lunes, 12 de octubre de 2020

Pertinacia, el primer texto publicado de Emil Sinclair.

 


Pertinacia o el fundamento de Demián, de Emil Sinclair y posteriormente de Herman Hesse.


     Publicado en 1918 en Die Schweiz, en Zúrich, el texto que transcribo, porque incluso ha desaparecido la editorial que lo publicó, Bruguera, en 1978, es algo así como una declaración de principios del autor alemán Herman Hesse, quien lo publicó, sin embargo, bajo el pseudónimo con el que luego aparecería, un año después, su Demián, historia de la juventud de Emil Sinclair, de cuyo personaje y narrador lo tomaría. Se trata de una apología de la "pertinacia" como virtud fundamental de los seres humanos, si bien la acomodación al gregarismo la había convertido, en aquellos tiempos bélicos, en una rareza de carácter subversivo. Su defensa entusiasta de la idiosincrasia individual me parece que debe conocerse y estimarse en todo lo que vale, porque corren tiempos de sumisión a los lenguajes del poder, de los poderes, y de desaparición del pensamiento critico. ¡Ojalá su lectura le abra los ojos a cuantos repiten, infatigables, los acríticos discursos de las diferentes correcciones políticas!

                                    


                                    PERTINACIA

   Existe una virtud que admiro mucho; una sola. Se llama "pertinacia".

   De todas esas virtudes de que nos hablan los libros y los maestros, no hay ninguna que me imponga de veras. Sin embargo, todas las virtudes inventadas por el hombre pueden reunirse en una sola palabra. La palabra es obediencia. La cuestión es a quién se obedece. Porque también la pertinacia es obediencia. Todas las demás virtudes, tan estimadas y cantadas, son obediencia a unas leyes establecidas por los hombres. Solo la pertinacia no se preocupa de tales leyes. Quien es pertinaz obedece a otra ley, una ley única y absolutamente sagrada, la ley de la propia persona, el "sentido" de lo "propio".

   Es una pena que la pertinacia sea tan poco estimada. ¿Acaso merece algún respeto? No; al contrario. Pasa por ser un vicio o, al menos, una lamentable falta de consideración. Solo se la llama por su nombre sonoro y hermoso cuando molesta y provoca el odio. (Dicho sea de paso, las auténticas virtudes siempre molestan y provocan odio. Véanse, si no, los ejemplos de Sócrates, Jesús, Giordano Bruno y todos los demás pertinaces.) Y cuando existe cierto interés en aceptar la pertinacia como virtud o bonito adorno, la dureza del nombre de esa virtud es suavizada en lo posible. "Carácter" o "personalidad" son expresiones menos ásperas y no suenan casi...perversas, como ocurre con "pertinacia". Sí esas palabras suenan mejor, más presentables. También "originalidad" cabe, si es necesario. Claro que lo de la originalidad solo se presta con referencia a tipos estrafalarios tolerados, artistas y gente por el estilo. En el terreno del arte, donde la pertinacia no puede significar ningún daño perceptible para el capital y la sociedad, incluso se la deja brillar bastante como originalidad. En el artista, una cierta pertinacia es hasta deseable. Se le paga bien. Por lo demás, en la lengua actual se entiende bajo "carácter" o "personalidad" algo sumamente curioso, es decir, un carácter que sin duda existe y puede ser mostrado y decorado, pero que, a la menor ocasión de alguna importancia, se somete diligente a algunas ideas y opiniones propias, pero no se rige por ellas, y que solo deja entrever con finura, de vez en cuando, que piensa de otra manera, que tiene su propio concepto de las cosas. Bajo esta forma suave y vanidosa, el carácter pasa ya por una virtud entre los vivos. Pero si alguien tiene de veras sus propias ideas y vie realmente según ellas, pronto dejarán de aplicarle el elogioso calificativo de "carácter", y solo se le reconocerá la pertinacia. 

   Pero examinemos lo que, propiamente, quiere decir "pertinacia". Equivale esta palabra a seguir con obstinación una línea, a defender con firmeza y obstinación unas ideas propias, un sentido propio de las cosas. Y ahora veamos: prácticamente todo lo que hay en la tierra tiene un "sentido propio". Cada piedra, cada hierbecilla, cada flor, cada arbusto, cada animal crece, vive, actúa y siente según su "sentido propio", y a ello se debe que el mundo sea bueno, rico y bello. Que tengamos flores y frutas, encinas y abedules, caballos y gallinas, estañó y hierro, oro y carbón, se debe única y exclusivamente a que todo, hasta lo más diminuto del espacio, tiene su "sentido", alberga en sí su propia ley y la sigue firme e imperturbable.

    En el mundo solo hay dos seres pobres y malditos, a los que no les fue concedido seguir la llamada de esa voz eterna y ser, desarrollarse, vivir y morir tal como se lo ordena su innato propio sentido. Solo el hombre y el animal doméstico por el él adiestrado están condenados a no seguir la voz de la vida y del crecimiento, sino a obedecer unas determinadas leyes establecidas por los humanos y que, de vez en cuando, estos mismos humanos quebrantan y transforman. Y ahora viene lo más sorprendente: aquellos pocos que despreciaron las arbitrarias leyes para seguir lo que les mandaban su instinto y sus propias leyes naturales, casi siempre se vieron condenados y lapidados, aunque luego fueron venerados para siempre, precisamente ellos, como héroes y libertadores. Esta humanidad, que ensalza en los vivos, como máxima virtud, la  ciega obediencia a sus arbitrarias leyes, esta misma humanidad acoge precisamente en su panteón eterno a quienes supieron desafiar tales exigencias y prefirieron perder la vida antes que ser infieles a su "propio sentido".

     Lo "trágico", esa palabra místico-sagrada y maravillosamente elevada, que tan pletórica de estremecimientos procede de una mítica juventud de la humanidad y que cualquier periodista profana hoy a diario de modo tan increíble, lo "trágico" no significa otra cosa que el destino del héroe que sucumbe por seguir a su propia  estrella en contra de todas las leyes de rigor. Con ello, y solo con ello, se manifiesta a la humanidad, una y otra vez, la cognición del "propio sentido". Porque el héroe trágico, el pertinaz, demuestra continuamente a los millones de seres vulgares, a los cobardes, que la desobediencia a la legislación humana no constituye un brutal acto de arbitrariedad, sino fidelidad a una ley mucho más noble y elevada. Dicho en otras palabras: el instinto gregario humano exige de todos, principalmente, adaptación y sumisión, pero lo cierto es que no reserva sus máximos honores para los pacientes, cobardes y dóciles, sino, por el contrario, para los pertinaces, los héroes, los que siguen su propio camino.

     Del mismo modo que los periodistas maltratan el idioma al llamar "trágico" cada accidente laboral en una fábrica (lo que para ellos, los majaderos, equivale a "lamentable"), la moda no es menos injusta cuando habla de la "heroica muerte" de todos los pobres soldados caídos en la guerra. Es esta también la expresión favorita de los sentimentales y, sobre todo, de quienes han permanecido en casa. Indudablemente, los soldados muertos en el frente son dignos de nuestra máxima compasión. Muchos de ellos lo dieron todo de sí y sufrieron lo indecible, dando por fin su vida. Mas no por eso son "héroes", así como tampoco se convierte en héroe el simple soldado que hace unos instantes era tratado como un perro por el oficial y, de pronto, cae fulminado por una bala. La sola idea de masas enteras, de millones de "héroes" es, en sí, absurda.

     El "héroe" no es el ciudadano obediente y formal, que cumple con su deber. Heroico solo puede serlo el hombre que ha hecho de su "propio sentido", de sus nobles impulsos naturales, el destino de su vida. "Destino y espíritu son nombres de un solo concepto", dijo Novalis, uno de los más profundos y desconocidos cerebros alemanes. Pero solo el héroe halla el valor necesario para enfrentarse con sus destino.

     Si la mayoría de los hombres poseyese ese valor y esa pertinacia, el mundo sería otro. Nuestros profesores pagados (los mismos que saben ensalzarnos tanto a los héroes y los pertinaces de otras épocas) afirman que, en tal caso, imperaría el caos. No tienen pruebas, ni tampoco las necesitan. Pero la realidad es que, entre personas que espontáneamente obedecieran a su ley y a su sentido interior, la vida resultaría más rica y digna. Claro que, en ese mundo, quedarían impunes alguna injuria y alguna que otra bofetada impulsiva que hoy mantiene ocupados a los respetables jueces estatales. De vez en cuando también se produciría un homicidio, pero... ¿acaso no sucede igualmente en la actualidad, pese a leyes y castigos? En cambio, serían desconocidas e imposibles otras cosas horribles y tremendamente tristes que vemos florecer a diario en nuestro tan ordenado mundo, Por ejemplo, las guerras internacionales.

    Ahora oigo decir a las autoridades: "Tú predicas la revolución."

    Otro error, solo posible entre hombres gregarios. Yo predico la pertinacia en el sentido del propio juicio, no de la subversión. ¿Cómo iba yo a desear la revolución? La revolución no es otra cosa que guerra; es como esta, una "continuación de la política con otros medios". Pero el hombre que una vez ha tenido valor consigo mismo y ha percibido la voz de su propio destino, ya no se interesa en absoluto por la política, sea esta monárquica o democrática, revolucionaria o conservadora. Otras cosas son las que le preocupan. Su "sentido propio" es como aquel, profundo, magnífico y querido por Dios, que existe en cada brizna de hierba, aquel sentido propio que solo se concentra en el propio desarrollo. "Egoísmo", si se quiere. Mas este egoísmo es completamente distinto al del acaparador de dinero o del codicioso de poder.

   El hombre poseedor de ese "sentido propio" a que yo me refiero no busca dinero ni poder. No es que desprecie estas cosas por ser yo un dechado de virtudes ni un altruista resignado. ¡Nada de eso! Pero el dinero y el poder y todo lo que lleva a los hombres a atormentarse y matarse unos a otros, tiene poco valor para quien se ha encontrado a sí mismo. Porque este hombre solo valora de verdad una cosa, que es la misteriosa fuerza que reside en su interior, esa que le permite vivir y le ayuda a desarrollarse. Y semejante fuerza no se consigue ni se acrecienta ni se hace más profunda con dinero y poder, pues el dinero y el poder son inventos de la desconfianza. Quien desconfíe en su más íntimo interior de la fuerza vital, quien carezca de ella, tiene que compensar esa falta con sucedáneos como el dinero. Quien, en cambio, tenga confianza en sí mismo y no anhele otra cosa que vivir de manera libre y limpia su propio destino, dejándolo vibrar, verá en esos medios auxiliares, mil veces sobrevalorados y sobrepagados, solamente unos instrumentos secundarios cuya posesión y cuyo empleo son agradables, pero nunca decisivos.

    ¡Cuánto llego a amar esa virtud de la pertinacia, entendida como sentido propio! Si uno la ha descubierto y está convencido de poseer algo de ella, las demás virtudes, tan recomendadas y cacareadas, quedan reducidas a algo curiosamente dudoso.

    El patriotismo es una de ellas. No es que tenga nada contra él, que en lugar del individuo coloca un gran complejo. Pero en realidad no se le considera una virtud hasta que empiezan los tiros..., ese medo tan ingenuo y ridículamente insuficiente de "proseguir la política". Porque, en general, el soldado que mata enemigos pasa por ser mejor patriota que el campesino que labra su tierra lo mejor posible. Porque este último obtiene un beneficio con ello. Cosa rara, según nuestra complicada moral resulta siempre más discutible aquella virtud que beneficia y es útil a su poseedor.

    ¿Y por qué es eso? Porque estamos acostumbrados a buscar las ventajas a costa de otros. Porque, llenos de desconfianza como estamos, siempre creemos tener que codiciar lo que posee el prójimo.

    El jefe de una tribu salvaje está convencido de que la fuerza vital e los enemigos muertos por él pasa a su propia persona ¿Acaso no es esta misma creencia del pobre negro la base de toda guerra, de toda competencia, de toda desconfianza entre los hombres? ¿No seríamos más felices si reconociésemos al esforzado campesino el mismo mérito, al menos, que al soldado? ¿Si pudiésemos abandonar la superstición de que todo cuanto un hombre o un pueblo gana en vida y alegría de vivir tiene que ser, forzosamente, arrancado a otro?

    Ahora me parece oír al profesor:

    -Todo eso suena muy bien, pero le ruego que considere el problema de manera totalmente objetiva, desde el punto de vista económico-nacional. La producción mundial es...

    A lo que yo respondo:

    -No, gracias. El punto de vista económico-nacional no es en absoluto objetivo. Es solo comparable a unas gafas por las que se puede mirar todo con muy diversos resultados. Antes de la guerra, por ejemplo, se podía demostrar de modo económico-nacional que una guerra mundial era imposible o que, en todo caso, no podría durar. Hoy día, desde ese mismo punto de vista económico-nacional, puede demostrarse lo contrario. No, ha llegado la hora de abandonar las fantasías y pensar realidades.

    Nada hay en esos "puntos de vista", llámense como quieran y aunque sean defendidos por los más reputados profesores. Todos juntos son un engaño. Porque nosotros no somos máquinas calculadoras ni mecanismos de ninguna clase. Somos seres humanos. Y para el ser humano solo hay un punto de vista natural, una medida natural, que es la del hombre pertinaz. Para él no hay destinos del capitalismo ni del socialismo, para él no hay Inglaterra ni América; para él palpita únicamente es quieta e irrebatible ley que existe en su propio pecho, y que tan infinitamente difícil resulta de seguir para el hombre de costumbres cómodas, mientras que para el pertinaz, para que el que vive según su propio sentido, representa destino y divinidad.



       


2 comentarios:

  1. Novela que leí con gran interés en mi juventud al igual que otros títulos de Hesse como 'Siddhartha' o 'El lobo estepario', y que dejaron en mí una fuerte impresión.

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    1. Pues este librito de "Escritos políticos", que reúne textos dispersos del autor, pero escritos en el periodo que va de la Primera Guerra Mundial al ocaso de la República de Weimar me está resultando interesantísimo, porque aquella época tiene no pocos parecidos con la nuestra... ¡Muy recomendable! Está editado por Bruguera en la colección "Libro Amigo". ¡Y tan amigo!

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