Retrato ¿anacrónico? del mester como «profesional liberal».
No sé si
se deberá a mis inclinaciones pseudoácratas, en el sentido del rechazo al poder
establecido, con sus vanas pompas y sus deleznables obras, a un acendrado individualismo nacido en
Quevedo, entre otros: «Vive para ti solo, si puedes; pues solo para ti, si
mueres, mueres», o a qué, pero lo cierto es que, desde que me inicié
laboralmente en el mundo de la enseñanza, jamás me he sentido partícipe de una
empresa colectiva y sí exclusivamente responsable de mi actividad docente
individual. Durante los primeros años, en que los diferentes cursos que me
tocaban me obligaban a suplir a uña de caballo todas las carencias con que
había salido de la Universidad —¡alma
madráster la llamó el otro!—, ni
siquiera sabía que la Dirección del centro tuviera un poder que pudiera
interferir en el desarrollo de mi actividad. Aunque choqué con ella por mi
exigencia de que retiraran de la vitrina de información «oficial» una
convocatoria relativa a la primera visita de Juan Pablo II a España, anuncio
que en modo alguno tenía nada que ver con la vida oficial del instituto, (que
conste, entre estos paréntesis confidenciales, que el incidente me sirvió para
anudar una buena amistad con el exaltado apóstol de la supuesta buena nueva, un
ejemplo de pura bondad humana y caritativa pedagogía).
Atareado en los muchos menesteres a que un profesor se ha de dedicar, y que suman horas invisibles que la sociedad ni valora ni reconoce ni agradece, contemplaba cualquier reunión como una «merma horribilis» de esa dedicación, más aún cuando cada una de las tales se revelaba una nefasta e irreparable pérdida de tiempo y un método improductivo para la mejora de la calidad general del centro, pues ésta dependía, inexcusablemente, de la de cada uno de los miembros del mismo, y ya se sabe que en la viña del Señor...
Desde esa perspectiva, y aun a
pesar de haber trabajado en colaboración estrecha con no pocos colegas, se ha
instalado en mí la convicción de que, con mi libertad de cátedra como patente
de corso, no debo obediencia a nadie, sino escrupuloso respeto ético a mi
compromiso profesional; y lo ha hecho con tal fuerza de arraigo que ahora,
pasados muchos años de aquella revelación , ignoro si ha sido una virtud o una
rémora.
Vienen estas reflexiones a
cuento de la falta de “combatividad” de los docentes, del «aletargamiento» en
que vivimos, de la supuesta «indiferencia» con que contemplamos los serios
problemas que nos tienen al borde del colapso institucional; pero, a pesar de
haberlo intentado, de haberme querido integrar en los esfuerzos colectivos de
la comunidad educativa, sigo aún con la «costra» de profesional liberal que
parece habérseme pegado como un identificador social: una licenciatura,
estudios de grado, una tesis en curso y una dedicación constante a la materia,
tanto en forma de estudios como de publicaciones, etc., no me hacen pensar en
mi trabajo como en el de quien trabaja en una cadena, ajustado a unos ritmos,
unos contenidos, un horario y unas exigencias precisas, sino como en el de
quien mejorándose continuamente ofrece a sus alumnos un producto muy distinto
de los que tiene a su alrededor, consciente de que en esa singularidad se cifra
su valor profesional y debería, ¡ay!, cifrarse el reconocimiento social del
mismo.
Nunca he aspirado a enseñar
igual que mis colegas, y todo mi afán ha consistido en individualizar mi
dedicación profesional, que nunca se me confundiera ni anonimizara: «el de
castellano», uno más, otro pestiño... Este sincero reconocimiento de mi
voluntad profesional no excluye, por supuesto, porque es su fundamento, el
agradecimiento a todos aquellos colegas de quienes he aprendido tantísimo a lo
largo de mi vida profesional, y de los que aún sigo aprendiendo, gracias a
Hermes. Ellos fueron ejemplo para poder yo ganar la poca o mucha fama de
profesor a que me hiciera acreedor mediante mi amejoramiento, en el que aún
signo inmerso. Teniendo en cuenta lo anterior, ¿de dónde puedo sacar la
conciencia colectiva que me impulse a bajar a una trinchera en la que me haya
de batir el cobre por unas condiciones de trabajo y una organización del mismo
que, más allá de mi horas de atención, de mis horas de consulta, apenas tienen
interés para mí?
Son raras, sin duda, las
manifestaciones de arquitectos, de abogados o de ingenieros industriales,
pongamos por caso. Y si bien los recortes presupuestarios han lanzado a los
médicos a la calle, por ejemplo, esas protestas adquieren una lucha de supervivencia
que va más allá de lo que podríamos
entender como una huelga profesional. Sé que hay muchos aspectos de la vida
profesional que exigen una defensa numantina contra la irracionalidad de
quienes nos gobiernan, pero en nuestro sistema democrático, en el que el poder
lo tienen los representantes del pueblo, votados en las urnas, se me antoja
imposible que ese mismo pueblo empatice con nuestras reivindicaciones, puesto
que está en él, en su vasta ignorancia, la fuente de la orgullosa demagogia de
quienes los representan, camelándolos. Por otro lado, ¡son tantas las
exigencias profesionales en cuanto a las mejoras constantes para la transmisión
de los conocimientos que me afectan, que todo lo demás parece pasar a un
segundo plano! Me recuerdo en la última manifestación contra los recortes,
agitando la mano derecha al son de los sonsonetes combativos y sosteniendo un
libro con la izquierda, en el que
ampliaba conocimientos para clases inmediatas.
La estructura horaria de nuestra
semana laboral incrementa, por si lo anterior fuera poco convincente, esa «ilusión»
de ser auténticos profesionales liberales. No salir ni entrar a la misma hora,
disponer de «huecos» en los que dedicarse al allegamiento de material o a la
evaluación individual de nuestros «pacientes», etc., son particularidades
laborales que contribuyen, en mayor o menor medida, a la creación de esa
conciencia de profesional liberal que bien pudiera ser la explicación de la
tibia actitud reivindicativa que nos aqueja o nos distingue. No niego que la
plaga de igualitarismo a ultranza con que se ha querido desfigurar nuestra
profesión tenga mucho que ver con lo que aquí digo, y quizás sea la raíz
cizañera de mi actitud. Con todo, y acabo, ¿no es harto frecuente en los
Institutos la conciencia de que todos y cada uno de los que trabajamos en ellos
«somos» algo más que «meros» profesores; que nuestra profesión no es sino un modus
vivendi a la espera de que se revelen nuestras potencialidades particulares
que nos permitan cumplir un destino más halagüeño e incluso más próspero?
Vale.
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