viernes, 1 de marzo de 2013

Alienación y cortesía

El dessaludo


      Hace tiempo que dejé de comprar en una charcutería donde había sido cliente asiduo desde hacía veinte años. Durante ese tiempo, pasaron por allí decenas de despachantes y despachantas con quienes mantuve siempre una relación cordial, de igual modo que la he mantenido con los dueños, primero y con la hija que ha continuado el negocio. Lo que ha sucedido es que mi dieta  ha cambiado -ya no forman parte de ella los embutidos, por semiprescripción facultativa- y mi poder adquisitivo ha disminuido, lo cual arroja una suma que me ha llevado a dejar de comprar allí. El otro día, sin embargo, me crucé por la calle con una de las empleadas, cuya simpatía para conmigo había sido siempre notoria. Cuando tras haber desplegado la sonrisa africana del reconocimiento estaba dispuesto a darle los buenos días, la hermosa rubensiana se llevó el cigarro a la boca, frunció los labios alrededor del cilindrín, arrugó el entrecejo, miró hacia el frente e ignoró por completo mi conato de saludo, que quedó en eso, en conato. Seguí mi camino sumido en una escéptica reflexión sobre los límites de la cortedad humana y la rara especie animal que somos.La mujer, acaso sin ella saberlo, se volvió japonesa en aquel instante y juzgó oportuno adoptar una posición de trabajadora ofendida que defiende el buen nombre de la empresa, con la que se identificó hasta el punto de sobreactuar el despecho y por  la que estaba dispuesta, como así sucedió, a ser una maleducada. Otra interpretación es que la simpatía de aquella mujer era interesada: si compro y garantizo su puesto de trabajo: mieles reidoras; si no compro y pongo su puesto en  peligro: hieles traidoras. Quedé perplejo y pensativo durante no poco tiempo. Al día siguiente quiso la casualidad que me encontrara  con la dueña, quien me saludo con la sonrisa  sincera y efusiva de siempre, a la que correspondí aliviado.

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