempos van acelerados y las certezas descarriadas no hay más que verlo en cómo
se suceden las previsiones de suministro energético para un país a medida que
pasan simplemente los lustros. El gas era el futuro, aunque lo importáramos a
granel. Las plantas nucleares generadoras de electricidad «limpia» y barata,
con la oposición de los ecologistas, estaban llamadas a resolvernos el futuro,
hasta que llegó el desastre y el horror de Chernóbil, que vino a sentenciar de
muerte ese tipo de energía en Europa, por más que los avances científicos en
esa industria hagan imposible el tan temido como pseudocientífico Síndrome de
China. Las energías renovables, solar y eólica, bendecidas por los ecologistas,
parecen ser las llamadas a sustituir las demás fuentes, pero, curiosamente,
cuando el sistema eléctrico peninsular ha «tirado» más de estas, ha llegado una
descompensación, que no sobrecarga, que ha dejado a oscuras toda la península durante
más de siete horas, según las zonas. Fue un día extraño. Mágico, desde el unto
de vista literario. Dramático, desde las necesidades de electricidad de decenas
de miles de enfermos que dependen de ella para sobrevivir, mi propio hermano,
recién salido del hospital, entre ellos, y por quien me interesé en cuanto
pudimos volver a usar los mensajes de guásap, mucho antes de que el teléfono
volviera a conectarnos oralmente.
Al margen de
las averías, propias de una red cuyo mantenimiento los proveedores descuidan,
para mejorar los beneficios, lo habitual en Barcelona era que la luz nos
abandonase cuando, como hemos dicho coloquialmente siempre de los días de
tormenta, ens pixen dos ocells. Para cortes de suministro más prolongados,
he de volver a los años 60 de mi primera adolescencia cuando nos preocupaban
más los cortes de la señal de televisión desde el repetidor de la Sierra de
Aitana y nos endosaban aquella obra maestra del arte abstracto geométrico que
conocimos con el nombre de «carta de ajuste», que propiamente los cortes de luz,
a los que para las necesidades básicas, sabíamos cómo hacerles frente. Será por
eso que en mi casa jamás han faltado palmatorias con su vela de rigor y
linternas con pilas, del mismo modo que siempre tengo una radio con pilas
cargadas, lo que, ya en casa, nos permitió recibir algunas informaciones de la
magnitud del suceso. Y por eso mismo, haciendo una extrapolación, no me pasé al
eléctrico total al cambiar de coche y escogí el híbrido no enchufable (y en parte
por los precios).
Estaba tomando
un café con mi amigo J. y se nos fue la luz en el humilde local diminuto. Por
suerte soy amigo de llevar siempre dinero conmigo en papel y monedas, y pagué
sin mayor inconveniente; costumbre, esta del «líquido», que al día siguiente
del apagón renovaron millones de ciudadanos, al parecer, dadas las colas que
había en los cajeros automáticos y en los bancos. Mi amigo M. hubo de desistir
de realizar una gestión en el banco por ese motivo. Tardamos tres minutos en
oír el nombre del zar Putin como única explicación posible, de labios de un viandante
que se dirigió a nosotros con esa teoría. El día era luminoso y caluroso, por
lo que el centro de la ciudad se lleno enseguida de gente que se instalaba en
las calles como si estuvieran en un zoco árabe, en un merado medieval o en el ágora
ateniense. A esas concentraciones se sumaron casi con entusiasmo los miles de
turistas que tienen invadida Barcelona desde hace muchos meses y que, a
diferencia de nosotros, más precavidos, visten de verano riguroso.
Como la batería
de mi portátil estaba llena, pude trabajar con total normalidad y, de vez en
cuando, me acercaba al transistor familiar para oír alguna explicación por
parte de los ineptos que nos (des)gobiernan. Escribo esto cuatro días después y
aún brilla por su ausencia, la explicación; pero desde la Moncloa ya se han
sacudido cualquier responsabilidad y, por las últimas declaraciones de la
responsable (vía puerta giratoria) de Red Eléctrica Española, Beatriz Corredor,
Registradora de la propiedad…, los españoles debemos estar agradecidos de que
haya sucedido un percance como el sufrido…
Cuando llego
la luz, con fuertes vivas a Edison en toda la casa, nos dimos cuenta de que en Madrid,
donde apuraba las horas sin su oxígeno mi hermano, aún seguían a oscuras, lo
mismo que en Badalona. Ni cortos ni perezosos, dada la incomunicación absoluta
con la madre de mi Conjunta, de 98 años y galopando para los 99… Decidimos
hacer caso omiso de la recomendación de no coger el coche y nos desplazamos
hasta Badalona para confirmar que la mujer estaba bien atendida y no le faltaba
de nada. Ahí comenzó al viaje fantasmagórico por una ciudad en la que no todos
los semáforos funcionaban, y los guardias urbanos ordenaban ciertos cruces con
las varas de luz, y una autovía que venía a representar poco menos que el
descenso a los infiernos. ¡Cuánto agradezco que mis conciudadanos no hicieran
mi mismo caso omiso!, porque, sin excesivos contratiempos nos plantamos en el
barrio de Artigas —que no el Artigues que los talibanes de la Particularidad
se empeñaron en estampar en las paredes de la estación de metro—, aparqué el
coche y a las oscuras más oscuras que hacía tiempo que no veía, mi Conjunta,
precedida por la luz de la linterna del móvil, ascendió hasta la vivienda de su
madre, a quien encontró ya plácidamente acostada. Dada la legendaria
inseguridad del barrio, preferí dejar mi móvil en el coche y esperé frente al
portal el descenso de la buena hija. Pasó un coche de policía y temí seriamente
que se detuvieran a pedirme la documentación, como me la pedían, durante el
franquismo, por cualquier zona del
centro de Barcelona, como cuando nos detuvieron a cuatro amigos en el Paseo de
Gracia y hube de recurrir a la condición de militar de mi padre como aval —a
pesar de nuestra apariencia jipiosa— para evitarnos ni quiero imaginarme qué.
Una cosa es
conducir despacio, y otra, muy distinta, el ritmo de explorador de las
tinieblas con que me desplazaba por la ciudad, sin levantar ninguna sospecha,
porque, ciertamente, algunos cruces se me antojaron muy peligrosos, pero nadie
iba más rápido que yo, lo que permitió ejercer el civismo de ceder el paso con
absoluta nobleza.
Al llegar de nuevo
a casa, pudimos comprobar que los teléfonos seguían sin podernos comunicar con
los demás, lo que añadió no poca inquietud a las horas nocturnas en las que ya
habíamos entrado. El mayor alivio, para mí, fue recibir la noticia, vía guásap,
de que a mi hermano le había llegado la luz casi a las 22’00 h y podía conectar
el aparato del oxígeno. Luego nos plantamos ante Limónov, de Kirill
Serebrennikov, y el patetismo excesivo de las imágenes delirantes nos impiden
disfrutar del espectáculo. Si ese payaso fascistoide se nos atragantó, ¡para
que hablar, en mi caso, del autócrata que tardó sus buenas cinco horas y media
en salir a decir que todo muy bien y que la culpa es del tato y que patatín y
patatán, y que si quieren ayuda que me la pidan…!
En el colmo de
las invenciones que pudieran dar fe de lo sucedido, ¿podría entrar la de una
campaña muy encubierta, ¡fundida!, en pro de la natalidad en España, en horas
tan bajas como las propias estaciones eléctricas…? O tiramos de la ficción o la
realidad tan mísera nos va a consumir los pocos fusibles de la razón que nos
permiten seguir viviendo, la verdad sea dicha…