miércoles, 15 de marzo de 2017
¿Qué fue de la tópica y virtuosa "serietat" catalana?
Los antropólogos catalanes asisten, descolocados, y entre asombrados y ensombrecidos, a cambios sociales nunca antes vistos.
Los tópicos nacionales y regionales tienen una tradición que se remonta, acaso, a la escisión de la horda primigenia. De entonces acá, las caracterizaciones de las colectividades con fuertes afinidades entre sus miembros, retratos con frecuencia interesados..., y muy a menudo rigurosamente objetivos..., han alimentado singularidades, desprecios, envidias, compasiones y emulaciones que han llenado páginas y páginas de antropología barata, de psicología de baratillo y de nacionalismo de andar por casa. Baste saber, para tener una idea de la insustancialidad de todos estos tópicos, que, en el siglo XVI, los castellanos (sí, sí, los de Castilla) tenían fama en Europa de "graciosos", lo que equivaldría en nuestra España de hoy a la fama de los andaluces. La visión romántica ensalzó lo "genuino" de cada comunidad, lo peculiar, los "rasgos diferenciales", como la esencia de todos y cada uno de los habitantes de ciertos territorios, sean estados, regiones o comarcas. Para complicar el asunto, claro, nunca deja de tener vigencia la división norte-sur que afecta a extremos como los países nórdicos y los ribereños del Mediterráneo y a cada uno de esos países, el Véneto y Sicilia, sin ir más lejos. Queda claro, pues, que sobre ciertos tópicos lo mejor es enfrentarse a ellos con respeto y una distancia entre crítica y humorística que permita, sin ofender, desmitificar; sin faltar, desnudar; sin pontificar, relativizar, y, sin llama viva, cauterizar... Hoy he querido prestar atención a un rasgo constitutivo de eso que algunos podrían entender como "personalidad" catalana (asociación sintagmática que, sin llegar a oxímoron, claro, sí que toma el rábano por las hojas, dada la inequívoca absurdidad de enjuiciar a una colectividad como a una persona, quizás a imitación del concepto religioso "cuerpo místico", usado por el cristianismo para su Iglesia): me refiero a la tradicional serietat, "seriedad", que hasta hace muy pocos años bien podía tenerse como una "marca" colectiva de la que prácticamente todos los catalanes sin excepción nos enorgullecíamos, fueran cuales fueran nuestra ideología, nuestras creencias, nuestra profesión o nuestras aficiones. Parangón de ella sería la "puntualidad británica", por ejemplo. Es evidente que no somos una comunidad en la que no falten facinerosos, lladres, desvergonyits, mandrosos, penques i corruptes, pero nuestra seriedad había pasado todas las pruebas del algodón de los tópicos y brillaba lustrosa, impecable, magnífica, terne como la aguja que señala al norte. Distinguíamos, perfectamente, entre los somiatruites y los assenyats, entre quienes viven de falòrnies ("mentiras", "quimeras", "desatinos") y quienes se ajustan al principio de realidad más estricta. Desde que un falso Mesías, sin embargo, confundió la realidad con el deseo y embarcó en el escuálido catamarán de la secesión a cuantos se dejaron engañar por tan atípico sirénido, me parece evidente que ese fundamento básico de nuestra comunidad, la seriedad incuestionable, ha pasado a mejor vida bien lejos de aquí, porque a nadie se le oculta, y es doloroso reconocerlo, que poco queda de ella en pie que pueda aguantar los sotracs, las sacudidas del vendaval de enajenación política que la ha barrido de nuestra sociedad en poco menos de cinco años. Sí, seamos justos, hay muchos que intentamos mantener, y hasta con porfía, ese tópico dentro de los límites que le garanticen la pervivencia; pero es harto doloroso contemplar cómo buena parte de nuestros conciudadanos han escogido, como en una Saturnalia, tirar pel dret de la locura política aun a riesgo de desfigurar por completo ciertos rasgos de identidad que todos compartíamos y que a todos nos enorgullecían. De enorgullecernos todos hemos pasado a verlos a ellos energumenecerse con todo tipo de arcaicos ritos tribales, disfrazados de pseudomodernidad contestataria, que los han ido reduciendo a la estrecha cárcel del fanatismo, el odio al prójimo a quien rechazan por razones tan diversas como el origen de nacimiento, la lengua o la ideología y, lo peor de todo, me atrevería a decir, el nulo respeto a las leyes que rigen nuestra convivencia. Nos creíamos, como colectividad, al margen de las derivas colectivas hacia la intolerancia y el totalitarismo, pero desde hace cinco años observamos con no poca preocupación la cantidad enorme de puentes convivenciales que esas derivas han ido rompiendo sin escrúpulo alguno e incluso con rufianesca celebración ebria de una identidad forjada en el odio al otro que va a dejar unas cicatrices de larga y costosa reabsorción por un cuerpo social maltrecho. Son muchos los términos que describen la chirigotería carnavalesca en que llevamos viviendo desde hace cinco años, cuando se despertaron los más bajos instintos colectivos por chamanes que no han tenido empacho, para asegurar sus fortunas personales y sus situaciones de privilegio, en engañar a cuantos ilusos se han creído esas ilusiones que el tiempo acabará diluyendo como la gota horada la piedra; y no pocos los embaucamientos de todo tipo, históricos, sentimentales, raciales -ahí está ese ADN catalán genéticamente más cerca del francés que de cualquier otro, en labios del señor Junqueras- que no han trabajado sino en pro de una sola idea remachada día y noche a través de unos medios de comunicación públicos secuestrados por una minoría política en votos y solo mayoritaria en diputados de un Parlamento en que los votos "de aldea" están hiperprimados sobre los votos "ciudadanos", y por unos medios privados que viven de la subvención pública arbitrariamente concedida por quienes tienen secuestrados los medios públicos: el supremacismo, de honda raigambre totalitaria. Es frecuente hablar del Movimiento Secesionista en términos teatrales: el sainete, el vodevil, la farsa, el esperpento..., y es evidente que no pocos de los actores que salen a escena día sí y al otro también acreditan que así se haga: un presidente elegido a dedo casi con nocturnidad y alevosía; un Ministro de Asuntos Exteriores, a quien solo recibe la extrema derecha de Finlandia o de Usamérica, y que ni tiene asuntos ni sale apenas de su Consejería para no acumular más ridículos; un juez aficionado a "dictar" constituciones en sus ratos libres, que son todos, porque desde que le pagaron para no hacer nada, lo bien que ha vivido el revelador de los hechos ocultos y delictivos de los conjurados del Movimiento; un partido que fue el pal de paller, primero, luego la Gran Casa, se supone que del Gran Timonel..., y que ahora, disminuido a la insignificancia, hamletea si será o no será en las elecciones por venir, por más que las quieran plebiscitar y cuyas fuerzas para la desconexión menguan a la misma velocidad que emigran sus últimos votantes; un gobierno de derechas sostenido parlamentariamente por un grupúsculo antisistema, etc. Sí, es evidente que hoy somos el hazmerreír de España, de Europa y del mundo mundial, y que aquella seriedad que nos caracterizaba está en riesgo de desaparecer para siempre, de ahí que esos antropólogos a los que me referían no dejen de maravillarse ante lo que sucede, ante lo-que-es, que no es más que-lo-que-hay: un festival de despropósitos que nos está arruinando una reputación trabajosamente conseguida, porque, desde que en la nueva República Onfalocrática Catalana se atan los perros con butifarras, se hartan de hacérnosla desde todos los sitios, desde donde reina una seriedad equivalente a la nuestra y, ¡ay!, también desde donde somos, actualmente, su más sombrío y riguroso espejo.
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